lunes, agosto 31, 2009

Temporada de caza para el león negro, Tryno Maldonado

Anagrama, Barcelona, 2009. 125 pp. 14 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Tengo cierta tendencia a personalizar demasiado las críticas que me permiten colgar en este permisivo blog, soy consciente de ello, pero ¿qué quieren? A veces da información relevante, o si acaso curiosa, al lector. Pueden lapidarme cuando quieran, sin embargo.
A Tryno le conozco desde hace unos cuantos años, cuando andaba investigando por puro ocio la joven narrativa latinoamericana, no la que estaba llegando a España sino la que aún no lo había hecho pero sospechaba que tendría que hacerlo más tarde o más temprano. Le descubrí en una página web en la que había colgado algunos relatos, donde conseguí su e-mail y trabamos un contacto intermitente. En esos momentos yo colaboraba como lector en una editorial de Madrid y propuse que leyesen un libro de relatos que había armado recientemente. El libro no fue aceptado, pero apareció poco después en su país, México, y tuvo un notable éxito entre los escritores de allí. A esa su primera publicación le siguió una novela, Viena roja, publicada ya con mayor respaldo en Joaquín Mortiz, que parece tuvo aún más fortuna (y de la que sólo he leído un fragmento que me pasó su autor poco antes de que nuestra comunicación, por cosas de la vida, se interrumpiera bruscamente; el libro no encontré ni encuentro manera de hacerme con él desde España). Después de eso, he aquí que al cabo de los años me lo encuentro como mención de honor en el premio Herralde 2008. Eso y mucho más se merece, sin duda.
Antes que nada, al adentrarme en su nueva novela me percato de que el estilo de Tryno ha dado un giro de 180 grados. Me explico: aquel primer libro suyo, titulado Temas y variaciones, contenía los textos más borgeanos y barrocos que me he echado a la cara, hasta tal punto que entendí que la editorial a la que lo presenté no lo aceptase (no era precisamente digerible para el gran público, que es la bestia a la que se supone un escritor novel debe alimentar con su primera entrega). Sin embargo, cuando salió en México fue arropado por la intelectualidad creadora, y es que era allí donde debía encontrar su lugar, lo que permitió que sus horizontes se ampliasen y madurase más convenientemente, perdiendo esas huellas demasiado claras de los autores y temas que adoraba y adora (el mencionado Borges, Haruki Murakami, la música clásica del siglo XX, el heavy metal…). Sin duda, en este tiempo ha absorbido mil y una tendencias y se ha convertido en un auténtico camaleón, porque Temporada de caza para el león negro no tiene nada que ver con aquellos textos, lo que lo convierte en un ejercicio de versatilidad narrativa notable.
Entrando en materia, en Temporada… somos testigos mudos de la confesión de un amante innominado, entrecortada en noventa y nueve capítulos cortos (algunos de dos o tres frases, otros repetidos de improviso), en los que nos pinta a Golo, la fallecida joven promesa del arte mexicano, mediante recuentos de gustos frívolos y anécdotas la mayor parte de las veces oscuras o banales, desvelándonos cómo un completo desconocido, niño bien con una pátina de suciedad, pintor por casualidad en los brevísimos periodos en los que se permite dejar a un lado su ansía de droga y sexo, rodeado de hijos de familias adineradas haciéndose los desastrados para jugar mejor al negocio del arte, pasa a convertirse en una de las estrellas más cotizadas del mundillo a nivel internacional. Todo esto lo hace el narrador-amante con concisión, cierta frialdad, cierta sequedad, pero permitiendo adivinar un deje de ironía en ocasiones, como si lo que contase no fuese con él (deja caer incluso que su homosexualidad pueda ser sólo una pose más).
La novela se convierte así en un cambio de perspectiva sobre el genio maldito, el enfant terrible, en este caso creado en vida precisamente por haber sido comprendido (suponiendo que haya algo que entender en su obra), es decir, se trata de un producto, un genio artificial, pura imagen que nada llegar a ofrecer. Esta biografía sui generis deja en carne viva el imperio de la apariencia y la estupidez y vanidad tanto de artistas como de críticos, pero también el consumismo feroz que nos atenaza, personificado en un Golo obsesionado no sólo por el sexo sino también por las películas, la comida basura y las revistas del corazón, y que, como muestra de que esta nueva religión puede crear nuevos dioses al antojo del creyente gracias a la mitificación de objetos, viste siempre, hasta dormido, sus inseparables zapatillas Converse. Como resultado nos damos cuenta de que su vida de artista no fue para él más que otra atracción de feria, otra montaña rusa en la que montarse por la eternidad. Un espectáculo al que admiradores, amantes y lectores asistimos con una mezcla de culpabilidad y deleite mientras el verdadero Golo permanece invisible, ignorado por propia voluntad, riendo o llorando en cualquier otro lugar que no sean estas páginas.

viernes, agosto 28, 2009

La soledad de los números primos, Paolo Giordano

Trad. Juan Manuel Salmerón Arjona. Salamandra, Barcelona, 2009. 281 pp. 16 €

José Manuel de la Huerga

Un punto se vuelve línea recta, proyectado al infinito. Si junto a él, muy cerca, sintiendo su respiración, hay un segundo punto, también línea, proyectado al infinito…, y así siempre, sin posibilidad de roce, hablaremos de líneas paralelas. Imaginémoslas unos instantes en dirección a un horizonte inasible. ¿A que desazonan? Pongámosles imposibilidad de cruce, repelencia de contacto, y tendremos el fundamento visual, potente, de la novela del jovencísimo Paolo Giordano.
Él lo planteó con números primos gemelos, esos que traen de cabeza a los matemáticos y a los físicos. Ya saben, los que sólo son divisibles por ellos mismos y por la unidad y que además sólo tienen un número par entre ellos, fino como una pared de papel. Digo, 11 y 13, 17 y 19, 41 y 43. Una imagen de zozobra, de misterio inescrutable desde el comienzo de la historia de las matemáticas. Este matiz, casi policíaco, no es despreciable.
Pero, más allá de las modas pasajeras de meter las ciencias exactas en la casa del voluble arte literario como animal huraño en hábitat esquivo, el escritor italiano se ha dedicado a escribir una excelente novela de dos soledades: dos imanes que se atraen y repelen con constantes fuerzas vectoriales de atracción y repelencia. Giordano, con inteligencia, cubrió la historia de dos soledades, la de Alice y Mattia, con un discurso matemático y pseudocientífico (no porque no sepa este físico con beca de postgrado, sino porque sabe perfectamente a qué ignorantes de esos vericuetos va dirigida su obra). Pero habría funcionado literariamente de igual forma sin él. Seguramente no habría sido éxito literario en Europa, acaso habría quedado en buen ejercicio literario de segundo año en el taller de escritura de Baricco, como mucho lo habría publicado una editorial de tercera.
Y es que ávidos de novedades, de apariencias, nos dejamos abrazar (todos, escritores, editores y lectores) por monas que se visten de seda. (Qué cerca escribí Baricco.)
Confieso que la novela me ha deslumbrado. Tiene la sabiduría de un narrador experimentado, que conoce los entresijos del arte narrativo: contención, ocultamiento de información, secuencias breves, cortadas, silencios medidos, jugadas de billar a tres bandas con carambolas sorprendentes… Todo un festival de virtudes novelescas aprendidas devotamente en los clásicos americanos, y bien aprendidas.
Pero lo importante es que ha encontrado dos personajes que amar. Me gustan las novelas donde se nota que el narrador ama a sus monstruos, donde no le ha quedado otra solución que entregarse a sus deyecciones. Así comienza la novela, con escena escatológica de niña obligada a esquiar por padre pluscuamperfecto. Escena de arranque que arrastrará, como pierna muerta, para el resto de una eternidad de casi trescientas páginas. La otra excrecencia es la de los gemelos en sombra: capricho de la naturaleza, problema matemático irresoluble. Mattia, niño prodigio, Michela, hermana gemela con tara mental. Michela perdida de su hermano, por toda la novela, como silencio que clama hasta la última línea, buscándola como parte necesaria de su unidad escindida. No me digan que no es doloroso, contenidamente doloroso.
Paolo Giordano ha sabido escribir una novela de la soledad postmoderna. La que todos esperábamos leer. Pongámosle los aditamentos enunciados al principio de la crítica y tendrán el éxito comercial. Pero la novela estaba armada sin todo eso. Porque el italiano sabía mirar dentro del alma y escudriñar todos sus pliegues, como muy pocos a los veinticinco años.
Giordano es un chico inteligente, y además prudente. O de apariencia prudente, en sus entrevistas. No adolece del mal del primer éxito literario, venividivinci. Confiesa que será escritor en función de sus siguientes entregas, y no es poco. Lo veremos.

