jueves, julio 26, 2007

Afterpop. La literatura de la implosión mediática, Eloy Fernández Porta

Berenice, Córdoba, 2007. 264pp. 20€

Vicente Luis Mora

Ésa es otra de las razones para someter el nuevo paisaje al análisis (…) tradicional: que sea aceptado por el establishment. No pueden aprender del pop hasta que el Pop entre en las academias.
Denise Scott Brown, Aprendiendo del pop (1971)

En las últimas semanas la actividad editorial parece haber seguido el consejo de Lawrence Ferlinguetti en su Manifiesto populista: «Poetas, abandonad vuestros armarios, / abrid vuestras ventanas, abrid vuestras puertas, / habéis estado demasiado tiempo enterrados / en vuestros mundos de clausura». Las novedades se abren al mundo y ven con ojos de anuncio; se acaba de inaugurar en Gijón, dentro del Centro de Arte y Creación Industrial, el primer museo del videojuego, y no hace mucho leíamos unas interesantes declaraciones sobre la importancia de la cultura popular a cargo de Carl Goodman, Subdirector del Museum of the Moving Image de Nueva York (El País 05/04/2007, p. 39); a su juicio «La cultura popular, los videojuegos, más el videoarte, están siendo el motor del avance tecnológico. Están provocando un debate publico y una toma de conciencia sobre la propia tecnología». En efecto, la presión de la audiencia y los gustos del público son los verdaderos motores (en tanto mercado al que vender determinados productos) de la evolución de prácticas e incluso técnicas electrónicas e industriales. El mayor esfuerzo de los programadores y diseñadores de software o aplicaciones para instrumentos electrónicos viene de las llamadas interfaces o mecanismos de relación entre el aparato y el consumidor. La interface es el «rostro entre», la cara humanoide que la tecnología nos presenta a la hora de relacionarnos con el hardware. Lo que demandamos, por tanto, precipita la fabricación de lo que se nos ofrecerá. Si queremos sistemas de manejo más sencillo, se nos darán; lo común, incluso, es que se piense por nosotros y se adelante el producto a nuestros deseos. En muchas ocasiones, he deseado un ordenador portátil con el que pudiera escribir en mi cama, sin necesidad de tener la luz encendida: no sé si pensando en mí, los últimos modelos de los MacIntosh de Apple tienen un teclado que se enciende automáticamente por debajo, al advertir un sensor que no hay luz suficiente en la habitación. Eso no va a hacer que me pase a los Mac, pero me motiva a pensar que las marcas de PC deberían ponerse las pilas —fácil, perdón— para satisfacerme. Quizá esa “necesidad” de los usuarios lleve al descubrimiento de un tipo de luz o de lámpara que pueda dirigirse a los ojos sin molestarlos, no lo sabemos, pero sí que una investigación sobre otra cosa llevó, casualmente, al descubrimiento de la penicilina.
El público mueve. No nos cabe duda. Pero no seamos ingenuos, no hay nada democrático detrás, su poder no es político, sino económico, por más que todo lo económico acabe siendo, en algún momento, político. Pero la política del público consumidor no es activa, no es un poder que ejerza, sino que sufre. Las normas, ridículas y logradas tras años de esfuerzos y demandas, a favor de los consumidores y usuarios no son conquistas jurídicas, sino meras legítimas defensas ante el omnímodo poder de los empresarios disfrazadas de victorias democráticas. Hechas estas precisiones, volvamos al principio: el público mueve. Esto también lo saben los escritores. Y, conscientes de ello, manejan al articular sus estructuras, sus narraciones, mecanismos que puedan interesar al público para decidirse por su producto.
Es justo aquí donde comienza el debate sobre el pop, sobre la cultura popular, sobre el efecto de las masas en la creación literaria; un debate a medias entre lo sociológico y la teoría de la literatura que no ha tenido —como casi ningún debate, salvo el del canon y el compromiso de los escritores— apenas tradición o seguimiento en este país, caracterizado por el discurso monologuista y terco de la inmensa mayoría de sus críticos (de los que tienen discurso propio, que son los menos). Ese debate se alimenta ahora con una novedad importante, el primer ensayo del prosista y profesor Eloy Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, 2007). Un libro denso, ambicioso y sugerente, que añade a la profundidad y conocimiento del tema de su autor dos cualidades escasamente difundidas en nuestro panorama crítico: el sentido del humor y una sanísima mirada a tradiciones culturales ajenas a la nuestra (en este caso, a la norteamericana).

