martes, julio 31, 2007

La muerte de Virgilio, Hermann Broch

Versión de J.M. Ripalda sobre trad. de A. Gregori. Alianza, Madrid, 2007. 568 pp. 22 €

Elvira Navarro

Dice Platón en el libro X de la República: «Cuando te encuentres con panegiristas de Homero que digan que fue este poeta el que educó a la Hélade y que es digno de que se le acoja y se le preste la debida atención en lo que concierne al gobierno y a la dirección de los asuntos humanos, hasta el punto de adecuar la vida propia a los preceptos de su poesía, deberás prodigarles tu cariño e incluso besarles, como si se tratase de los mejores ciudadanos, concediéndoles que Homero es el poeta más grande y primero de los trágicos. Sin embargo, no olvidarás también que en nuestra ciudad sólo convendrá admitir los himnos a los dioses y los elogios a los hombres esclarecidos. Si en toda manifestación, das cabida a la musa voluptuosa, el placer y el dolor se enseñorearán de tu ciudad y ocuparán el puesto de la ley y de la razón más justa a los ojos de los hombres de todos los tiempos». Y dice el Virgilio de Hermann Broch: «Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, más no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor? ¡Ay, se la ensalzará, porque todo lo que él ha escrito ha sido ensalzado, porque también en ella se leerá solamente lo agradable y porque no existían ni el peligro ni la perspectiva de que pudieran escucharse advertencias; ay, le era imposible engañarse o dejarse engañar por esperanzas; demasiado bien conocía a este público, para quien la grave labor del poeta, la auténtica, que aguanta el conocimiento, consigue tan poca atención como la de los esclavos del remo!».
Leídos atentamente, se advierte que los textos guardan un acuerdo en qué es lo más importante (el conocimiento) y un desacuerdo en quién lleva a cabo dicha labor. Así, mientras que para Platón el poeta se rige por la «musa voluptuosa», para Virgilio éste indaga en la sabiduría, y es el público el que desoye sistemáticamente la voz de “la razón más justa”, por decirlo platónicamente. Ahora bien, ¿encarna la Eneida dicha voz? ¿no se trata de una simple epopeya escrita por encargo del Augusto para la gloria eterna de Roma? ¿ha desatendido Virgilio su deber de artista para hacer mera propaganda del emperador?
La muerte de Virgilio, novela total que Hermann Broch (Viena, 1886-New Haven, 1951) concibió durante cinco semanas de encarcelamiento en Alt-Ausse tras ser detenido por la Gestapo (la terminaría en el exilio gracias a la asistencia del P.E.N. Club de Londres y a una beca Guggenheim), se hace cargo de la muy kantiana problemática de qué deba ser el arte al dramatizar las últimas horas de la vida de Virgilio. Decimos kantiana porque la mirada del sabio de Königsberg planea sobre todas y cada una de las reflexiones que sobre la estética se hacen en la novela, sea para negarla, sea (las más de las veces) para afirmarla. Recordemos que para Kant el sentido último de la obra de arte es trascendental, y que esta palabra no significa pura metafísica vacía, sino que remite a las condiciones de posibilidad de toda experiencia. En este marco, el arte es posible gracias a la existencia de una ley moral, y se convierte en falso cuando se queda en el ámbito del mero entretenimiento o peor aún, de la pura propaganda. La duda sobre si la Eneida es una obra de arte verdadera o simplemente se trata de literatura panfletaria constituye el pistoletazo de salida de la novela de Broch, que mediante un delirante monólogo interrumpido por algunos largos diálogos que servirán de contrapunto a las conclusiones siempre parciales (hay en la forma del discurso una suerte de movimiento hegeliano en tesis, antítesis y síntesis), pretende abarcar no sólo el sentido del arte, sino el del hombre mismo y el universo.
La novela está dividida en cuatro partes, correspondientes a tres estados agónicos y a la muerte. La trama que las recorre es mínima, y en ella Broch da forma a lo que los manuales de literatura aventuran sobre Virgilio, a saber: que antes de morir mandó quemar la Eneida, de la que abominó bien por el asunto de la propaganda del que ya hemos hablado, bien porque no estuviera contento con la calidad de los versos. La primera parte, Agua-El arribo, cuenta la llegada de las naves del César al puerto de Brindisi, en una de las cuales viaja Virgilio enfermo, aunque sin plena conciencia de la gravedad de su estado. El agua, elemento primordial del que brota la vida, representa aquí el surgimiento de la conciencia de la muerte (de ahí también lo simbólico de El arribo, que en este caso es a su propio fin). En la segunda, Fuego-El descenso, se narra la duermevela del poeta, que en su delirio desciende a los infiernos de su vida y su obra, lamentándose de la futilidad de lo escrito para más tarde ensalzarlo y luego, dándose una de cal y otra de arena, admitir que su intuición a veces estuvo cerca de llevar su poesía al necesario terreno del conocimiento, pero que sin embargo había fracasado, por lo que era menester quemarla. Esta necesidad de destruir la obra es doble y tiene un carácter moral: para el poeta es la única posibilidad de salvarse, pues no vale jugar a la pureza y al mismo tiempo dejarse llevar por la vanidad de lo escrito («el lugar del sacrificio debía ser casto, casta la ofrenda, casto el sacrificante»); para la comunidad, no dejar monumentos inútiles, cantos al poder terreno, siempre corrupto y mentiroso, del que la Eneida es un ejemplo («¡Sí, y éste era el pueblo, el Pueblo Romano, cuyo espíritu y cuyo honor él, Publio Virgilio Marón (...) no había por cierto descrito, pero sí tratado de ensalzar! ¡Ensalzado y no descrito..., tal había sido el error, ay, y estos eran los ítalos de la Eneida! Desventura, un lodazal de desventura»).
En la tercera parte, titulada Tierra–La espera y que, como su propio nombre indica, es un despertar a lo terreno real en la espera de la muerte, Broch cambia el monólogo por el diálogo con tres personajes: Plocio Tucca, Lucio Vario y el emperador Augusto, a los que Virgilio expone su deseo de quemar la Eneida. Escandalizados, estos tratan de convencerle con argumentos que recorren todos los clichés sobre lo excelso del arte, algunos tan bien argumentados que hacen dudar a Virgilio y a los que el lector, sobre todo si escribe y tiene la cabeza llena de lo altísimo de su tarea como es mi caso, de buena gana se acoge. Virgilio, en cambio, no se agarra a ninguna tesis sobre las glorias de la escritura, y es sencillamente su amistad con el César lo que le lleva a desistir de sus propósitos. La cuarta y última parte, Éter–El regreso, narra la muerte del poeta y su fusión con el todo, con la unidad, a través de alegorías cristianas en las que él, convertido en Adán y fusionado con Eva en el Amor del Sol y las estrellas, viendo surgir el Verbo en una celebración de la copertenencia entre ser y lenguaje, concluye que lo que está más allá del lenguaje (más allá de toda tematización por éste) es la condición para decir el mundo.
No puedo alargarme mucho más con esta reseña; sin embargo, no quisiera dejar de señalar lo que a mi juicio es lo más interesante de la monumental novela de Broch, de pleno vigor en la actualidad por lo que tiene de:
1) denuncia del poder al que sirve el arte: sobre la belleza, dice Broch, se edifica el poder más monstruoso, como el del César Augusto gracias a la Eneida;
2) denuncia de la huera poesía (o lo que es lo mismo: del huero arte) que se mueve por criterios meramente esteticistas, descuidando el objeto de su decir («La belleza no puede vivir sin aplauso; la verdad se cierra al aplauso»);
3) apuesta por una narración conceptual que funciona sorprendentemente bien y desdice a quienes militan (y hoy son legión) por la narración de acciones estilo escuela de escritores norteamericana, de indudable efectividad, pero que no debe, como a menudo ocurre, convertirse en dogma; y
4) denuncia del poder mismo y de las instituciones que lo sustentan y de la falsedad de la soberanía del pueblo en una sociedad de masas: «Sí, en el viejo Estado rural que tienes ante tus ojos, aquellas instituciones tenían aún su buen sentido, el ciudadano podía abarcar aún los problemas públicos, la asamblea popular conservaba siempre su justa voluntad, verdaderamente libre. Hoy, en cambio, tenemos que vérnoslas con cuatro millones de ciudadanos romanos, hoy tenemos frente a nosotros gigantescas masas ciegas, y éstas siguen sin tino a cualquiera que sepa presentarse con el manto ambiguamente tentador de la libertad así, ocultando bajo un ropaje capcioso lo mal que está compuesto y remendado con harapos de fórmulas superadas y vacías». Cuatro millones de ciudadanos romanos… ¿qué podríamos decir nosotros sobre la falsa soberanía y la pseudolibertad de hoy, si sólo en Madrid somos ya esos cuatro millones?
En fin, lean La muerte de Virgilio y reflexionen. Tal vez si pensamos todos acontezca algo de “verdad”.

lunes, julio 30, 2007

Jet Lag, Santiago Roncagliolo

Alfaguara, Madrid, 2007. 344 pp. 19,50 €

Elena Medel

Algunos libros cambian el mundo, remueven sus cimientos, asemejan su efecto al de un terremoto; otros no consiguen más que enervar a quien los compra y lee, y destruir —de paso— unos cuantos árboles. En un nivel intermedio, el más frecuente, archivaríamos aquellas obras que no zarandean al lector, que permiten que su vida transcurra tal y como lo hacía, pero que entretienen durante el tiempo de lectura. Jet Lag, de Santiago Roncagliolo (Lima, 1975), se situaría en este anaquel. Puntualicemos, por si acaso: Jet Lag no es un libro al uso, sino la recopilación de los textos más jugosos escritos durante un año —del final de 2005 al final de 2006— en su blog. Quizá por esta criba, y seguro por el oficio e ingenio de Roncagliolo, el resultado es un libro divertidísimo incluso en los momentos más incómodos, y menos dados a la risa. Y es que el autor, a mi juicio, triunfa en las distancias cortas, aunque pensar en Pudor (Alfaguara, 2004) signifique imaginar qué maravilla habrían parido Sam Mendes y Alan Ball. Ensoñaciones aparte, las habituales crónicas de Roncagliolo en El País —si no han leído su artículo sobre Kazajistán del mes pasado, no tarden— comparten con su bitácora esa mirada entre inocente y mordaz, entre ingenua y cargada de mala leche, aspirante a objetiva pero revelada incisiva, que es lo mejor de Jet Lag.
Jet Lag: un libro para asombrarse, para conocer países y costumbres, para saltar de título en título o de nombre en nombre como saltamos de link en link al navegar. Y también para degustar textos entrañables como el dedicado a su editor en Italia (“El último romántico”, del 14 de febrero), kafkianos (“La magia de la burocracia”, del 27 de junio) y descacharrantes de puro surrealista (“Macho peludo”, del 28 de diciembre de 2005, en que refuta los argumentos de Jorge Volpi sobre King Kong; o “La ciudad y el perro”, del 25 de julio, cuyo pretendido tono aséptico y periodístico basta para revolver al lector en la hamaca). El único fallo reside en la disposición de contenidos, y no sé si es achacable al propio Roncagliolo. Jet Lag se divide en cuatro bloques: “Por favor, abandonar antes de las 12”, crónicas de viajes; “Retratos hablados”, encuentros con personajes famosos o anónimos, pero siempre peculiares, desde el escritor Xavier Velasco al político Alan García, pasando por un anónimo asiduo a las presentaciones de libros en Sevilla; “Mentiras piadosas”, con reseñas de películas, libros e incluso páginas web y campañas publicitarias; y “El efecto popstar”, la parte más breve pero quizá la más interesante —y personal, y por tanto propia de un diario; ¿qué opinaría Philippe Lejeune de Jet Lag?—, en la que plasma la gira y resaca tras la obtención del Premio Alfaguara. Las entradas se organizan según su temática, y a su vez por orden cronológico: sin embargo, encontramos referencias como «A raíz de mi blog de ayer» (“Parte de combate”, del 14 de julio, en la página 76), cuando la entrada inmediatamente anterior (“Negra”, en la página 74) figura como publicada el 10 de julio. El índice confunde aún más, pues en él aparecen los títulos, pero no las fechas; la investigación culmina en el blog, y es que la entrada referida (“La patria, la soberanía y todas esas cosas con mayúsculas”, del 13 de julio) no se ha incluido en Jet Lag. Los quebraderos de cabeza que habría ahorrado añadir un índice cronológico, o eliminar la marca temporal...
Una sombra tenue, no obstante, para un libro que me ha robado horas de siesta junto a la piscina, y que demuestra que un buen narrador conserva su talento incluso frente a los encargos más nimios. El blog de Santiago Roncagliolo, este mismo Jet Lag, no transformará nuestra sociedad, no decidirá vidas, pero sí nos alegra durante unas horas, que ya es mucho.

