Trad. José Aníbal Campos González. Acantilado, Barcelona, 2009. 232 pp. 20 €
José Morella
Estas cartas que hoy recomendamos nos dan muchas pautas para reflexionar sobre cómo las dos grandes guerras de las que sus autores fueron testigos cambiaron el mundo. Lo primero que llama la atención es el trato exquisito entre dos personas con un talante personal y una procedencia social tan diferentes. Resulta inaudita la forma en que Hesse y Zweig ofrecen en cada carta su amistad y recogen con delizadeza la del otro. Ambos se entregan. Se esfuerzan en no fingir nada, en no mentir ni mentirse, en ser veraces sin ser duros, en no intentar gustar de cualquier manera a su corresponsal. Lo valioso no es que lo consigan o no, sino la visibilidad alentadora de su intento, el esfuerzo evidente y hermoso del acercamiento. La amistad labrándose palabra a palabra, con sus esfuerzos, sus alegrías y sus pequeñas decepciones. Lo que tenían en común, al fin y al cabo, era mucho más potente y serio que todo lo demás, y es el tema principal que se trata en las cartas de este libro: la búsqueda y la necesidad de la paz. Uso la palabra paz y no pacifismo, porque me parece que el -ismo hace pensar en vagas abstracciones propias de las escuelas de pensamiento, de las tendencias, de los grupos, y nos aleja de lo real. Nos aleja de la manera en que Hesse y Zweig vivían el problema. De la tensión que en sus propios cuerpos produjo la necesidad de paz. No es tan solo un ir hacia la paz, no es tan solo un discurso sobre algo. Ellos, además de crear discurso, vivieron la paz como anhelo cotidiano, sufrieron su carencia: les dolía en sus propios cuerpos que el mundo estuviera matándose. Sus biografías, que no vamos a recordar aquí, son testmonio de ello. En el caso de Hesse, sus informes médicos bastarían para demostrarlo. En el de Zweig, su último gesto. Creo que hoy ya no existen hombres de paz como ellos. No porque ahora la gente sea esencialmente peor, o ellos mejores, sino porque el pacifismo (ahora sí puedo llamarlo de esa forma) se ha profesionalizado, y el dinero público y privado que reciben muchas organizaciones les quita fuerza para criticar a las propias instituciones que las financian. Es difícil que denuncies, por ejemplo, la fabricación y exportación masiva de armas en un país cuyo gobierno te subvenciona justamente a ti y, mira tú por dónde, no es nada escrupuloso con el hecho de que los empresarios locales sean líderes en la industria de la muerte. Por no hablar de la Iglesia, caritativa señora cuya sonrojante relación con la paz contrasta vivamente con el valor de muchos cristianos, desde Francisco de Asís hasta Monseñor Romero o el padre Casaldàliga. ¿Cómo denunciar injusticias sin morder la mano del que te paga? Hesse no tenía ese problema, porque no le pagaba nadie. Zweig tampoco. Hesse solo conseguía perder dinero y fuerzas al defender sus posiciones. Vivía como un asceta, separado de un mundo que le hostigaba. Hubo una gran hostilidad pública hacia él en Alemania. Sus libros fueron prohibidos. Se dijeron de él barbaridades.