El eterno problema de las jerarquías
La mayoría de las personas, incluso de cultura alta, siguen cerrilmente el diagnóstico pedagógico y reductivo por el cual el pop se ve a sí mismo como arte menor, como crítica del arte elevado. Denise Scott Brown, en un libro de 1971 que acaba de reeditarse, Aprendiendo del pop (Gustavo Gili, 2007), establecía la cuestión como más compleja: «la afición por toda la cultura pop es tan irracional como odiarla en su conjunto, y puede dar lugar a un subirse al carro del pop generalizado e indiscriminado, donde todo vale y en lugar de postergar el juicio, se lo abandona» (p. 28). Oponiéndose también a esa reducción, y analizando un espectro mucho más vasto, Fernández Porta aporta una idea que me parece valiosa: la distinción entre una cultura Alta y una Baja que incluiría el pop es insostenible. A su juicio, «el resultado ha sido una resituación de la jerarquía alto/bajo en el marco de la cultura pop. Existe, en efecto, una alta cultura pop, con una pátina respetable, y una baja cultura pop» (p. 25). A lo largo del libro se expone el modo en que esa tensión entre el tratamiento del pop como elemento y como campo de juegos se reproduce en varias artes actuales, de la música experimental al cine pasando por el cómic, para llegar a la literatura y explorar los caminos de relación entre pop y libros; a la altura de la página 158 Porta da las claves del auténtico conflicto: cómo verter la «cultura popular auténtica« a unas formas, como las del poema o la novela con vocación de exquisitez estilística, tradicionalmente consideradas como el no va más de la alta cultura, sin perder viveza. El cine, nos dice Porta, tiene más posibilidades, pero el escritor, ese «director de cine sin medios» (p. 160) tiene que lidiar con una contradicción casi estructural; el modo particular de resolverla, a juicio de Porta, denota la grandeza y valía de cada escritor.
La cuestión es que, como señala muchas páginas atrás, «el Pop es muy afectuoso: sólo hay que ver cómo regala espacios de popularidad a cualquier proyecto artístico que se preste» (p. 225); el pop es inclusivo y comprensivo, y acaba viendo aspectos poppys hasta en las cosas y tendencias más inverosímiles. Por ello es muy difícil para la crítica literaria saber dónde hay que poner el punto de mira, señalar cuándo se está trasvasando la política de lo culturalmente exigente para caer en la hipervaloración de lo degradado por la cultura de masas. Este debate, aún sin cerrar, tuvo uno de sus puntos álgidos en los planteamientos del crítico Leslie Fielder:

Esta tendencia igualitaria antijerárquica está quizá mejor ilustrada en la reciente crítica de Leslie Fiedler, uno de los profetas del posmodernismo, que defiende la extraña idea de que la crítica debería hacerse pop. Aunque se celo es quizá el del nuevo converso, su propuesta es muy sintomática, especialmente cuando escribe que cada vez está más interesado en la «clase de libros que nadie se congratula de haber leído» (por ejemplo, novelas del oeste, best-sellers baratos, novelas pornográficas y esos otros tipos de libros representativos de la literatura popular contemporánea). En cierto punto, Fiedler establece una clara distinción entre «el exilio elitista» del autor con poca audiencia y el «mundo del best-seller» como una forma de comunicación con el gran público vía pop (no se profundiza en el hecho de que los best-sellers no son seleccionados por el público sino impuestos a él por la manipulación comercial del mercado publicitario). (1) [Matei Calinescu, Cinco caras de la modernidad, Tecnos, Madrid, 1991, p. 132.]

Eloy Fernández Porta es una muestra, quizá la primera en nuestro país, de esa crítica que se ha hecho pop, desde luego en un sentido alto o noble del estilo, no en el más degradado, del que serían muestra las reseñas literarias de las revistas de tendencias o las notas sobre libros en las revistas de moda. Frente a otros modelos supuestamente más elevados, categorizables ya sólo de modernos por anacronía, y frente a otros de perspectiva cultural ínfima, la propuesta de Fernández Porta es una de las escasas que puede realizar una lectura semiótica de un producto cultural de nuestro tiempo y sublimar su discurso, interpretándolo desde una diagonal que reconoce sus valores populares pero, a la vez, es capaz de contextualizarla en un discurso alto-cultural que muestra su efectiva aportación. De hecho, lo realmente valioso de Afterpop es la capacidad de Porta de entrar en los sucesivos niveles de lectura de los libros mencionados en el ensayo, consiguiendo destripar los elementos de cada texto de modo que vemos cuáles son las reales influencias y modelos de escritura, más allá de las sobrelecturas (término de Eco que Porta admite y utiliza) que sobre esos textos concretos suelen hacerse. Denise Scott Brown ponía justamente ahí la clave de la cuestión: a su juicio, el análisis de la forma es determinante para la creación, ya que la forma influye sobre los creadores (Aprendiendo del pop, p. 19). Así que para entender zonas de lo real arquitectónico o de lo real literario hay que desmenuzar también las nuevas formas del pop y cómo éste construye la forma de los mensajes.
Esa es la clave, en efecto, y ese es el gran mérito de Fernández Porta, que sabe cómo llevar el método a la práctica. Por ejemplo, hablando de un libro presuntamente perteneciente a la alta cultura o alta literatura, Cuando fui mortal (1986), de Javier Marías, escribe Porta: «Tal es la razón definitiva que hace de [él] un libro realmente pop: los referentes, los temas y el lenguaje, por sí solos, no nos daban una respuesta definitiva, pero la indicación inequívoca que nos da el narrador acerca de cómo debemos –en calidad de público masivo pero sagaz– procesar e interpretar esos elementos es el dato fundamental» (Afterpop, p. 19). A ello habría que añadir su habilidad para incorporar otros elementos poco populares en la crítica literaria española al uso (la semiótica, el psicoanálisis, la teoría de la imagen), lo que le convierte en una sugestiva rara avis del análisis literario, cuyo trabajo hay que seguir de cerca, y con el que se podrá o no estar de acuerdo, pero sin obviarlo: hoy por hoy, hacer como si Fernández Porta no existiera es otra de las formas de evasión crítica, de estar fuera del mundo.
Por si ello fuera poco, hay que apuntar que Porta consigue hacer un libro agudo e ingenioso, con momentos de gran humor. Es desternillante el capítulo titulado «Premisa: pegatina hallada en un paquete de ferlosios», y dedicado a quien Porta llama Doctor No, Doctor NastiDePlastix o Doctor Nadie-nunca-nada-no, el pensador Rafael Sánchez Ferlosio, cuyos excesos moralistas (e hipotácticos) pone en solfa Porta con una retórica —sorpresa— megapoppy en parte heredada del maestro. Sí, junto al Ferlosio cura hay un terrorista de dibujos animados que Porta utiliza en contra del primero, en varias páginas de humor de mortífera puntería. Del músico Jim Zorn se dice que su obra abarca varios géneros; «ninguno sale con vida», sentencia Porta. También hay que apuntar la sagacidad sociológica del autor: el ensayo sobre la droga es excelente, y un anuncio televisivo posterior a la publicación del libro da la razón a Porta cuando sentencia que la publicidad de hoy se basa, sustancialmente, en los valores adictivos del producto y a la imagen del drogadicto como consumidor perfecto:

http://www.applesfera.com/2007/04/27-soy-un-adicto-la-nueva-publicidad-de-nike-para-el-binomio-nikeipod

Sin globalizar, poniendo sólo como ejemplo a Rodrigo Fresán (es curioso, como se verá en La luz nueva también para mí Fresán ejemplifica un entero estado de cosas), señala Porta que la actitud literaria Afterpop implica una superación de la actitud pop de los comienzos, y «se define por una ironía inestable y reconocida que se pone de manifiesto en una serie de continuos deslizamientos entre distintas maneras de abordar el permisivo caos de años de la cultura de consumo. En algunos casos se trata de una actitud retro (…) en otros, encontramos un gesto engagé» (p. 63). Ese deslizamiento caracteriza, según el autor, a todo un grupo de autores que han visto las ruinas de los primeros años del pop y las utilizan como un elemento más, sea para reivindicar la excelencia del consumo o para combatirla. Creo que no va Porta desencaminado: en efecto, idéntica postura afterpop tienen el Manuel Vilas que defiende la cultura consumista en sus poemas y el Jorge Riechmann que la critica furibundamente: ambos han entendido que, en cualquier caso, e incluso desde perspectivas contrapuestas, ése es el tema de nuestro tiempo. Aunque a mi juicio, y creo que Porta coincidirá conmigo, el ejemplo más representativo es el de Mercedes Cebrián, capaz de asumir en su literatura inclasificable ambas líneas de fuga: la cultura pop como clásico muerto al que uno puede respetar por igual llorándola o riéndose de ella (2). Ameno, complejo, apabullante por la vastedad de sus conocimientos y referencias, Afterpop se coloca en un lugar inaugural de la crítica literaria española del XXI; su autor es uno de los escasos críticos capaces de entender qué proponen los nuevos escritores, porque las referencias y lecturas que utiliza son las mismas que ellos utilizan en sus obras. La nueva narrativa en castellano tiene ya su crítico de cabecera.

NOTAS
(1) Matei Calinescu, Cinco caras de la modernidad, Tecnos, Madrid, 1991, p. 132.
(2) Chesterton decía que «la prueba universal para saber si una obra es verdaderamente popular, del pueblo, consiste en inquirir si pone en juego sin vacilaciones esos dos extremos de lo trágico y lo cómico».

1 comentario:

  1. De acuerdo al 99%. El único "pero" lo encuentro en esa dicotomía proconsumismo/anticonsumismo que ilustras con los nombres de Manuel Vilas y Jorge Riechmann. No entiendo "MacDonald's" como un alegato a favor del consumo, sino como una oda plena de amor whitmaniano hacia la gente que come allí. En medio de esa epifanía, el restaurante se convierte en "el mejor del mundo", pero creo que esa apología es parte de la técnica del poema, no de su contenido. Tampoco creo que se dé en él un vaciamiento ideológico: creo que el amor (y algo de socarrona ironía, también, claro) sustituye en ese poema el análisis crítico explícito que podemos encontrar en los frescos de Riechmann, pero las dos miradas están bien abiertas a su manera.

    ResponderEliminar