jueves, agosto 27, 2009

Kabuki. Teatro tradicional japonés, Ronald Cavaye

Trad. Marián Bango Amorín. Satori, Gijón, 2008. 212 pp. 20 €

Juan Pablo Heras

El título original de este libro, publicado por primera vez en 1993, nos da la clave: Kabuki. A Pocket Guide. Lo que ha publicado Satori Ediciones, un curioso sello asturiano dedicado exclusivamente a temas japoneses, es una guía de viaje. Una guía pequeñita, sencilla, para introducirnos a nosotros, forasteros no iniciados, en el apasionante mundo del kabuki. Su autor es un pianista británico que lo conoce tan a fondo, que a veces se ha unido a los kakegoe, una especie de claque que grita a los actores en momentos muy concretos de la representación.
Si a un europeo con cierto nivel cultural se le menciona el kabuki, sabrá decir, a lo sumo, que se trata de un tipo de teatro japonés en el que todos los intérpretes son varones, incluso los que se encargan de los personajes femeninos. Por mucho que este hábito coincidiera con lo que sucedía en los escenarios del teatro isabelino inglés, el mismo en cuyo ecosistema vivió Shakespeare, es este pequeño aspecto el que más ha fascinado a los occidentales desde que la mismísima Greta Garbo corriera a los camerinos al final de una representación de kabuki para “ver el sudor” de Nakamura Utaemon VI, uno de los más célebres onnagata, que es como se llama a los actores que desempeñan papeles femeninos. Si recorremos el hilo de esta singularidad, la de los onnagata, estaremos dando los primeros pasos por una forma distinta de teatralidad, que viene a ser otra manera de entender el mundo. Veamos: el kabuki nació hacia 1603 en Kyoto, de la mano de una mujer, Okuni, que ocupó sin pedir permiso a nadie las tablas del estático y cortesano teatro noh, e introdujo una forma más vivaz de danza y teatro musical, con frecuencia ligado, en la práctica, a distintas formas de prostitución. Apelando a la moral, en 1629 las autoridades prohibieron a las mujeres aparecer en el escenario; en 1652, hicieron lo mismo con los hombres jóvenes. De modo que los onnagata, actores varones, siempre adultos y cada vez más viejos, se vieron obligados a compensar con el maquillaje y toda una batería de códigos gestuales la creciente distancia que les alejaba de la feminidad. Para cuando la dinastía Meiji abolió la prohibición, a mediados del siglo XIX, ya no era posible que las mujeres regresaran al kabuki sin transformarlo por completo: de hacerlo, hubieran debido pasar por una suerte de refeminización de su propia feminidad. El alto grado de estilización al que había llegado la interpretación de personajes femeninos por los onnagata estaba tan alejado del naturalismo, que acceder a su dominio se habría hecho imposible para cualquiera que no perteneciera a los centenarios linajes de actores que adornan con sus blasones los telones del kabuki. Y ese alto grado de codificación permite, milagrosamente, que un actor de más de setenta años interprete a una doncella de veinte y el espectador sólo consiga ver sobre el escenario a una damita tan bella como exquisitamente refinada.
Desde hace mucho tiempo, el teatro kabuki se ha cerrado, en gran medida, a la innovación, y es por eso, a la vez, un ser vivo y un fósil venido de otro tiempo: las puestas en escena son dirigidas por los actores más veteranos sin más patrones que el recuerdo de cómo les dirigieron a ellos. Los aficionados que conocen bien el repertorio esperan con ansiedad los momentos más célebres de cada obra, con frecuencia remarcados por unas poses estáticas llamadas mie, y por eso la excelencia de un intérprete se mide en lo mucho que se acerca al modelo ideal con el que se concibe cada espectáculo. Los grandes actores del kabuki son venerados en Japón hasta tal punto que muchos de sus admiradores se disputan los oshiguma, telas que los actores se imponen en la cara al final de la representación y en las que queda grabado su elaborado maquillaje. En algún caso pueden ser nombrados “Tesoro Viviente de la Nación” por el gobierno japonés, como le ocurrió a Nakamura Utaemon VI (1917-2001), el mismo que enamoró a Greta Garbo.
El autor, Ronald Cavaye, resulta un guía perfecto para esta introducción al mundo del kabuki. Tras iniciarnos en los diversos aspectos que componen el espectáculo (personajes, modos y códigos de interpretación, música, vestuario, maquillaje, atrezzo, etc.), nos resume con gran eficacia una de las obras más representativas del repertorio, Kanjincho, y tanto y tan bien nos ha preparado, que cuando leemos su narración es ya como si la estuviéramos viendo. Kanjincho, fragmento rescatado de las sagas que protagoniza el joven señor Minamoto Yoshitsune, está ambientada en un Japón legendario, situado fuera del tiempo o en un tiempo que pertenece al mito y no a la historia, en ese espacio soñado al que sólo se accede desde el escenario del kabuki.
El libro incluye una lista de teatros de distintas ciudades de Japón en los que el viajero que hasta allí llegue puede ver kabuki. Confiamos en que, en una próxima edición, los responsables de Satori añadan aún más información útil, como páginas web o teléfonos actualizados, corrijan alguna autorreferencia con la paginación equivocada y actualicen la bibliografía. Por lo demás, se trata de un libro precioso, ilustrado generosamente con abundantes fotos del kabuki actual y deliciosos grabados de tiempos pasados.

miércoles, agosto 26, 2009

Un viñedo en la Toscana, Ferenc Máté

Trad. Ferran Mendoza Soler. Seix-Barral, Barcelona, 2009. 308 pp. 16 €

Pedro M. Domene

¿Quién no ha imaginado una vida idílica en la Toscana, saboreando un buen vino, degustando la mejor comida casera y disfrutando de la amistad vecinal? Este sería un buen reclamo publicitario, una excelente pregunta lanzada al viento y una extraordinaria invitación para leer un libro inclasificable a caballo entre la ficción, el documento autobiográfico, la crónica personal, incluso, casi se acerca a una pequeña y coqueta guía de viaje por la región vinícola italiana; y es así porque, su autor, Ferenc Máté transcribe en, Un viñedo en la Toscana (2009), sus vicisitudes o sus problemas para encontrar ese lugar idóneo donde convertir su sueño en realidad: conseguir un viñedo y la posibilidad, transcurrido un tiempo, de crear su propio vino, pero no uno cualquier sino el mejor vino de la Toscana, ese lugar paradisíaco elegido, para comenzar una vida, y donde actualmente vive, después de haber errado durante algunos años por ciudades como Vancouver, Nueva York, Roma y París.
La Toscana se localiza en la zona norte de Italia y entre otros muchos aspectos a destacar, además de su belleza natural, se localizan las hermosas ciudades de Florencia, Pisa, Siena, Livorno y si uno se acerca a su costa, concretamente al golfo de Follonica, se dará de bruces con la tan famosa y celebrada Isla de Elba, lugar que durante un buen tiempo alojó a un famoso huésped: Napoleón Bonaparte. El pueblecito de Montalcino se sitúa al noroeste del Monte Amiata, y al oeste de la ciudad de Pienza, a unos 42 kilómetros de Siena, y es allí donde se cumplirá el sueño de Candace y Ferenc Máté, donde encontrarán un antiguo monasterio rodeado de tierras para ubicar en un futuro sus viñedos. Antes se verán obligados a reformar el monasterio de más de setecientos años repleto de sorpresas, sobre todo, arqueológicas, porque el lugar había sido habitado por los etruscos, y su primera mención histórica data del siglo IX, cuando unos anónimos monjes relacionados con la Abadía de Sant'Ántimo, construyeron la primera iglesia. El relato comienza cuando, la pintora y el escritor, aún viven en La Marinaia, su casa originaria, situada en la falda de dos colinas, rodeada de jardines, con cincuenta olivos, cantidad suficiente para fabricar el aceite de su consumo, pero sin la posibilidad de disfrutar de algunos viñedos y el sueño de trabajar y realizar la vendemmia, con una amplia cosecha con que rellenar las futuras bodegas repletas de barricas de roble.
El primer intento de Máté para ampliar su propiedad y comprar algunas tierras colindantes, resulta fallido porque ya se sabe que «los toscanos detestan a los romanos», y él, aun siendo húngaro, tuvo su propia experiencia con el peor de todos los romanos que jamás nunca debería haber conocido. Es en ese mismo momento cuando se inicia la aventura de los Máté para comprar, restaurar, plantar y cosechar sus propias viñas con que lanzarían después al mercado internacional la producción de los mejores vinos: Brunello, Banditone, Mantus, Albatro y Caberné Sauvignon de la Toscana. Los capítulos que siguen a la compra de Il Colombaio relatan las vicisitudes de Candance y Ferenc para desbrozar, adecuar, eliminar, reconstruir y restaurar las ruinas de su futuro, mientras conocen a una legión de toscanos que les ayudarán en la dura tarea: Tommaso Bucci, Piccardi, Pignattai, y los albañiles Fosco, Piero, Georgi, Alessandro y Asea, un estudiante nigeriano de arquitectura que había cambiado su vocación por el aire libre. Mientras tanto se despiden de sus buenos amigos los Paolucci, y Ferenc cuenta sus vicisitudes para convertirse en contadini o granjero italiano, e inicia la búsqueda de vigas, puertas, baldosas antiguas, a la par que disfruta con su familia de la comida y los vinos toscanos cuando celebran la fiesta del tejado, o pasan las Navidades en la cadena montañosa de los Dolomitas, en San Vigilio di Marebbe, desde donde puede verse la montaña más alta del lugar, la Marmolada de 3.342 metros. Pero sobre todo, en primavera, tendrán que preparar la tierra, las terrazas etruscas abandonadas para plantar las primeras vides a mano. Personajes, situaciones y ambientes, casi un auténtico relato de ficción como se puede clasificar Un viñedo en la Toscana. Y en una pormenorizada exposición, el aprendizaje para la futura primera vendemmia, desde el punto de vista de un vinicultor primerizo, con una pequeña bodega bajo la casa, hasta llegar a un tercer año con una mayor cosecha aunque demasiado joven, pero de donde surgirán los futuros: Merlot, Cabernet, Sangiovese y Syrah.
En otoño el valle resplandece con infinitos matices —escribe Ferenc Máté—; tonalidades rojas y amarillas tiñen el atardecer. Al final del mismo se encuentra la abadía de Sant'Antimo, erigida por Carlomagno a su paso por el lugar, en su peregrinación a Roma. Sin duda, en ocasiones, resulta una buena elección realizar algún viaje que facilite habitar el tiempo, visitar ciudades inmóviles donde moverse y caminar en su interior. Acompañados por los Máté se termina esta aventura con la descripción de sus bodegas, situadas como queda escrito en la templada región de Montalcino, tierras repartidas en dos colinas privadas y resguardadas de las fuertes humedades marinas, siete campi con una amplia variedad de nutrientes y minerales que dan a sus vinos una gran personalidad. En total, 6,37 hectáreas donde crece, también en otros arbustos y árboles, un bosque mediterráneo. Y al final del libro, además de las clasificaciones de la bodega con su producción anual, se añade lo más sabroso, unas recetas tradicionales de la Toscana de la Trattoria Castelo Banfi, en cuyo menú figura una gran selección de panes tostados, como el mejor y más sobresaliente producto de la región, que necesariamente hay que degustar.

martes, agosto 25, 2009

Una gota de sangre, Thomas Holland

Trad. Isabel Blanco González. La Factoría de Ideas, Madrid, 2009. 352 pp. 19.18 €