Aunque solo hay cartas de dos escritores, los verdaderos personajes de este libro son tres. El tercer lado del triángulo es Romain Rolland. Hesse le dedicó su libro Siddharta, y para Zweig representaba la "garantía de la persistencia del pensamiento europeo”, la conciencia moral del nuestro continente. Rolland había conocido a Gandhi (a quien ayudó a popularizar en Europa), a Tagore y a Vivekananda, y su teatro abogaba por el final de las estructuras dramáticas tradicionales y la creación de un espectáculo democrático que acercara al espectador a la vivencia de la festividad, de la celebración de la propia existencia. Algo distinto al teatro burgués que nos lleva a mirar la vida de otros, a ser espectador de otros sueños. Hay que poner a estos tres hombres en la senda de Tolstói y el ya citado Gandhi, que toman como referente, entre otros, el sermón de la montaña: las palabras de Jesús, o de ese personaje de creador anónimo llamado Jesús. Sería buena idea que algún erudito escribiera un libro, si no está ya escrito, siguiendo la estela de Tolstói e investigando, de archivo en archivo, todos los esfuerzos llevados a cabo por la Iglesia para reinterpretar, achicar y censurar ese discurso. El sermón de la montaña habla de dar limosna en secreto (es decir, sin establecer relaciones jerárquicas entre quien da y quien recibe), de no responder al mal con más mal, de no servir al dinero y de no juzgar sin estar seguro de haberte jugado antes a ti mismo. Según Tolstói, el sermón y la Iglesia son literalmente opuestos. Buscan lo opuesto. El verdadero cristianismo es la búsqueda de la paz, y Dios, citando de nuevo a Tolstói, está dentro de nosotros. No es casualidad que al googlear las palabras "pacifismo" y "sermón de la montaña" la primera página indexada sea un foro neonazi que pone al sermón de vuelta y media. Qué casualidad: a Hesse y a Zweig estos tipos también los odiaban, los perseguían y quemaban sus libros.
Otro elemento que en estas cartas se aleja de las actitudes típicas del presente es la no alineación de sus autores, la tozudez con la que se resistían a ser instrumentos de organizaciones políticas. "Casi envidio a los que pueden creer en el ideal comunista", escribe Hesse, y suena como un agnóstico envidiando la placidez y la seguridad del creyente o del ateo. Sabe que no puede creer de manera ciega y se coloca siempre en la posición más incómoda.
Siempre me ha sorprendido y disgustado oír a muchos lectores hablar de Hesse, de modo despectivo, como un escritor para adolescentes. Creo que lo hacen desde un sentimiento de superioridad (respecto de Hesse y de los adolescentes al mismo tiempo) muy inquietante, que se apoya en saber que su opinión es compartida por muchos; es una especie de lapidación valorativa. Tengo una sensación parecida cuando veo Moby Dick en colecciones para niños (Moby Dick, que habla del suicidio ya en el primer párrafo, no es solo para niños) o Cumbres Borrascosas en los quioscos, en colecciones de novela romántica (algún lector se llevará un susto). Se trata de una sutil forma de silenciar algo: enterrarlo en un cajón con etiqueta. Infantil, adolescente, cursi, “de género”, etc. Tal vez el hecho de que Hesse sea visto como un autor para mentes inmaduras es simplemente el reflejo de que el ser humano está ya más que viejo, un viejo que sufre en su resabiada e impotente vejez llena de amargura por haber perdido tantas oportunidades.
José Morella
Estas cartas que hoy recomendamos nos dan muchas pautas para reflexionar sobre cómo las dos grandes guerras de las que sus autores fueron testigos cambiaron el mundo. Lo primero que llama la atención es el trato exquisito entre dos personas con un talante personal y una procedencia social tan diferentes. Resulta inaudita la forma en que Hesse y Zweig ofrecen en cada carta su amistad y recogen con delizadeza la del otro. Ambos se entregan. Se esfuerzan en no fingir nada, en no mentir ni mentirse, en ser veraces sin ser duros, en no intentar gustar de cualquier manera a su corresponsal. Lo valioso no es que lo consigan o no, sino la visibilidad alentadora de su intento, el esfuerzo evidente y hermoso del acercamiento. La amistad