viernes, julio 27, 2007

Las vacaciones hipnóticas de Molly Moon, Georgia Byng

Trad. William McGrath. SM, Madrid, 2007. 64 pp. 14,96 €

Esther García Llovet

Agarraos al sombrero porque viene Molly Moon. Molly Moon tiene nueve años, nariz británica de patata hervida, ojos hipnóticos y los mismos vaqueros rotos que su autora, Georgia Byng, quien a pesar de su dinámico nombre es hija de un conde inglés y lleva con éste cuarto libro de la saga un inesperado éxito de ventas internacional. Molly Moon es huérfana, es un poco guarra, es fea y lo sabe y el único recurso que tiene para enfrentarse al mundo adulto es su capacidad para hipnotizar al personal y una perra carlina que se tira pedos mientras pasea por Central Park con un collar de diamantes. Porque Molly Moon se ha hecho millonaria con su técnica de hipnosis, ha llegado hasta Hollywood y ahora está en Nueva York, sola y hambrienta y con un ojo malo. Tiene pesadillas con calamares que bailan claqué y se aburre, así que hay que hacer algo pronto porque no hay peor amenaza pública que un niño de nueve años aburrido aunque no tenga más superpoderes que el fuelle de sus pulmones.
Molly salta de la cama a la calle con su perrita Pétula y a quien primero se encuentra es a un mendigo que juega al dominó y a partir de ese momento todo empieza a sucederse a la velocidad en la que caen las fichas del juego y con no menos ruido: para empezar decide cambiar la suerte del mendigo por el destino de un modelo que conduce un Lamborghini naranja y que los lleva a una sesión de publicidad con la fotógrafa Estefanía Rompeolas. Todo va sobre ruedas hasta que Molly se da cuenta de que el mendigo no da la talla como modelo y se lanzan a buscar a otro que sí la da y en la búsqueda le roban a Pétula con su collar de diamantes y acaban en la azotea de un edificio de Manhattan donde una pandilla de malandros, Cobra y Verdugo y Doris la Grande, la arrojan a un depósito de agua.
Al final el mendigo consigue salvarla gracias a que Molly no sólo ha cambiado su destino sino que además le ha devuelto la fe en sí mismo. A la larga esta es toda la intención del libro: descubre la confianza en ti mismo, quiérete mucho y aprende a hipnotizar a los demás con tus encantos. Hazles reír, halágalos y hazles preguntas interesantes. Más simple que el sorbete de gazpacho. Así que, como dice Molly Moon agarrándose a su gorro de lana:«Vale, colega, ¿a qué esperas? ¿Sabes conducir?»

jueves, julio 26, 2007

Afterpop. La literatura de la implosión mediática, Eloy Fernández Porta

Berenice, Córdoba, 2007. 264pp. 20€

Vicente Luis Mora

Ésa es otra de las razones para someter el nuevo paisaje al análisis (…) tradicional: que sea aceptado por el establishment. No pueden aprender del pop hasta que el Pop entre en las academias.
Denise Scott Brown, Aprendiendo del pop (1971)

En las últimas semanas la actividad editorial parece haber seguido el consejo de Lawrence Ferlinguetti en su Manifiesto populista: «Poetas, abandonad vuestros armarios, / abrid vuestras ventanas, abrid vuestras puertas, / habéis estado demasiado tiempo enterrados / en vuestros mundos de clausura». Las novedades se abren al mundo y ven con ojos de anuncio; se acaba de inaugurar en Gijón, dentro del Centro de Arte y Creación Industrial, el primer museo del videojuego, y no hace mucho leíamos unas interesantes declaraciones sobre la importancia de la cultura popular a cargo de Carl Goodman, Subdirector del Museum of the Moving Image de Nueva York (El País 05/04/2007, p. 39); a su juicio «La cultura popular, los videojuegos, más el videoarte, están siendo el motor del avance tecnológico. Están provocando un debate publico y una toma de conciencia sobre la propia tecnología». En efecto, la presión de la audiencia y los gustos del público son los verdaderos motores (en tanto mercado al que vender determinados productos) de la evolución de prácticas e incluso técnicas electrónicas e industriales. El mayor esfuerzo de los programadores y diseñadores de software o aplicaciones para instrumentos electrónicos viene de las llamadas interfaces o mecanismos de relación entre el aparato y el consumidor. La interface es el «rostro entre», la cara humanoide que la tecnología nos presenta a la hora de relacionarnos con el hardware. Lo que demandamos, por tanto, precipita la fabricación de lo que se nos ofrecerá. Si queremos sistemas de manejo más sencillo, se nos darán; lo común, incluso, es que se piense por nosotros y se adelante el producto a nuestros deseos. En muchas ocasiones, he deseado un ordenador portátil con el que pudiera escribir en mi cama, sin necesidad de tener la luz encendida: no sé si pensando en mí, los últimos modelos de los MacIntosh de Apple tienen un teclado que se enciende automáticamente por debajo, al advertir un sensor que no hay luz suficiente en la habitación. Eso no va a hacer que me pase a los Mac, pero me motiva a pensar que las marcas de PC deberían ponerse las pilas —fácil, perdón— para satisfacerme. Quizá esa “necesidad” de los usuarios lleve al descubrimiento de un tipo de luz o de lámpara que pueda dirigirse a los ojos sin molestarlos, no lo sabemos, pero sí que una investigación sobre otra cosa llevó, casualmente, al descubrimiento de la penicilina.
El público mueve. No nos cabe duda. Pero no seamos ingenuos, no hay nada democrático detrás, su poder no es político, sino económico, por más que todo lo económico acabe siendo, en algún momento, político. Pero la política del público consumidor no es activa, no es un poder que ejerza, sino que sufre. Las normas, ridículas y logradas tras años de esfuerzos y demandas, a favor de los consumidores y usuarios no son conquistas jurídicas, sino meras legítimas defensas ante el omnímodo poder de los empresarios disfrazadas de victorias democráticas. Hechas estas precisiones, volvamos al principio: el público mueve. Esto también lo saben los escritores. Y, conscientes de ello, manejan al articular sus estructuras, sus narraciones, mecanismos que puedan interesar al público para decidirse por su producto.
Es justo aquí donde comienza el debate sobre el pop, sobre la cultura popular, sobre el efecto de las masas en la creación literaria; un debate a medias entre lo sociológico y la teoría de la literatura que no ha tenido —como casi ningún debate, salvo el del canon y el compromiso de los escritores— apenas tradición o seguimiento en este país, caracterizado por el discurso monologuista y terco de la inmensa mayoría de sus críticos (de los que tienen discurso propio, que son los menos). Ese debate se alimenta ahora con una novedad importante, el primer ensayo del prosista y profesor Eloy Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, 2007). Un libro denso, ambicioso y sugerente, que añade a la profundidad y conocimiento del tema de su autor dos cualidades escasamente difundidas en nuestro panorama crítico: el sentido del humor y una sanísima mirada a tradiciones culturales ajenas a la nuestra (en este caso, a la norteamericana).

El eterno problema de las jerarquías
La mayoría de las personas, incluso de cultura alta, siguen cerrilmente el diagnóstico pedagógico y reductivo por el cual el pop se ve a sí mismo como arte menor, como crítica del arte elevado. Denise Scott Brown, en un libro de 1971 que acaba de reeditarse, Aprendiendo del pop (Gustavo Gili, 2007), establecía la cuestión como más compleja: «la afición por toda la cultura pop es tan irracional como odiarla en su conjunto, y puede dar lugar a un subirse al carro del pop generalizado e indiscriminado, donde todo vale y en lugar de postergar el juicio, se lo abandona» (p. 28). Oponiéndose también a esa reducción, y analizando un espectro mucho más vasto, Fernández Porta aporta una idea que me parece valiosa: la distinción entre una cultura Alta y una Baja que incluiría el pop es insostenible. A su juicio, «el resultado ha sido una resituación de la jerarquía alto/bajo en el marco de la cultura pop. Existe, en efecto, una alta cultura pop, con una pátina respetable, y una baja cultura pop» (p. 25). A lo largo del libro se expone el modo en que esa tensión entre el tratamiento del pop como elemento y como campo de juegos se reproduce en varias artes actuales, de la música experimental al cine pasando por el cómic, para llegar a la literatura y explorar los caminos de relación entre pop y libros; a la altura de la página 158 Porta da las claves del auténtico conflicto: cómo verter la «cultura popular auténtica« a unas formas, como las del poema o la novela con vocación de exquisitez estilística, tradicionalmente consideradas como el no va más de la alta cultura, sin perder viveza. El cine, nos dice Porta, tiene más posibilidades, pero el escritor, ese «director de cine sin medios» (p. 160) tiene que lidiar con una contradicción casi estructural; el modo particular de resolverla, a juicio de Porta, denota la grandeza y valía de cada escritor.
La cuestión es que, como señala muchas páginas atrás, «el Pop es muy afectuoso: sólo hay que ver cómo regala espacios de popularidad a cualquier proyecto artístico que se preste» (p. 225); el pop es inclusivo y comprensivo, y acaba viendo aspectos poppys hasta en las cosas y tendencias más inverosímiles. Por ello es muy difícil para la crítica literaria saber dónde hay que poner el punto de mira, señalar cuándo se está trasvasando la política de lo culturalmente exigente para caer en la hipervaloración de lo degradado por la cultura de masas. Este debate, aún sin cerrar, tuvo uno de sus puntos álgidos en los planteamientos del crítico Leslie Fielder:

Esta tendencia igualitaria antijerárquica está quizá mejor ilustrada en la reciente crítica de Leslie Fiedler, uno de los profetas del posmodernismo, que defiende la extraña idea de que la crítica debería hacerse pop. Aunque se celo es quizá el del nuevo converso, su propuesta es muy sintomática, especialmente cuando escribe que cada vez está más interesado en la «clase de libros que nadie se congratula de haber leído» (por ejemplo, novelas del oeste, best-sellers baratos, novelas pornográficas y esos otros tipos de libros representativos de la literatura popular contemporánea). En cierto punto, Fiedler establece una clara distinción entre «el exilio elitista» del autor con poca audiencia y el «mundo del best-seller» como una forma de comunicación con el gran público vía pop (no se profundiza en el hecho de que los best-sellers no son seleccionados por el público sino impuestos a él por la manipulación comercial del mercado publicitario). (1) [Matei Calinescu, Cinco caras de la modernidad, Tecnos, Madrid, 1991, p. 132.]