Sofía Rhei

La ciudad «daba la impresión de haberse reunido entorno al Palacio de Justicia de la misma forma en que la tierra y la pelusilla del algodón se acumulan alrededor del tocón de un árbol en medio del campo: más por perezosa conveniencia que por obligación.»
Así es la vida en el lugar en el que empieza la investigación, un pequeño pueblo de la Arkansas rural en el que el Ku Klux Klan es «una reunión de amigos» que no le hace daño a nadie, según opina la mayor parte de sus habitantes. Uno de los puntos fuertes del libro es esa descripción de caracteres y personajes que viven en medio de la nada, contemplando a los que vienen de la ciudad «con el mismo desdén que reservan a los evolucionistas declarados o a las presentadoras deportivas femeninas». En ese lugar detenido en el tiempo también hay un crimen que lleva cuarenta años sin ser resuelto.
La estructura es sencilla pero tiene la eficacia del estándar: alternar pequeño capítulos de tres tramas diferentes que, en un momento dado, tienen algo en común: el joven médico que se nos presenta como un héroe en la primera secuencia (hay escenas que son tan visuales que no hay otro remedio que llamarlas así) resulta estar involucrado en un caso demasiado oscuro y ramificado (hijos bastardos, infidelidades que terminan en asesinato, un racismo capaz de llevarse cualquier otra cosa por delante) como para que a ciertas personas les interese que salga a la luz.
El autor es un prestigioso científico forense, que tiñe su escritura de detalles visuales gráficos y de un pensamiento lógico que impregna cada página con la convicción de que hay una verdad y es posible descubrirla. Esta circunstancia puede generar la siguiente pregunta: ¿Puede este libro interesar a alguien que no sea un seguidor de las producciones televisivas dedicadas a la aplicación de nuevas tecnologías en el esclarecimiento de crímenes? Yo me inclino por responder que sí. Su interesante ritmo y sus cualidades sensoriales, además de la dosis de intriga, lo hacen una lectura adecuada para cualquier televidente no especializado.
La traducción da la impresión de haber sido hecha con rapidez, y los correctores se han dejado alguna errata que otra. A este respecto, me gustaría recordarle a la industria editorial española que la diferencia entre pagar más o menos a un traductor o a un corrector redunda obligatoriamente en el número de horas que estos pueden permitirse pasar revisando el texto.

lunes, agosto 24, 2009

El club de los estrellados. Joaquín Berges

Tusquets, Barcelona, 2009. 280 pp. 18.27 €

Jorge Díaz Cortés

El club de los estrellados es la primera novela de Joaquín Berges. No he leído, en consecuencia, nada suyo antes. Tampoco le conozco personalmente ni he visto ninguna reseña sobre el libro. Pocas veces se enfrenta uno con tan pocos datos a una novela. Puede ser muy mala, pero también puede ser una agradable sorpresa.
La solapa y la contraportada son atractivas. Hablan de la música de Bach, de la observación de la estrellas, de las existencias de lencería de una antigua mercería cerrada hace años, de una noche de calabozo entre chulos y rufianes… Parece difícil que la novela sea mala con esos ingredientes.
La primera sorpresa llega con el narrador. Hay dos, uno que en tercera persona nos cuenta la historia de Francho y otro que, en primera, nos cuenta la de su mejor amigo, un camarero sin nombre.
Las dos historias son diferentes en la forma, pero no en el fondo. Ambas hablan de la soledad, no del desamor porque en el caso de los dos protagonistas el amor nunca ha existido. Son en realidad historias relacionadas, en las dos hay un secuestro moderadamente consentido del objeto del deseo, o por lo menos de algo próximo a él; hay en los dos casos algo que recuerda al síndrome de Estocolmo, aunque no estoy seguro de si lo sufre el secuestrado o el secuestrador; hay un deseo de cambio de destino de los dos amigos que se antoja deseable para el lector…
Francho lleva una vida completamente anodina: trabaja en correos, desayuna y come en compañía de Hortensia, una bella compañera, en el bar de su amigo sin nombre, acude los sábados por la noche a ver el firmamento en compañía de otros solitarios como él, los que forman el club de los estrellados. Pero cuando se encierra en casa por la noche es otra persona, se viste la lencería que conserva de la mercería de su madre y hace play backs de famosas cantantes. Se convierte en transformista para suplir la falta de una mujer que use esa ropa que tanto le excita.
En las noches del club de los estrellados, a veces, después de ver las estrellas, se van a tomar una copa. También van de putas. Francho, completamente asexual, no sube con ellas a la habitación, se inventa historias para ellas, por ejemplo que es un famoso espía que pasa de incógnito por la ciudad. Una copa de más y un control de la policía llevan a Francho a creerse en exceso su personaje. El espía, no él, le pega una bofetada al agente. Pasa la noche en la comisaría y, lo que era rutina, pasa a ser aventura. Un tipo de aspecto patibulario le da un sobre que debe entregar a un tal Kojak —no olvidemos que Francho es cartero y nunca dejará una carta sin entregar—, la carta le lleva hasta Chelo, a través de Chelo conocerá a su hija Irene, mujeres que llevarán la ropa íntima mejor que él… La vida de Francho nunca volverá a ser la misma. Ni cuando se haya descifrado el enigma del sobre.
Su amigo el camarero sin nombre también está solo. Atiende todos los días en su local a Francho y Hortensia y está secretamente enamorado de ésta. Ya que no se ve capaz de conquistarla de otro modo, la acompañará en su momento más necesitado, con motivo de una operación. Si no puede acompañarla de igual a igual, por lo menos juntará los pedazos. La trama les lleva a una extraña situación en la que finalmente no sabemos cuál de los dos retine al otro, si el camarero para vivir una parodia de vida de pareja o la mujer para contarle la historia de su vida y sus amores.
El resultado final es una buena novela, una muy buena primera novela. Si hay que ponerle algún pero, aunque sea con el mayor respeto hacia su autor, es la falta de contundencia en el cierre. No da la impresión de llegarse a un final claro y sí de que se agota la trama.
Al final, el acercamiento a una novela desconocida ha sido una muy agradable sorpresa.

viernes, agosto 21, 2009

La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, Franz Overbeck

Trad. Iván de los Ríos. Errata Naturae, Madrid, 2009. 128 pp. 10.90 €

Rubén Castillo Gallego

Franz Overbeck (1837-1905), que fue amigo íntimo de Friedrich Nietzsche y docente en una universidad suiza, tuvo la inestimable idea de anotar algunas de sus reflexiones, remembranzas y anécdotas sobre el filósofo alemán. Y ahora el sello Errata Naturae, con la valiosa colaboración traductora del profesor Iván de los Ríos, nos ofrece a los lectores españoles un buen número de esas páginas (incluidas algunas que el pudoroso Carl Albrecht Bernoulli, discípulo de Overbeck, consideró prescindibles cuando editó el volumen en 1906). Con buen juicio dice el profesor De los Ríos que «Franz Overbeck escribe al margen de todo interés encomiástico, sin ínfulas filosóficas, y escribe para demostrarse a sí mismo que nunca comprendió plenamente a un hombre al que amó y veneró por encima de todas las cosas; escribe para comprender y para expiar la culpa de no haber comprendido; escribe para quedarse a solas con su amigo Friedrich Nietzsche, cuyas carencias nadie supo advertir con igual cautela» (p.14). De ahí que la obra alcance cotas de gran intensidad intelectual y emocional. Tras declarar su sumisión ante lo ciclópeo de la figura de FriedrichNietzsche fue un portento ante el que me incliné una y otra vez, y aun hoy no me arrepiento de haberlo hecho», p.25), el analista Overbeck se aproxima con lucidez y elegancia crítica a «un Nietzsche cuyo pensamiento no se ramifica, creciente, superando obstáculos, sino que avanza como una [...] corriente de lava» (p.39). Lentamente, respetuosamente, Franz Overbeck comenta diferentes aspectos sobre el antisemitismo de Nietzsche, sobre sus posturas ante la religión cristiana, sobre su aparente soledad («Nunca fue un auténtico solitario», p.43), sobre el controvertido tema de la muerte de Dios («Partiendo de mi relación habitual con Nietzsche sólo puedo decir lo siguiente: nunca tuve la impresión de que contara con una respuesta sobre la existencia o la inexistencia de Dios, pero ignoro si alguna vez pretendió decir algo al respecto», p.54) y sobre varios temas de indudable interés erudito, como las relaciones que la obra de Friedrich Nietzsche guarda con Proudhon, Rousseau, Pascal, Herder, Stirner o Erwin Rohde. Y llega a proporcionar datos muy minuciosos, como la anécdota de que fue el historiador y pensador Jakob Burkhardt (autor de la monumental Historia de la cultura griega) el primero en tener noticia clara de la locura de Nietzsche, a través de una carta de enero de 1889, donde el filósofo evidenciaba su desvarío... Este hombre, que fue un fiel amigo del filósofo de Basilea «hasta que todos perdimos a Nietzsche por culpa de la locura» (p.90), explica con viril emoción que no ha querido mercadear con su amistad, ni someterla a manipulaciones de ningún tipo, cuando tan fácil le hubiera resultado hacerlo («Su amistad ha sido demasiado importante para mí como para sentir el deseo de contaminarla con exaltaciones póstumas», p.102). En suma, Errata Naturae nos acaba de regalar un delicioso tomo con el que, sin la menor duda, mejoramos nuestro conocimiento del padre de Zaratustra. Y eso siempre hay que agradecerlo.

