Editorial Buscarini, Logroño, 2009. 369 pp. 26.84 €
Rubén Castillo Gallego
La inmensa mayoría de los lectores españoles oyeron hablar por primera vez de Armando Buscarini gracias a la novela Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada. Allí se nos presentaba a Antonio Armando García Barrios (tal era su auténtico nombre) como un poeta hiperbólico, estrafalario, locoide, con un ego desmesurado y con un comportamiento social, cuando menos, chocante. Pero la gran sorpresa vino cuando, acudiendo a Internet y otras fuentes de información, descubrimos que todo aquello era verdad: Buscarini (adoptó ese apellido por ser el de su presunto padre, al que jamás conoció) vendía por las calles sus propios cuadernillos de poemas, extorsionaba a las personas de su entorno (especialmente a los hermanos Álvarez Quintero) y manifestaba conductas esquizoides con accesos de furia. Su propia madre se encargó de ingresarlo en el manicomio de Logroño, en el que terminaría muriendo en 1940, sin haber cumplido los 36 años. Fruto de las peculiaridades de este poeta bohemio, su obra ha quedado siempre en un segundo plano, eclipsada por su vida aciaga. Pero desde hace algún tiempo, la editorial riojana que ostenta su apellido (y que conducen los hermanos Rubén y Diego Marín) se ha propuesto recuperar su legado literario para que podamos valorarlo de un modo justo. Así, tras la publicación de sus cartas y de sus poemas, ahora le ha tocado el turno al teatro, la narrativa y las memorias. El tomo que contiene estas piezas ha salido a las librerías con el título de El rufián y está compuesta por una serie de obras que se inician con Sor Misericordia (1923) y acaban con el drama que da título al conjunto (1928). Acompañan a estas composiciones las palabras prologales de Luis Antonio de Villena, que bailan un minué muy bien ritmado para no decir con claridad lo que la lectura sí nos hace evidente a los lectores: que Armando Buscarini era un autor desdeñable, y que sus presuntas genialidades (que sólo él consideraba tales) no son sino ripios, tramoyas llenas de agujeros, diálogos sin poder verbal, errores de construcción de las frases, escenas indebidamente aceleradas o abruptamente truncas, psicologías risibles, autocomplacencia que oscila entre el engreimiento («No se puede ni remotamente discutir mi personalidad de poeta lírico», p.73) y el desdén trufado de descalificaciones («Todavía quedan algunos insensatos que, no teniendo en qué emplear el tiempo, se dedican a desacreditarme diciendo que no valgo», p.299) y otras lacras que nos obligan a juzgar sus obras como el pataleo de un adolescente soberbio, huérfano de cultura, que entiende como una agresión lo que no es más que dictamen exacto: tildarlo de mediocre sería benevolente. Hay, cómo no, algunos aciertos aislados (tampoco demasiados), pero que no justifican la soberbia de Armando Buscarini. Ni la perla más hermosa del mundo constituye de por sí una joyería. Gracias a la estupenda idea de los hermanos Marín (publicar al autor, para que la Historia lo califique por sus obras, y no por sus actos) disponemos de un argumento sólido para estipular que, en esa «larga pléyade aún no dilucidada del todo críticamente» de la que habla De Villena (p.11) para referirse a la bohemia del primer tercio del siglo XX, Buscarini no pasaría de ser un elemento anecdótico. Y eso con suerte.
Rubén Castillo Gallego
La inmensa mayoría de los lectores españoles oyeron hablar por primera vez de Armando Buscarini gracias a la novela Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada. Allí se nos presentaba a Antonio Armando García Barrios (tal era su auténtico nombre) como un poeta hiperbólico, estrafalario, locoide, con un ego desmesurado y con un comportamiento social, cuando menos, chocante. Pero la gran sorpresa vino cuando, acudiendo a Internet y otras fuentes de información, descubrimos que todo aquello era verdad: Buscarini (adoptó ese apellido por ser el de su presunto padre, al que jamás conoció) vendía por las calles sus propios cuadernillos de poemas, extorsionaba a las personas de su entorno (especialmente a los hermanos Álvarez Quintero) y manifestaba conductas esquizoides con accesos de furia. Su propia madre se encargó de ingresarlo en el manicomio de Logroño, en el que terminaría muriendo en 1940, sin haber cumplido los 36 años. Fruto de las peculiaridades de este poeta bohemio, su obra ha quedado siempre en un segundo plano, eclipsada por su vida aciaga. Pero desde hace algún tiempo, la editorial riojana que ostenta su apellido (y que conducen los hermanos Rubén y Diego Marín) se ha propuesto recuperar su legado literario para que podamos valorarlo de un modo justo. Así, tras la publicación de sus cartas y de sus poemas, ahora le ha tocado el turno al teatro, la narrativa y las memorias. El tomo que contiene estas piezas ha salido a las librerías con el título de El rufián y está compuesta por una serie de obras que se inician con Sor Misericordia (1923) y acaban con el drama que da título al conjunto (1928). Acompañan a estas composiciones las palabras prologales de Luis Antonio de Villena, que bailan un minué muy bien ritmado para no decir con claridad lo que la lectura sí nos hace evidente a los lectores: que Armando Buscarini era un autor desdeñable, y que sus presuntas genialidades (que sólo él consideraba tales) no son sino ripios, tramoyas llenas de agujeros, diálogos sin poder verbal, errores de construcción de las frases, escenas indebidamente aceleradas o abruptamente truncas, psicologías risibles, autocomplacencia que oscila entre el engreimiento («No se puede ni remotamente discutir mi personalidad de poeta lírico», p.73) y el desdén trufado de descalificaciones («Todavía quedan algunos insensatos que, no teniendo en qué emplear el tiempo, se dedican a desacreditarme diciendo que no valgo», p.299) y otras lacras que nos obligan a juzgar sus obras como el pataleo de un adolescente soberbio, huérfano de cultura, que entiende como una agresión lo que no es más que dictamen exacto: tildarlo de mediocre sería benevolente. Hay, cómo no, algunos aciertos aislados (tampoco demasiados), pero que no justifican la soberbia de Armando Buscarini. Ni la perla más hermosa del mundo constituye de por sí una joyería. Gracias a la estupenda idea de los hermanos Marín (publicar al autor, para que la Historia lo califique por sus obras, y no por sus actos) disponemos de un argumento sólido para estipular que, en esa «larga pléyade aún no dilucidada del todo críticamente» de la que habla De Villena (p.11) para referirse a la bohemia del primer tercio del siglo XX, Buscarini no pasaría de ser un elemento anecdótico. Y eso con suerte.
Gran descubrimiento su Blog. Lo Linkamos. Felicidades por su trabajo
ResponderEliminarAcabo de leer "Pregúntale al polvo" de John Fante, y su protagonista, Arturo Bandini, me resulta el mismísimo Armando Buscarini, hecho personaje de ficción. Un saludo desde la Chantrea-Txantrea.
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