Eloy Fernández Porta es una muestra, quizá la primera en nuestro país, de esa crítica que se ha hecho pop, desde luego en un sentido alto o noble del estilo, no en el más degradado, del que serían muestra las reseñas literarias de las revistas de tendencias o las notas sobre libros en las revistas de moda. Frente a otros modelos supuestamente más elevados, categorizables ya sólo de modernos por anacronía, y frente a otros de perspectiva cultural ínfima, la propuesta de Fernández Porta es una de las escasas que puede realizar una lectura semiótica de un producto cultural de nuestro tiempo y sublimar su discurso, interpretándolo desde una diagonal que reconoce sus valores populares pero, a la vez, es capaz de contextualizarla en un discurso alto-cultural que muestra su efectiva aportación. De hecho, lo realmente valioso de Afterpop es la capacidad de Porta de entrar en los sucesivos niveles de lectura de los libros mencionados en el ensayo, consiguiendo destripar los elementos de cada texto de modo que vemos cuáles son las reales influencias y modelos de escritura, más allá de las sobrelecturas (término de Eco que Porta admite y utiliza) que sobre esos textos concretos suelen hacerse. Denise Scott Brown ponía justamente ahí la clave de la cuestión: a su juicio, el análisis de la forma es determinante para la creación, ya que la forma influye sobre los creadores (Aprendiendo del pop, p. 19). Así que para entender zonas de lo real arquitectónico o de lo real literario hay que desmenuzar también las nuevas formas del pop y cómo éste construye la forma de los mensajes.
Esa es la clave, en efecto, y ese es el gran mérito de Fernández Porta, que sabe cómo llevar el método a la práctica. Por ejemplo, hablando de un libro presuntamente perteneciente a la alta cultura o alta literatura, Cuando fui mortal (1986), de Javier Marías, escribe Porta: «Tal es la razón definitiva que hace de [él] un libro realmente pop: los referentes, los temas y el lenguaje, por sí solos, no nos daban una respuesta definitiva, pero la indicación inequívoca que nos da el narrador acerca de cómo debemos –en calidad de público masivo pero sagaz– procesar e interpretar esos elementos es el dato fundamental» (Afterpop, p. 19). A ello habría que añadir su habilidad para incorporar otros elementos poco populares en la crítica literaria española al uso (la semiótica, el psicoanálisis, la teoría de la imagen), lo que le convierte en una sugestiva rara avis del análisis literario, cuyo trabajo hay que seguir de cerca, y con el que se podrá o no estar de acuerdo, pero sin obviarlo: hoy por hoy, hacer como si Fernández Porta no existiera es otra de las formas de evasión crítica, de estar fuera del mundo.
Por si ello fuera poco, hay que apuntar que Porta consigue hacer un libro agudo e ingenioso, con momentos de gran humor. Es desternillante el capítulo titulado «Premisa: pegatina hallada en un paquete de ferlosios», y dedicado a quien Porta llama Doctor No, Doctor NastiDePlastix o Doctor Nadie-nunca-nada-no, el pensador Rafael Sánchez Ferlosio, cuyos excesos moralistas (e hipotácticos) pone en solfa Porta con una retórica —sorpresa— megapoppy en parte heredada del maestro. Sí, junto al Ferlosio cura hay un terrorista de dibujos animados que Porta utiliza en contra del primero, en varias páginas de humor de mortífera puntería. Del músico Jim Zorn se dice que su obra abarca varios géneros; «ninguno sale con vida», sentencia Porta. También hay que apuntar la sagacidad sociológica del autor: el ensayo sobre la droga es excelente, y un anuncio televisivo posterior a la publicación del libro da la razón a Porta cuando sentencia que la publicidad de hoy se basa, sustancialmente, en los valores adictivos del producto y a la imagen del drogadicto como consumidor perfecto:

http://www.applesfera.com/2007/04/27-soy-un-adicto-la-nueva-publicidad-de-nike-para-el-binomio-nikeipod

Sin globalizar, poniendo sólo como ejemplo a Rodrigo Fresán (es curioso, como se verá en La luz nueva también para mí Fresán ejemplifica un entero estado de cosas), señala Porta que la actitud literaria Afterpop implica una superación de la actitud pop de los comienzos, y «se define por una ironía inestable y reconocida que se pone de manifiesto en una serie de continuos deslizamientos entre distintas maneras de abordar el permisivo caos de años de la cultura de consumo. En algunos casos se trata de una actitud retro (…) en otros, encontramos un gesto engagé» (p. 63). Ese deslizamiento caracteriza, según el autor, a todo un grupo de autores que han visto las ruinas de los primeros años del pop y las utilizan como un elemento más, sea para reivindicar la excelencia del consumo o para combatirla. Creo que no va Porta desencaminado: en efecto, idéntica postura afterpop tienen el Manuel Vilas que defiende la cultura consumista en sus poemas y el Jorge Riechmann que la critica furibundamente: ambos han entendido que, en cualquier caso, e incluso desde perspectivas contrapuestas, ése es el tema de nuestro tiempo. Aunque a mi juicio, y creo que Porta coincidirá conmigo, el ejemplo más representativo es el de Mercedes Cebrián, capaz de asumir en su literatura inclasificable ambas líneas de fuga: la cultura pop como clásico muerto al que uno puede respetar por igual llorándola o riéndose de ella (2). Ameno, complejo, apabullante por la vastedad de sus conocimientos y referencias, Afterpop se coloca en un lugar inaugural de la crítica literaria española del XXI; su autor es uno de los escasos críticos capaces de entender qué proponen los nuevos escritores, porque las referencias y lecturas que utiliza son las mismas que ellos utilizan en sus obras. La nueva narrativa en castellano tiene ya su crítico de cabecera.

NOTAS
(1) Matei Calinescu, Cinco caras de la modernidad, Tecnos, Madrid, 1991, p. 132.
(2) Chesterton decía que «la prueba universal para saber si una obra es verdaderamente popular, del pueblo, consiste en inquirir si pone en juego sin vacilaciones esos dos extremos de lo trágico y lo cómico».

miércoles, julio 25, 2007

Mi abuelo, Valerie Mréjen

Trad. Sonia Ortega. Periférica, Cáceres, 2007. 96 pp. 11 €

Enrique Redel

Se ha comparado a Mi abuelo, de Valerie Mréjen, con ese fenomenal experimento de la literatura ready-made llamado Je me souviens (Me acuerdo), obra violentamente inclasificable firmada por el que, a justo título, puede ser considerado el mejor escritor en lengua francesa de la segunda mitad del XX, Georges Perec. Conozco bien la obra de la que dicen que Mréjen bebe. Yo fui a París —cuando fui por primera vez—, porque quería visitar a Perec. Ustedes me dirán: pero si Perec lleva veinte años muerto. Cierto, pero eso da igual. Fui de todos modos a París a ver a Perec, está en Père Lachaise, en la división 82 del cementerio, en el columbario. Y me hice una foto con él, que he tenido colgada al lado de mi silla en todas las editoriales en las que he trabajado. Su contemplación me inspira, igual que a otros les inspiran las puestas de sol, o los campos de amapolas, o el skyline de Nueva York. A mí me inspiran los restos de Perec.
Je me souviens es una obra tremenda, inabarcable, caprichosa, que yo leí en francés hace ya muchos años sin entender un pimiento. La leí varias veces, y seguía sin entender nada. La excelente traducción, sin embargo, que Yolanda Morató publicó en Editorial Berenice, ha acabado de demostrarme que no era yo el que no enganchaba con Perec por mi poco o mal francés, que Je me souviens no está hecha para mí. La mayoría de sus referencias me son ajenas, me pierdo en sus laberintos intrahistóricos, en sus pequeñas bromas privadas que quizás le digan algo a sus coetáneos, pero que a mí me dicen más bien poco.
Pero Mi abuelo, de la videocreadora y escritora francesa Valerie Mréjen, es otra cosa. En lo que a este lector se refiere, supera a la obra de Perec por los flancos, trasciende sobrada y merecidamente a su modelo formal. Esta pequeña delicia pop que nos ha regalado Valerie Mréjen es algo diferente, y se lee diferente, y se disfruta de verdad, no como una obra que hay que leer porque es un referente de una época, que lo es, sino porque te agarra desde el principio y no te suelta. Periférica, que hace gala de un tremendo tino a la hora de elegir sus apuestas, siempre solidísimas, con Mréjen ha dado en el clavo. El lector de Mi abuelo podrá encontrar en Mréjen a una semejante que pulsa los resortes de lo real, no de lo contingente, y que lo hace derrochando una comicidad explosiva, un desparpajo casi punk. Al granado catálogo de objetos y referencias entrañables para el recuerdo de una generación, Mréjen añade algo importante: el relato descarnado en primera persona de una vida que se retuerce, que palpita, que respira, que nos hace vibrar porque es parte de nuestra vida, velada por el cristal de lo irónico. La saga familiar de la obra de Mréjen es de las que marcan época. El abuelo del título, con el que la obra abre fuego, se nos presenta como una especie de donjuán de suburbio, una especie de desflorador de inmigrantes y secretarias, que acostumbra a invitar a su propia hija a las orgías que se monta con sus amantes. A partir de aquí todo puede pasar. Pero el abuelo es solamente una excusa, un cebo, un primer paso para desgranar una autobiografía truncada con la que, de modo curiosísimo, nos sentimos realmente identificados. Los meandros de la obra, cuando nos internamos en ella, son sin embargo de naturaleza agridulce: pasamos de la carcajada al estremecimiento en un solo párrafo. Es constante la presencia de la muerte, del inexorable paso del tiempo: las maneras levemente anticuadas de vivir, de expresarse, de comportarse, los apodos y los apelativos trasnochados, pero que forman parte de nuestro disco duro. Estas cosas saben hacerlas bien solamente unos pocos.
Valerie Mréjen, además de una escritora con un oído prodigioso, es una francotiradora incisiva, que dispara donde duele, y que tiene la extraña habilidad de entresacar, con una prodigiosa economía de medios, caracteres, retratos, anécdotas que son antológicas por lo auténticamente verídicas y creíbles que son, maneras de pensar y de vivir. Para eso hay que valer.