jueves, agosto 20, 2009

La casa y otros ensayos, Hugo Mújica

Vaso Roto, Barcelona, 2008. 44 pp. 12 €

Vicente Luis Mora

Vaso Roto, la editorial de Monterrey (México), que acaba de instalarse también en Barcelona, viene publicando hasta el momento libros de autores muy interesantes, como Mark Strand, Alda Merlini, Charles Wright, Derek Walcott o el autor al que ahora nos referiremos, Hugo Mújica, de quien ofrece tres ensayos poéticos agrupados bajo el título de La casa y otros ensayos.
Cuando me preguntan el momento en que más próximo me he sentido a la gran poesía, siempre respondo que ese momento fue el día en que leí poemas conjuntamente con Hugo Mújica. Los treinta centímetros de distancia que nos separaban en Córdoba marcaron mi máxima proximidad con la poesía con mayúsculas, aunque él -muy modesto, por lo que me pareció ese día-, parece escribirla con minúsculas. Su experiencia de monje trapense durante varios años, en los que guardó voto de silencio (muy parecida a la de otro gran poeta, el coreano Ko Un, que hizo lo mismo durante una década), parece haber forjado el carácter de sus poemas, llevados al extremo de la precisión y la contención expresivas, como si no quisieran levantar polvo al ser leídos, o no quisieran hacer ruido al ser escuchados. Mújica es también un ensayista notable, capaz de aunar diversas tradiciones para tejer un ensayo imprescindible sobre el vacío y el silencio (Pensar el vacío; Trotta, 2002), de hacer un ensayo en verso que pasó, por desgracia, bastante desapercibido en nuestro país (Lo naciente. Pensando el acto creador; Pre-Textos, 2007), y de apuntar en unas breves palabras y con una delgadez metafísica ideas imborrables sobre el parecido entre la casa y el cuerpo en “La casa”, primero de los textos que componen La casa y otros ensayos. Este texto tiene en común con los siguientes, “Crisis y fecundidad” y “El hueco de cada corazón”, que los tres alumbran conceptos distintos pero de parecida simbología: algo que, en principio, debía ser interior y cerrado (la casa, la crisis, el corazón), demuestran que, lejos de ser términos relativos al enclaustramiento, hacen referencia a la apertura, a la irradiación centrífuga hacia el exterior. Ya decía Juan Ramón Jiménez que “el centro escucha en círculos”, y Mújica es muy consciente de esa misma tensión de lo nuclear hacia lo exterior, en cuyo tránsito está la esencia misma del concepto movimiento, pero también del concepto esencia. Con una visión orientalizante, Mújica entiende que las cosas no responden a un solo principio, sino que se conforman dialógicamente, a la vista de sus opuestos y en dirección a ellos, siempre con un sentido de apertura. De ahí que el poeta escriba: “la casa, morada y estancia, habitada se entiende hogar, hogar que, encendido, se abre hospedaje: se ofrece apertura” (p. 25); “la imagen de la crisis es una ruptura, pero una ruptura por exceso: algo que entra donde no hay espacio, lo abre” (p. 42); “corazón es entonces, el nombre del espacio, la apertura” (p. 56). Cualquier texto de Mújica es valioso; este pequeño librito quizá no es una de sus grandes obras teóricas, pero en cualquier caso es una buena puerta de entrada para quien no conozca su imprescindible obra literaria.

miércoles, agosto 19, 2009

El vendedor de pasados, José Eduardo Agualusa

Trad. Rosa María Martínez Alfaro. Destino, Barcelona, 2009. 164 pp. 17.50 €

María Ruisánchez

Geco, según la wikipedia, reptil escamoso de la noble familia de los saurópsidos, en la que se incluyen especies de tamaño pequeño a mediano que se encuentran en climas templados y tropicales de todo el mundo, e incluso habitan novelas como esta. Nuestro geco es aquí el narrador, lo cual sorprende, y mucho hacía la página veinte. Además este reptil también sueña, y así está construida la novela desde sus ojos, a través de su cabeza, a imagen y semejanza del cerebro humano. Sueños, hechos, mentiras y verdades, recuerdos e ilusiones de la memoria se amalgaman, componiendo un mapa de materia gris, por el que circulan, al igual que por nuestro cerebro, chispazos de visiones o recuerdos, que componen un pasado, verdadero o falso, pero vivo, no olvidado, que envilece con su sombra el presente y condiciona el futuro.
Pero al contrario de lo que pueda parecer, el argumento de la novela no es enrevesado. Un albino llamado Félix Ventura se dedica a vender pasados falsos con todo lujo de detalle: partidas de nacimiento, fotografías, tumbas donde llorar a unos antepasados recién conocidos... Todo parece ir bien hasta que un extranjero llega demandando un pasado nuevo, pero el viejo es imborrable e irrumpe en el presente arrasando su futuro.
Tenemos ante nosotros una especie de novela negra a ratos onírica y evocadora, a ratos misteriosa, pero sobre todo con cierto regusto a realismo mágico que esta vez se asienta en África, y del que no descartamos que el autor tenga influencias debido a su mezcla de nacionalidades, mitad portugués, mitad brasileño, criado en Luanda. Precisamente esta mezcla de culturas está presente en la novela a través de unos extravagantes personajes que confluyen en un espacio y en diferentes tiempos.
Félix Ventura, un hombre de otro tiempo; Ângela Lúcia una mujer irresistiblemente luminosa y un geco pensante, con cuyos ojos vemos y que pone de manifiesto la personificación de animales y objetos en la novela. Valga esta cita para atestiguarlo: "En el patio, en el lugar donde Félix Ventura enterró el estrecho cuerpo de Edmundo Barata dos Reis, florece ahora la rubra gloria de una buganvilla. Ha crecido deprisa. Ya cubre una buena parte del muro. Se asoma a la acera, afuera, como una exaltación. Hace días me atreví, por primera vez, a salir al patio. Escalé el muro con el corazón en un puño. El sol refulgía en los cascos de vidrio. Me deslicé entre ellos, cautelosamente, y atisbé el mundo. Vi una calle, muy ancha, de barro rojo, y las casa viejas, fatigadas, afeando la otra orilla. La gente pasaba ajena a los gritos de la buganvilla."
Y al final en una acumulo de verdades y mentiras, no sabemos qué es lo cierto, quién es quién. Ni siquiera tenemos la certeza de que lo que aconteció haya realmente sucedido y entonces la duda calderoniana cobra espesura, queda patente, como un eco repetido en sueños, en palabras de Félix Ventura: (...) entre tener un sueño o hacer un sueño hay una diferencia.
Yo he hecho un sueño.

martes, agosto 18, 2009

Aurora boreal. Åsa Larsson

Trad. Mayte Giménez y Pontus Sánchez. Seix-Barral, Barcelona, 2009. 300 pp. 18,50 €

Pedro M. Domene

Los países del Norte están de moda, su literatura inunda nuestras librerías, nos llega una narrativa que mezcla el relato policíaco y de intriga, e incluye brutales crímenes y asesinatos. Pero son historias diferentes, con paisajes idílicos donde hace mucho frío y la nieve se cubre de sangre. La saga Milenium, de Stieg Larsson ha provocado una inusitada fiebre lectora que ha llevado a su trilogía a permanecer durante bastantes semanas en las listas de los libros más vendidos. Sin duda, habrá elevado el porcentaje de lectores en un país donde los hábitos de lectura oscilan entre el 50 y el 52%. Habrá que revisar, por consiguiente, esos datos tras el verano. Y lo mejor de todo, otros autores se han ido sumando al fenómeno, otras editoriales han apostado por obras que plantean situaciones de intriga semejantes, algo que por otra parte no es ninguna novedad porque en la historia literaria están los nombres universales de no pocos cultivadores de novela negra. Tusquets apostó hace años por un desconocido Henning Mankell cuya obra ha sido, prácticamente en su totalidad, publicada por la editorial barcelonesa, y suma y sigue la lista, en las librerías españolas con los nombres de Jo Nesbo, Karin Fossum, Anne Holt, Camila Läckberg o Jean Lapidus, entre otros suecos, finlandeses, daneses, noruegos, incluso islandeses. La editorial catalana Seix-Barral arriesga con Åsa Larsson que publicaba en su país, Suecia, Aurora boreal (2003), una novela por la que le concedieron el Premio de la Asociación de Escritores Suecos de Novela Negra a la Mejor Primera Novela, y que fue llevada al cine con el título de Solstorm (2007), dirigida por Leif Lindblom; en nuestro va por la 6ª reimpresión desde su aparición en el mes de mayo.
Aurora boreal es una novela de intriga con crimen incluido, pero a medida que se avanza en ella el lector percibe muy pronto que a la autora le importan más el entorno, las circunstancias y las motivaciones de un brutal asesinato, incluso el carácter de toda una singular galería de personajes, que la propia historia para desvelar el horrendo crimen en sí. No obstante, se trata de una investigación policial como aparece al comienzo del libro, en su sentido más clásico, se siguen unas primeras pistas, y posteriormente se incorpora el personaje más carismático del relato, la abogada Rebecka Martinsson, reconocida jurista en un bufete de Estocolmo, que regresa a su ciudad natal, Kiruna, requerida por la hermana de la víctima para colaborar en la investigación sobre el crimen de su hermano Viktor Strandgärd. Ambientada en el norte de Suecia, todo cuanto allí ocurre ofrece la temperatura y la ambientación más nórdica: es el mes de febrero y casi siempre de noche, con un clima durísimo que impone una nieve permanente, las casas están muy alejadas unas de otras, las distancias son muy largas, y sus habitantes tan poco comunicativos que la narradora los convertirá en personajes con muchas dificultades para expresar sus sentimientos, motivados quizá por su aislamiento, por su condición social de divorciados y de escépticos, quizá porque casi todos parecen ocultar un secreto de su pasado. Y mucho de todo eso esconde el grupo religioso más carismático de la localidad, ubicado en la Iglesia de Cristal, lugar donde uno de sus líderes ha sido asesinado y su hermana resulta la principal sospechosa, aunque en torno al hecho y las circunstancias todos se encierran en un mutismo que para nada ayuda en la investigación. La novela se convierte así, en un excelente ensayo sobre el silencio y, tal vez, con esos abundantes silencios, los de la congregación, los vecinos y amigos, e incluso los de la hermana y de los padres de la víctima, la autora nos hace que sospechemos de cualquiera de los personajes que van apareciendo en su relato; y al mismo tiempo que esboza una peculiar trama, traza, además, el retrato sociológico de un país desconocido para el lector mediterráneo que, enseguida, sospecha que allí todo es diferente, aunque posible como en el resto del hemisferio Sur. Un profundo misticismo recorre toda la historia, salpicada de citas bíblicas, cánticos en alabanza del Señor y apoteosis varias en un país donde el luteranismo se impone en gran parte del territorio, aunque coexisten numerosas iglesias protestantes donde la asistencia a los servicios es muy numerosa: en la historia tres pastores y un consejo de ancianos, de una evidente imaginaria secta, dominan a sus fieles con un puritanismo sofocante, aunque paralelamente esconden oscuras transacciones económicas importantes, y se incluyen abusos sexuales y están manchados de sangre, pero muy pronto se verán amenazados con la presencia de la joven abogada, que actúa en complicidad con uno de los personajes más agradables de la novela, la inspectora Anna-María Mella, peculiar por lenguaje y no menos por sus averiguaciones, y sobre todo por su avanzado estado de gestación y su alumbramiento próximo, como así ocurre al final de la novela.
El ritmo que Åsa Larsson otorga a Aurora boreal es adecuado, fluye la acción en cada página, pese a la frialdad de la ambientación, los diálogos son excelentes, calculados e inteligentes, hecho que nos permite seguir leyendo sin que en ningún momento pensemos que la historia, pese a disquisiciones y demoras de la propia investigación, pueda hacernos desfallecer en algún momento de su lectura.

