martes, junio 30, 2009

Baúl de prodigios, Miguel Ángel Zapata

Traspiés, Granada, 2007. 126 pp. 14 €

Rubén Castillo Gallego

La utilización de la chistera o el baúl como espacios mágicos de los que todo puede brotar es antigua. Y Miguel Ángel Zapata, que lo sabe, retorna al viejo procedimiento para entregarnos en Baúl de prodigios su magnífica pirotecnia de relatos breves, apuntes y sorpresas, donde pone de manifiesto su gran soltura a la hora de escribir. Las diversas secciones que componen este volumen, tituladas con elegancia y con misterio (“Manual de seres impares”, “Dialéctica de lo inerte”, “Frutos celestes”, “Necrología” y “Sueños de un loco dormido dentro de un baúl”), están cargadas de excelentes demostraciones de cómo se pueden conseguir unos resultados francamente meritorios con los escasos mimbres de la microficción. A veces, lo conseguirá con inyecciones de humor negro ("Los servicios de emergencia llegaron finalmente. Pero todo fue en vano. Demasiado tarde: el cadáver presentaba signos de una notable mejoría”, p.69); a veces, con la elaboración de textos que bordean la piel de la greguería (“Al abrir la puta sus piernas, mil orgasmos fingidos escaparon de su vulva”, p.114); y otras, en fin, con la habilidad de quien construye sus relatos gota a gota, pensando en cada sustantivo y en cada adjetivo como diamantes verbales, que ocupan un sitio calculado al milímetro en la topografía del cuento. Otro de los méritos indudables de Miguel Ángel Zapata es la burbujeante fantasía que introduce en sus páginas, y que incluye pingüinos que tocan el piano en la Antártida (“Fracaso de los héroes”); siameses unidos por la nuca, que monologan, se identifican y se quejan delirantemente (“Dos”); criaturas extraterrestres que se ven abocadas a partos nauseabundos, por culpa de la notable liviandad con la que se comportaron en su despedida de soltera (“Romper aguas”); hombres a los que les brotan arañas de las manos (“Intrusión”); confesiones digestivas de un devorador de libros (“Bibliofagia, o breve exaltación de la gula como arte bellísimo y vacuo”); variantes perversas de cuentos clásicos como el de Caperucita (“De la inocencia y otros pecados”); enumeración de las posibilidades amorosamente tétricas de un sueño prolongado (“Morfeo”); o, en fin, el horror amputatorio que se puede derivar de una obsesión erótica (“Mírame”). Ninguno de estos argumentos se sostendría en pie si lo cogiera un escritor mediocre, porque lo malbarataría. Pero no ocurre así con Miguel Ángel Zapata, que es un malabarista y un ingeniero y un mago. Por momentos, recuerda a Julio Cortázar; por momentos, a Quim Monzó; por momentos, a Ángel Olgoso. ¿Hacen falta más explicaciones para decir que este libro de relatos, que pertenece a una colección coordinada por Miguel A. Cáliz, es un auténtico placer para los amantes del género?

lunes, junio 29, 2009

Cinta transportadora, Ángel Petisme

Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez. Hiperión, Madrid, 2009. 68 pp. 8 €

Sofía Castañón

Tenía que ocurrir. Al final los poetas un día viajarían en avión. Y digo viajar, y no desplazarse, porque los poetas, igual que todos, se desplazan como pueden. Los cuerpos de los poetas son como todos los cuerpos: brazos reposados en la ventanilla bajada, manos asidas a las barandillas del metro, la cadera que no se encuentra en el asiento del autobús, las monedas que se dejan en la cafetería del tren, las horas que no existen junto a la puerta de embarque. Pero tenía que llegar el día en que los poetas viajaran, con la voluntad del camino, la visión periférica de la vida, en avión. No todos los versos iban a tener traqueteo de tren.
Ángel Petisme, el poeta más rockero, el rockero más poeta –úsese como quiera, agítese rápido- deja que los poemas viajen con él entra masa densa de nubes, que se resientan del jet lag o los precios del duty free, que giren en la cinta transportadora.
El libro habita entre los tiempos de espera de las terminales y los de las ciudades, que también son siempre tiempos de espera («Bristol me ha descubierto el fin último de la belleza: regalar pura vida, (…). Dentro de tres horas: Londres. Otra moneda que no desciende de los cielos.»). El paso por la tierra es una búsqueda de empatía continua, el cronista introspectivo se busca en los rostros que no conoce. Se aleja de aquellas constantes occidentales y se emparenta con el sur («Nunca me sentí extranjero en Iraq, en Palestina, en Argelia, en Siria, en Jordania. En cambio sí en Nueva York. Y a veces, donde más, en mi tierra.»).
El viaje funciona como una panorámica del yo poético frente al mundo. Disfrazado de cuaderno de bitácora, la materia que se presenta no es la tierra sino quienes la gobiernan, la tragedia y las manos que la causan («¿Nunca nos moriremos de mirar lo que no debería haber pasado?/ Bagdad.»). Petisme recoge un inventario postmoderno, heredero de los males del siglo XXI al que “arrancarle algunas gotas de rocío” no es posible («Luego todo se fue a pique, el disco duro se partió en dos como el Prestige y se borraron todos los archivos. No quedó nada.»).
El mapa crece en desorden y el único gps para marcar las páginas tiene una brújula emocional. Se repiten las estancias, los países, como una dinámica de deja vú del viajante sincero. Y el amor, que existe en el libro —en la medida en que existen también el humor y el sexo—, se presenta tras metáforas de ábaco para estos tiempos en crisis («Los besos en Zaragoza saben a plazo fijo, a hipoteca de IberCaja/ y chantaje al futuro.»). El paisaje se construye de naturaleza y alcohol, en la misma medida.
El viaje, como todo viaje, es una búsqueda. Cinta transportadora es la caja del familiar lejano, que se pasó tiempo fuera y al que conocemos a través de fotos y recuerdos, arena de otras playas, posavasos de cerveza, recortes de tela.
El poeta viaja en avión. Lo que trae consigo parecen souvenirs, pero no te fíes: «algunas palabras/ son bálsamo de tigre/ y buena compañía/ hasta que te incineran.»

viernes, junio 26, 2009

Correspondencia, Herman Hesse y Stefan Zweig

Trad. José Aníbal Campos González. Acantilado, Barcelona, 2009. 232 pp. 20 €

José Morella

Estas cartas que hoy recomendamos nos dan muchas pautas para reflexionar sobre cómo las dos grandes guerras de las que sus autores fueron testigos cambiaron el mundo. Lo primero que llama la atención es el trato exquisito entre dos personas con un talante personal y una procedencia social tan diferentes. Resulta inaudita la forma en que Hesse y Zweig ofrecen en cada carta su amistad y recogen con delizadeza la del otro. Ambos se entregan. Se esfuerzan en no fingir nada, en no mentir ni mentirse, en ser veraces sin ser duros, en no intentar gustar de cualquier manera a su corresponsal. Lo valioso no es que lo consigan o no, sino la visibilidad alentadora de su intento, el esfuerzo evidente y hermoso del acercamiento. La amistad labrándose palabra a palabra, con sus esfuerzos, sus alegrías y sus pequeñas decepciones. Lo que tenían en común, al fin y al cabo, era mucho más potente y serio que todo lo demás, y es el tema principal que se trata en las cartas de este libro: la búsqueda y la necesidad de la paz. Uso la palabra paz y no pacifismo, porque me parece que el -ismo hace pensar en vagas abstracciones propias de las escuelas de pensamiento, de las tendencias, de los grupos, y nos aleja de lo real. Nos aleja de la manera en que Hesse y Zweig vivían el problema. De la tensión que en sus propios cuerpos produjo la necesidad de paz. No es tan solo un ir hacia la paz, no es tan solo un discurso sobre algo. Ellos, además de crear discurso, vivieron la paz como anhelo cotidiano, sufrieron su carencia: les dolía en sus propios cuerpos que el mundo estuviera matándose. Sus biografías, que no vamos a recordar aquí, son testmonio de ello. En el caso de Hesse, sus informes médicos bastarían para demostrarlo. En el de Zweig, su último gesto. Creo que hoy ya no existen hombres de paz como ellos. No porque ahora la gente sea esencialmente peor, o ellos mejores, sino porque el pacifismo (ahora sí puedo llamarlo de esa forma) se ha profesionalizado, y el dinero público y privado que reciben muchas organizaciones les quita fuerza para criticar a las propias instituciones que las financian. Es difícil que denuncies, por ejemplo, la fabricación y exportación masiva de armas en un país cuyo gobierno te subvenciona justamente a ti y, mira tú por dónde, no es nada escrupuloso con el hecho de que los empresarios locales sean líderes en la industria de la muerte. Por no hablar de la Iglesia, caritativa señora cuya sonrojante relación con la paz contrasta vivamente con el valor de muchos cristianos, desde Francisco de Asís hasta Monseñor Romero o el padre Casaldàliga. ¿Cómo denunciar injusticias sin morder la mano del que te paga? Hesse no tenía ese problema, porque no le pagaba nadie. Zweig tampoco. Hesse solo conseguía perder dinero y fuerzas al defender sus posiciones. Vivía como un asceta, separado de un mundo que le hostigaba. Hubo una gran hostilidad pública hacia él en Alemania. Sus libros fueron prohibidos. Se dijeron de él barbaridades.
Aunque solo hay cartas de dos escritores, los verdaderos personajes de este libro son tres. El tercer lado del triángulo es Romain Rolland. Hesse le dedicó su libro Siddharta, y para Zweig representaba la "garantía de la persistencia del pensamiento europeo”, la conciencia moral del nuestro continente. Rolland había conocido a Gandhi (a quien ayudó a popularizar en Europa), a Tagore y a Vivekananda, y su teatro abogaba por el final de las estructuras dramáticas tradicionales y la creación de un espectáculo democrático que acercara al espectador a la vivencia de la festividad, de la celebración de la propia existencia. Algo distinto al teatro burgués que nos lleva a mirar la vida de otros, a ser espectador de otros sueños. Hay que poner a estos tres hombres en la senda de Tolstói y el ya citado Gandhi, que toman como referente, entre otros, el sermón de la montaña: las palabras de Jesús, o de ese personaje de creador anónimo llamado Jesús. Sería buena idea que algún erudito escribiera un libro, si no está ya escrito, siguiendo la estela de Tolstói e investigando, de archivo en archivo, todos los esfuerzos llevados a cabo por la Iglesia para reinterpretar, achicar y censurar ese discurso. El sermón de la montaña habla de dar limosna en secreto (es decir, sin establecer relaciones jerárquicas entre quien da y quien recibe), de no responder al mal con más mal, de no servir al dinero y de no juzgar sin estar seguro de haberte jugado antes a ti mismo. Según Tolstói, el sermón y la Iglesia son literalmente opuestos. Buscan lo opuesto. El verdadero cristianismo es la búsqueda de la paz, y Dios, citando de nuevo a Tolstói, está dentro de nosotros. No es casualidad que al googlear las palabras "pacifismo" y "sermón de la montaña" la primera página indexada sea un foro neonazi que pone al sermón de vuelta y media. Qué casualidad: a Hesse y a Zweig estos tipos también los odiaban, los perseguían y quemaban sus libros.
Otro elemento que en estas cartas se aleja de las actitudes típicas del presente es la no alineación de sus autores, la tozudez con la que se resistían a ser instrumentos de organizaciones políticas. "Casi envidio a los que pueden creer en el ideal comunista", escribe Hesse, y suena como un agnóstico envidiando la placidez y la seguridad del creyente o del ateo. Sabe que no puede creer de manera ciega y se coloca siempre en la posición más incómoda.
Siempre me ha sorprendido y disgustado oír a muchos lectores hablar de Hesse, de modo despectivo, como un escritor para adolescentes. Creo que lo hacen desde un sentimiento de superioridad (respecto de Hesse y de los adolescentes al mismo tiempo) muy inquietante, que se apoya en saber que su opinión es compartida por muchos; es una especie de lapidación valorativa. Tengo una sensación parecida cuando veo Moby Dick en colecciones para niños (Moby Dick, que habla del suicidio ya en el primer párrafo, no es solo para niños) o Cumbres Borrascosas en los quioscos, en colecciones de novela romántica (algún lector se llevará un susto). Se trata de una sutil forma de silenciar algo: enterrarlo en un cajón con etiqueta. Infantil, adolescente, cursi, “de género”, etc. Tal vez el hecho de que Hesse sea visto como un autor para mentes inmaduras es simplemente el reflejo de que el ser humano está ya más que viejo, un viejo que sufre en su resabiada e impotente vejez llena de amargura por haber perdido tantas oportunidades.