martes, julio 24, 2007

Sudd, Gabi Martínez

Alfaguara, Madrid, 2007. 343 pp. 17,50 €

Amadeo Cobas

El río Nilo, en su recorrido por el sur de Sudán, surca una zona pantanosa conocida como Sudd. Son praderas que se inundan y que dependen, en su extensión, de las precipitaciones que se hayan producido. Por eso su cauce y caudal varía de un año a otro. En las áreas menos profundas, las matas de papiro llegan a ser tan tupidas que a veces la vegetación se entrelaza hasta conformar islas. He aquí el escenario de la narración. El trasfondo es el que tristemente viene a definir un continente en sempiterna guerra: África. Aunque en el punto de partida de la narración es esperanzador: se supone que la guerra ha finalizado, o al menos ha alcanzado una tregua. Se supone… Desde esas dos premisas: un territorio y una situación extremos, zarpa la embarcación que patronea Gabi Martínez, que tiene forma de novela de viajes. Porque al autor se le ha ocurrido dar forma a un viaje en barco por las aguas del Nilo, con el conflicto armado recientemente agotado —tras hacerse acreedor al dudoso mérito de ser la guerra más larga y cruenta del mundo. Un viaje de placer, aparentemente. Un viaje multicultural, donde se dan cita militares, políticos, empresarios, occidentales y orientales, en fin, una amalgama de personalidades y culturas que van a propiciar situaciones extremas cuando la placentera travesía deviene en un mar de problemas. En efecto, cuando esas matas de vegetación encierran a La Nave entre sus fauces, sujetándola, impidiendo el normal transcurso de su singladura y le provoca una deriva indeseada, es decir, cuando la aquietada marcha de una vida se agita con la turbulencia de las bravas aguas del río, surge lo peor de cada uno de nosotros, valga la metáfora. Ahí cobra fuerza la novela, trascendiendo la narración de un viaje para convertirse en una trama psicológica. Bien propiciada, desde luego. Porque la premisa que desemboca en la atmósfera asfixiante que describe Martínez al quedarse tripulación y pasajeros del barco varados, es tan simple como una diversión: un juego de tiro al plato que se inicia sobre cubierta, para matar el rato, trae como consecuencia el ataque que sufre La Nave, a cargo de unos desconocidos, provocando varias muertes a bordo. ¿A quién se le ocurre? A unos occidentales ociosos, de viaje por África. Es un despropósito organizar un juego consistente en disparar allí donde los rescoldos de la guerra todavía humean. La respuesta tiene todo su sentido.
A partir de ahí nace el miedo. Se producen situaciones ridículas: nadie osa atravesar de proa a popa o cambiar de banda sin hacerlo a cuatro patas o a gatas, protegidos por la borda por miedo a los francotiradores que desde tierra puedan divisarlos. Y sobre todo se produce una sofocación desde el momento en que la vegetación engulle y detiene a la embarcación. Acaban apareciendo el hambre, las enfermedades, la desesperación, los conflictos. Asoma lo peor de cada uno, no cabe duda. Nuestro narrador en primera persona es un traductor español. Gracias a él conocemos la variopinta «fauna» que puebla esta nave. Desde exploradores alcohólicos y drogadictos con una única obsesión: localizar con sus prismáticos el vuelo de un picozapato; el soldado con innumerables muertes a sus espaldas, tras su participación en la guerra funesta, que se arrepiente de todo y quiere dejar atrás la vida anterior, negándose a matar a nadie más, y que se ve envuelto en este fragoroso mar en el que toca matar para salvar la piel; el capitán de la embarcación que se ve sobrepasado por las circunstancias cuando hay que racionar los alimentos y establecer turnos de guardia para evitar hurtos y revueltas; su hija, que es la obsesión del propio capitán y de una psicóloga francesa sexagenaria que ha vivido todo y no se arrepiente de nada; el político que quiere mandar; las distintas facciones que se forman con la crisis… En fin, un viaje apacible que se vuelve una trama angustiosa, muy bien llevada por Gabi Martínez, que se desenvuelve con rigor en lo paisajístico, bien descrito, y con soltura a la hora de abordar las caracterizaciones de personajes tan diversos como los que pueblan esta novela coral. Feliz viaje. Para los atrevidos que quieran conocer el peligroso Sudd…

lunes, julio 23, 2007

Zeppelín, José Manuel Martín Peña

Premio Internacional de Cuentos Manuel Llano. Pre-Textos, Valencia, 2007. 60 pp. 8 €

Miguel Baquero

La nostalgia puede ser una sustancia peligrosa cuando cae en según qué manos: me estoy refiriendo a esos tipos que toman su infancia o su adolescencia y la idealizan de tal forma que acaban por provocar en el lector una hiperglucemia, un exceso de azúcar en la sangre. Y si acaso no caen en la cursilería, lo más normal es que los autores se retraten a sí mismos, en su época juvenil, como heroicos luchadores, grandes seductores, pioneros de toda modernidad y vanguardistas avant la lettre.
Zeppelín es una colección de relatos con la que José Manuel Martín Peña (Castuera, 1964) ha ganado recientemente el Premio Internacional de Cuentos Manuel Llano, convocado por el Gobierno de Cantabria. En Zeppelín se aborda el tema clásico de la nostalgia mediante el recuerdo de los años infantiles y juveniles en una España (años ochenta) donde la apertura hacia lo moderno y europeo convivía día a día, rincón a rincón, con bolsas de ese subdesarrollo tanto material como moral que se había ido incubando durante cuarenta años. En esta colección de cuentos, Martín Peña nos narra, de modo impresionista, a leves pinceladas que hay que ver desde la distancia para captar el color general del cuadro, la vida de unos jóvenes en aquella España ilusionada en que todo parecía ser posible.
Estamos hablando de esa España, en concreto ese Madrid de los suburbios, donde los chavales de clase media que empezaban a viajar a Londres, aunque solo fuera con el pensamiento, e integrarse en las corrientes musicales, eran recibidos al llegar a casa por unos padres que hacía apenas unas décadas habían huido del arado. Padres que todavía conservaban las viejas costumbres, supersticiones y prejuicios de la España profunda, y que no pueden dejar de contemplar con odio sordo el ascenso de otro, hasta hace poco, descamisado como ellos. Frente a estos padres, como pocas veces ha estado una generación frente a otra, chavales que, confundidos por el tropel del mundo, no se atreven a tomar una decisión sobre su vida y pasan los días repartiendo propaganda, tomando botellines en el bar, trabajando de cualquier cosa eventual, saliendo para delante de cualquier modo. Toda esta gente que hoy anda en torno a los cuarenta años y que tuvo que crearse, con mayor o menor fortuna, sus propios referentes, e importar a toda prisa los modelos de fuera.
El gran logro de esta colección de cuentos pequeña, poco más de cincuenta páginas, pero sentida y entrañable como pocas, es que su autor, Martín Peña, se integra en ese grupo de personas sin pretender, como hacen tantos otros, destacar sobre el común por una supuesta gran personalidad o una más supuesta aún sensibilidad artística. En un cuento, por lo demás de muy atractiva técnica, como “Galería de personajes”, en que mediante la presentación de una veintena de jóvenes el autor consigue formar una panorámica humana del barrio, el mismo autor se incluye en ese grupo sin ningún protagonismo ni privilegio moral, como uno más de tantos como crecieron en Vicálvaro en los años ochenta, uno más de tantos como se creían grandes artistas y tipos de un gusto exquisito, y uno más de tantos como finalmente han acabado arrumbados en un empleo sin futuro o, aún peor, en un empleo con futuro.
Zeppelín es una pequeña historia, contada al oído, sobre la juventud (aquellos días en que nos echábamos unas risas) en la que todos nos reconocemos de alguna manera. Y ya no digo aquellos chavales que vivieron la dura época (una historia que todavía está por contar) de la Transición cultural; son unos cuentos en los que cualquier persona que un día haya tenido sensibilidad, y que ve como todo, poco a poco, va entrando en una vía muerta, puede reconocerse. Es la eterna historia de la humanidad, la crónica de los sueños rotos, pero narrada, como apunté al principio, sin sentimentalismos baratos, sin lamentaciones inútiles, sin grandes aspavientos.
Junto con esta forma sensible de presentar la nostalgia, no de regodearse en ella, en Zeppelín descubrimos a un magnifico narrador y, sobre todo, a un excepcional constructor de ambientes y transmisor de sensaciones. Un autor de palabra medida: muy pocas, por no decir casi ninguna, están de más en estos relatos, muy poco es en realidad superfluo y, en ocasiones, nos encontramos con frases que nos conmueven por su enorme contundencia: «No hay nada tan triste como caminar junto a alguien que va pensando en sus cosas». Un escritor, en suma, de excelente gusto, de los que siempre se agradece descubrir.

viernes, julio 20, 2007

Hechizo, Sarah Singleton

Trad. Gemma Gallart. Ilustr.: Alejandro Colucci. Destino, Barcelona, 2007. 218 pp. 13,95 €