lunes, agosto 17, 2009

Binarios, Nacho Montoto

SIM libros, Sevilla, 2009. 160 pp. 10 € *

Guillermo Ruiz Villagordo

La realidad no es simple. Es un prisma de infinitas caras que muchas veces se enfrentan de manera ridícula, en ocasiones se complementan mediante vínculos sorprendentes y muy raramente se reconocen unas en las otras. Es decir, la realidad se define por lo fragmentario. Lo que equivale a decir que es indefinible. Lo que equivale a decir que nada es totalmente verdad. Lo que equivale a decir que nada es verdad. Ni siquiera los datos fríos y precisos. Para colmo, los tentáculos de internet son ágiles y sibilinos. Pertenecen a una bestia que dejó de estar domesticada hace tiempo. Su voracidad siempre será mayor que la de los ingenuos que entran mansamente en sus dominios. ¿Y cuáles son sus dominios? El mundo. Así, se desliza la existencia mansamente por las páginas de un blog mientras Irak es bombardeado una y otra vez. Lo que no es nuevo. Lo que no es contemporáneo. Los virus inundan las calles tanto como las memorias de los ordenadores. El terrorismo también es un virus. Por otra parte, el sexo existe, detrás de tanto velo, tanta mistificación, tanta transparencia. Sí, por encima de todo, el sexo existe más allá de lo que nos dejan ver. Y existen las personas, aunque a veces surja pertinaz la duda. Sí, existen, no estoy equivocado. Creo. El suicidio es una salida, eso es inexcusable. Otra salida es dotar de poesía a la vida, a las pequeñas acciones de cada día (las grandes démoslas por perdidas, porque no nos interesan y carecen de ella por naturaleza). Sí, quedan innumerables parcelas de contemplación creativa, tanto serena como furiosa, pero sobre todo quedan incontables maneras de darle forma. Porque no hay una misma ola en el mar, ni una única persona que la mira, ni un momento definido para acercarse a ella.
Todo esto, lo vuelca Nacho Montoto en Binarios, el mejor ejemplo que se me ocurre de lo que puede ser una novela poética del siglo XXI. Para conocer historias detalladas y personajes (quién ama a quién, dónde trabaja esa prostituta, por qué vive ese anciano en la calle, cómo se convirtió esa terraza de un bar en un lugar tan temido, de qué manera una beca Erasmus cambió esas vidas) sólo hay que acercarse a sus páginas. Seguro que se deja entender más claramente que yo en esta crítica. Si el lector pone algo de lo suyo y consigue escapar de los datos, por supuesto.

* De venta casi exclusiva, gastos de envío incluidos, en comadrejalibros@yahoo.es

viernes, agosto 14, 2009

Este cuerpo es humano. Anatomía escrita y dibujada, Grassa Toro y José Luis Cano

Thule, Barcelona, 2009. 40 pp. 14,33 €

Ignacio Sanz

La anatomía es, en principio, una materia árida. Pero si cae en manos de un pathafísico puede resultar desconcertante. Este libro destinado a los niños con afanes científicos tiene un planteamiento riguroso, es decir, se adentra en todas y cada una de las partes que conforman la anatomía humana: los órganos genitales, el sistema nervioso, el cerebro, el sistema endocrino, el cráneo, el esqueleto, el aparato respiratorio, el aparato fonador, el aparato circulatorio, el corazón, el aparato digestivo, el aparato urinario, el pelo, el sistema muscular y las manos. Cuenta, además con un prólogo del autor y con un capítulo final sobre “higiene y curiosidades” lleno de hallazgos pathafísicos. «Al cráneo le sienta mal la guillotina». Perlas como ésta recorren buena parte de las páginas, pero se concentras, sobre todo en el último capítulo.
Uno tiene el barrunto de que para escribir un libro así hay que leerse grandes tomos estudiantiles y luego eliminar mucha paja para que el conocimiento llegue quintaesenciado a los lectores menudos a los que se dirige la colección.
«El amor no nace en el corazón, el corazón es un músculo hueco que se llena y se vacía con sangre, se llena y se vacía con sangre, se llena y se vacía con sangre y que no tiene materia con la que fabricar amor.»
«Los seres humanos orinamos a menudo y sin pensarlo mucho: 10.500.000.000.000 litros de orina por día en el mundo, entre todos, aproximadamente. Un enorme lago, un mar pequeñito y dorado.»
Creo que los profesores van a encontrar en este libro un apoyo ineludible a la hora de explicar el cuerpo humano. Y, como digo, riguroso, porque no hay nada fundamental que haya quedado fuera de esta indagación atravesada también por el sentido lúdico.
Grassa Toro bebe en fuentes tan diversas como Ramón, Cortázar, Atxaga. Y se nota. Porque de este modo no solo aligera la densidad del conocimiento sino que ese conocimiento le llega al lector con una carga de deleite. Ilustrar deleitando.
«Al sistema fonador le sientan mal el frío, los lugares comunes y la censura.»
Si de algo se huye aquí es precisamente de los lugares comunes, pese a que, ya lo hemos dicho, el autor no se desvía un ápice del conocimiento científico.
Como es lógico el libro está profusamente ilustrado, profusa y rigurosamente ilustrado siguiendo el espíritu del contenido literario. Pero también lleno de guiños hacia los chavales que pone de manifiesto el corrosivo humor de José Luis Cano, un clásico de la pintura, de la ilustración y del humor; descendiente directo de Goya, los lectores menudos se van a encontrar con escenas que no por familiares, les van a resultar menos chocantes y divertidas.
Estamos, pues, ante un libro para leer y releer, en clase y en casa, para comentar entre padres e hijos, para iniciar el aprendizaje de esas zonas enigmáticas del cuerpo que a ciertas edades despierta la curiosidad de los niños. Pero estamos, sobre todo, ante un libro de magnífica factura que, sin dejar de ser instructivo, resulta a la par cordial y divertido

jueves, agosto 13, 2009

El buscavidas, Walter Tevis

Trad. Rafael Marín. Alamut, Madrid, 2009. 255 pp. 18,95 €

Julián Díez

Es fácil entender qué razones indujeron a Robert Rossen a adaptar esta novela un par de años después de su publicación. Aquí hay material arquetípico: la clase de personajes, de relato, de escenarios, que construyen leyendas contemporáneas. Y todo ello narrado con un estilo directo, afilado, con el mismo poder de sugerencia que transmitía la mirada feroz e irónica, pero vulnerable en último extremo, de un Paul Newman que iniciaba su escalada al estrellato.
En rigor, los dos sustentos del argumento son clásicos: la escalada del sastrecillo valiente, talentoso elegido del destino, hacia la meta que le está reservada, con la ayuda de un maestro; y la vida en los Estados Unidos de posguerra para gente, como el protagonista Eddie Felson, un desperado que vaga de motel en motel, en busca de dinero fácil: la clase de personas que se compraban un traje nuevo cuando había dinero y tiraban el anterior por no llevar equipaje. La oportunidad del destino que aguarda a Felson se oculta en el billar, convertido en el transcurso del relato en algo muy distinto a un juego: un campo de batalla directo, un paradigma de la lucha social en el marco de la “tierra de las oportunidades”.
Tevis consigue dotar de verosimilitud a su insólita propuesta de transformación de la vida de un buscón itinerante del billar en un viaje iniciático, gracias a su perfecto manejo de los tiempos, de las etapas de esa ruta, y a la creación de personajes. Felson, inculto y engreído, inseguro y brillante, es un héroe poco convencional pero muy humano, que camina de derrota en derrota hacia la —pírrica— victoria final.
A su lado, una especie de novia profundamente herida que simula alcoholismo para llamar la atención; un gurú con motivaciones ocultas que precipitará un final anticlimático, pero coherente con la naturaleza en el fondo siniestra del relato; rivales variopintos de toda catadura; putas, borrachos, matones; y un archienemigo, Minesota Fats, suerte de dragón a batir, grueso, sólido, profesional, impasible, tan poco convencional como el resto, e igualmente arquetípico.
Todo funciona armoniosamente —con al armonía doliente de una canción sobre perdedores de Tom Waits, quiero decir— en esta novela formidable. Walter Tevis muestra en ella que era uno de esos sólidos narradores americanos de los años cincuenta y sesenta que publicaba, pongamos por caso, la colección Reno, y que practicaban una suerte de bestseller sofisticado en el que resuenan ecos de Hemingway, Steinbeck o Chandler. Curiosamente, El buscavidas permanecía sin embargo inédita en castellano hasta la fecha. Los cincuenta años transcurridos le han dado aroma de pequeño clásico, de modélico retrato de un mundo que ya forma parte de nuestra mitología occidental.

