Prol.Antonio Ortega. Ocnos Alas-Editorial Dilema, Madrid, 2008. 585 pp. 28 €
Marta Sanz
El primer libro que leí de Ildefonso Rodríguez fue La triste estación de las vendimias. De él recuerdo: naturaleza, vino y orina, grumos de existencia y de muerte, lo turbio de los ritos y de las repeticiones, lo que se vislumbra y a alguien que se esconde, al acecho, fumando... Fue a principios de los noventa. Yo entonces era bastante joven y los versos de Rodríguez me gustaron, aunque no supiese por qué. Aquellas palabras rompían mis expectativas, mi “deber ser” poético y mi seguridad lectora: ahora esos son, para mí, requisitos ineludibles en una lectura de poesía. Aquellos versos me cuestionaban y me inquietaban y ya presentía que, tal vez, Rodríguez aspiraba a aprehender estados de conciencia indefinidos, recuerdos tan misteriosos y difusos como el dibujo del papel pintado que rodeaba nuestra cuna a los pocos meses de nacer. Después, leí un poco más –ya sabemos que leer es haber leído- y coloqué a Rodríguez en uno de los polos de la rancia polémica entre la poesía como conocimiento y como comunicación para retractarme enseguida y renegar de simplificaciones didácticas que redundan en un confort lector que estoy lejos de esperar ni como lectora ni cuando me pongo a escribir: en la poesía de Rodríguez hay una pregunta sobre el significado de la inteligibilidad, sobre el valor de las codificaciones, sobre la trasgresión.
Han pasado unos años y ahora en este Escondido y visible el autor leonés nos ofrece una muestra más que representativa de su obra, camino resbaladizo para un pensamiento poético que pretenda catalogar y sentirse orgulloso de sus taxonomías; así que, al margen de los esfuerzos de ordenación a los que quizá estén obligados los críticos y los profesores, me pongo hoy la bata de la lectora desconcertada que mira hacia un lado y hacia otro para saber qué está pasando, y comparto algunas de mis impresiones que, menos que nunca, son certezas. Excepto una que sí tengo: el magnífico prólogo de Antonio Ortega denota una profunda reflexión sobre la obra de Rodríguez... El discurso interpretativo resultante de esta poesía cae casi siempre en la tentación de hacerse poético: por esta debilidad, en la que Ortega no incurre, yo pido disculpas de antemano.
Mi primera impresión es que algo quiere aparecer en los poemas. Como una fantasmagoría o como la música que necesita volver a hacerse presente a través de un atisbo que tal vez impulse una reconstrucción, una posesión, una simbiosis con la música original, desestructurada, no embotellada. Como resultado del conjuro, lo pasado o lo presentido se asoman entrelíneas por una grieta que no está siempre ahí, que en cualquier momento puede desaparecer: una grieta que puede revelarse en el espacio del poema o en la realidad de la grasa de la calle; el poeta a menudo mira hacia arriba, pero también enfoca su visión y dirige su oído hacia otros puntos, y esos giros, esos movimientos de cabeza son la señal de un desconcierto y de una vocación de escritura que, pese a su intrepidez formal, es radicalmente humana e incluso humanista. El poema, como señala Ortega, es la reminiscencia de un lugar donde alguna vez se estuvo, un déjà vu constante, una regurgitación de espacios contenidos en otros espacios, agujeros que conducen a otras dimensiones, una implosión: tanto lo añorado o lo temido como lo soñado –el resto de lo soñado, “su estiércol”- engarzan con lo real y, por ello, la poesía de Rodríguez no es una abstracción trascendente, trascendida, pedante o pseudo-religiosa: la movediza profundidad se manifiesta un segundo en los oficios humildes, en los cajones secretos, en los trasteros, lugares imprescindibles para encontrar la memoria del ser, una identidad a veces confusa y metafísica, mortuoria en la duplicación de los espejos, pero siempre confesional, autobiográfica y atenta a la presencia del otro –“la transparencia descubre/ a los cuerpos uniéndose desnudos/ piel y pensamiento/ la rozadura/ se expande”- y a los tránsitos: el almanaque es la metáfora en la que cristalizan tanto la fugacidad de ciertas iluminaciones, como esa dimensión biográfica y corporal de la poesía de Rodríguez. La transparencia es la imagen positiva de la negación de los espejos: la transparencia permite ver más allá, igual que la escritura, y descifrar, románticamente, una naturaleza que se escribe con signos; la propia poesía son marcas, señales que anuncian una sospecha, igual que el sueño, el desdoblamiento, la imprecisión de los límites y la dificultad de nombrar: ni la música ni la semántica de las palabras, ni las cadenas sintácticas o las candencias que las unen –la “realidad” es un territorio que cifra su coherencia en la sintonía con un discurso hegemónico que funciona como la clave sobre el pentagrama- ni las sinestesias de colores fríos (azul, lila, tiza, niebla...) sirven para poner un nombre a las sensaciones oníricas o a las del recuerdo. Se percibe un crecimiento monstruoso de lo que no se puede nombrar mediante ningún balbuceo, ni siquiera el de la retórica. Sin embargo, la poesía de Rodríguez es mucho menos traumática que vitalista...