Ángeles Escudero

«Hechizo cuenta la historia inquietante y fabulosa de una familia atrapada en el tiempo y condenada a vivir una noche eterna de invierno tras los muros de una impresionante mansión». He elegido para encabezar este comentario esta cita de Amanda Craig —publicada en Times on line— que aparece en la contraportada del libro porque resume mi impresión sobre esta novela. Pero, claro, hay mucho más que decir.
La sugerente y cuidada cubierta te envuelve, antes incluso de abrir el libro, en una atmósfera en la que se desarrollarán las doscientas dieciocho páginas en las que Sarah Singleton nos cuenta esta historia. La palabra "hechizo" aparece difuminada sobre una luna incompleta que, tapada en parte por una neblina incierta, corona una mansión con aire fantasmagórico. La figura de una niña de perfil, de pelo largo y tez extremadamente blanquecina, como privada de la luz del sol, nos pone en situación, nos hace visible el escenario.
El ambiente, buscando algún paralelismo cinematográfico, recuerda al de Los otros de Amenábar, sólo que no se trata en Hechizo de un no dejar pasar la luz tapando cualquier rendija por la que pudiese entrar el sol, sino que la familia protagonista está atrapada en el tiempo, y condenada a vivir los días de forma invertida tras los muros de la impresionante mansión en la que habitan.
«El libro estaba oculto en un cajón de embalaje de madera, en el desván situado encima del ala oeste de la casa, insinúa ya un misterio por resolver», dice la primera línea de la novela. Ya en el arranque, la autora nos propone la lectura de Century, cien años de hechizo, escrita por la misma protagonista de la historia, Mercy Galliena Berga, y fechada en 1890. La historia dentro de la historia comienza hablando de fantasmas. Mercy puede percibir los ecos de personas que ya han muerto. El recurso al más allá (o tal vez el más acá, que no todo está dicho en este terreno incierto) funciona a cualquier edad. Nos horroriza, nos perturba, e incluso ambas cosas a la vez lo que no podemos controlar, lo que escapa a lo que podemos medir, analizar o explicar. Pero, como bien conocerá la autora, ese es también el motivo por el que la muerte y la posibilidad de un después, nos atrae de forma irremediable. Además en literatura juvenil, o literatura que también pueden leer los jóvenes como es el caso, este tema ha dejado de ser tabú. Mercy ve fantasmas, y lo curioso es que lo asume de forma natural, quizás porque hasta lo más excepcional si se convierte en cotidiano se hace costumbre y pierde su poder de sorpresa o excepción. Lo que provoca miedo es lo inesperado, lo que conocemos nos da seguridad, y para Mercy, aunque vive una situación difícil, lo que realmente resultará duro serán las novedades que se van a producir en su rutina y que le llevarán a tener que tomar la determinación de actuar. Es el día en que encuentra un fantasma que no le es familiar, cuando se sentirá perturbada. Se trata de una mujer que se desliza bajo el hielo de un lago cercano a la casa. Esa visión dará comienzo a los cambios que se producen en Century.
Hay elementos recurrentes en argumentos de misterio pero que no por muy utilizado son un recurso menos efectivo. Mercy encontrará unas llaves en el lodo, quizás guiada por la mujer del fondo, y al cogerlas asumirá el reto de darle una explicación. Comienza entonces a ser consciente de que su situación no es normal: pasear bajo la luna, con un intenso frío, sobre la hierba helada; estudiar y comer a la luz de las velas, o con el resplandor de las llamas de la chimenea; e irse a dormir antes de que el sol despunte en el horizonte. La familia Berga esconde un secreto y Mercy descubre que tiene relación con la muerte de su madre, Tecla, aunque la historia esconde mucho más.
Se introduce en este punto un juego temporal, con las paradojas que ello conlleva. Nuestra protagonista ha de volver al pasado para tratar de solucionar el misterio. En ese tiempo pasado no la ven, la autora nos lo explica diciendo que sus mentes no registran su presencia. Mercy se ve a sí misma y a su familia antes de que el hechizo cayese sobre sus vidas y sobre la mansión. Hará varias incursiones al pasado y cada vez que regrese a su presente todo será un poco más difícil, y constatará el deterioro que sufre Century. La niña se verá obligada a escoger entre el único modo de vida que ha conocido hasta ese momento, y el cambio que le propone Claudius, un nuevo personaje que aparece en su vida y que la llevará a actuar deshaciendo la magia, cuestionando incluso la autoridad de su padre. Mercy es valiente y, aunque llega un momento en que no sabe en quien confiar, actúa. Se rebela por sí misma, y ayudada por su hermana buscará la forma de volver a vivir y no estar encerrada en una noche eterna y gélida.
Century aborda el tema de la inmortalidad, aunque de forma peculiar, y reflexiona sobre cómo la vida, cuando es efímera e intensa y por tanto finita, adquiere su auténtico sentido, el único quizás. La eternidad puede ser un castigo más que una utopía deseable. Es en este contexto donde la autora introduce una reflexión, que roza lo filosófico, sobre lo que nos da la vida. El aliento vital del que hablarán los presocráticos como origen de la vida; Ka, el espíritu animador de los egipcios; el alma inmortal de los esquimales, Inua. La autora se sirve en este punto de los autómatas, esos viejos habitantes de la literatura —de Hoffman a Ruiz Zafón— y lo hace de forma dramática pero creíble, reviviendo el mito de Frankenstein, o la vuelta a la vida al precio que sea.
Sin duda, lo que más atrae del libro es la maravillosa idea de cómo la literatura nos puede hacer libres, corrigiendo la realidad al reescribirla. La protagonista de Century, título original de la novela, encontrará en la nueva narración de los cien años ya transcurridos la fórmula para romper el hechizo.
Se cerrarán todos los círculos, se resolverán las incógnitas (que son muchas y que deberán resolver también quienes lean la novela) y en la última frase del libro, escrita por la propia protagonista, se hará patente que lo vivido se materializa cuando lo ponemos por escrito.
¿Y qué, si no, es la esencia de la literatura?

jueves, julio 19, 2007

La biblioteca de los libros perdidos, Stuart Kelly

Trad. Miguel Candel y Marta Pino. Paidós, Barcelona, 2007. 392 pp. 26 €

Sofía Rhei

La biblioteca de los libros perdidos funciona, efectivamente, como una pequeño recinto de anécdotas, una guía de pistas, un conjunto de indicaciones y sugerencias, un recuento de fascinantes historias de autores tocados por la contradictoria fortuna del genio. Al sumergirse en sus páginas, esta “biblioteca” funciona como un hipertexto capaz de generar el deseo de investigar casi cada uno de los casos expuestos: textos literarios, como todas las obras teatrales de Agatón y alguna de Shakespeare y Molière, novelas de Malcom Lowry y Camoens, los diarios de Philip Larkin, poemas de Manley Hopkins y textos beat perdidos en el fragor de la época; y también textos teóricos, como el segundo libro de la Poética de Aristóteles (sobre el que se especula en El nombre de la rosa, de Umberto Eco) o los ensayos desaparecidos de Saussure y Bajtin.
Pero los artículos no hablan en todos los casos de libros que se perdieron, sino de libros que pudieron haber sido escritos, de libros inacabados. Estas dos últimas categorías configuran en realidad la mayor parte del libro: fantásticos proyectos literarios que nunca llegaron a ver la luz, porque las circunstancias no lo hicieron posible. «El filósofo Boecio nunca llegó a elaborar su demostración de que Platón y Aristóteles estaban en perfecto acuerdo […] y quién sabe si sir Arthur Conan Doyle no podría haber tenido la intención de revelar la verdadera historia que había detrás de “la rata gigante de Sumatra”, a la que Watson aludió en cierta ocasión mientras Holmes se hallaba ocupado en casos más inmediatos. ¿Habría sido Gaia, de Thomas Mann, la obra maestra que este creyó que podía ser?».
El estilo es concienzudamente sencillo, consigue serlo para poder insertar en sus accesibles párrafos algunos temas un poco más académicos de lo que es frecuente entre este tipo de ensayos concebidos para grandes tiradas. Consigue encontrar el equilibrio entre la lectura fluida y la aportación de datos poco conocidos respecto al devenir de los libros y los autores. La verdad es que es uno de esos libros que pueden ser agradecidos por muchos tipos de lectores, pues contiene las dosis de investigación y misterio, de historia, y de avatares literarios que forman parte de numerosos best-sellers actuales, con la diferencia de que todo lo que cuenta es verdad, o, al menos, lo parece.
Las ilustraciones de Andrzej Krauze enriquecen el texto con pinceladas de humor poético, y participan de esa rara cualidad atemporal que algunos ilustradores consiguen imprimir a sus dibujos.
Se podría emparentar este ensayo con Falsarios y Críticos. Creatividad e impostura en la tradición occidental, de Anthony Grafton (Crítica, 2001) y con Una historia de la lectura, de Alberto Manguel (Alianza, 2001). Pero, sobre todo, con la Invisible Library, un proyecto electrónico en el que se reseñan todos los libros que sólo existen dentro de otros libros.
Encuentro dos maneras de completar este libro: la primera sería incluir en él más autores procedentes de ámbitos no anglosajones, pues a pesar de que en el comienzo del libro se habla del inicio de la escritura y la literatura como algo vagamente global, después el compilador avanza muy focalmente hacia el contexto que conoce. La realidad es que sólo se recogen en el volumen literatos africanos de la antigüedad, cuatro escritores asiáticos y dos árabes. En este sentido, sería raro que un solo escritor poseyera los recursos bibliográficos de literaturas en idiomas muy diferentes, y se haría necesario un trabajo en equipo.
La segunda posible reparación me parece más necesaria, y la ausencia de este segundo grupo de escritores es menos justificable, a pesar de la disculpa que se incluye en el prólogo: «Virginia Woolf trató de imaginar a la hermana de Shakespeare, pero la naturaleza inexorable e inalterable del pasado da al traste con cualquier intento de poner un nombre a quienes se vieron privados incluso de una fantasmal existencia perdida». Stuart Kelly sólo nos habla de los libros perdidos que habrían sido más valiosos o importantes para el canon occidental, es decir, la clásica lista de los hombres, y entre casi 80 autores sólo encuentra la manera de hablar de cuatro mujeres (ni siquiera menciona la extendida teoría, que sí recoge el canonista Bloom, de que una de las primeras fuentes de la biblia pudo ser una mujer) como si no hubiera nada que decir respecto a tantas producciones literarias sistemáticamente olvidadas, desplazadas, ninguneadas por la crítica, por los antólogos, por libros excluyentes como éste.

miércoles, julio 18, 2007

El desenterrador de vivos, Carlos Edmundo de Ory

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2007. 70 pp. 24 €

Alejandro Luque

Con Ory me sucede lo mismo que con mis grupos de rock favoritos: cuando parece que nada queda ya por inventar, en el momento en que todo alrededor suena precocinado, refrito, descafeinado, recalentado, siempre saben cómo refundar su propia música, cómo sacar de la chistera matices insólitos, e incluso hacer que los viejos acordes se nos revelen como recién salidos del horno, crujientes y sabrosos.
El último regalo de Ory acaba de ver la luz y se llama El desenterrador de vivos, una antología de poemas que, no por conocidos, dejan de conmover y aturdir como pueden hacerlo Smoke on the water o Back in black. Una edición preciosa llena de himnos. Y no me refiero a canciones patrióticas, a menos que dejemos claro que la patria de Ory es el mar y el amar. Eso y el lenguaje, la juguetería líquida e inagotable del diccionario, en la que el poeta se zambulle, bucea hondo, encuentra tesoros, visita vientres de ballena, se desespera, ríe hasta las lágrimas, invoca a César Vallejo y a Lautréamont... Y todo ese parque temático en apenas 60 páginas. El más doliente, el más divertido, el mejor de nuestros poetas amorosos, el más vivo —¡qué ochenta y pico años!— regresa con un libro lleno de lujos (y algunas lujurias), acompañado con un hermoso prólogo de Francisco Nieva, deliciosas ilustraciones, un CD con poemas musicados de Fernando Polavieja y Luis Eduardo Aute (del que destacaría esa bellísima versión de Cuando no cante más) y un breve documental de Álvaro Forqué.
De postre, 33 aerolitos inéditos a modo de bocados vitamínicos y un nuevo poema, Orinoco, en el que todos los atributos de Ory, su lucidez, su humor, su avasalladora humanidad, su dominio absoluto del verso, rozan el prodigio y hacen de El desenterrador de vivos todo lo contrario de un álbum conmemorativo: un certificado vigor y efervescencia. Como las guitarras de los buenos roqueros, la pluma eléctrica del poeta suena tan afinada como siempre y más cañera que nunca.