miércoles, agosto 12, 2009

El niño de Guzmán, Emilia Pardo Bazán

Ediciones del Viento, La Coruña, 2009. 160 pp. 11 €

Alba González Sanz

Para el año 1900, la trayectoria de la gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921) estaba ya más que consolidada en las letras españolas. Había publicado las novelas de los Pazos, había escandalizado a sus contemporáneos con la bellísima Insolación. También era conocida su obra de divulgación del naturalismo francés, La cuestión palpitante, y sus conferencias y artículos al respecto de las innovaciones que el fin de siglo traía para la narrativa, bien a través de la nueva novela francesa o del conocimiento de los autores rusos que por entonces causaban sensación en Europa.
Todavía le quedaba guerra que dar y no sólo a través de esta novelita inconclusa que ahora publica Ediciones del viento. En 1905 apareció La Quimera, personal y monumental visión del fin de siglo de la condesa gallega; y en sus últimos años de vida aparecieron algunas novelas más. En El niño de Guzmán el lector va a encontrar una serie de claves que se insertan a la perfección en el marco temporal cambiante que marca su fecha de publicación. No estamos ante una configuración del particular universo decadente como en la novela protagonizada por Silvio Lago, pero hay en este breve relato algunos elementos que lo avanzan y otros que a su vez arraigan en la reflexión sobre la novela española que la autora, junto con Galdós o Clarín protagonizó a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX.
Porque si algo caracteriza esta novela es el ser literaria en su historia, en la configuración de sus personajes y en el tema que quiere evocar, conectando su redacción con los últimos coletazos de nuestro romanticismo de corte conservador a través de la figura de Cecilia Böhl de Faber, más conocida bajo el pseudónimo de Fernán Caballero. En efecto El niño de Guzmán narra una historia costumbrista: Pedro es un joven español que ha sido educado en el extranjero en las buenas maneras del continente pero en la añoranza de España. Tiene todas las prendas que adornan al joven de mundo, al gentleman, pero a la vez de su educación se ha encargado un fraile irlandés fascinado con una España irreal (la de La gaviota de la Faber); entelequia a medio camino del medievalismo romántico y de las propias ideas de nobleza de la condesa gallega.
A su llegada a la zona de veraneo en el Norte de España donde tiene que reencontrarse con su familia, Pedro de Guzmán se va a dar cuenta de que la nobleza del país no es depositaria de valor alguno y no se diferencia en exterior o fondo de la europea; también descubrirá que ha tomado los vicios de una clase media nunca del todo bien parada en manos de doña Emilia y, por último, en el pueblo de puros sentimientos que él imaginaba se encuentra brutalidad, superstición, lumpen y no poco interés en medrar y cambiar de clase.
Por si el panorama para el joven no fuera poco desolador, se le cruza una cuñada rumbera que le tiende una trampa en la que él se enamora también ensoñadamente y la vergüenza de descubrir la treta de su familiar hace que decida poner tierra de por medio. No podemos saber cómo resultaría el viaje de Pedro de Guzmán por esas tierras de la España de 1900 que él tanto añoraba porque la muerte de Cánovas interrumpe la historia y la novela y la condesa nunca llegó a escribir la prometida segunda parte. Pero lo cierto es que en esta particular revisión del tópico romántico del extranjero –aquí, expatriado– por caminos de España que realiza Emilia Pardo Bazán, es de suponer que las cosas no serían tal cual la peculiar Fernán Caballero las pintó en sus novelas. Un siglo de positivismo y modernidad han destruido algo que, en todo caso, nunca existió salvo en las mentes de algunos escritores de principios de siglo.
Es resaltable que en este año de 1900, doña Emilia quiera dialogar con una precursora, pues con todos los matices ideológicos que se le puedan poner a Cecilia Böhl de Faber, lo cierto es que para su época y para su contexto familiar (un padre autoritario que consideraba que no debía instruirse a las mujeres porque su destino se limita a la familia y a la crianza de los hijos), sólo con sentarse a escribir rompió todos los moldes. Y no pocos destrozó también la personalidad arrolladora de la condesa de Pardo Bazán.

martes, agosto 11, 2009

Un armario lleno de sombra, Antonio Gamoneda

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Madrid, 2009. 238 pp. 18 €.

José Luis Gómez Toré

Como pórtico de estas memorias de infancia, que acaban cuando el futuro poeta cumple catorce años, nos encontramos con un Antonio Gamoneda adulto que, tras la muerte de su madre, abre ese armario al que hace alusión el título, un armario que al mostrarnos su contenido deja también entornadas las puertas de la memoria. Resulta casi demasiado fácil establecer un paralelismo con el célebre episodio de la magdalena de Proust si no fuera porque aquí la realidad se impone sobre la ficción y porque el pasado emerge en estas páginas consciente de un espesor de sombras que la reflexión no acaba nunca de disipar. Si los lectores de Gamoneda ya sospechábamos que la infancia era uno de los pilares apenas confesados de su poesía, nos encontramos en estas memorias cómo ese mundo poético tan turbador como fascinante en el que conviven el asombro y el miedo, la crueldad y la ternura tienen mucho que ver con la mirada de este niño de la guerra y la posguerra, que empieza a descubrir un mundo en el que, ya desde sus primeros años, está demasiado presente la muerte.
Problablemente es cierto que, en todo poeta, existe un vínculo, más o menos consciente, entre la infancia como mirada inaugural y la poesía, que de algún modo intenta recrear esa mirada nueva sobre la realidad. No obstante, al igual que en sus poemarios (con excepción quizá de Cecilia, dedicado a la nieta del poeta), aquí la infancia aparece retratada sin un atisbo de idealización. Con todo, la renuncia a idealizar la niñez no implica la ausencia del mito: a pesar de la crudeza con que se nos presentan no pocos de los episodios narrados, la infancia no deja de asentar su temporalidad real en un tiempo mítico de descubrimiento de lo existente. Ni siquiera la sordidez de la posguerra puede ahogar del todo esa posibilidad del descubrimiento, el hambre de experiencias del niño que a menudo se resuelve en una confusa rebeldía ante una realidad claustrofóbica, de armarios cerrados y de puertas clausuradas a cal y canto.
El poeta en más de una ocasión se ha referido (y aquí vuelve a hacerlo) a la familiaridad de su escritura con una cultura del hambre. Esa cultura de la pobreza, tan alejada de las mitologías burguesas de la niñez, impregna con su olor a menudo asfixiante cada una de las páginas del libro. Por si quedara alguna duda, resulta evidente, tras la lectura de estas memorias, que la mirada crítica que encontramos en Blues castellano no nace de ninguna moda, sino de quien ha vivido desde dentro el mundo violento y desigual, precario y siempre amenazado de la primera posguerra. Si bien la escritura del libro gravita en torno a la experiencia personal y deja en un segundo plano el contexto histórico y político (del que el niño no podía, sino de manera muy vaga, ser consciente), la sola rememoración de los hechos no deja de constituir una denuncia implícita del franquismo así como del papel poco o nada ejemplar de la escuela nacionalcatólica.
Gamoneda sabe que «La recuperación de la memoria no puede hacerse en términos de estricta y simple pureza» y, sin embargo, la relectura que hace el adulto de la mirada del niño no supone necesariamente una deformación: el niño que descubrió la magia de las palabras en los versos del padre tempranamente muerto pervive en el adulto que comprende que la escritura, hermana de la memoria, corre el riesgo de reinventar lo vivido y que, con todo, merece la pena correr ese riesgo. Escribir es así tantear en la penumbra, hermanando el presente con el pasado. Un libro hermoso, tan turbador y tan necesario como el recuerdo.

lunes, agosto 10, 2009

Cuando Kafka vino hacia mí, Hans-Gerd Koch (ed.)

Trad. Berta Vias Mahou. Acantilado, Barcelona, 2009. 288 pp. 20 €

Manuel Vilas

Hans-Gerd Koch ha reunido en el volumen titulado Cuando Kafka vino hacia mí, traducido por Berta Vias Mahou para la editorial Acantilado, diversos testimonios sobre Kafka de amigos, familiares, amantes, compañeros de trabajo, vecinos y conocidos. En primer lugar, he de decir que la traducción de Berta Vías es excelente; diría que más que excelente, porque la traducción de Vías se convierte en una prosa castellana fascinante, capaz de captar ese aroma tan espiritual como difuso que impregna los testimonios sobre Kafka. El libro de Koch es una especie de Nuevo Testamento sobre el autor de El Proceso. Como yo soy kafkiano acérrimo, el libro me ha entusiasmado. En estos textos que informan sobre la vida privada de Kafka se insiste en la tradicional imagen angelical del autor de la Carta al padre, imagen que inauguró en su día el magnífico libro sobre Kafka de Max Brod. Ya dijo Steiner que Kafka tenía la fuerza de los creadores de religiones, y este libro de Koch ofrece un variado ramillete de recuerdos biográficos donde late la impresión de que Kafka era un ser especialísimo, un ser humano de virtudes excepcionales, siempre original, siempre seductor y con un pie en lo sobrenatural, y siempre intensamente bondadoso. El texto de Milena Jesenská es, en ese sentido, muy hermoso y muy revelador.
La transformación de Kafka en una especie de Cristo no me parece casual. Su renuncia, ya voluntaria o involuntaria, a convertirse en un escritor profesional, dentro del contexto de su tiempo, le libró de las ambiciones ordinarias y lo elevó a categoría de mito fundacional de la literatura indie. Por otro lado, Kafka sigue siendo, junto con Joyce, el escritor más importante del siglo XX, y probablemente lo es porque sus novelas supieron encarnar las grandes y misteriosas y nuevas alienaciones que se cernían sobre el ser humano. El kafkiano profesional busca en la vida de Kafka indicios y soluciones a la oscuridad alegórica de las novelas de Kafka. En ese sentido, este libro es importante. Porque en este libro sale reforzado el judaísmo de Kafka, y estos testimonios recogidos por Koch avalan las interpretaciones judaizantes de la obra de Kafka, las que, en su día, avanzó Brod y que luego le fueron tan duramente censuradas. Todo cuanto vamos sabiendo de Kafka apunta con fuerza hacia el judaísmo, de modo que los exegetas madrugadores que se apresuraron a señalar ese entramado judío de la obra de Kafka van ganando sobre los exegetas que se han esforzado en secularizar a Kafka, aunque el resultado final es el mismo, y el resultado final es el que he dicho antes: Kafka como mito fundacional de la literatura del siglo XX y su literatura como la mayor representación literaria de la alienación contemporánea. Pero quiero pensar que quedan rincones menos santísimos en la vida de Kafka. Hay algo siempre peculiar en Kafka: sus tres grandes novelas (América, El castillo y El proceso) contienen un simbolismo autobiográfico muy complejo. Ese simbolismo hace que libros como este de Koch (o como los de Gustav Janouch y Max Brod) sean muy necesarios a la hora de tratar, o de negociar, o de sucumbir ante el misterio Kafka.