Otro recurso para tratar de acotar ese crecimiento vegetal y monstruoso de lo innombrable son las antinomias que a veces definen el mismo poema: ausencia/presencia, dentro/fuera, partida/llegada. Cada oposición y cada síntesis sirven, quizá, para hablar de la poesía como herramienta de conocimiento y, a la vez, como canto de sirena; un canto de sirena que nos indica que, acaso, de lo único que no hay posibilidad es del silencio. La sinestesia, como figura vertebradora, nos coloca en el vórtice de un remolino sensorial donde se escucha una especie de “contrasilencio” que posiblemente tiene que ver con la improvisación musical y con la idea de que lo fragmentario, la ausencia provisional de una sintaxis organizadora y legible, y la imagen de la palmera como chorro, emanación y “unidad en lo diverso” no constituyen experiencias traumáticas.
Unidad: mientras escribe, Rodríguez es consciente de que los lugares –la poesía- conforman pero también deforman: la radicalidad de sus poemas se asienta en un cuestionamiento permanente del medio poético y en un ejercicio político de la resistencia que se relaciona con la necesidad de las epifanías.
Marta Sanz
El primer libro que leí de Ildefonso Rodríguez fue La triste estación de las vendimias. De él recuerdo: naturaleza, vino y orina, grumos de existencia y de muerte, lo turbio de los ritos y de las repeticiones, lo que se vislumbra y a alguien que se esconde, al acecho, fumando... Fue a principios de los noventa. Yo entonces era bastante joven y los versos de Rodríguez me gustaron, aunque no supiese por qué. Aquellas palabras rompían mis expectativas, mi “deber ser” poético y mi seguridad lectora: ahora esos son, para mí, requisitos ineludibles en una lectura de poesía. Aquellos versos me cuestionaban y me inquietaban y ya presentía que, tal vez, Rodríguez aspiraba a aprehender estados de conciencia indefinidos, recuerdos tan misteriosos y difusos como el dibujo del papel pintado que rodeaba nuestra cuna a los pocos meses de nacer. Después, leí un poco más –ya sabemos que leer es haber leído- y coloqué a Rodríguez en uno de los polos de la rancia polémica entre la poesía como conocimiento y como comunicación para retractarme enseguida y renegar de simplificaciones didácticas que redundan en un confort lector que estoy lejos de esperar ni como lectora ni cuando me pongo a escribir: en la poesía de Rodríguez hay una pregunta sobre el significado de la inteligibilidad, sobre el valor de las codificaciones, sobre la trasgresión.
Han pasado unos años y ahora en este Escondido y visible el autor leonés nos ofrece una muestra más que representativa de su obra, camino resbaladizo para un pensamiento poético que pretenda catalogar y sentirse orgulloso de sus taxonomías; así que, al margen de los esfuerzos de ordenación a los que quizá estén obligados los críticos y los profesores, me pongo hoy la bata de la lectora desconcertada que mira hacia un lado y hacia otro para saber qué está pasando, y comparto algunas de mis impresiones que, menos que nunca, son certezas. Excepto una que sí tengo: el magnífico prólogo de Antonio Ortega denota una profunda reflexión sobre la obra de Rodríguez... El discurso interpretativo resultante de esta poesía cae casi siempre en la tentación de hacerse poético: por esta debilidad, en la que Ortega no incurre, yo pido disculpas de antemano.