martes, julio 17, 2007

El bosque del cisne negro, David Mitchell

Trad. de Víctor V. Úbeda. Tropismos, Salamanca, 2007. 389 pp. 18 €

Care Santos

Admiro a los narradores que saben envolverme con sus historias. Siempre deseo que me contagien algo. Por eso admiro, incluso superlativamente, a David Mitchell, londinense, sólo un año mayor que yo (es decir, nacido en el año 1969) y poseedor de uno de los talentos narrativos más espectaculares que he conocido. Puede ser que la traducción, en ocasiones, sea un tanto descuidada, puede ser que ciertas filigranas estilísticas del original —si es que las tiene— se pierdan en nuestras versiones castellanas, pero todo eso es superfluo al lado de la portentosa capacidad del autor para tejer telas de araña de ficción en las que atraparnos a nosotros, pobres moscas siempre revoloteando alrededor de las mentiras que otros traman.
Este hombre es capaz de todo: puede escribir una novela compuesta por más de media docena de nouvelles contadas por otros tantos narradores en la que aborde temas tan osados y diferentes entre sí como el conflicto político y moral de un investigador forzado a poner su conocimiento en manos del poder, la vida de un espíritu encarnado en un árbol japonés o las dramáticas peripecias de unos ladrones de arte; o bien puede salir airoso de una estructura en la que las historias vayan apareciendo unas dentro de otras para luego armar un rompecabezas de cajas chinas en el que todo encaje, incluso los varios emplazamientos repartidos por diversos países del mundo. Lo primero lo hacía en Ghostwrittens o Escritos fantasma. Lo segundo es la columna vertebral de El atlas de las nubes. Ambas han sido publicadas por editoral Tropismos que, por fortuna, está dispuesta a continuar sirviéndonos más platos suculentos cocinados por Mitchell.
(Abro un paréntesis para apuntar la cantidad de concomitancias que existen entre los universos y los modos de contar de escritores como Mitchel y directores de cine como el mexicano Alejandro González IñárrituBabel— o el estadounidense Paul Thomas AndersonMagnolia—. Es la visión del rompecabezas, de las pequeñas piezas que encajan para componer la totalidad. Acaso sea éste un modo de ver el mundo que nos pertenece en exclusiva a los que hemos llegado a la madurez en plena era de las tecnologías, cuando Internet ya es una realidad a la que es imposible permanecer ajeno y cualquier cosa que ocurra en cualquier parte del mundo se conoce en en el otro extremo al instante.)
La novela que ahora acaba de aparecer es una de las más premiadas del autor y también una de las peores, según mi opinión. Lo cual no significa que no pueda ser lo mejor que mucha gente haya leído en su vida. Aquí, Mitchell parece haberse propuesto dejar a un lado los alardes formales y, simplemente, contar. Simplemente. Eso es, exactamente, lo que hace: echa mano de su enorme talento para crear situaciones, de su no poca habilidad para caracterizar personajes y de sus superlativas dotes como psicólogo (la psicología siempre mejora al novelista) y nos cuenta la historia de Jason, un chico de 13 años que habita en un mundo tan feroz como el de cualquiera de nosotros. Un mundo en el que su padre tiene un amante, su madre tiene problemas y excentricidades, su hermana tiene un novio pelirrojo y pijo, sus amigos tienen hermanas, y pesadillas y calentones y todos ellos tienen una guerra (la de las Malvinas) y un pueblo pequeño en el que o te buscas la vida o te mueres de asco.
Confieso que me cargan los narradores infantiles. Entre otras cosas, porque nunca son verosímiles. Siempre chirrían. Siempre piensan demasiado, o deducen demasiado, o van de listillos o de llorones o se atribuyen funciones que no les corresponden. Incluso cuando cuentan las cosas como por casualidad, como fingiendo no darse cuenta, me resultan cargantes. He de decir, no obstante, que en esta novela Mitchell ha conseguido vencer esa enorme reticencia mía. La comencé diciéndome: «Qué lástima, ésta no me va a gustar». 30 páginas después ya me había seducido, como siempre, gracias a su gran inteligencia, su no menos escasa mala baba y su narratividad sin límites. Al fin y al cabo, eso es lo que le susurraría al oído al autor de cualquier libro que comienzo: «Vamos, chaval, camélame». Lo cual, no hace falta que lo diga, a estas alturas, no es nada fácil.
Y Mitchell sólo tiene 38 años. Lo cual significa, como en los chistes, una cosa buena y una mala. La mala es que se le van a ocurrir muchas más historias que contar y muchos más modos originales de hacerlo antes de que se muera o se vuelva tonto (o me muera o me vuelva tonta yo). Lo cual, para cualquier narrador que pretenda hacer lo mismo aunque sea en otro país y en otro idioma, es lo peor que puede ocurrir. La buena es que podré seguir leyéndole durante mucho tiempo. Ojalá también les duren a los de Tropismos las ganas de publicarle. Amén.

lunes, julio 16, 2007

Ahora es el momento, Tom Spanbauer

Trad. Aurora Echevarría. Mondadori, Barcelona, 2007. 576 pp. 24,90 €

Emilio Ruiz Mateo

Cuando vives en una escuálida casa blanca en medio de un campo de alfalfa en mitad de Idaho y lo único que sabe hacer tu familia es trabajar, aprendes a buscar milagros. Rigby John Klusener tiene 17 años y hace autostop en una cinematográfica carretera camino de San Francisco. Se ha puesto una flor en la cabeza, porque una vez escuchó ese consejo en una canción de la radio: Si vas a San Francisco, no olvides llevar flores en el pelo. En su corta biografía ha vivido lo que supone pasar de una habitación con ventanas sucias y olor a cerrado a un horizonte que dibuja arrebatos y alegrías mayores. No odia a su familia, pero la sabe culpable. No sabe bien qué vendrá después, pero intuye que el secreto sólo está en una actitud: esperar.
Tom Spanbauer continúa llevando a la práctica lo que enseña en sus talleres literarios de Portland (Oregón), la “escritura del riesgo” (dangerous writing), ese mirar hacia nuestro interior y llegar a las zonas silenciadas, dolorosas, que bajo nuestros miedos han ido ocultando verdades. Peligroso el daño que podemos experimentar al hacerlo, pero el fruto, al menos en Spanbauer, es un recuerdo que se convierte en literatura viva. En La ciudad de los cazadores tímidos contó las experiencias de un emigrante del Far West en Nueva York. Sin duda para escribirla “se arriesgó” a recordar aquellos años que pasó en esa ciudad malviviendo mientras daba a luz su primera novela, Lugares remotos. Lo que en Ahora es el momento nos narra probablemente se parece mucho a su propia infancia y pubertad en Pocatello (Idaho). La sabiduría del autor nos hace acompañar a Rigby John Klusener en el descubrimiento de lo que quiere ser de mayor: sus sueños, su sexualidad, su fe en una vida trascendental...
Porque, en efecto, hay misticismo en la novela, un misticismo que bebe de tradiciones indias americanas y ayuda al protagonista a romper con lo que fue para acabar, o al menos intentarlo, siendo lo que en verdad es. El aprendizaje de Rigby John Klusener podría haber configurado un relato de frustraciones y miserias varias, pero Ahora es el momento parte de una base de optimismo y fe en el futuro que se lo impide. Si a esto añadimos una especial atención hacia lo sensorial (son abundantes los momentos en los que compartimos olores, sensaciones táctiles y otros estímulos con el protagonista), la novela se convierte más en una fiesta que en un reconocimiento de pasados dolores. Los protagonistas fuman y descubren trascendencia en el humo: Fumar es rezar. Se manchan las manos con la tierra, sudan, buscan refugios oscuros y húmedos y reciben consejos en medio de un funeral que sólo en las novelas de Spanbauer pueden darse: Folla hasta perder el sentido.
La prosa del americano es limpia, transparente en sus intenciones, siempre dispuesta a favorecer a la historia frente a la firma. Nada es excesivo ni demasiado adjetivado en la novela: prefiere Spanbauer subrayar repitiendo frases que barroquizando. Me llamo Rigby John Klusener. Soy libre y sencillo, y voy a recorrer el mundo en busca de lo que llevo dentro. Ésta será la sencilla conclusión a la que llegue nuestro protagonista, pero para alcanzarla tendrá que pasar por infinitas y tediosas comidas familiares, peleas de pandilleros a lo James Dean, bailes de instituto, muertes infantiles y más de un corazón lastimado. Historias vulgares que Tom Spanbauer va engarzando sin estridencias, como el buen contador de historias y enemigo del aburrimiento que es. Podrá gustarte más o menos su lectura, pero difícilmente te aburrirás acompañando a Rigby John Klusener mientras espera que un conductor se apiade de él camino de San Francisco.

viernes, julio 13, 2007

El Cid contado a los niños, Rosa Navarro Durán.

Ilustraciones: Francesc Rovira. Edebé, Barcelona, 2007. 185 pp. 17,30 €

Alberto Luque

En el año 1207 un tal Per Abbat dejó escrito un largo poema sobre las aventuras y desventuras de un caballero medieval, Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, muerto en Valencia hacía más de un siglo, en el año 1099. La mayoría de los estudiosos coinciden en afirmar que Per Abbat sólo fue un copista, quizá el primero, de un poema o cantar de gesta de autoría anónima que recorría los territorios de frontera por boca y gracia de juglares. En realidad son muchos, y muy atractivos, los misterios que rodean al Cantar de mío Cid pero todos ellos pasan a un segundo plano ante dos hechos innegables: la supervivencia de esta obra literaria a través de los siglos y su papel decisivo para impulsar el mito cidiano fuera de nuestras fronteras.
Precisamente este año se cumplen los 800 años del manuscrito de Per Abbat, y un gran número de editoriales se ha sumado a esta conmemoración con ediciones muy diversas, buena parte de ellas dirigidas a los más pequeños. Este es el caso de El Cid contado a los niños, título incluido dentro de una colección que Edebé dedica a las adaptaciones infantiles de grandes obras literarias españolas. Frente a otras editoriales, que han optado por fundir el Cid histórico con el Cid legendario o simplemente han dejado vía libre al autor para reinventar al personaje con nuevas aventuras del gusto infantil, aquí estamos ante una adaptación del Cantar de mío Cid, por lo que el libro se muestra como el vehículo idóneo para dar a conocer a los jóvenes lectores este gran poema épico medieval, que en su versión “original” resulta excesivamente complicado y farragoso.
Esta empresa no resulta fácil, ya que el Cantar fue creado para ser declamado por los juglares, que recorrían las tierras de frontera narrando las gestas de un caballero que había desafiado a la gran nobleza, y que gracias a su inteligencia y su valor logró forjar su propio destino. Sin duda este mensaje sería escuchado con agrado por los hombres y mujeres que habitaban esas peligrosas tierras —a veces simples puestos de avanzada en la estrategia expansiva de los reinos cristianos—, y que se sentirían muchas veces tan abandonados y zaheridos por la alta nobleza como en tiempos el mismo Cid Campeador. Así, en el Cantar hay de todo: no faltan las luchas sangrientas, tan del gusto de la época, y las escenas escabrosas, como el relato de la Afrenta de Corpes, en el que los infantes de Carrión golpean y abandonan en un solitario bosque a sus esposas, las hijas del Cid. Aunque, lógicamente, algunos de los valores que se desprenden de su lectura han perdido vigencia, el Cantar posee unos claros atractivos que justifican su lectura más allá de consideraciones dogmáticas como ser el primer, y casi único, cantar de gesta escrito en castellano. Para los más pequeños sin duda será una excelente forma de divertirse y de conocer una de nuestras grandes obras literarias —y una de las más internacionales— que de otro modo, y al ritmo que lleva la LOGSE, probablemente no vayan a leer jamás en su versión íntegra.
El Cid contado a los niños es, pues, una interesante propuesta de lectura, aunque a veces el texto adolezca de fuerza literaria debido tal vez al propósito de compendiar los 3730 versos del original y adaptarlos al lector infantil, tarea nada fácil que implica, además, la prosificación de unos versos que en sus orígenes requerían, además de su recitación, la declamación y el uso, por parte de los juglares, de la interpretación gestual y el acompañamiento musical. En esta ocasión, la música, inspiradora de emociones, es sustituida por las sugerentes ilustraciones de Francesc Rovira.
Una buena oportunidad en todo caso para que los más pequeños se acerquen a esta obra literaria, cuya lectura —aunque el libro no hace ninguna referencia a las edades a las que va dirigido— parece apropiada a partir de los ocho años.