jueves, junio 25, 2009

Calor, Manuel Vilas

VI Premio de Poesía Fray Luis de Leon. Visor, Madrid 2008. 63 pp. 8 €.

Marta Sanz

Si algo debe pedírsele a la poesía es que sea excéntrica. No me refiero a que tenga que ser rara, hermética o alambicada: hay hermetismos que no son excéntricos en absoluto, mientras que otros son salvajemente políticos, imprescindibles. Yo no hablo de una excentricidad aparente ni de una pose; no hablo de la excentricidad de quienes se colocan aros en los lóbulos para que éstos se vayan dilatando o de quien elige como mascota a un cocodrilo o a un cerdo. Estoy hablando, más bien, de la capacidad de la palabra poética para exceder los límites de un centro imaginario que va irradiando una especie de periferia epigonal que termina convirtiéndose en algo parecido al humo. En este sanísimo sentido de la palabra es en el que creo poder afirmar que la poesía de Manuel Vilas es excéntrica. Saludable, extemporánea, violentamente excéntrica.
La primera barrera que salta Vilas es de tipo victoriano y tiene que ver con la idea de que existen sitios más adecuados que otros para hacer las cosas: las bibliotecas, para el estudio; los parques, para los juegos; los bares, para beber; las camas, para dormir o para follar; los parlamentos, para la política; y la poesía, quizá, para darle vueltas al sexo de los ángeles mientras se engarzan metáforas que expresen lo fragmentario y picudo del ser. Como Vilas es un hombre y un poeta —en definitiva, un ser, con todos los respetos—, él y sus voces tienen preocupaciones de ser que, curiosamente si tenemos en cuenta que estamos en el ámbito de la poesía, no son de índole metafísica, metapoética o metanada. Aquí, los sujetos poéticos aquí no levitan: beben, conducen, ven la televisión, hacen la mili, dan charlas en institutos, es posible que incluso hasta defequen. Los poemas de Calor tienen argumentos y parten de situaciones que necesitan apelar a la trascendencia, porque son intensas y visibles por sí mismas. Los poemas de Vilas hablan de —y quizá es un pecado decir que un poema “habla de algo”, pero a nosotros no nos importa—: dejar un coche con matrícula de Huesca en el desguace y sentir que se abandona a una amada —al fin y al cabo, un objeto— desarrollando una modalidad de la pasión necrófila en una poesía donde el poeta y el ciudadano son dinero y las clase media acepta limosnas (sic); la cremación de un padre; contemplar a través de la televisión una boda real que se transforma en un incruento Gernika, en un cómic malintencionado —o sea, urgente—, en una metáfora de la España de charanga y pandereta que seguimos siendo, en la que se introduce un nuevo factor para la distancia entre las clases: los que salen en la tele y los que no; el amor universal y el buenismo como desencadenantes de los fratricidios (“Fraternidad”); el valor del dinero en contraposición a las momentáneas alegrías dionisíacas, a las ventoleras etílicas o eróticas que se atemperan y se apaciguan como animales frente a la necesidad del trabajo — ... amor mío/ si quieres follamos hasta morir, pero por favor/ no dejes tu trabajo...—; gente que hace el amor muy cerca de la cocina porque el piso es muy pequeño; el paisaje de Barbastro; un suicidio en la garita; Irak y las imperfecciones de nuestras democracias, el precio que pagamos por nuestras democracias, los verdugos que terminan convirtiéndose en las víctimas de sus recuerdos, aunque Vilas no se queda en esa frase hecha, en ese lema convencional, y en su “Walk on the wilde side” hay víctimas que siempre son víctimas y que no pueden darle la vuelta a la tortilla: las putas iraquíes que sólo conservan tres dedos de una mano y son pateadas en el culo...
El mundo y los lugares en el mundo, relaciones de fuerzas, que nos invitan a pensar que quizá la poesía también es un lugar adecuado para hacer política; es más, que quizá sea inevitable hacer política cuando uno toma la palabra y escribe, sin haberlo preconcebido, una metonimia, una sinestesia o un hipérbaton gongorino. Vilas lleva al extremo el argumento anterior y, sin hacer concesiones a la facilidad —sus poemas son casi transparentes, pero la transparencia no siempre es sencilla de digerir— rehabilita para la poesía un lenguaje que no es el previsible en el género; recupera el espacio de las narraciones, de la autoficción y de los coros polifónicos —pobres, ricos, villanos, desencantados...— de las enumeraciones no tan caóticas, de los listados, de los topónimos, de los precios y los salarios exactos, de las marcas, del dramatismo del humor y del humor del dramatismo, de lo horrible, lo cotidiano y lo grotesco, para recrear esa sinrazón antivital en que vivimos: da una vuelta de tuerca a la ya museística oposición dialéctica entre civilización e instinto, represión y naturaleza, razón y corazón, y dibuja un lugar en el que ni lo uno ni lo otro, un lugar en el que el vino o la cocaína nos conectan a la vida y al amor, y la racionalidad parece que sólo tuviera que ver con las medidas coercitivas, con el tutelaje gubernamental, con el cumplimiento de leyes tan irracionales como la de obligar a pagar a un mileurista seiscientos euros por haber dado positivo en un control de alcoholemia. Paradojas irresolubles en un mundo donde también se ha perdido la confianza en las revoluciones: después de 1789 aún quedan, repartidos sobre la piel del mapamundi, explotadores, oligarcas y reyes. También sobre la piel de este país donde hace tanto calor, y el calor es España y España es el mundo, globalizado y sin Antártida, que se repliega sobre sí mismo como un celofán bajo la lente abrasadora de la lupa.

miércoles, junio 24, 2009

De A para X. Una historia en cartas, John Berger

Trad. Pilar Vázquez. Alfaguara, Madrid, 2009. 198 pp. 16,50 €.