viernes, agosto 07, 2009

Escondido y visible 1971-2006. Poesía reunida, Ildefonso Rodríguez

Prol.Antonio Ortega. Ocnos Alas-Editorial Dilema, Madrid, 2008. 585 pp. 28 €

Marta Sanz

El primer libro que leí de Ildefonso Rodríguez fue La triste estación de las vendimias. De él recuerdo: naturaleza, vino y orina, grumos de existencia y de muerte, lo turbio de los ritos y de las repeticiones, lo que se vislumbra y a alguien que se esconde, al acecho, fumando... Fue a principios de los noventa. Yo entonces era bastante joven y los versos de Rodríguez me gustaron, aunque no supiese por qué. Aquellas palabras rompían mis expectativas, mi “deber ser” poético y mi seguridad lectora: ahora esos son, para mí, requisitos ineludibles en una lectura de poesía. Aquellos versos me cuestionaban y me inquietaban y ya presentía que, tal vez, Rodríguez aspiraba a aprehender estados de conciencia indefinidos, recuerdos tan misteriosos y difusos como el dibujo del papel pintado que rodeaba nuestra cuna a los pocos meses de nacer. Después, leí un poco más –ya sabemos que leer es haber leído- y coloqué a Rodríguez en uno de los polos de la rancia polémica entre la poesía como conocimiento y como comunicación para retractarme enseguida y renegar de simplificaciones didácticas que redundan en un confort lector que estoy lejos de esperar ni como lectora ni cuando me pongo a escribir: en la poesía de Rodríguez hay una pregunta sobre el significado de la inteligibilidad, sobre el valor de las codificaciones, sobre la trasgresión.
Han pasado unos años y ahora en este Escondido y visible el autor leonés nos ofrece una muestra más que representativa de su obra, camino resbaladizo para un pensamiento poético que pretenda catalogar y sentirse orgulloso de sus taxonomías; así que, al margen de los esfuerzos de ordenación a los que quizá estén obligados los críticos y los profesores, me pongo hoy la bata de la lectora desconcertada que mira hacia un lado y hacia otro para saber qué está pasando, y comparto algunas de mis impresiones que, menos que nunca, son certezas. Excepto una que sí tengo: el magnífico prólogo de Antonio Ortega denota una profunda reflexión sobre la obra de Rodríguez... El discurso interpretativo resultante de esta poesía cae casi siempre en la tentación de hacerse poético: por esta debilidad, en la que Ortega no incurre, yo pido disculpas de antemano.
Mi primera impresión es que algo quiere aparecer en los poemas. Como una fantasmagoría o como la música que necesita volver a hacerse presente a través de un atisbo que tal vez impulse una reconstrucción, una posesión, una simbiosis con la música original, desestructurada, no embotellada. Como resultado del conjuro, lo pasado o lo presentido se asoman entrelíneas por una grieta que no está siempre ahí, que en cualquier momento puede desaparecer: una grieta que puede revelarse en el espacio del poema o en la realidad de la grasa de la calle; el poeta a menudo mira hacia arriba, pero también enfoca su visión y dirige su oído hacia otros puntos, y esos giros, esos movimientos de cabeza son la señal de un desconcierto y de una vocación de escritura que, pese a su intrepidez formal, es radicalmente humana e incluso humanista. El poema, como señala Ortega, es la reminiscencia de un lugar donde alguna vez se estuvo, un déjà vu constante, una regurgitación de espacios contenidos en otros espacios, agujeros que conducen a otras dimensiones, una implosión: tanto lo añorado o lo temido como lo soñado –el resto de lo soñado, “su estiércol”- engarzan con lo real y, por ello, la poesía de Rodríguez no es una abstracción trascendente, trascendida, pedante o pseudo-religiosa: la movediza profundidad se manifiesta un segundo en los oficios humildes, en los cajones secretos, en los trasteros, lugares imprescindibles para encontrar la memoria del ser, una identidad a veces confusa y metafísica, mortuoria en la duplicación de los espejos, pero siempre confesional, autobiográfica y atenta a la presencia del otro –“la transparencia descubre/ a los cuerpos uniéndose desnudos/ piel y pensamiento/ la rozadura/ se expande”- y a los tránsitos: el almanaque es la metáfora en la que cristalizan tanto la fugacidad de ciertas iluminaciones, como esa dimensión biográfica y corporal de la poesía de Rodríguez. La transparencia es la imagen positiva de la negación de los espejos: la transparencia permite ver más allá, igual que la escritura, y descifrar, románticamente, una naturaleza que se escribe con signos; la propia poesía son marcas, señales que anuncian una sospecha, igual que el sueño, el desdoblamiento, la imprecisión de los límites y la dificultad de nombrar: ni la música ni la semántica de las palabras, ni las cadenas sintácticas o las candencias que las unen –la “realidad” es un territorio que cifra su coherencia en la sintonía con un discurso hegemónico que funciona como la clave sobre el pentagrama- ni las sinestesias de colores fríos (azul, lila, tiza, niebla...) sirven para poner un nombre a las sensaciones oníricas o a las del recuerdo. Se percibe un crecimiento monstruoso de lo que no se puede nombrar mediante ningún balbuceo, ni siquiera el de la retórica. Sin embargo, la poesía de Rodríguez es mucho menos traumática que vitalista...
Otro recurso para tratar de acotar ese crecimiento vegetal y monstruoso de lo innombrable son las antinomias que a veces definen el mismo poema: ausencia/presencia, dentro/fuera, partida/llegada. Cada oposición y cada síntesis sirven, quizá, para hablar de la poesía como herramienta de conocimiento y, a la vez, como canto de sirena; un canto de sirena que nos indica que, acaso, de lo único que no hay posibilidad es del silencio. La sinestesia, como figura vertebradora, nos coloca en el vórtice de un remolino sensorial donde se escucha una especie de “contrasilencio” que posiblemente tiene que ver con la improvisación musical y con la idea de que lo fragmentario, la ausencia provisional de una sintaxis organizadora y legible, y la imagen de la palmera como chorro, emanación y “unidad en lo diverso” no constituyen experiencias traumáticas.
Unidad: mientras escribe, Rodríguez es consciente de que los lugares –la poesía- conforman pero también deforman: la radicalidad de sus poemas se asienta en un cuestionamiento permanente del medio poético y en un ejercicio político de la resistencia que se relaciona con la necesidad de las epifanías.

jueves, agosto 06, 2009

Doble mirada: El estatus, Alberto Olmos

Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 176 pp. 15,95 €

1. Óscar Esquivias

Una mujer con su hija pequeña, ambas llamadas Clara, se instalan en un enorme piso situado en el número 34 de la calle Schmelgelme, en el mejor barrio de una ciudad de la que desconocemos el nombre. El empleado de la inmobiliaria (Ichvolz), una criada interna de nombre Patricia y el portero de la finca, Jesualdo, son las primeras (y prácticamente las únicas) personas con las que las recién llegadas se relacionan, ya que la madre decide recluirse en la casa en espera de su marido, un importante empresario con negocios en ultramar del que carece por completo de noticias directas y cuya llegada se demora día tras día sin justificación. La soledad de las mujeres se ve acentuada por la actitud hostil de los vecinos, quienes parecen empeñados en atemorizarlas con ruidos nocturnos y gestos hostiles. Así comienza El estatus, la última novela de Alberto Olmos. El país, las circunstancias políticas y el propio tiempo de la acción quedan en una nebulosa indefinida, aunque la ambientación general dibuja un paisaje centroeuropeo del primer tercio del siglo XX.
¿De verdad que las líneas precedentes describen una novela de Alberto Olmos?, puede preguntarse el lector que conozca Al borde del naufragio o Trenes hacia Tokio. Olmos nos tenía acostumbrados a historias ambientadas en la actualidad, protagonizadas por jóvenes que mostraban su descontento con el mundo en relatos ácidos, obsesivos, llenos de humor, pero también de insatisfacción y amargura. Los escenarios estaban descritos siempre de forma muy vívida: Madrid, la provincia castellana, Tokio, las aulas docentes, los pisos de estudiantes, las oficinas de teleoperadores, los transportes públicos... Detrás de todo ello se adivinaba la experiencia vital del autor, dueño siempre de un estilo poderoso, muy persuasivo.
Nada de esto último falta en El estatus, donde Olmos da un paso adelante en su afición por los juegos literarios y los cambios de registro. En esta novela se aleja del universo contemporáneo y casi testimonial descrito arriba y construye una fábula literaria ambientada fuera de nuestro tiempo inmediato y de la realidad racional, una fantasía que está a medio camino entre la novela gótica (con su casa encantada, sus apariciones fantasmales, sus personajes torvos llenos de secretos) y la alegoría freudiana (la ausencia del padre, sueños iluminadores, llaves que no se sabe a qué puerta corresponden, etc.). Olmos no sólo se aparta de sus temas y escenarios habituales: también de los dominantes en la narrativa española actual, como si quisiera reafirmar su independencia y su carácter de escritor raro, excepcional. El autor sale airoso de todas sus acrobacias literarias: en El estatus demuestra una vez más que es un narrador nato, brillante, capaz de crear imágenes potentísimas y de atrapar la atención del lector.
De uno de los personajes de la novela se dice: «Cerró el libro como quien enjaula una fiera y apagó la luz». Podemos aplicar este símil a la literatura de Olmos: en sus novelas habita una fiera salvaje, indómita. Leer a Alberto Olmos siempre es una aventura. Y una sorpresa. Y un placer.



2. Miguel Baquero

El estatus es la sexta novela del escritor Alberto Olmos (Segovia, 1975), un autor con una carrera firme y en ocasiones, como su anterior novela Tatami, esplendorosa. Poco dado al modelo, al recurso fácil y a quedarse enclavado en un género o un estilo narrativo, en ésta su sexta obra Olmos ha optado por apartarse de la línea que venía siendo reconocible en él y abordar una historia turbia, fantasmagórica, donde lo que cuenta es la atmósfera creada más que la sucesión de los hechos.
Dos mujeres, madre e hija, se instalan en uno de los pisos de un edificio en el centro de la ciudad, un inmueble enigmático y de aspecto inquietante en el que enseguida descubrimos que se esconden varias historias sin aclarar… ¿o quizás son sólo rumores? En torno a la madre y a la hija giran varios otros personajes, como el portero del edificio, la criada, el agente inmobiliario que les alquiló la casa, y por encima de todos ellos sobrevuela la sombra del padre de familia, cuya visita está próxima pero no acaba de llegar. Unos ruidos enigmáticos en el piso de arriba, una llave que la hija distrae del zaguán del portero…
En estos términos y en medio de este clima opresivo está planteada la novela. El lector va pasando de una escena a otra de igual modo que si estuviera descorriendo visillos en una larga galería: la figura que aguarda al final, y que parecía imposible, cada vez se va, sin embargo, delimitando con mayor nitidez. En este sentido, es ya característica esa minuciosidad de Olmos, presente en todas sus novelas, esa constante de detenerse en las cosas pequeñas, de construir una novela en la cabina de un avión, en una casa pequeña, en una minúscula relación de pareja. Centrar la vista sobre un punto en concreto, más que desparramarla por los alrededores.
Es de resaltar el recurso que utiliza Olmos de unas voces que se intercalan, de pronto, en el discurso, unas diálogos fragmentarios, una especie de susurro entre algunos párrafos que no se sabe muy bien de dónde proviene. Algo así como el extraño ruido que proviene del piso de arriba y que, por más que apliquemos la oreja, no alcanzamos a distinguir con nitidez. También este pequeño detalle, innovador pero no gratuito, contribuye a espesar la atmósfera en la que se van recogiendo cada vez más las dos mujeres.

