RBA, Barcelona, 2008. 142 pp. 16,50 €
Óscar Esquivias
Los dos libros de cuentos que había publicado Cristina Grande en la editorial Xordica (La novia parapente y Dirección noche) me sedujeron por completo y me convirtieron en su lector incondicional y devoto. Encontré en ellos a una narradora poderosísima, dueña de un estilo expresivo, sobrio y eficaz, que construía historias subyugantes sobre casi nada: una mirada, un resentimiento, un recuerdo, una fiesta de cumpleaños, una excursión, una llamada telefónica, una infección de orina, un encuentro fortuito con un antiguo novio... cualquier gesto cotidiano se volvía dinamita en las manos de la autora. En estos cuentos, escritos en primera persona, casi siempre el dolor andaba de por medio, y también el sexo, el deseo, la soledad: muchos de ellos trataban sobre relaciones amorosas o sexuales efímeras, sobre infidelidades, sobre amantes. Sobre los asuntos más sensibles y graves, Cristina Grande era capaz de verter un humor corrosivo que me hacía reír a carcajadas: era un humor muy especial, que no dejaba el mínimo resquicio para la autocompasión, pero tampoco para la burla. Pocos escritores son capaces de narrar, en tan pocas páginas, historias tan intensas y de hacerlo tan bien: siempre con las palabras justas, las más expresivas, sin alardes de estilo (pero con un gran estilo), con naturalidad. A veces sus cuentos se cierran a las bravas, con un portazo, como si de repente la autora decidiera bajar una persiana y dejarnos a oscuras. Tiene que ser así: Cristina Grande jamás aburre o añade un adjetivo de más. ¡Qué escritora! Yo compraría camisetas con su rostro e iría a sus lecturas con un mechero encendido, como si fuera un concierto de rock.
Cuando me enteré de la publicación de una novela suya (la primera) en una editorial potente, salí corriendo hacia la librería más próxima, impaciente por leerla y más contento que unas castañuelas. Tenía curiosidad por ver cómo alguien tan dotado para el cuento y para hurgar en los resquicios más pequeños de los sentimientos se enfrentaba a la arquitectura de una novela y a una historia de largo recorrido. El resultado es excelente. Ya desde el primer párrafo de Naturaleza infiel (que empieza con un casi melvilliano «Me llamo Renata») se reconocen las características de su estilo: la sinceridad, el humorismo ácido, el desenfado, la amenidad, la voz en primera persona que va detallando sin imposturas sus recuerdos, sus sentimientos y las razones de sus actos. Uno advierte la experiencia de Grande en la escritura de cuentos: muchos de los breves capítulos de esta novela podrían funcionar como relatos independientes, ya que desarrollan una escena o un asunto con valor propio. Poco a poco, estos capítulos se van trenzando sutil y persuasivamente: las amarras que Cristina Grande suelta al principio se van recogiendo a lo largo del libro y Naturaleza infiel va ganando matices y complejidad hasta adquirir una textura que, en algún aspecto, me recuerda a la que Natalia Ginzburg consigue en su Léxico familiar: ambas son novelas que se nutren de lo cotidiano, de la memoria más íntima (en el caso de Ginzburg, con un declarado tono autobiográfico; en el de Grande, a través de la citada Renata), que describen el paso del tiempo sobre unos personajes que se sienten unidos y, a la vez, distantes. En ambas hay recuerdos y conversaciones recurrentes, se echa mano de lo más cotidiano para dotarlo de un peso casi simbólico, se citan las canciones y películas que caracterizaron una época y ayudaron a los personajes a comprender el mundo, un lugar en el que estos protagonistas nunca acaban de encontrar su sitio ni de sentirse cómodos, donde entablan pequeñas luchas —casi siempre condenadas al fracaso— para llevar adelante sus deseos. Todo ello está narrado con un irresistible sentido del humor, un oído infalible para evocar el habla corriente y una gran sabiduría para convertir la crónica íntima en un relato con proyección social, casi paradigmático del tiempo histórico narrado (en el caso de Cristina Grande, los cambios en los últimos cuarenta años en España, con la disolución de los valores tradicionales del franquismo, la reconsideración de los roles femeninos, la irrupción de las drogas, etcétera).