labrándose palabra a palabra, con sus esfuerzos, sus alegrías y sus pequeñas decepciones. Lo que tenían en común, al fin y al cabo, era mucho más potente y serio que todo lo demás, y es el tema principal que se trata en las cartas de este libro: la búsqueda y la necesidad de la paz. Uso la palabra paz y no pacifismo, porque me parece que el -ismo hace pensar en vagas abstracciones propias de las escuelas de pensamiento, de las tendencias, de los grupos, y nos aleja de lo real. Nos aleja de la manera en que Hesse y Zweig vivían el problema. De la tensión que en sus propios cuerpos produjo la necesidad de paz. No es tan solo un ir hacia la paz, no es tan solo un discurso sobre algo. Ellos, además de crear discurso, vivieron la paz como anhelo cotidiano, sufrieron su carencia: les dolía en sus propios cuerpos que el mundo estuviera matándose. Sus biografías, que no vamos a recordar aquí, son testmonio de ello. En el caso de Hesse, sus informes médicos bastarían para demostrarlo. En el de Zweig, su último gesto. Creo que hoy ya no existen hombres de paz como ellos. No porque ahora la gente sea esencialmente peor, o ellos mejores, sino porque el pacifismo (ahora sí puedo llamarlo de esa forma) se ha profesionalizado, y el dinero público y privado que reciben muchas organizaciones les quita fuerza para criticar a las propias instituciones que las financian. Es difícil que denuncies, por ejemplo, la fabricación y exportación masiva de armas en un país cuyo gobierno te subvenciona justamente a ti y, mira tú por dónde, no es nada escrupuloso con el hecho de que los empresarios locales sean líderes en la industria de la muerte. Por no hablar de la Iglesia, caritativa señora cuya sonrojante relación con la paz contrasta vivamente con el valor de muchos cristianos, desde Francisco de Asís hasta Monseñor Romero o el padre Casaldàliga. ¿Cómo denunciar injusticias sin morder la mano del que te paga? Hesse no tenía ese problema, porque no le pagaba nadie. Zweig tampoco. Hesse solo conseguía perder dinero y fuerzas al defender sus posiciones. Vivía como un asceta, separado de un mundo que le hostigaba. Hubo una gran hostilidad pública hacia él en Alemania. Sus libros fueron prohibidos. Se dijeron de él barbaridades.
Aunque solo hay cartas de dos escritores, los verdaderos personajes de este libro son tres. El tercer lado del triángulo es Romain Rolland. Hesse le dedicó su libro Siddharta, y para Zweig representaba la "garantía de la persistencia del pensamiento europeo”, la conciencia moral del nuestro continente. Rolland había conocido a Gandhi (a quien ayudó a popularizar en Europa), a Tagore y a Vivekananda, y su teatro abogaba por el final de las estructuras dramáticas tradicionales y la creación de un espectáculo democrático que acercara al espectador a la vivencia de la festividad, de la celebración de la propia existencia. Algo distinto al teatro burgués que nos lleva a mirar la vida de otros, a ser espectador de otros sueños. Hay que poner a estos tres hombres en la senda de Tolstói y el ya citado Gandhi, que toman como referente, entre otros, el sermón de la montaña: las palabras de Jesús, o de ese personaje de creador anónimo llamado Jesús. Sería buena idea que algún erudito escribiera un libro, si no está ya escrito, siguiendo la estela de Tolstói e investigando, de archivo en archivo, todos los esfuerzos llevados a cabo por la Iglesia para reinterpretar, achicar y censurar ese discurso. El sermón de la montaña habla de dar limosna en secreto (es decir, sin establecer relaciones jerárquicas entre quien da y quien recibe), de no responder al mal con más mal, de no servir al dinero y de no juzgar sin estar seguro de haberte jugado antes a ti mismo. Según Tolstói, el sermón y la Iglesia son literalmente opuestos. Buscan lo opuesto. El verdadero cristianismo es la búsqueda de la paz, y Dios, citando de nuevo a Tolstói, está dentro de nosotros. No es casualidad que al googlear las palabras "pacifismo" y "sermón de la montaña" la primera página indexada sea un foro neonazi que pone al sermón de vuelta y media. Qué casualidad: a Hesse y a Zweig estos tipos también los odiaban, los perseguían y quemaban sus libros.