Alba González Sanz

El curso pasado durante una conferencia en la Universidad Complutense, Belén Gopegui orquestó una serie de reflexiones en torno a la inclusión de la política como tema en la novela que llevaba por título la célebre frase de Stendhal comparando tal opción con “un pistoletazo en medio de un concierto”. Invitaba la escritora a considerar quién empuñaba la pistola, de quién era la sala, qué se estaba tocando y por qué. El texto, que se puede conseguir en la librería de la universidad, es un repaso brillantísimo a este tema que se fija específicamente en escritores de nuestra contemporaneidad.
La introducción es larga pero para hablar sobre De A para X. Una historia en cartas se hace precisa. Lo que John Berger (Londres, 1926) ofrece en esta nueva novela puede conectarse con las palabras de Gopegui: en esta historia de amor la política es central aunque se nos dé a través de la vida de sus dos protagonistas (vida que es consecuencia directa de un pensamiento y de una acción políticas propias y ajenas), la experiencia estética no se ve por ello resentida, no suena mal el disparo en el concierto total de esta última propuesta del autor inglés.
Berger inicia su último libro advirtiéndonos de que lo que vamos a leer es un conjunto de cartas que él ha recuperado, describiendo las particularidades de su disposición, tipografía o material. La mayor parte de las cartas son de A’ida para Xavier; él aprovecha el papel para anotar en la parte posterior reflexiones en apariencia no conectadas con ella. Xavier está condenado a varias cadenas perpetuas, A’ida trabaja en una farmacia y ve pasar los inviernos en un mundo de fronteras no precisas pero de claves reconocibles: hay un Ellos difuminado en el relato pero eficaz en su opresión, y un Nosotros del que forman parte los nombres que A’ida hace desfilar en sus cartas: compañeros de lucha, vecinos, desconocidos…
Las anotaciones de Xavier son prosaicas: millones de persona sin acceso al agua potable, bolivianos que acceden a miles de hectáreas de tierra apta para el cultivo, volumen de tráfico de armas entre países. Podría pensarse que nada tienen que ver con las rutinas cotidianas que le cuenta A’ida, pero sí con esas cartas que no envía y se incorporan: las de la desesperanza, las de la rabia. Por ella conocemos lo humano y la solidaridad; por él, la privación forzosa de ambos conceptos y la obligación de construirlos de nuevo en la cárcel, para sobrevivir.
Declaraciones de Hugo Chávez, una cita de Eduardo Galeano (una de cuyas historias ha servido presumiblemente como idea germinal de esta novela); la fortaleza de Xavier lejos de su A’ida sólo se quiebra a través de la música. Algunas canciones traen de golpe la medida exacta de los pocos metros de su celda, de la ausencia de ella. Pero no va a cundir la desesperanza en su historia, la indignación y la necesidad de esa lucha no lo permiten.
A’ida adopta una costumbre en sus cartas: dibuja su mano y se la envía, en distintas acciones, a Xavier. Una mano extendida, una mano estrechándose con otra, una mano sujetando una linterna, una mano escribiendo… Lo visual, entre dos personas que no pueden verse, se convierte en clave comunicativa: lo evocan esas manos, los detalles de una casa, de una calle, de un sentimiento. También será una clave en el final, narrado con inmejorable lenguaje. Al lector se le da una pista para poner rostro a estos dos luchadores: las dos primeras hojas del libro llevan impresos en color dos retratos, un hombre y una mujer de miradas firmes, de rasgos bellos en su seguridad. ¿La peculiaridad? Se trata de la reproducción de dos frescos romanos.
Es ésta una novela (y la palabra se queda corta para definir lo que hay en este libro) de las que invitan al subrayado constante por diversos motivos. Puede que haya ideas que nos sean gratas, otras que nos sorprendan por la fuerza de la metáfora en la que se asientan. Otras veces, el uso magistral de la yuxtaposición y la elipsis crea sentidos nuevos, luminosos en el texto. Lo cotidiano y lo comunitario se combinan en párrafos que pasan de una lucha a una parte concreta del cuerpo. Dice A’ida: «Lo efímero no es lo opuesto a lo eterno. Lo opuesto a lo eterno es lo olvidado. Hay quienes viven pensando que lo olvidado y lo eterno son la misma cosa. Se equivocan. Otros dicen que lo eterno nos necesita: y ésos están en lo cierto. Lo eterno te necesita a ti, en tu celda, y a mí aquí, escribiéndote y enviándote pistachos y chocolate».
Lo eterno nos necesita. Y puede que como lectores necesitemos adentrarnos en esta historia en cartas. Se trata de fabular sobre lo real, de analizar la pistola que tanto parecía enojar a Stendhal. En el primer paquete de cartas, sobre la tira de tela que las sujeta, se pueden leer unas pocas frases escritas por Xavier: «El universo no se parece a una máquina, sino a un cerebro humano. La vida es un relato contado en este instante. La realidad primera es un relato. Lo sé porque soy mecánico».

martes, junio 23, 2009

Quédate donde estás, Miguel Ángel Muñoz

Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 154 pp, 14 €

Pedro M. Domene

Los cuentos se convierten, en una definición categórica, en el reverso insospechado de nuestra realidad y, en ocasiones, cuando el escritor ensaya el género se ve obligado a la renuncia y a la economía, e invierte el juego de lo visible para que el lector, en última instancia, desarrolle con su intuición esa dosis de invisible realidad que se le supone a un buen relato. Muchos de estos aspectos ya estaban en el arte narrativo de Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970) que, entre una anodina y profunda visión sobre la vida de su primera entrega, El síndrome Chejov (2006), exploraba además dos conceptos esenciales en un buen cuento: el humor y la ironía con que resaltar algunas peculiaridades de la existencia humana. Leídos aquellos relatos, resulta evidente que otra de las características de la narrativa del almeriense reside en la proximidad, en esa calculada cercanía, tanto en la trama como en el tema, porque sus personajes se parecen a nuestros parientes, incluso a algunos de nuestros amigos, o a esos vecinos de toda la vida, porque conviven con nuestra realidad más inmediata. En esta ocasión, para establecer cierta distancia, los trece textos de Quédate donde estás (2009), su segunda entrega, intensifican el matiz de la perturbada identidad de algunos de sus personajes, y ahora propone temas mucho más variados, la familia, como base de esa unidad metaliteraria, la memoria y el paso del tiempo, la identidad y la incomunicación, es decir, el sentido último de las emociones humanas.
Miguel Ángel Muñoz organiza los cuentos de Quédate donde estás como una excelente muestra de esa simbiótica concreción paralela entre el mundo de la escritura y la vida misma, entre la realidad y la fantasía, siempre teniendo presente que nuestra consciencia se nutre de cuantas formas de vida podamos imaginar como individuos para luego así desarrollar una realidad tangible y consciente, o una engañosa actitud hacia los demás de dudosa clasificación. El narrador almeriense consigue, ajustando a lo mínimo el poder de su prosa, levantar acta de lo rutinario y de lo íntimo, y aún añade nociones de buena literatura para dejar constancia de la identidad tanto cotidiana como literaria y, en los trece relatos que componen su libro, va esbozando en sentido último de la vida, e involucra, por añadidura, a sus lectores cuando proclama querer ser como Salinger, convertir como Onetti los sueños en literatura, verse infectado de ácaros como Tolstoi, Dostoievski, Faulkner o Proust, e inmiscuirse en la amistad de Ford y de Carver, hermosos ejemplos todos de microrrelatos ordenados estratégicamente entre esos otros textos de profundo calaje, que responden al mundo particular que Miguel Ángel Muñoz está construyendo con su prosa breve. En realidad, una mitológica visión de notables referencias al mundo de la literatura, del cine, de la sociedad y de la familia y sus conflictos, en esa frágil frontera entre lo apacible de una existencia y el infierno de la incomunicación como queda escrito en los mejores relatos que contiene el libro, «Ropa de verano», «Quédate donde estás», el mejor ejemplo de lealtad y solidaridad; otros, en esa variada temática esgrimida, son la mejor muestra de una innegable factura fantástica, tanto «Vitruvio» como «Los niños dormidos», o para terminar el repaso «El reino químico» uno de esos cuentos de innegable progresión desde lo individual a lo colectivo. Y lo mejor, ahora la frase avanza y se remansa en una calculada medida de precisión sintáctica tan ejemplar como efectiva para el lector.

lunes, junio 22, 2009

Las salvajes muchachas del partido, Lázaro Covadlo

Candaya, Canet de Mar, 2009. 424 pp. 20 €

Ignacio Sanz

Algunas biografías noveladas son tan ricas sobre el papel que uno puede llegar a pensar que tuvieron sentido por la novela en la que se plasman. «Tal vez mi abuelo Baruj, con su exaltada imaginación, se dedicaba entonces a inventar mi vida como ahora yo me invento la suya.» (página 396). La vida de Baruj Kowenski, anarquista ucraniano nacido al final del siglo XIX en el seno de una familia judía, es el hilo conductor de esta novela. Pero tras la vida del abuelo, riquísima en aventuras y sobresaltos, asoma a raudales la vida agitada de unos pueblos, especialmente el pueblo ucraniano y el ruso, por un lado, y el argentino por otro, una Argentina titubeante. En la novela hay mucho trasiego de barcos y mucha agitación social y política, muchas traiciones, mucho personaje abyecto, mucha explotación sexual y, cómo no, cierta ternura melancólica cuando, ya al final del trayecto, el abuelo repasa su vida y sueña con la vida que le espera a ese nieto que acaba de nacer y cuya trayectoria vital sólo puede imaginar. Sin embargo, de cuando en cuando, la vida del nieto, es decir la del supuesto narrador de esta saga, se cuela también entre las páginas de esta novela impetuosa y así nos encontramos con un hermoso juego de espejos cervantinos.
Esta novela podría leerse también como un libro de historia. Muchos jóvenes no saben qué es un progrom, programas propiciados por los gobiernos para perseguir judíos. Y para eliminarlos. Y no hablamos de Alemania, sino de Rusia, Polonia o Ucrania. Esos progroms también tuvieron su réplica en la otra parte del charco, es decir, en Argentina. Creo que a muchos ciudadanos se nos ha ocultado esta parte de la historia. Lo que hace Lázaro Covadlo al retratar la vida de su abuelo es hurgar en esa herida que propició tanto trasiego desde Europa a América y luego, desde América hasta Rusia, para apoyar la Revolución de Octubre. En el caso del Baruj, el protagonista de esta historia, para apoyarla pese a su condición de anarquista, aunque está a punto de morir, precisamente a manos de los propios comunistas. La historia no es nueva, ya se sabe que los mayores enemigos del anarquismo, quienes les han perseguido con más saña, han sido los comunistas. En Rusia primero y en España después.
Cuando leemos una novela, los lectores no podemos preguntarnos cuanto hay de verdad en los que estamos leyendo. La novela es la verdad. Sin embargo en Las salvajes muchachas del partido, además de la historia que se cuenta, el lector está legitimado para pensar que, más allá de ciertas peripecias que le pueden haber cuadrado al narrador para adornar un capítulo, lo que nos está contando es, en esencia, una verdad histórica. Por eso no sorprende que, como colofón, haya un capítulo de agradecimientos a personajes que fueron testigos de los hechos que se narran y una amplia bibliografía en la que el autor ha bebido para sostener esta larga historia que transcurre a lo largo de un siglo.
Sin embargo, Covadlo no hace proselitismo ni maquilla el retrato de su abuelo que a veces se comporta con una inmadurez propia de un adolescente, ajeno al estado de necesidad en el que deja a su mujer por ese afán loco de hacer la revolución a toda costa. Instalado en Argentina, se ve obligado a colaborar con proxenetas o rufianes judíos de la peor calaña con tal de salvar el pellejo. Lo que sorprende es el pulso, el buen temple con el que está contada esta novela-río en la que abundan las complicidades hacia el lector de nuestros días a través de la voz del propio narrador que nos habla a ráfagas desde un presente lleno de referencias compartidas.