jueves, julio 12, 2007

Lo malo de la poesía y otros poemas, Billy Collins

Trad. Juan José Almagro Iglesias. Bartleby, Madrid, 2007. 115 pp. 11€

Pablo García Casado

Barltleby se ha caracterizado por cuidar mucho sus entregas de traducción tanto para darnos a conocer a mujeres como Anne Michaels como para consolidar en España la obra de Carver. Creo que el modelo es acertado, y en esa línea se presenta Lo malo de la poesía y otros poemas. Por eso abrí el libro de Billy Collins con la mejor disposición y así haré con todos los de la editorial. Pero esta entrega del laureado escritor norteamericano me resulta un tanto débil. Practica un tipo de realismo que no podría llamar de la cotidianeidad, sino más bien de la comodidad. Yo no exijo que todos los poetas sean obsesivos y profundos, y me encanta encontrar a escritores como José Luis Rey que celebren la vida en positivo.
Pero como lector, pido intensidad emocional, algo que despierte una chispa. Y este efecto escasea en Collins. «Me comí un plátano por la mañana/ como un joven simio/ y trabajé en un poema titulado “Nocturno”». Este inicio ya me retira de la lectura del poema. Sé que puede ser injusto tratar toda una obra por un verso, pero créanme si les digo que da la medida de una gran parte del material. Demasiada banalidad, demasiada gratuidad mal entendida. Yo no veo el aire de familia de Collins con O’Hara, con Frost, o con Withman. La poesía de estos tres está llena de grano, y Collins tiene demasiada paja. Hay algunos correlatos internos de los poemas que pueden resultar interesantes, como en “Viajando solo”. Pero en general hay demasiada broza inútil.
No obstante, este libro de Collins tiene algunos aciertos, poemas que salvan todo el volumen. “El paseo en el coche” puede ser el mejor poema, donde alcanza el equilibrio entre elementos domésticos. Donde la banalidad sólo es apariencia, porque tiene una enorme carga de profundidad. También es de reseñar la metáfora de la muerte en “La Cosechadora”, un ejercicio de observación inteligente acerca de la muerte. Son dos poemas excelentes, con alguno más que salva el tipo, de un volumen que me resulta, como lector, un tanto insatisfactorio. Quizá es que le pido a Bartleby que me vuelva a sorprender con otra Anne Michaels. Quizá es que pido demasiado.

miércoles, julio 11, 2007

El difamador, Alfonso Ruiz de Aguirre

Finalista del VIII Premio Río Manzanares de Novela. Calambur, Madrid, 2006. 252 pp. 16 €

Miguel Baquero

Un par de individuos algo tronados pero con vista para los negocios deciden montar una empresa de difamación profesional, esto es, una sociedad dedicada a socavar a sueldo y mediante métodos gangsteriles la buena fama de quien diga el cliente. Para ello no dudan en recurrir a verdades y mentiras, a testigos falsos y montajes fotográficos.
Este es el original punto de partida de El difamador, la última novela de Alfonso Ruiz de Aguirre (Toledo, 1968), finalista del VIII Premio Río Manzanares de Novela. En El difamador, Ruiz de Aguirre mantiene ese peculiar tono de humor con toques de seriedad, o de seriedad con un marcado tono irónico y de chanza, ese punto medio que ya cultivó en su anterior novela, Arde Troya, y en el que parece encontrarse especialmente a gusto, lo que se echa de ver en que las escenas se suceden con una gran fluidez, se encadenan de manera natural, y los comentarios y apostillas sobre los diversos temas se insertan de modo ágil, sin necesidad de quebrar el tono o de forzar algún recurso literario. Un texto, en resumen, fresco y con fuerza que se despliega suavemente ante el lector, sin que por ello resulte, no obstante, un relato lineal, insulso y de técnica rudimentaria; todo lo contrario, Ruiz de Aguirre parece andar sobrado de oficio y haber encontrado el modo de desarrollarlo, sin la pretensión infantil de vencer al lector con preciosismos pero tampoco con la dejadez y el desaliño que muchos otros dicen emplear para demostrar vivacidad pero que al fin acaba por resultar una disculpa de su pobre técnica.
Junto con el mérito del estilo, El difamador resulta una novela atractiva por la fuerza de algunas de sus escenas, sobre todo las iniciales, cuando se muestran algunos casos en los que la sociedad difamadora ha intervenido. Casi sin darnos cuenta, la novela se transforma en este punto en una original reflexión sobre el signo de nuestros tiempos y de cómo, pese a nuestra presunta modernidad y liberalidad, vivimos tanto como en el pasado, si no más, pendientes del hilo de nuestra reputación, de nuestra imagen, de nuestra negra honrilla. Es en este tramo cuando la novela, en mi opinión, alcanza su máximo nivel, pues bajo una apariencia humorística —salpicada de algunas digresiones, en tono más serio y en ocasiones hasta iracundo—, se construye una caricatura de nuestra sociedad y de nuestras contradicciones, en suma, un retrato de nuestra ridiculez que alcanza su punto más fresco y ágil con el caso de aquel habitual de la prensa del corazón a quienes las labores de los difamantes no sólo no perjudican sino que le benefician extraordinariamente pues, al echarle encima de sus anchas espaldas un escándalo tras otro, una infamia tras otra, lejos de arruinarle le garantizan un nuevo bolo en programas de salsa rosa.
Es pasado este punto, más o menos hacia la mitad de la novela, cuando El difamador, aun conservando su frescura y la calidad del estilo antes comentada, decae un poco al entrar, y seguir hasta el final, en el caso particular de una difamación dentro de los ambientes literarios. Cierto es que las consideraciones que en esta parte hace Ruiz de Aguirre sobre cómo se amañan premios, se componen jurados y se compran críticos son bastante agudas, ácidas y tienen un indudable valor, pero ocurre que —de nuevo a mi entender— Aguirre cae en un vicio ya demasiado común entre los escritores actuales y es reducir el mundo a lo literario, encerrarse en un círculo endogámico, ensimismarse en el cerrado mundillo de las letras al mismo tiempo que, paradójicamente, denuncian su decadencia, su estrechez de miras y su atmósfera viciada por no abrir las ventanas al mundo exterior. El difamador se convierte de pronto en una de tantas novelas en que su protagonista es escritor, sus secundarios son escritores, los que le dan la réplica tienen algo que ver con el mundo del libro y los ambientes en que se mueven son bibliotecas, tertulias, conferencias, entregas de premios y demás suburbios literaturiles. Dos listas de casi un folio, por ejemplo, enumerando, ora este, ora el otro, sus lecturas favoritas, se me antojan demasiadas para una novela; una ya me parecería excesiva; así como también me parecen improcedentes esas encendidas líneas en que el autor proclama, urbi et orbi, para que se entere la humanidad, que a él no le ha gustado el Ulyses de Joyce.
Con el “pero”, pues, de esta segunda parte en que Ruiz de Aguirre se encierra en un caparazón literario, quitando este olorcillo final a cerrado y sacristía, que en todo caso el autor salva gracias a su magnífico estilo, El difamador es, en su primer tramo, una excelente novela a manera de sátira de nuestros tiempos, una oportunidad para, al hilo de una sonrisa, detenernos a pensar por qué hacemos tanto el ganso a día de la fecha.

martes, julio 10, 2007

Desde aceras opuestas. Literatura/cultura gay y lesbiana en Latinoamérica, Dieter Ingenschay (ed.)

Iberoamericana-Vervuert, Madrid, 2006. 304 pp. 24 €

Guillermo Ruiz Villagordo

¿Habrá que destacar a estas alturas la importancia de la creación latinoamericana nacida a la sombra de lo/s gay/s? Tal vez sí, porque sólo somos algunos seres retorcidos los que acostumbramos a clasificar nuestras lecturas mientras el resto se limita a disfrutarlos. La lista de hitos, más o menos conocidos para el lector común pero sin duda incontrovertibles para eso que damos en llamar historiadores de la literatura ahora que ese siglo de oro latinoamericano que fue el siglo XX se ha convertido en pasado, es considerable: la totalizadora y de unas sorprendentes desvergüenza y sapiencia Paradiso de José Lezama Lima, De donde son los cantantes, Cobra y otras novelas de Severo Sarduy pobladas por travestis posmodernos de pluma y pensamiento, El beso de la mujer araña de Manuel Puig y su ambiguo homenaje a las divas del cine, Antes que anochezca de Reinaldo Arenas o la apasionante narración en clave real pesadillesca de una vida inquieta...
Las áreas de estudio que se nos presentan son poco más que infinitas, toda vez que continuamente se ven incrementadas con nuevos textos de nuevos autores que se convierten en pequeños clásicos (pienso en Pedro Lemebel, en el discutible Jaime Bayly o en mi bendita Rita Indiana Hernández, perdida en algún rincón del Caribe). Por ello lo más inteligente a la hora de abordar materia tan dispersa es elaborar una recopilación como ésta, en la que diecisiete autores exponen otros tantos estudios de carácter especializado en torno a diversas facetas de lo gay en la literatura latinoamericana, con una breve parada de la mano de Carlos Márquez en lo pictórico.
El abanico de propuestas abarca desde autores ya clásicos como Manuel Mújica Láinez, Cristina Peri Rossi y su relativamente reciente El amor es una droga dura o el mencionado Puig, de quien encontramos una investigación sobre las distintas formas de censura en su obra (incluida la suya propia) y el análisis del guión que elaboró sobre la pequeña joya El lugar sin límites de José Donoso para Arturo Ripstein, a otros aún por descubrir como Osvaldo Lamborghini y su inacabada e hilarante Tadeys, Néstor Perlongher o Jaime Manrique con su interesante (y, espero que sólo de momento, desconocida para mí) Eminent maricones, así como profundiza en un aspecto tan marginal como el lesbianismo en una literatura ya de por sí tan marginal como la chicana (si exceptuamos a las estrellas Sandra Cisneros y Julia Álvarez). Un tratamiento especial merece el SIDA, interés que nada sorprendente (recordemos El SIDA y sus metáforas de Susan Sontag) aunque nos resulte incómodo, como un escalón más que no podemos dejar de pisar si queremos llegar a la verdad. Con su mezcla de gozo y muerte y la culpabilidad que consecuentemente se instala en la mente del enfermo, ha inspirado obras a la vez vitalistas y desoladoras como la autobiografía de Arenas o el hermoso poemario, tristemente desconocido en España, Invitación al polvo del genial Manuel Ramos Otero.
Hay que advertir que el lenguaje utilizado en general en este libro es de tipo académico, por lo que en ocasiones el lector inexperto puede encontrarse un tanto perdido, pero si supera ese escollo inevitable podrá descubrir una perspectiva nueva y sugestiva que apenas empezamos a vislumbrar en unos textos que en realidad no conocíamos tan bien como creíamos. Sin duda esta compilación no es más que el aperitivo de los jugosos hallazgos que seguirán.