Otro elemento que en estas cartas se aleja de las actitudes típicas del presente es la no alineación de sus autores, la tozudez con la que se resistían a ser instrumentos de organizaciones políticas. "Casi envidio a los que pueden creer en el ideal comunista", escribe Hesse, y suena como un agnóstico envidiando la placidez y la seguridad del creyente o del ateo. Sabe que no puede creer de manera ciega y se coloca siempre en la posición más incómoda.
Siempre me ha sorprendido y disgustado oír a muchos lectores hablar de Hesse, de modo despectivo, como un escritor para adolescentes. Creo que lo hacen desde un sentimiento de superioridad (respecto de Hesse y de los adolescentes al mismo tiempo) muy inquietante, que se apoya en saber que su opinión es compartida por muchos; es una especie de lapidación valorativa. Tengo una sensación parecida cuando veo Moby Dick en colecciones para niños (Moby Dick, que habla del suicidio ya en el primer párrafo, no es solo para niños) o Cumbres Borrascosas en los quioscos, en colecciones de novela romántica (algún lector se llevará un susto). Se trata de una sutil forma de silenciar algo: enterrarlo en un cajón con etiqueta. Infantil, adolescente, cursi, “de género”, etc. Tal vez el hecho de que Hesse sea visto como un autor para mentes inmaduras es simplemente el reflejo de que el ser humano está ya más que viejo, un viejo que sufre en su resabiada e impotente vejez llena de amargura por haber perdido tantas oportunidades.
Sigo con profundo interés vuestras elecciones. Pero ésta me ha despertado un profundo interés. Y me gustaría mucho que me otorgarais el permiso para editarla en mi blog "Cartas en la noche". Un saludo...
ResponderEliminarCarlos Morales
Ediciones El Toro de Barro.
Hola,Banda aparte. Me parece interesantísima esta reseña; ambos autores me son muy queridos, sobre todo Zweig. De Rolland sólo tengo referencias de Zweig. Creo que me haré con este muy atractivo libro. Precisamente en otro foro estábamos comentando, a raiz del libro "¡Tierra, tierra!", de Sandor Marai, lo duro que debió resultarles la vida a estos escritores centroeuropeos que vivieron las dos guerras: Zweig, J. Roth, Márai, Ludwig, etc. y que su obra (y por supuesto, su vida)se vio marcada por estas terribles circunstancias.
ResponderEliminarHola Carlos,
ResponderEliminarsoy José Morella, el autor de la reseña. Por mí no hay problema en que la uses, todo lo contrario.
Un saludo y gracias.
Hola, José: Soy compañero tuyo de esapcioluke (alias Zarzalejo Blues) y quería apoyar tu reivindicación de la figura literaria de Herman Hesse. Me parece muy oportuna. Yo leí Demian a los diecisiete años y marcó una antes y un después en mi aproximación a la literatura e incluso a la escritura. Y, sí, Hesse soporta un estigma, como a menudo lo hacen también sus personajes. La correspondencia entre dos almas tan lúcidas y sensibles promete.
ResponderEliminarHola, José: Soy compañero tuyo de esapcioluke (alias Zarzalejo Blues) y quería apoyar tu reivindicación de la figura literaria de Herman Hesse. Me parece muy oportuna. Yo leí Demian a los diecisiete años y marcó una antes y un después en mi aproximación a la literatura e incluso a la escritura. Y, sí, Hesse soporta un estigma, como a menudo lo hacen también sus personajes. La correspondencia entre dos almas tan lúcidas y sensibles promete.
ResponderEliminarHola, José: Soy compañero tuyo de esapcioluke (alias Zarzalejo Blues) y quería apoyar tu reivindicación de la figura literaria de Herman Hesse. Me parece muy oportuna. Yo leí Demian a los diecisiete años y marcó una antes y un después en mi aproximación a la literatura e incluso a la escritura. Y, sí, Hesse soporta un estigma, como a menudo lo hacen también sus personajes. La correspondencia entre dos almas tan lúcidas y sensibles promete.
ResponderEliminar(Ni sé si te he remitido el comentario varias veces pero es que es la primera vez y no estoy seguro de haber acertado en la tecla adecuada)