viernes, junio 19, 2009

La gallina ciega, Max Aub

Prol. Manuel Aznar Soler. Visor, Madrid, 2009. 413 pp. 22 €

Juan Pablo Heras

Visor reedita el “diario español” en el que Max Aub dejó testimonio de su estancia en España entre el 23 de agosto y el 3 de noviembre de 1969, es decir, el único periodo en el que Aub volvió a pisar el país del que tuvo que exiliarse treinta años antes. Se trata de un diario en diferido, es decir, reconstruido dos años después de los acontecimientos, a partir de notas y conversaciones grabadas. En realidad, Aub había venido a España para preparar un libro sobre Buñuel que nunca pudo terminar. Con la excusa de entrevistar, grabadora en mano, a todos aquellos que pudieron conocer al cineasta, Aub recorre los lugares en los que había vivido su juventud: Barcelona, Madrid, y su tierra, Valencia (fue él, nacido en París, el que dijo que uno es de donde hizo el bachillerato). Aunque no se trata de un diario íntimo, sino de un artificio, La gallina ciega conserva tanto la pulsión vibrante y vital de la escritura urgente como la herida abierta de los libros secretos. Y todo en una prosa exquisita, memorable.
Casi desde el principio, Aub superpone lo que vio a lo que ve. En sus propias palabras: «soy un turista al revés: vengo a ver lo que ya no existe» (p. 133). Y por eso el diario se abarrota de páginas amargas, o, por mejor decir, amargadas por el olvido descarado y arrogante que encuentra allá a donde va, el desinterés generalizado por todo aquello por lo que en su día combatió. Ni siquiera oposición o rechazo a sus ideas, lo que al fin y al cabo le haría sentirse vivo. Más bien, indiferencia. Como si la mayor victoria de Franco consistiera en haber convencido a un país entero de que la libertad y la justicia son bagatelas al lado de la felicidad muelle que traen consigo las divisas del turismo:
«Desde que llegué me di cuenta de que aquí, en general, a nadie nada le importa un comino como no sea vivir en paz y de la mejor manera posible. Si me pongo a pensar treinta segundos: ¿cuándo no?, ¿dónde no? ¿Es o no el ideal del hombre? Sí. Nadie se queja ni se puede quejar. Para mayor diversión pueden hablar mal del régimen cuando les dé la gana y donde quieran. Escribir sería otra cosa. Pero, aquí, ¿quién escribe? ¿Que no se enteran de lo que sucede en el mundo? ¿Qué les importa? Todos envidian su santa tranquilidad, su sol, su aire, su arroz, sus gambas…» (p. 113).
Pese a todo, Max es acogido calurosamente por buena parte de la comunidad literaria española, y es traído y llevado a mil comidas y cenas por jóvenes intelectuales del momento, como Félix de Azúa, José Monleón, Carlos Barral, Javier Pradera… La situación, en lo que a la literatura se refiere, parece inmejorable: el Boom acaba de estallar, Carmen Balcells se ha traído a García Márquez a Barcelona y en Madrid Alianza está refrescando el panorama editorial. Al calor del prestigio internacional que la obra de Aub ha alcanzado, muchos periodistas se acercan a entrevistarle, y hasta recibe una invitación de Fraga que rehúsa por su tono condescendiente. Da la impresión de que al maquillaje aperturista del régimen le venían bien unas palabras de conformidad que el cascarrabias Aub se niega a dar gratis: a pesar del prestigio, sigue siendo casi imposible encontrar sus libros posteriores a la guerra; a pesar de la apertura, la censura prohíbe una lectura de Deseada, una de sus obras más inocuas, en el teatro Fígaro, lo que Aub recrea con ácida ironía en un pequeño sainete protagonizado por Larra y Beaumarchais.
El diario recrea las conversaciones que Aub tiene con sus compañeros de mesa: se habla de política, pero también de cocina, de toros y, sobre todo, de literatura. Con frecuencia, omite deliberadamente el nombre del hablante para confundir sus palabras con las de los otros; otras veces, nos encontramos ante puros diálogos que el autor mantiene en su soledad consigo mismo, diálogos en los que se sumerge, con hondura y brillantez, en el conflicto, o quizá paradoja, que supone aceptar el innegable progreso material que ha alcanzado la España de finales de los 60 y a la vez seguir viendo Madrid como la “ciudad de un millón de cadáveres” que lloraba Dámaso Alonso. En cuanto a aquellos de su generación que se quedaron –Dámaso aparte-, los encuentra en su mayoría apagados, apartados, reducidos a una sombra. Quizá, dice el maestro de la deslexicalización, porque, a su pesar, «hicieron régimen» (p. 41).
En sus juicios hacia los españoles del momento, ante su amnesia o ante su conformismo, Aub es contradictorio, arbitrario y probablemente injusto. Le desconcierta contemplar que la izquierda más activa parece estar entre los curas, como si de tantos años de nacionalcatolicismo sólo hubiera quedado la irritante costumbre de hablar de política con susurro de confesionario. Ante eso, Aub resulta un gritón deslenguado cuya estentórea elocuencia se ha vuelto tan incomprendida entre sus compatriotas como lo fue para los de allá a su llegada a México. La visión del exiliado se hace incompatible con la del que se quedó, y más aún con la del que ha nacido en dictadura, que trae consigo otro pasado y otros caminos. Finalmente, Aub debe reconocer que la juventud española de 1969 no se parece en casi nada a la de 1939, y que ese cambio no es ajeno al mundo ni achacable sólo a la dictadura; que la distancia respecto a los mayores es la ley natural que hace peldaños a las generaciones: si la escalera sube o baja es otro cantar.
Una nota final: se trata de la tercera vez que se edita La gallina ciega. Tras la primera edición, en 1971, de manos del mítico editor mexicano Joaquín Mortiz, hubo otra de la editorial Alba en 1995, reimpresa en varias ocasiones. Cuenta también con un estupendo prólogo de Manuel Aznar Soler, y con numerosas notas útiles, si no imprescindibles, en las que se revelan muchos datos y nombres ocultos u oscuros en el original. Estas notas han desaparecido por completo en la de Visor, «por imposición editorial» (p. 16), lo que reduce levemente el precio y mucho el número de páginas. Ambas ediciones siguen a la venta: decida el lector.

jueves, junio 18, 2009

After Henry James, VV.AA.

Ed. Andrés Barba y Javier Montes. 451 Editores, Madrid, 2009. 202 pp. 24.50 €.

Mercedes Cebrián

Andrés Barba y Javier Montes trabajan muy bien juntos, como ya demostraron anteriormente en su ensayo La ceremonia del porno (Ed. Anagrama). En esta ocasión, además de la feliz ocurrencia de convocar a Colm Tóibín, Juan Villoro, Vicente Molina Foix, Margo Glantz y Soledad Puértolas a que escriban una historia empleando ideas de los cuadernos de anotaciones de Henry James, ellos mismos se han tirado a la piscina y han escrito dos de los mejores textos del libro.
Si Henry James hubiese necesitado sacarse un sobresueldo organizando en su propia casa un taller literario sólo para un grupo de selectos alumnos, este sería con seguridad el libro publicado al final de la aventura. No sólo porque en sus páginas encontramos textos de escritores de diversa procedencia que siguen las ideas propuestas por James como germen de posibles historias, sino también por su exquisita edición, que nos mete de lleno en el universo del Mr. James, con ese papel pintado y esos retratos enmarcados barrocamente que sirven como introducción para cada uno de los siete relatos que figuran en el volumen. Libros como este convivirán sin duda con el libro electrónico durante siglos.
After Henry James posee dos vertientes: por un lado nos acerca a las anotaciones e ideas de James para posibles relatos (el joven que no puede librarse de su secreto y encuentra la solución de cargar con otro, por ejemplo), que están pidiendo a gritos ser reeditadas íntegramente en castellano, ya que la edición de 1989 en Península es inencontrable. La lectura de estos fragmentos nos provoca unas tremendas ganas de devorar todos los libros del escritor estadounidense que aún no tenemos. Pero por otro lado, también nos pone en contacto con las mentes de siete escritores contemporáneos y con las casi infinitas variantes y maneras con las que el lenguaje literario es capaz de dar una explicación —literaria, por supuesto— sobre la realidad.
Los que piensen que estos relatos son un ejercicio de estilo que imita el tono del maestro James están equivocados: de los siete textos del libro, algunos nos llevan a la época y escenarios del escritor, como el de Colm Tóibín o el muy londinense de Vicente Molina Foix, pero otros al parque temático Faunia del Madrid actual (en el buenísimo relato de Juan Villoro), o al ambiente de las revistas del corazón ibéricas, si seguimos a la protagonista del relato de Javier Montes.
Al terminar la lectura de After Henry James, nos queda un muy buen sabor de boca y, sobre todo, una gran confianza en los rasgos de universalidad y atemporalidad que posee la buena literatura: comprobamos aquí que las ideas de James se adaptan bien a cualquier época y lugar, y que los escritores de nuestro tiempo siguen empleando su imaginación y sensibilidad para dar forma literaria a las preocupaciones y a los conflictos que padecemos desde tiempos remotos, lo cual es, cuando menos, reconfortante.