Naturaleza infiel es un libro altamente adictivo. Estoy seguro de que quienes descubran a la autora con esta novela van a buscar ansiosos La novia parapente y Dirección noche. Con cualquiera de ellos, la felicidad lectora está garantizada.
-Naturaleza infiel parece la conclusión de un ciclo narrativo.
Podría considerarse el final de una trilogía, pero también parte de una pentalogía en construcción, aunque al no ser una estructura premeditada no me sirve demasiado a la hora de ponerme a trabajar. Trabajar me parece más importante que pensar.
-Dos libros de cuentos (La novia parapente y Dirección noche) que pueden leerse como novelas y una novela (Naturaleza infiel) que puede leerse como un libro de cuentos.
Los géneros se hibridan cada vez más. Antes me resultaba chocante que se dijera de un libro de cuentos que en el fondo era una novela, porque esa apreciación era como admitir que no se había hecho bien el trabajo, que había algo fallido en esa especie de «quieronopuedismo»; la novela vende más, como si fuese un producto con la C de calidad, pero en el caso de la literatura esa etiqueta no es del todo fiable. No sé. Yo escribo cuentos porque me siento cómoda en las distancias cortas (se ajustan más a mi fisiología), y si esos cuentos se refuerzan unos a otros y nadan juntos como un banco de sardinas que parece un único organismo, ya podemos decir que hemos escrito una novela.
Óscar Esquivias
Los dos libros de cuentos que había publicado Cristina Grande en la editorial Xordica (La novia parapente y Dirección noche) me sedujeron por completo y me convirtieron en su lector incondicional y devoto. Encontré en ellos a una narradora poderosísima, dueña de un estilo expresivo, sobrio y eficaz, que construía historias subyugantes sobre casi nada: una mirada, un resentimiento, un recuerdo, una fiesta de cumpleaños, una excursión, una llamada telefónica, una infección de orina, un encuentro fortuito con un antiguo novio... cualquier gesto cotidiano se volvía dinamita en las manos de la autora. En estos cuentos, escritos en primera persona, casi siempre el dolor andaba de por medio, y también el sexo, el deseo, la soledad: muchos de ellos trataban sobre relaciones amorosas o sexuales efímeras, sobre infidelidades, sobre amantes. Sobre los asuntos más sensibles y graves, Cristina Grande era capaz de verter un humor corrosivo que me hacía reír a carcajadas: era un humor muy especial, que no dejaba el mínimo resquicio para la autocompasión, pero tampoco para la burla. Pocos escritores son capaces de narrar, en tan pocas páginas, historias tan intensas y de hacerlo tan bien: siempre con las palabras justas, las más expresivas, sin alardes de estilo (pero con un gran estilo), con naturalidad. A veces sus cuentos se cierran a las bravas, con un portazo, como si de repente la autora decidiera bajar una persiana y dejarnos a oscuras. Tiene que ser así: Cristina Grande jamás aburre o añade un adjetivo de más. ¡Qué escritora! Yo compraría camisetas con su rostro e iría a sus lecturas con un mechero encendido, como si fuera un concierto de rock.