lunes, julio 09, 2007

Biblioteca de autor / Blade Runner, Philip K. Dick

Minotauro, Barcelona, 2007. 15 € (promedio) / Edhasa, Barcelona, 2007. 262 pp. 10 €

Julián Díez

Todos los artistas sin éxito sueñan con ser en realidad genios incomprendidos. Es el mito de Van Gogh: morir en el anonimato para ser reconocido póstumamente. No son tantos los creadores que reciben ese crédito póstumo. Quizá uno de los casos más singulares en las últimas décadas es el de Philip K. Dick, que murió tres meses antes de que la película basada en una de sus novelas llegara a las pantallas para cambiar la estética del final del siglo XX, justo hace 25 años.
Blade Runner fue sólo la primera de las incontables obras de Dick que luego han pasado al celuloide. Minority Report, Desafío total o la reciente A Scanner Darkly son tres de ellas; se habla ahora de una adaptación de su vida protagonizada por Paul Giamatti. Y existen otras películas notables como Abre los ojos, El show de Truman o Matrix, que beben directamente de sus ideas. El adjetivo “dickiano” comienza a emplearse al igual que los derivados de otros grandes de la literatura, como “kafkiano” o “joyceano”. Y, sin embargo, Dick murió con apenas 54 años prácticamente solo, ni siquiera reconocido por la mayoría de los lectores de ciencia ficción como un grande. Hasta entonces, vivió con modestia de su pluma: el relato original de Minority Report, película que recaudaría 132 millones de dólares 50 años después, él lo vendió a una revista por 130 dólares.
La razón de su tardío reconocimiento está, básicamente, en el desprestigio que sufre el género de ciencia ficción, al que él —de forma no del todo intencionada— consagró su vida. Tras un periodo de estudios marcado por sus desórdenes psíquicos —motivados, en parte, por el fallecimiento de su hermana gemela a las cinco semanas de vida, que terminó por convertirse en una obsesión para él—, comenzó a escribir relatos de ciencia ficción como un complemento a sus ingresos como dependiente en una tienda de discos. En el periodo entre 1952 y 1955 escribió casi cincuenta historias, algunas de ellas consideradas como obras maestras. En algunas de ellas ya están los elementos reconocidos hoy como “dickianos”: fundamentalmente, las dudas de los personajes sobre la realidad que les rodea, bien inducidas por el consumo de drogas o por la presencia de seres artificiales que simulan ser humanos..
En 1955 apareció su primera novela, Lotería solar, que le permitió dedicarse definitivamente de forma exclusiva a la literatura. Pero a la vez que sus novelas de ciencia ficción aparecían en baratas ediciones pulp, Dick comenzó a escribir novelas realistas. Ninguna de las diez que terminó —de las que se conservan ocho— fue publicada en vida. Una editorial independiente, Bibliópolis, comenzará esta primavera a editarlas en castellano, comenzando por En busca de Milton Lumky.
El fracaso de estas obras adelantadas a su tiempo produjo una gran amargura en el autor, que se sumó a ciertos problemas personales. Su primera mujer era simpatizante del Partido Socialista, por lo que ambos fueron investigados por el FBI, creando en la delicada psique del escritor una paranoia que le acompañaría el resto de su vida. Ese matrimonio fracasó, como lo subsiguientes, enredando a Dick en una trama de obligaciones económicas que condicionaría su obra en los años posteriores. Si en los primeros sesenta había escrito obras tan impresionantes como El hombre en el castillo (Minotauro), poco a poco la necesidad de aumentar sus ingresos le obligaría a escribir a toda velocidad novelillas desquiciadas, en las que sólo ocasionalmente brilla su talento, con tal de pagar las pensiones a sus ex mujeres (que llegaron a ser cinco). Para incentivar su creatividad, se introdujo en el consumo de drogas, en particular LSD y anfetaminas. Según otro autor de ciencia ficción de la época, John Brunner, «literalmente se tomaba las pastillas a puñados». En ese periodo se alternan trabajos sin valor con obras maestras indiscutibles, como Ubik, Los tres estigmas de Palmer Eldritch o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, su obra más conocida por haber sido adaptada al cine como Blade Runner, aunque no la mejor desde un punto de vista literario. Por cierto que sobre el cambio de título existe una curiosa anécdota. Cuando se le preguntó al respecto, poco antes de su muerte, afirmó: «Si supiera dar buenos títulos, me habría dedicado a la publicidad. En cambio, lo que se me da bien son las novelas».
Gracias a obras como esas, poco a poco, la ciencia ficción de Dick alcanzó un modesto reconocimiento. Los jóvenes autores de los sesenta, una generación revolucionaria dentro de la ciencia ficción, le fueron reconociendo como un precursor por sus temas originales. Y dos de los otros grandes escritores de la historia del género se declararían incondicionales admiradores suyos. La estadounidense Ursula K. Le Guin le calificó como «nuestro Borges» y homenajeó sus temas en una novela, La rueda del cielo. Por su parte, el polaco Stanislaw Lem publicó un escandaloso artículo, “Philip K. Dick, un visionario entre charlatanes”, en el que ensalzaba al escritor californiano mientras denigraba sin piedad al resto de la ciencia ficción estadounidense.
Sin embargo, lo que cambió la vida de Dick fue su inmersión en el misticismo. Es difícil estimar la relación causa-efecto entre las drogas y sus numerosas visiones religiosas, pero de hecho Dick abandonó las primeras para abrazar las segundas. Dios se le reveló primero a través de los pendientes en forma de pez de una repartidora a domicilio, y le habló más tarde a través de un rayo de luz rosa, que entre otras cosas, Dick aseguró que le había informado del exacto alcance de la enfermedad de uno de sus hijos. El escritor afirmó que vivía simultáneamente su vida y la de un cristiano del siglo I. De hecho, Dick sostenía que el Imperio Romano no había tenido fin, y que seguía controlando el mundo; el emperador en esa época era, según él, Richard Nixon. De manera muy característica, Dick mantuvo ante sus experiencias un comportamiento racional y las analizó para dar forma a su pensamiento religioso —ligado, sobre todo, al movimiento gnóstico— en una obra monumental, de 8.000 páginas, conocida como la Exégesis, de la que sólo se ha publicado en inglés una selección.
No abandonó, entretanto, la ciencia ficción, si bien sus últimos trabajos difícilmente pueden encuadrarse en lo que una visión externa considera como las temáticas de ese género. La novela Valis es considerada el resumen perfecto de ese periodo, ya que el propio Dick es protagonista de la historia bajo el seudónimo de Horselover Fat, personaje al que también se le revela Dios, en la misma fecha que lo hizo a Dick y a través del rayo de luz rosa.
En 1982, la vida parecía sonreír modestamente a Dick. Se había habituado —tal vez por primera vez desde la adolescencia— a la soltería, y compartía muchas horas con una parroquia de jóvenes escritores de ciencia ficción en la que ejercía su magisterio, conocida después como “El grupo de California”, entre los que destacaba Tim Powers. Estaba ilusionado con la escritura de una nueva obra de ciencia ficción mística, The Owl in the Daylight. El prestigio de su obra crecía continuamente en Francia, donde se hablaba incluso de publicar sus novelas realistas. Y le gustaba lo que sabía de la película Blade Runner, que había vendido para el cine por sólo 2.500 dólares pero que podía abrirle las puertas de Hollywood. Sin embargo, sufrió un paro cardíaco que acabó prematuramente con su vida.
Las razones por las que la obra de Dick posee una creciente influencia se perciben de inmediato al disfrutar de algunos de sus mejores trabajos, como los ya citados. Cuando Dick presenta una de sus frecuentes situaciones en las que el lector no sabe qué es real en el contexto de la novela, si lo que cree uno u otro de sus personajes, o lo que él mismo puede percibir por su cuenta, la voz del autor tiene una increíble capacidad para mantenerse al margen, sin ofrecer pistas. Dick cambia una y otra vez el foco de su mirada entre los diferentes personajes, sin comprometerse jamás con el punto de vista de ninguno, y generando empatía hacia las posiciones más extremas e incluso indignas. Todos ellos, además, son gente corriente, lejos de los héroes característicos de la ciencia ficción; sometidos a un universo y una sociedad hostiles, pero ante los cuales mantienen una la resistencia silenciosa y constante. Una y otra vez sus narraciones sorprenden las expectativas del lector, conduciendo el relato por senderos improbables, apelando unas veces a un retorcido sentido del humor, otras a una capacidad brillante para crear pesadillas verosímiles.
Lejos de mermar su influencia, su radical giro hacia el misticismo en 1974 sumó misterio a su figura. Además, Dick fue capaz de ligar sus temáticas tradicionales con ese nuevo enfoque: en Valis llega a afirmar que «en ocasiones, la locura es la única respuesta posible a la realidad». Hoy, su legado sirve para entender fenómenos como el desarrollo de la robótica y la realidad virtual, y para anticipar la alienación del individuo ante una sociedad cada vez más deshumanizada y difícil de entender.



Bibliografía recomendada de Philip K. Dick
Cuentos completos
. Ed. Minotauro (publicados los tres primeros de los cinco volúmenes en total).
Tiempo desarticulado (1958). Edhasa.
En busca de Milton Lumky (1958). Ed. Bibliópolis.
El hombre en el castillo (1961). Ed. Minotauro.
Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1964). Ed. Minotauro.
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1966). Edhasa.
Ubik (1966). Ed. La Factoría de Ideas.
Valis (1978). Ed. Minotauro.

Biografías en castellano
Emmanuel Carrere, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Ed. Minotauro.
Pablo Capanna, Idios Kosmos. Ed. AJEC.

Filmografía
Blade Runner (Ridley Scott, 1982).
Desafío total (Paul Verhoeven, 1990).
Confessions d’un barjo (Jerome Boivin, 1992).
Asesinos cibernéticos (Christian Duguay, 1996).
Minority Report (Steven Spielberg, 2002).
Infiltrado (Gary Fleder, 2002).
Paycheck (John Woo, 2003).
A Scanner Darkly (Richard Linklater, 2006).
Next (Lee Tamahori, estreno previsto en Estados Unidos en abril).