miércoles, junio 17, 2009

El sonido de Sinatra: sesiones de grabación de La Voz (1939-1994), Charles L. Granata

Trad. Ramón Vilalta. Alba, Barcelona, 2009. 478 pp. 33 €

Carmen Fernández Etreros

Curiosamente no pueden encontrar muchos libros en castellano sobre Frank Sinatra los incontables admiradores del mítico cantante. Podemos citar el reciente El álbum de Frank Sinatra de Charles Pignone (Global Rhythm, 2008) o el clásico Frank Sinatra de Paul Dunkan (Taschen, 2008). Pero a diferencia de otras monografías que reparten sus páginas a partes iguales entre la vida y la obra del cantante, El sonido de Sinatra de Charles L. Granata se centra en la meticulosa relación del cantante con los estudios de grabación, los sellos discográficos, los productores, los músicos y los arreglistas. Una obsesión perfeccionista que le llevo incluso a fundar su sello propio Reprise Records en 1960, y en el que conocemos a un Sinatra alejado del mito inalcanzable, reconocido por todos como una persona estricta pero al mismo tiempo respetuoso con sus colaboradores.
Como ocurre con la mayoría de los grandes mitos de la música, los que no son sus seguidores, identifican a Frank Sinatra con tres o cuatro canciones de éxito popular, como en este caso New York, New York, I’ve got you under my skin, My way o Strangers in the night. Pero hay que recordar Frank Sinatra no sólo grabó más de mil canciones durante sus cincuenta de carrera, sino que era un cantante que vivía en una constante exigencia para mejorar sus canciones y controlar todo aquello que podrían cambiar la calidad de sus grabaciones y sus actuaciones en directo. Por eso Granata dedica este libro a contar lo que suponía esa exigencia en las sesiones de grabación con el cantante, basándose en las anécdotas recogidas en el libro gracias a las declaraciones de sus colaboradores más cercanos: los músicos, los productores y los arreglistas.
Granata dedica sus primeras páginas a argumentar cuestiones importantes como el trabajo que le llevó al cantante llegar a esa perfección, a una voz técnica y melódicamente tan trabajada, “La Voz”. El secreto lo encuentra en su modo de respirar mientras cantaba, su perfecta dicción, su expresividad y la gran intuición que tuvo al escoger las canciones que iba a grabar y con las que podía lucir esa voz privilegiada. Además Sinatra fue consciente de la importancia de crear su estilo propio sobre la música popular, tal como como la habían entendido otros artistas como Bing Crosby o Louis Amstrong.
La segunda característica del libro de Granata es la importancia que daba Sinatra a sus propias sesiones de grabación. Una situación nueva para los técnicos de sonido que no solían encontrarse con cantantes tan preocupados por las cuestiones técnicas. Su exigencia era máxima a la hora de buscar la excelencia en los arreglos orquestales.
Y eso que Frank Sinatra no sabía ni leer ni escribir música y menos realizar arreglos. Pero tenía una intuición nata para saber que arreglos necesitaban sus canciones y que gustaría o no a su público. Sinatra consiguió una reputación de cantante exigente consigo mismo y con los que le rodeaban en el estudio de grabación que Granata nos da a conocer en numerosas anécdotas y declaraciones:
La correlación entre el micrófono y el movimiento corporal es crucial para un cantante. «Antiguamente los artistas cantaban con una total inexpresión –dice Sammy Davis hijo. Se metían las manos en los bolsillos y se ponían a cantar totalmente inmóviles. Todos los cantantes de la escuela de Rudy Vallee eran así. Pero Frank solía cantar con las manos y transmitía la canción tanto lírica como físicamente al público. Chasqueaba los dedos cuando estaba contento. Decía cosas con las manos». (pp. 74)
El autor deja fuera del libro todo tipo de anécdotas o conversaciones referidas a la vida privada del cantante, ya sean familiares o sentimentales, si no aportan nada a los aspectos técnicos de sus grabaciones. Incluye también una profunda reflexión a la descripción de los estudios de grabación, sistemas de grabación, evolución de material técnico (grabaciones en cera, el nacimiento del LP, cintas o micrófonos), la distribución de la orquesta y, en definitiva, cualquier aspecto que le interesase como cantante y como productor de sonido. El período de las big bands (1937-1942), las primeras grabaciones, el período Columbia (1943-1952), el período Capitol y sus primeros pasos en Hollywood, el período de creación de su propio sello discográfico Reprise,... El libro cuenta con un epílogo escrito por su hija Nancy Sinatra que define el trabajo de su padre como una mezcla de “honestidad y pasión”. Al final incluye cuatro apéndices en los que se puede encontrar la guía de grabaciones, la colección básica, una relación de álbumes monográficos y una recopilación de cincuenta canciones que definen la esencia de Sinatra.
Hay que destacar el esfuerzo de Alba Editorial en esta colección “Trayectos música” intentando crear un fondo de obras diferentes sobre figuras como Miles Davis, Charlie Parker o John Coltrane.
En suma un libro muy completo y diferente sobre Frank Sinatra, un artista exigente y en esta faceta desconocido para el gran público, consciente de la importancia de todo el proceso de creación de la música desde los micrófonos hasta la puesta en escena. Un cantante que cambió para siempre la historia de la grabación, de la puesta en escena de las canciones. Un cantante que siempre vio la cosas “a su manera”.

martes, junio 16, 2009

El rufián, Armando Buscarini

Editorial Buscarini, Logroño, 2009. 369 pp. 26.84 €

Rubén Castillo Gallego

La inmensa mayoría de los lectores españoles oyeron hablar por primera vez de Armando Buscarini gracias a la novela Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada. Allí se nos presentaba a Antonio Armando García Barrios (tal era su auténtico nombre) como un poeta hiperbólico, estrafalario, locoide, con un ego desmesurado y con un comportamiento social, cuando menos, chocante. Pero la gran sorpresa vino cuando, acudiendo a Internet y otras fuentes de información, descubrimos que todo aquello era verdad: Buscarini (adoptó ese apellido por ser el de su presunto padre, al que jamás conoció) vendía por las calles sus propios cuadernillos de poemas, extorsionaba a las personas de su entorno (especialmente a los hermanos Álvarez Quintero) y manifestaba conductas esquizoides con accesos de furia. Su propia madre se encargó de ingresarlo en el manicomio de Logroño, en el que terminaría muriendo en 1940, sin haber cumplido los 36 años. Fruto de las peculiaridades de este poeta bohemio, su obra ha quedado siempre en un segundo plano, eclipsada por su vida aciaga. Pero desde hace algún tiempo, la editorial riojana que ostenta su apellido (y que conducen los hermanos Rubén y Diego Marín) se ha propuesto recuperar su legado literario para que podamos valorarlo de un modo justo. Así, tras la publicación de sus cartas y de sus poemas, ahora le ha tocado el turno al teatro, la narrativa y las memorias. El tomo que contiene estas piezas ha salido a las librerías con el título de El rufián y está compuesta por una serie de obras que se inician con Sor Misericordia (1923) y acaban con el drama que da título al conjunto (1928). Acompañan a estas composiciones las palabras prologales de Luis Antonio de Villena, que bailan un minué muy bien ritmado para no decir con claridad lo que la lectura sí nos hace evidente a los lectores: que Armando Buscarini era un autor desdeñable, y que sus presuntas genialidades (que sólo él consideraba tales) no son sino ripios, tramoyas llenas de agujeros, diálogos sin poder verbal, errores de construcción de las frases, escenas indebidamente aceleradas o abruptamente truncas, psicologías risibles, autocomplacencia que oscila entre el engreimiento («No se puede ni remotamente discutir mi personalidad de poeta lírico», p.73) y el desdén trufado de descalificaciones («Todavía quedan algunos insensatos que, no teniendo en qué emplear el tiempo, se dedican a desacreditarme diciendo que no valgo», p.299) y otras lacras que nos obligan a juzgar sus obras como el pataleo de un adolescente soberbio, huérfano de cultura, que entiende como una agresión lo que no es más que dictamen exacto: tildarlo de mediocre sería benevolente. Hay, cómo no, algunos aciertos aislados (tampoco demasiados), pero que no justifican la soberbia de Armando Buscarini. Ni la perla más hermosa del mundo constituye de por sí una joyería. Gracias a la estupenda idea de los hermanos Marín (publicar al autor, para que la Historia lo califique por sus obras, y no por sus actos) disponemos de un argumento sólido para estipular que, en esa «larga pléyade aún no dilucidada del todo críticamente» de la que habla De Villena (p.11) para referirse a la bohemia del primer tercio del siglo XX, Buscarini no pasaría de ser un elemento anecdótico. Y eso con suerte.