Mi primera impresión es que algo quiere aparecer en los poemas. Como una fantasmagoría o como la música que necesita volver a hacerse presente a través de un atisbo que tal vez impulse una reconstrucción, una posesión, una simbiosis con la música original, desestructurada, no embotellada. Como resultado del conjuro, lo pasado o lo presentido se asoman entrelíneas por una grieta que no está siempre ahí, que en cualquier momento puede desaparecer: una grieta que puede revelarse en el espacio del poema o en la realidad de la grasa de la calle; el poeta a menudo mira hacia arriba, pero también enfoca su visión y dirige su oído hacia otros puntos, y esos giros, esos movimientos de cabeza son la señal de un desconcierto y de una vocación de escritura que, pese a su intrepidez formal, es radicalmente humana e incluso humanista. El poema, como señala Ortega, es la reminiscencia de un lugar donde alguna vez se estuvo, un déjà vu constante, una regurgitación de espacios contenidos en otros espacios, agujeros que conducen a otras dimensiones, una implosión: tanto lo añorado o lo temido como lo soñado –el resto de lo soñado, “su estiércol”- engarzan con lo real y, por ello, la poesía de Rodríguez no es una abstracción trascendente, trascendida, pedante o pseudo-religiosa: la movediza profundidad se manifiesta un segundo en los oficios humildes, en los cajones secretos, en los trasteros, lugares imprescindibles para encontrar la memoria del ser, una identidad a veces confusa y metafísica, mortuoria en la duplicación de los espejos, pero siempre confesional, autobiográfica y atenta a la presencia del otro –“la transparencia descubre/ a los cuerpos uniéndose desnudos/ piel y pensamiento/ la rozadura/ se expande”- y a los tránsitos: el almanaque es la metáfora en la que cristalizan tanto la fugacidad de ciertas iluminaciones, como esa dimensión biográfica y corporal de la poesía de Rodríguez. La transparencia es la imagen positiva de la negación de los espejos: la transparencia permite ver más allá, igual que la escritura, y descifrar, románticamente, una naturaleza que se escribe con signos; la propia poesía son marcas, señales que anuncian una sospecha, igual que el sueño, el desdoblamiento, la imprecisión de los límites y la dificultad de nombrar: ni la música ni la semántica de las palabras, ni las cadenas sintácticas o las candencias que las unen –la “realidad” es un territorio que cifra su coherencia en la sintonía con un discurso hegemónico que funciona como la clave sobre el pentagrama- ni las sinestesias de colores fríos (azul, lila, tiza, niebla...) sirven para poner un nombre a las sensaciones oníricas o a las del recuerdo. Se percibe un crecimiento monstruoso de lo que no se puede nombrar mediante ningún balbuceo, ni siquiera el de la retórica. Sin embargo, la poesía de Rodríguez es mucho menos traumática que vitalista...
Otro recurso para tratar de acotar ese crecimiento vegetal y monstruoso de lo innombrable son las antinomias que a veces definen el mismo poema: ausencia/presencia, dentro/fuera, partida/llegada. Cada oposición y cada síntesis sirven, quizá, para hablar de la poesía como herramienta de conocimiento y, a la vez, como canto de sirena; un canto de sirena que nos indica que, acaso, de lo único que no hay posibilidad es del silencio. La sinestesia, como figura vertebradora, nos coloca en el vórtice de un remolino sensorial donde se escucha una especie de “contrasilencio” que posiblemente tiene que ver con la improvisación musical y con la idea de que lo fragmentario, la ausencia provisional de una sintaxis organizadora y legible, y la imagen de la palmera como chorro, emanación y “unidad en lo diverso” no constituyen experiencias traumáticas.
Unidad: mientras escribe, Rodríguez es consciente de que los lugares –la poesía- conforman pero también deforman: la radicalidad de sus poemas se asienta en un cuestionamiento permanente del medio poético y en un ejercicio político de la resistencia que se relaciona con la necesidad de las epifanías.
Me encanta el color amarillo de la portada.
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