Cuando me enteré de la publicación de una novela suya (la primera) en una editorial potente, salí corriendo hacia la librería más próxima, impaciente por leerla y más contento que unas castañuelas. Tenía curiosidad por ver cómo alguien tan dotado para el cuento y para hurgar en los resquicios más pequeños de los sentimientos se enfrentaba a la arquitectura de una novela y a una historia de largo recorrido. El resultado es excelente. Ya desde el primer párrafo de Naturaleza infiel (que empieza con un casi melvilliano «Me llamo Renata») se reconocen las características de su estilo: la sinceridad, el humorismo ácido, el desenfado, la amenidad, la voz en primera persona que va detallando sin imposturas sus recuerdos, sus sentimientos y las razones de sus actos. Uno advierte la experiencia de Grande en la escritura de cuentos: muchos de los breves capítulos de esta novela podrían funcionar como relatos independientes, ya que desarrollan una escena o un asunto con valor propio. Poco a poco, estos capítulos se van trenzando sutil y persuasivamente: las amarras que Cristina Grande suelta al principio se van recogiendo a lo largo del libro y Naturaleza infiel va ganando matices y complejidad hasta adquirir una textura que, en algún aspecto, me recuerda a la que Natalia Ginzburg consigue en su Léxico familiar: ambas son novelas que se nutren de lo cotidiano, de la memoria más íntima (en el caso de Ginzburg, con un declarado tono autobiográfico; en el de Grande, a través de la citada Renata), que describen el paso del tiempo sobre unos personajes que se sienten unidos y, a la vez, distantes. En ambas hay recuerdos y conversaciones recurrentes, se echa mano de lo más cotidiano para dotarlo de un peso casi simbólico, se citan las canciones y películas que caracterizaron una época y ayudaron a los personajes a comprender el mundo, un lugar en el que estos protagonistas nunca acaban de encontrar su sitio ni de sentirse cómodos, donde entablan pequeñas luchas —casi siempre condenadas al fracaso— para llevar adelante sus deseos. Todo ello está narrado con un irresistible sentido del humor, un oído infalible para evocar el habla corriente y una gran sabiduría para convertir la crónica íntima en un relato con proyección social, casi paradigmático del tiempo histórico narrado (en el caso de Cristina Grande, los cambios en los últimos cuarenta años en España, con la disolución de los valores tradicionales del franquismo, la reconsideración de los roles femeninos, la irrupción de las drogas, etcétera).
Naturaleza infiel es un libro altamente adictivo. Estoy seguro de que quienes descubran a la autora con esta novela van a buscar ansiosos La novia parapente y Dirección noche. Con cualquiera de ellos, la felicidad lectora está garantizada.
Cristina Grande: «Lo trágico y lo cómico están unidos por una tensa cuerda sobre la que caminamos los funambulistas».
-Naturaleza infiel parece la conclusión de un ciclo narrativo.
Podría considerarse el final de una trilogía, pero también parte de una pentalogía en construcción, aunque al no ser una estructura premeditada no me sirve demasiado a la hora de ponerme a trabajar. Trabajar me parece más importante que pensar.
-Dos libros de cuentos (La novia parapente y Dirección noche) que pueden leerse como novelas y una novela (Naturaleza infiel) que puede leerse como un libro de cuentos.
Los géneros se hibridan cada vez más. Antes me resultaba chocante que se dijera de un libro de cuentos que en el fondo era una novela, porque esa apreciación era como admitir que no se había hecho bien el trabajo, que había algo fallido en esa especie de «quieronopuedismo»; la novela vende más, como si fuese un producto con la C de calidad, pero en el caso de la literatura esa etiqueta no es del todo fiable. No sé. Yo escribo cuentos porque me siento cómoda en las distancias cortas (se ajustan más a mi fisiología), y si esos cuentos se refuerzan unos a otros y nadan juntos como un banco de sardinas que parece un único organismo, ya podemos decir que hemos escrito una novela.
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Al despedirnos al alba, en otra calle de esa ciudad desconocida, tan sólo me dijo adiós. Y entonces le dije que mi vida no había sido igual que la suya, que quizás no hubiera sufrido tanto pero que yo tampoco creía en la buena suerte, que yo también tenía una familia y hermanos con los que mi relación no era perfecta, que en mi familia también había escondidas palabras de dolor, que también hubo discusiones a gritos, portazos y lloros, fracasos, silencios y problemas de los que se huye y no se habla y que también teníamos vergüenza de pedir perdón. Que yo también me dejaba arrastrar por la marea. Que yo también temía a los golpes de mar.
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