lunes, junio 15, 2009

La casa muerta, Yannis Ritsos

Trad. Selma Ancira. Acantilado, Barcelona, 2009. 80 pp. 11 €

José Luis Gómez Toré

Dos de los caminos que la lírica del siglo XX persiguió para evitar el solipsismo de una voz demasiado centrada en el yo consistieron en sendas aproximaciones a lo narrativo y lo dramático (si bien la contaminación fue mutua, pues buena parte de la narrativa y el teatro del XX se han contagiado de la subjetividad y la fragmentariedad que suele atribuirse a lo lírico). El presente texto de Ritsos (1909-1990), uno de los nombres fundamentales de la poesía griega contemporánea, se sitúa en esa línea de acercamiento entre el yo lírico y el yo dramático, en una tensión en la que el monólogo aspira en vano a convertirse en diálogo al no comparecer el interlocutor que haría posible la plena realidad de la palabra. Ritsos sin duda tiene muy presentes a las heroínas dolientes de las tragedia clásica cuando escribe este soliloquio alucinado, que pone en boca de una mujer que convive en la casa familiar únicamente con su hermana, una presencia extrañamente silenciosa durante todo el poema. La confusión temporal, el tono de tragedia y las referencias casi épicas en algunos momentos, señalan el interés de Ritsos (como otras figuras centrales de la poesía neohelénica como Elytis o Seferis) por hacer suya la tradición. Sin embargo, Ritsos evita el riesgo más evidente que encierra semejante apuesta: en ningún momento, su escritura se convierte en un ejercicio de arqueología. Su escritura, atravesada por las grandes preguntas de la contemporaneidad, revela, sin embargo, un espesor de siglos, una tradición que no es peso sino iluminación sobre el presente. La confusión de tiempos, que el poeta atribuye a la locura de la mujer, nos sitúa más bien ante una temporalidad circular, un eterno retorno en el que los dioses, las guerras, los monstruos de la Antigüedad retornan transfigurados con nuevos ropajes.
La casa alcanza en el largo poema que constituye el libro un protagonismo indudable ya desde su mismo título. La vivencia de dicho espacio se desarrolla en una llamativa ambigüedad, pues la casa parece en ocasiones un espacio protector frente al mundo hostil y otras, en cambio, un espacio en el que la violencia y el tiempo destructor son desde hace años los pretendientes que han ocupado sus estancias vacías sin miedo a que venga a expulsarles ningún Ulises: «Ahora ya nos quedamos aquí, como en las manos quedan manchas amarillas de polen/ cuando se cortan flores en el jardín al atardecer, muchas flores,/ para los jarrones del comedor y los dormitorios de los muertos». Una casa tomada, diríamos con Cortázar, en la que la muerte y la decrepitud se convierten en temas obsesivos (un tono obsesivo plenamente logrado por el poeta, que recurre al parelelismo y otras figuras de repetición para hacernos partícipes del laberinto de espejos, de esa otra casa muerta que es la memoria de la mujer que habla). Al final, sólo queda la muerte: «Sólo que más allá no hay nada- que lo sepa». Y sin embargo, la otra mujer calla, quién sabe si para desmentir a su hermana o para confirmar su veredicto.

viernes, junio 12, 2009

El orden de la memoria, Salvador Gutiérrez Solís

Destino, Barcelona, 2009. 304 pp. 18,5 €

Juan Gómez Espinosa

Que Gutiérrez Solís es un escritor más que hábil y eficaz queda fuera de toda duda con esta lectura. Eso sí, creo que es mi deber dar unos cuantos avisos y que cada cual obre en conciencia. El primero: su prosa es ágil, rechaza toda pretensión de densidad y, aunque nunca llega a caer en la vulgaridad del pie de calle, refleja a cada momento una fuerte ligazón con la cotidianeidad; así que, abstenerse vanguardistas de corazón y/o tertulia. Segundo aviso: la trama está repleta de alusiones, más o menos veladas, a elementos de la actualidad social (la misma empresa que dirige el protagonista huele descaradamente a El Corte Inglés), combinados con desparpajo, pero sin afán destructor; así que, abstenerse buscadores de ínsulas extrañas y paraísos perdidos. Tercer aviso: el personaje principal puede parecer aséptico, aunque uno de los grandes logros de Gutiérrez Solís sea ir acercándolo con frío tesón al lector, el cual termina por sentir una cierta familiaridad con aquél; así pues, abstenerse rastreadores de personajes fogosos y brillantemente atractivos. Cuarto y último aviso: toda la novela se desarrolla con un pulso sereno, ligero, elegante, sin grandes momentos de poesía ni patetismo; al final, una última escena que todo lo cierra y todo lo abre; abstenerse los que no tengan paciencia o no les guste jugar a las damas chinas. Tal vez, uno pueda no compartir la estética (por llamarlo de algún modo) del autor, pero hay que reconocer la evidencia: Gutiérrez Solís sabe perfectamente lo que se hace; el pulso sereno y la fría constancia que antes citaba son muestras de un creador en plenas facultades, maduro, con oficio y sabiduría. Y esa falsa asepsia consigue, por puro contraste, realzar momentos que aspiran a la profundidad emotiva: las andanzas rurales del protagonista, sus último viaje con el padre enfermo, la soledad de Claudia (personaje vital para esa escena final de la que hablé)… Nos encontramos, en definitiva, con un canto discreto, distanciado de toda grandilocuencia, en alabanza de las experiencias pasadas; de ahí la necesidad de ordenar la memoria, reteniendo los momentos pequeños pero dignos y, por qué no admitirlo, eludiendo los más oscuros. Paradójicamente, los momentos pequeños terminan así por tornarse en grandes recuerdos, mientras que los otros, de mayor carga vivencial en su sordidez, se van replegando en los rincones de las sombras, en los indignos de cualquier rememoración. Un libro, y un autor, dignos de todo respeto. Espero con sana curiosidad sus próximas criaturas.

jueves, junio 11, 2009

Ararat, Frank Westerman

Trad. Goedele De Sterck. Siruela, Madrid, 2008. 296 pp. 25 €

César Mallorquí

La mayor parte de quienes, siendo adultos, hemos dejado de creer en dios, fuimos educados de niños en un contexto religioso y recibimos una instrucción doctrinal. No es raro, por tanto, que un ateo o agnóstico conozca a la perfección la historia de José y sus hermanos, las peripecias de Moisés o el frustrado sacrificio de Isaac a manos de Abraham; todos esos relatos habrán sido re-etiquetados como “mitos”, pero pertenecen a una mitología que nos fue inoculada desde muy temprana edad y que durante un tiempo aceptamos como cierta. Así pues, aunque la razón refute la fe, ¿cuánto queda del mito en nuestro interior? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto han influido (e influyen) esas creencias perdidas en lo que somos?
A estas preguntas se propuso dar respuesta el escritor y periodista holandés Frank Westerman cuando decidió escalar el Ararat, la montaña situada en Turquía, entre Irán y Armenia, donde, según la tradición encalló el arca de Noé cuando bajaron las aguas del diluvio. Westerman nació en el seno de una familia adventista donde las leyendas bíblicas eran interpretadas como verdades al pie de la letra; si la Biblia afirmaba que Noé se salvó del diluvio en un arca que transportaba una pareja de cada especie, eso fue lo que realmente ocurrió. Cuando Westerman contaba unos veinte años, descubrió el Poema de Gilgamesh, más de mil años anterior a la Biblia, donde se habla de Ziusudra, un personaje cuya historia es idéntica punto por punto a la de Noé. Posteriormente, averiguó que esos no eran los únicos Noés, sino que había decenas repartidos entre múltiples mitologías: Nüh, Atrahasis, Xisutros, Utnapishtim, Prometeo, Manu, Tumbainot... Es decir, la Biblia, la supuesta palabra de dios, contenía partes que no eran más que copias de leyendas paganas, y nadie se lo había dicho.
Aquella revelación, el hecho de que su iglesia le hubiese ocultado información sustancial, quebró la fe de Westerman y acabó conduciéndole al agnosticismo. Mucho después, en 1999, el autor, por aquel entonces corresponsal de prensa en la Europa del este, viajó a Ereván, la capital de Armenia, una ciudad presidida por la distante mole del Ararat. Aquello supuso para Westerman un reencuentro con los mitos de la infancia; además, descubrió que aquella montaña le causaba una extraña sensación de “seguridad y salvación”, la misma que sentía de niño cuando leía las historias del Viejo Testamento. Era como si, al comprobar con sus propios ojos la existencia del Ararat, de algún modo su inconsciente corroborara la realidad del mito de Noé. Desde ese momento, si bien paulatinamente, Westerman, comenzó a obsesionarse con aquella montaña, hasta que, tres años más tarde, decidió escalarla.
Pero previamente, mientras aguardaba los permisos necesarios por parte de las autoridades turcas, Westerman inició un proceso de investigación acerca del Ararat, tanto desde el punto de vista mítico como desde las perspectivas geológica, histórica, religiosa y política. Ararat, el libro, es un resumen de esa indagación, y también un libro de viajes, y un diario personal del autor, donde describe todo el proceso de lo que habría que ser su viaje iniciático –en cierto modo, un regreso a la infancia-. Pero, sobre todo, Ararat es una apasionante incursión en las raíces del mito.