miércoles, agosto 05, 2009

Inés azul, Pablo Albo

Thule, Barcelona, 2009. 28 pp. 14,90 €

Ignacio Sanz

Pablo Albo es un narrador oral surrealista. Buena parte de sus historias tienen al absurdo como hilo conductor. Un absurdo con el que establece una curiosa complicidad con el público. Pero, además de narrador oral, o acaso porque es un gran narrador oral que durante años interiorizó la estructura de los cuentos tradicionales, ahora se ha convertido en uno de los escritores de literatura infantil más interesantes. Hace unos meses, sin ir más lejos, se alzó con el último premio “Lazarillo”.
Inés Azul, el libro objeto de este comentario, es un álbum ilustrado por Pablo Auladell. Por supuesto, el color azul es el dominante, un color que viene del cielo y del mar y que llega hasta las guardas.
La protagonista de este libro es Inés, una niña con una altísimo bombín en la cabeza que echa de menos a Miguel. El lector no sabe qué pasa, si es que Miguel ha marchado por un tiempo o si es que ha desaparecido para siempre. Hay un misterio latente en las páginas del libro que es el misterio de la muerte. Inés piensa en Miguel, a veces con pensamiento absurdos, propios de una mente infantil.
«Los peces se van gritando, siempre los pillamos desnudos.
Hacemos montañas de arena y las escalamos.»
Inés, como ve que se prolonga la espera y Miguel no vuelve, decide sembrar la semilla de un árbol centenario para verlo crecer.
«Cuando me acuerde de Miguel, vendré aquí a regarlo.»
Cuanta sutileza alrededor de la ausencia o de la muerte, porque eso nunca lo sabremos. Un libro sugerente que deja una estela de melancolía en el ánimo del lector, al menos de este lector adulto, que ha vuelto una y otra vez a abrir las páginas hermosas de este libro. Como un niño seducido por ese no se qué que queda balbuceando.

martes, agosto 04, 2009

El inseminador de la margarita, Antonio Rodríguez Jiménez

El Páramo, Córdoba, 2009. 169 pp. 15 €

Pedro M. Domene

La forma narrativa más breve y experimental ensayada por los autores desde los albores de la literatura es, sin duda, el cuento o el relato. Los escritores, libres de prejuicios, construyen exquisitas miniaturas que, en su conjunto, se convierten en auténticas joyas literarias. De irónicos, de una intensidad expresiva, incluso de transgresores han sido calificados los cuentos en general porque, entre otras muchas virtudes, se abren a esas innumerables posibilidades expresivas que ofrece tanto su extensión como su intensidad. Antonio Rodríguez Jiménez (Córdoba, 1959), autor de una amplia trayectoria literaria, sorprende estos días con una nueva entrega, El inseminador de la margarita (2009), un conjunto de relatos, de variada extensión, con que el cordobés debuta en el género breve; en realidad, historias que como cabía imaginar, se mueven entre lo absurdo, lo fantástico, la realidad inmediata o la fabulación de la misma, aunque para configurar su mundo Antonio Rodríguez eche mano de la ironía y del humor, de lo paródico o de lo caricaturesco sobre esa inmediatez narrada, con abundantes personajes excéntricos, tanto masculinos como femeninos, y desde una visión o una categoría que convierte a sus historias en algo sumamente expresivo. De perdidos, débiles y extravagantes, se califican en la contraportada los personajes que desfilan por estas páginas, aunque sus vidas, como cabría esperar en este tipo de cuentos, se debaten entre lo cotidiano y lo pasional, en un mundo tan absurdo como disparatado.
El libro se compone de 55 historias, dieciocho de las cuales se presentan al principio, encabezadas por la primera que da título al volumen. Es una variada muestra de personajes maduros, cuya vida transcurre entre deseos, con insatisfacciones e instintos velados, en una sociedad donde el sexo y la sexualidad son un componente esencial para el narrador, su mejor homenaje a la mujer hermosa y sensual, también se convierten en la constatación de esa crónica, casi periodística, de una actualidad cambiante, en una representación casi escénica destinada, en esta ocasión, muy fluidamente, a contar una historia aunque con técnicas completamente diferentes en cada caso. Y el resto, cinco sonoros apartados que de alguna manera anticipan ese sentido esgrimido por el autor. Los temas que surgen en sus historias son la sangre como ocurre en las tres breves representaciones del odio «La vasectomía», «El matarife» y «Cuando Jaime se enamoró», la indiferencia, individual o colectiva, como «El efecto Couldina» o quizá la mejor, «La estopa de la condesa», cotidianidades como «El golpe», «Un hombre de hoy», «Almendras y aceitunas» relatos para contar soledades y otras miserias, algunas protagonizadas por Rodolfo Jiménez, el álter ego del autor; ciertas miradas, con ventanas indiscretas, castings y encuentros fortuitos, en una sección donde predominan microrrelatos que por su carácter se convierten en el reverso insospechado de lo que comúnmente pudiéramos aceptar como realidad. En estos textos, y así habrá que reconocérselo a Rodríguez Jiménez, se realiza una concisión expresiva sorprendente, se renuncia a lo superfluo, se sustentan con el juego de lo visible y de lo invisible. No se desdeña en la colección, incluso, un animalario feroz que, si bien no responde en su sentido estricto animal con que titula sus cuentos, refleja los conceptos esgrimidos por lo que cuentan, «El pez», «La serpiente», «El hipopótamo» o «El escarabajo», en realidad, monstruos que representan la ferocidad natural que invade nuestras vidas y que instalados entre nosotros, se describen como un bestiario en una primera acepción, y como una alegoría en una segunda.
Un último apunte: en la narrativa breve existe esa posibilidad de conseguir la primacía de la sugerencia, porque los cuentos operan con un doble sentido, con esa cierta ambigüedad, con eso que podríamos denominar un auténtico intertexto, es decir, la alusión directa e indirecta a situaciones previas y conocidas, singularidades extensibles en este caso a los cuentos de Antonio Rodríguez Jiménez capaz de preparar al lector para que, una vez leídas sus historias, desarrolle sus intuiciones sin que el autor se vea obligado a contarlo todo, quizá porque sus textos surgen de ese minúsculo laboratorio de experimentación que bien puede ser la redacción de un periódico donde se supone que existe esa ambiciosa pretensión de encerrar, con el lenguaje, una permanente visión trascendente de nuestro mundo y la colección de cuentos El inseminador de la margarita es un buen ejemplo, porque la buena literatura consiste en mentir bien la verdad.

lunes, agosto 03, 2009

Hirbet Hiza. Un pueblo árabe, S. Yizhar

Trad. Ana María Bejarano. Minúscula, Barcelona, 2009. 128 pp. 12 €

Martí Sales

¿Para qué sirve la literatura?
Cuando tenía 8 años vi una pistola por primera vez. Estaba en la mesita de noche de Guedalia, un amigo de mi madre del kibutz Dvir. Se habían conocido en los sesenta, cuando mi madre se fue de viaje de bodas a Israel a trabajar tres meses en su kibutz para participar activamente en la utopía socialista. El verano del ‘88 me llevó con ella a Israel. Conocí los falafels, viví en la alucinante Jerusalén y en varios kibutz —no había coches, no había dinero, había hierba por doquier, comedor comunitario y casa para los niños—, crucé el desierto, subí a un camello, tropecé con centenares de soldados y sus metralletas, vi mi primera pistola y con todo ello, empecé a formarme una imagen de tan único país. A los 14 ya había leído a Levi, Oz, Orlev, y visto Éxodo, la Lista de Schlinder y cualquier película sobre el tema. Le dije a mi madre: basta. En el instituto tuve por compañero a Marc, el hijo del activista palestino-catalán Salah Jamal. No hizo falta que me contara qué había al otro lado: la discusión siempre ha sido una pieza estructural en la cultura judía y ellos mismos ya me habían hablado de las barbaridades de la franja de Gaza y el porqué de la Intifada. Conozco a muchos pro-palestinos y a algunos —pocos— pro-israelís —en Catalunya la balanza siempre se ha decantado hacia Palestina. Yo, entre la espalda y la pared, siempre en medio, haciendo de abogado del diablo y queriendo desaparecer. La mayoría de las ocasiones me encuentro con un saco enorme de incomprensión que muchas veces raya el racismo puro y duro. Un tema necrosado, un conflicto en permanente cul-de-sac. Una pistola en la mesita de una noche que no se acaba nunca.
El año 1949 un soldado israelí forma parte de un comando militar que recibe la orden de tomar Hirbet Hiza, un pueblo árabe. Lo bombardean, lo acribillan, lo queman y destrozan y a los que huyen los disparan, los humillan y los deportan. El narrador, trasunto del propio autor, participa en cada una de las operaciones de asalto con creciente desaliento y fuertes dudas hasta que todas sus reflexiones cristalizan en la palabra “exilio” y comprende que es, sin duda, una paradoja insostenible que el pueblo exiliado por antonomasia, el judío, se dedique a hacer sufrir lo mismo a otro pueblo, aunque sea un pueblo tan despersonificado y animalizado como este pueblo “equis”. Las descripciones minuciosas pero en ningún modo obscenas ayudan a entrar en el tempo solidificado de un asalto y a entender la diferencia crucial entre paisaje impertérrito e indivisible y humanidad que descuartiza sin escrúpulos. Los diálogos entre los soldados muestran la desvergüenza del poderoso frente al desprotegido. La brevedad del libro hace que su recepción sea como un largo parpadeo impedido, un forzarte a mantener los ojos abiertos mientras ves venir el puñetazo que te los amoratará. En Israel es de lectura obligatoria. Aquí y en cualquier parte también lo debería de ser, como el visionado de la película In this world, de Michael Winterbottom, tras el cual se me antoja bastante más difícil seguir siendo racista o intransigente ante del dolor o la desgracia de los demás.
¿Que para qué sirve la literatura, el cine, el teatro, el arte? Para eso. Para comprender al mundo y a nosotros mismos. Para entender al otro y desechar la ignorancia como modo de dominación.