miércoles, junio 10, 2009

Las cosas como eran, Esperanza Ortega

Menos Cuarto, Palencia, 2009. 296 pp. 17 €

Ignacio Sanz

La memoria es el hilo conductor que vertebra este libro, una memoria que bebe en una época mágica: la de la infancia de su autora, Esperanza Ortega, conocida sobre todo como poeta.
El libro se lee como una novela. Pertenece la autora, nacida en 1953, a una familia de la pequeña burguesía palentina, una familia peculiar formada por un padre y una madre que han contraído nupcias por segunda vez. De modo que la muerte está presente en este relato, aunque ella de niña creía que solo se llevaba a los que vivían en el bajo y en el primer piso de su casa, que nunca alcanzaba a los del segundo piso. Hasta que se llevó a su padre cuando ella tenía 10 años. Esperanza era la pequeña de la casa, la más mimada, la que llegó descolgada, la que jugaba con la mayor de sus sobrinas. Apenas conserva recuerdo de los abuelos, pero ha tenido en el padre un referente inolvidable. No nos explica esa fascinación de un comerciante y empresario de cine por los libros. Una fascinación que trasladó a su hija cuando le regaló un libro que la dejó marcada para siempre: Flor de leyendas. No sólo Flor de leyendas es un gran libro, es que, además, se lo regaló su padre. Por cierto también el padre, don Teófilo Ortega, escribió alguno, aunque tras la guerra quedaran sepultados y se trató de borrar su rastro comprometido. La narradora nos recuerda a su padre sentado tarde tras tarde en su despacho, cuando subía del almacén, leyendo libros en silencio sentado en una silla en forma de herradura. No se le podía molestar, pero ella que lo admiraba, a veces abría la puerta y le sonreía. Esa estampa del padre enfrascado en la lectura, acaso hiciera lectora engatusada a su hija. Pero es una estampa, un recuerdo de los muchos que desfilan por estas páginas. Me ha impresionado la descripción que hace de una escena protagonizada por su hermano José y por ella, ya al final del libro, cuando la autora regresa a casa, tras una operación. Esperanza es trasladada en ambulancia y su hermano José, que hace las veces de padre, la coge en brazos y, como si su cuerpo fuera de delicado cristal, asciende los sucesivos tramos de escalera y la deposita en la cama en la que cuatro años antes había muerto su padre, en la habitación más luminosa, donde pasará los seis meses siguientes. A su hermano se le hinchan las venas.
Hay un recuerdo emocionado hacia las criadas que le contaban romances y canciones, como se los contaban también a Federico García Lorca en Fuente Vaqueros. Y mucho cariño hacia los profesores y los compañeros de instituto, donde se matricula, tras pasar por decepcionantes y tediosos colegios de monjas, tanto en Palencia como en Madrid.
Pero me temo que no estoy siendo fiel al libro que está perfectamente estructura en capítulos cuyos títulos resultan curiosos: la casa, la ropa, los alimentos, los libros, olores y ruidos, muñecos y muñecas, los colegios, las palabras, el cine, lo invisible, las escaleras.
El capítulo de lo invisible habla de Dios, de los ángeles, de los abuelos muertos, de la ilusión que trató de inculcarle su madre, del tiempo. La mirada de la autora es aquí una mirada marcadamente poética.
«Mi casa estaba llena de palabras hasta rebosar. Parecían legiones de hormigas, no dejaban de multiplicarse. Había una palabra para nombrar a cada cosa y si no encontrabas alguna que estabas buscando, preguntabas y enseguida te ofrecían en bandeja la más apropiada.»
Rascucia, zangolotina, a esgalla, estafermo, marión, mazacotes, arambol, coritas, cimbalillos... son algunas de las palabras que la autora relaciona con su aprendizaje en el seno de la familia.
Las cosas como eran es un regalo, un agudo ejercicio de memoria en el que a veces el lector, inevitablemente, se ve reflejado, porque como sabemos, más que hijos de unos padres, somos hijos de una época. Esperanza Ortega ha hecho un esfuerzo monumental para quitar el velo del olvido a su infancia y ofrecernos con toda nitidez un espejo emocional en el que reconocernos.

martes, junio 09, 2009

Pascua en todas partes, Darcey Steinke

Trad. Rafael Aníbal. Kailas, Madrid, 2008. 247 pp. 17,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

A las pocas páginas de empezar a leer Leche, única novela de Darcey Steinke traducida al español a día de hoy, me vino a la cabeza otra novela breve, Sangre sabia, escrita por Flannery O’Connor. Los personajes de ambas, a pesar de moverse en una esfera real bien definida, parecen ser representaciones, más que generadores, de actitudes y pensamientos. Dan la impresión de vidrieras góticas que a la vez que muestran aspectos de la vida cotidiana funcionan como iconos de la fe y el sufrimiento, de ahí que sean seres humanos solitarios, concebidos como compartimentos estancos. Pero también le une a la matriarca del gótico sureño un gusto por la suciedad y la brutalidad, que discurre con total normalidad, en ocasiones de forma bastante impactante.
Con estos mimbres uno esperaría unas memorias dislocadas, sangrantes. Pero no. Una rara calma sobrevuela este libro mientras transitamos de manos de la autora por las distintas fases de su existencia. De una infancia ensimismada enmarcada en la precariedad del matrimonio de sus padres, un pastor luterano sin grandes aspiraciones pero entregado al prójimo sin calcular las consecuencias para su familia y una antigua reina de la belleza local constreñida por las condiciones de vida a la que su marido la conduce, a una adolescencia marcada por su tartamudeo y su condición de hija del pastor, y de ésta a una juventud rebelde contra todo y contra nadie que desemboca en un matrimonio fallido y una hija que se convierte en su único pilar vital seguro.
Llama la atención, sin embargo, que la escritura se encuentre ausente de la narración, como si fuese un asunto menor, a excepción de contadísimas referencias a algún título y un brevísimo adentramiento en el argumento de Jesus saves. Sólo la religión sirve de columna vertebral de su ejercicio memorialístico, y uno entiende esa desatención a su labor literaria en cuanto ésta no es sino la plasmación, el continuo replanteamiento desde múltiples perspectivas, de la lucha continua que mantiene con Dios y los rituales que le rodean, sus esfuerzos infructuosos, con fugaces victorias, por situarse en un lugar correcto respecto a él, más allá de las circunstancias personales que la envuelven en cada momento. De manera que a fuerza de no proporcionar ninguna explicación sobre la génesis de sus libros, lo hace de todos ellos a la vez.
Pero esto no significa ni mucho menos que Pascua en todas partes sea un tedioso ensayo teológico disfrazado de autobiografía, como tampoco consiste en una abrumadora recopilación de anécdotas. Religión y vida se hayan imbricadas de manera natural, se diría incluso que el estilo poético que adorna ciertos recuerdos, que tienden a ser más sensaciones que escenas concretas, particularmente de la infancia, es su resultado más perfecto. Su mirada es como la del sacerdote gay de Leche, que ve a su novio fallecido en todas las cosas, manifestándose en cualquier mínimo detalle, como si fuese el mismo Dios. Para Steinke irremediablemente siempre será Pascua en todas partes.
Si el lector salva el escollo que supone leer las memorias de alguien de quien seguramente no conoce ni el nombre, accederá a un testimonio lleno de belleza, de pequeñas iluminaciones pero también de enorme oscuridad. Aunque trate de una permanente crisis espiritual, uno gana una extraña paz con este libro.

lunes, junio 08, 2009

Entrega de los III Premios La Tormenta en un Vaso: álbum fotográfico



LOS GANADORES, CON LA ESTATUILLA DE MATEO SANZ. De izquierda a derecha: Enrique Redel, Cristina Fernández Cubas y Pablo Gutiérrez.

FOTO DE FAMILIA DE GANADORES Y PRESENTADORES. De izquierda a derecha: Marta Sanz, Enrique Redel, Óscar Esquivias, Cristina Fernández Cubas, Pablo Gutiérrez, Elena Medel, Care Santos.



LOS LIBROS GALARDONADOS CON LOS III PREMIOS TORMENTA. Rosas, restos de alas, de Pablo Gutiérrez, publicado por La Fábrica (Mejor nuevo autor); Lo infraordiario, de Georges Perec, de Editorial Impedimenta (Mejor obra traducida) y Todos los cuentos, de Cristina Fernández Cubas, editado por Tusquets (Mejor libro en castellano).

Los premios fueron entregados el pasado sábado, 6 de junio, a las 13:00 horas.

La Tormenta en un Vaso quiere agradecer a Casa del Libro de la calle Fuencarral, de Madrid, la buena acogida que nos ha dispensado.

viernes, junio 05, 2009

Estáis todos invitados


La Tormenta en un Vaso entrega sus premios anuales en Madrid.

Nos vemos mañana, sábado 6 de junio, a las 13.00 hh en la Casa del Libro de Fuencarral, 119. Pasaremos un rato genial entre libros.

¡Os esperamos!

jueves, junio 04, 2009

No hay que morir dos veces, Francisco González Ledesma

Planeta, Barcelona, 2009. 464 pp. 19.89 €

Gregorio León

Generalmente, en las novelas negras clásicas, aquellas que se atienen a los clichés aceptados o más bien exigidos por los lectores, encontramos tipos duros, malhechores, chicas que siempre traen desgracias irreparables y algún detective en el que podemos hallar el único rasgo de integridad . Así se concibió la mejor novela negra, la que parieron Hammett y Chandler, y así se sigue escribiendo. ¿No se han dado cuenta del descaro con el que Philip Kerr imita a Chandler? Una bendita imitación que agradecemos todos lo que estamos interesados en el III Reich y en sus escondidos secretos. Pero en la última aventura del inspector Méndez que nos ha regalado Francisco González Ledesma, encontramos un personaje que desborda bondad, entre otras cosas porque no ha conocido ni conocerá el mal. Una niña con síndrome de Down que lo da todo a cambio de una sonrisa, que sólo será capaz de ofrecerle una mujer atormentada que se llama Sandra, y que está deseando morir. Las mujeres, las mujeres. Siempre las mujeres. Como ocurre en casi todas las novelas de Francisco González Ledesma, son ellas los personajes más potentes, las que encienden la mecha de la trama.
Con el talento que sólo tienen las grandes maestros, González Ledesma nos va envolviendo, engañando, que a fin de cuentas de eso se trata cuando hablamos de ficción. Lo que parece la preparación de un asesinato realizado por encargo, lo que intuimos como un asunto de prostitución, la más sórdida, la que tiene como víctimas a los menores, se va ramificando hasta encontrarnos con un caso de terrorismo internacional.
Y otra vez Méndez, el de los procedimientos poco ortodoxos, el que elige los peores menús, pero poseedor de una lucidez que está más allá de los métodos, de un corazón que no suele entrar en el pecho de los detectives que se nos aparecen en el camino de tantas lecturas. Es él el único que puede impedir la muerte de centenares de personas que disfrutan insensatamente los acordes de un vals ajenos a la tragedia que está a punto de producirse sobre la cubierta de un yate de recreo.
He leído, siempre con placer, otras novelas de González Ledesma. Aquí reseñé su exitosa Una novela de barrio, premio RBA. Pero me atrevo a decir que esta es incluso mejor, la más redonda, la que presenta más matices. Estoy con Lorenzo Silva. Dice en la faja que acompaña No hay que morir dos veces que esta novela es tierna en su ironía. Y esa es la palabra: ternura. Esa es la gran protagonista de esta novela.
Obviamente, de género femenino.

miércoles, junio 03, 2009

La era del guerrero, Robert Fisk

Trad. Efrén del Valle Peñamil. Ed. Destino, Barcelona, 2009. 336 pp. 19,50 €

Julián Díez

Si hay un género literario que esté sufriendo en la era de internet, ese es el reportaje periodístico. Sustituido por los refritos, el hábil corta y pega, la recopilación de datos tomados de un par de libros y vendidos como propios –materiales todos ellos abundantes en la red-, se ha visto marginado por impostores. Casi no hay en ningún medio textos –demasiado largos para los gustos actuales- en los que se describen hechos conocidos de primera mano: el viejo viajar para ver, ver para vivir y vivir para contarlo de Ryszard Kapuscinski, tan venerado como poco imitado.
Para los medios españoles, en particular, hace tiempo que los gastos que supone algo así no justifican la posibilidad de que el reportero traiga algo incómodo, o triste, o que no esté de moda. Se reserva esa inversión al conflicto del momento, la gripe porcina que toque, para publicar lo mismo que la competencia y así no quedar atrás en una carrera que no tiene en cuenta a nadie más que a los propios códigos internos de la profesión. Y siempre, por supuesto, sin ofender a nuestros anunciantes, que por algo son los que realmente pagan el medio, no los lectores.
Todo ello convierte a gente como Robert Fisk en una especie en peligro de extinción. En este volumen, que recopila numerosos artículos del corresponsal de The Independent en Oriente Medio, no sólo hay artículos sobre el tema del momento –Irak, Afganistán…-, sino sobre cuestiones que esquivan el interés de la opinión pública pero que siguen vivas ahí: el reconocimiento del genocidio armenio, la responsabilidad occidental en la situación en Israel y Palestina, la huella del desastre de Gallípoli…
El denominador común de todas esas historias es que Fisk está allí, conoce la situación, comparte sus pensamientos, y después lo cuenta. Tras esa labor, que contrasta felizmente con la mayor parte de lo que leemos al cabo del día, queda poco de juicio a priorístico, y aún menos de esos lugares comunes (“asesinato selectivo”, “necesidades de seguridad”, “eje del mal”) con los que los medios de comunicación trufan la visión del mundo que se nos ofrece.
El libro sólo se ve lastrado por los inevitables condicionantes de ser una recopilación de textos que no fueron originalmente creados para ese propósito, como reiteración de ideas o falta de un hilo conductor claro que sí estaba presente en la otra obra de Fisk traducida previamente, La gran guerra por la civilización. Sin embargo, es en su conjunto una obra nervuda, contundente, repleta de interés y que para mí, como periodista, tiene aromas que añoro en el producto que cada día se vende en los quioscos.

martes, junio 02, 2009

Desde el recuerdo, Françoise Sagan

Tras. Alejandro Palomas. El Cobre, Barcelona, 2009. 166 pp. 20 €

Pedro M. Domene

Françoise Sagan (1935-2004) se convirtió tras la publicación de su primera novela, Buenos días, tristeza (1954), en un fenómeno editorial que conmovió a la sociedad francesa del momento. Autora, además, de algunos éxitos posteriores tanto en narrativa, como en teatro y algunas, poco afortunadas, incursiones en el mundo del cine con guiones de escaso éxito. Traducidas, casi todas sus obras importantes a lo largo de estos años, El Cobre Ediciones publica en castellano Desde el recuerdo (2009), una obra autobiográfica que cuenta, con el habitual estilo directo de la narradora francesa, algunas de las pasiones que la llevaron a sonados escándalos, y a consumar una vida al límite. Habitual del boulevard de Saint Germain, por donde solía verse a Juliette Greco, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, moradores de un París de profundas ideas revolucionarias, repleto de excesos de todo tipo. La buena vida, las excentricidades, el juego, fueron algunas de las pasiones de la joven Sagan. Los nombres de Billie Holiday, Tennesse Williams, Carson McCullers, Orson Wells, Rudolf Nureyev y, sobre todo, Jean Paul Sartre, conforman la agitada existencia de esta intelectual que provocaría escándalos a lo largo de toda su existencia, tanto privada como pública, además de todos los excesos que el alcohol y las drogas le permitieron. Con una prosa clara y contundente, estos textos contienen sus opiniones sin reservas y expresan esa combinación de cinismo, sensualidad e indiferencia con que se caracterizaba su obra en prosa, así como su propia actitud. Sagan escribe sobre quienes admira, sobre las tragedias con que vivieron esos personajes, atormentados en ocasiones como ella misma. A través de esta colección de textos (diez en total) ofrece el más sincero retrato de sí misma que jamás hubiéramos podido imaginar, porque además de escribir con ese entusiasmo juvenil en ocasiones, evoca algunos de esos aspectos favoritos que conformaron su propia vida: el sol, el ocio, los coches, ciertas compañías, algunas de sus lecturas adolescentes: Gide, Camus, Rimbaud o el eterno Proust. Y sobre todo ofrece, esa lucida visión de vértigo con llevó su ludopatía, cuando prácticamente buena parte de su adolescencia y madurez se desarrolló sobre los tapetes verdes de Saint-Tropez, y así quedó reducida a la débil sombra de aquella joven despreocupada que con ese primer libro, publicado en 1954, vendió millones de ejemplares en todo el mundo, solía divagar acerca de lo presentido, y todo lo observaba, con una candidez casi infantil. ¿En qué se parece la tragedia a la vida? Parte de la respuesta está en Desde el recuerdo, una excelente ocasión para volver sobre la autora de Buenos días, tristeza, tras algunos años de silencio y de sufrimiento.

lunes, junio 01, 2009

Sida mental, Lionel Tran

Trad. Laura Salas Rodríguez. Periférica, Cáceres, 2008. 160 pp. 15 €

Elvira Navarro

En las banlieue, como se llama a los suburbios de las capitales francesas, construidos en los años 60 para inmigrantes y nacionales que venían del campo, se respiran cuchillos. Lo digo porque viví en Mairie de Saint-Ouen (París) durante seis meses. Lionel Tran (1971), según reza la contracubierta de Sida mental, no sólo pasó allí una temporadita, sino que se crió en una de ellas. En concreto, en la de Vaulx-en-Velin, en Lyon. Su infancia y adolescencia no fue ningún camino de rosas, y Sida mental, libro autobiográfico, es el testimonio de un malestar muy cercano a la locura. Un testimonio con una (confesada por el autor) voluntad política de unir su historia personal con el contexto social.
Lo que aquí se denuncia no es sólo una realidad estática, que empieza y acaba en sí misma por falta tanto de proyectos como de medios para vehicularlos, sino el cascarón vacío que representan los ideales si no hay una coherencia con la que adquieran sentido y se ganen el respeto. El niño-adolescente-joven cuya voz escuchamos, voz que salta de un sitio a otro en capítulos titulados con fechas (aunque sin orden cronológico), está ahogado por una madre sesentayochista que acude a cuanta reunión, manifestación o protesta de comunistas y feministas haya. Sus “buenas ideas” no se traducen en casa en amor hacia el hijo, ni en intentar que éste aprenda, sino en una tiranía histérica que lo culpabiliza por ser hombre. «Mamá no es una madre. Es una mujer. (…) Ya no puedo llamarla mamá. (…) Un ‘niñohombrechico’ no debe pedir nada a una ‘mujerindividuocompleto’. (…) Un ‘niñohombrechico’ es considerado violento. En los juegos que acaban mal será considerado culpable desde el principio».
El protagonista no tiene referentes que le permitan vivir. Sus amigos están tan empantanados como él y, al igual que los escorpiones, que se clavan su propio aguijón ante el peligro, lo único que queda es destruirse. Por supuesto, no hay conciencia de esta destrucción. ¿Cómo la va a haber, si no existe nada donde el ‘niñohombrechico’ pueda mirarse y comparar? Cuando él sueña con matar a los otros, no se da cuenta de que es a sí mismo a quien aniquila. Porque proyecta lo que es, muerte, y en esa proyección se reafirma, y porque no sabe que las salidas, de haberlas, están fuera, en los demás.