jueves, noviembre 30, 2006

El duelo, Joseph Conrad

Edición e introducción de Julián Jiménez Heffernan. Trad. Mario Jurado. Berenice, Córdoba, 2006. 218 pp. 17,00 €

Alberto Luque Cortina

Más allá de la generosidad con la que la Historia trata a los vencedores, el talento de Joseph Conrad (1857-1924) se muestra especialmente en sus relatos, esa lectura incierta que se ubica entre el cuento y la novela, y que aporta una placentera dimensión al acto de leer. Con algunas excepciones —Lord Jim, quizá— las novelas “largas” de Conrad, como El Agente Secreto o la imposible Nostromo, resultan desmesuradas, y evidencian una afectada complejidad sustentada con debilidad en las diatribas morales de sus protagonistas, como si Conrad, a lo largo de la narración, se dedicara a rastrear en el interior de sus personajes la justificación de los actos que él les “obliga” a realizar. Por el contrario, los relatos cortos de Conrad suelen ser de una calidad y brillantez excepcionales, valga por caso La línea de sombra, Juventud, o El corazón de las tinieblas (este último si atendemos a la propia calificación del autor). Sin duda Conrad sentía una especial predilección por estas “distancias” literarias: Marlow, su alter ego, es un contador de historias, y las suyas suelen durar lo que dos botellas de whisky compartidas entre cuatro buenos amigos.
Dentro de este género, El duelo —que goza de una correcta versión cinematográfica a cargo de Ridley Scott (Los duelistas, 1977)— ocupa un lugar destacado, debido en buena medida a sus singularidades. En primer lugar, Conrad se basó en la historia real de dos oficiales franceses que, durante las guerras napoleónicas, mantuvieron una serie de lances de honor a lo largo de casi veinte años. Aunque buena parte de las narraciones de Conrad están construidas sobre los cimientos de su experiencia personal, en este caso el distanciamiento de los hechos narrados permite al lector un acercamiento más íntimo al pensamiento conradiano. Por otro lado, el autor opta por desprenderse del personalísimo traje verbal con el que suele vestir sus historias y adopta un lenguaje más claro y directo, cercano al estilo periodístico de la época.
Con el barro de los hechos reales —apenas diez líneas aparecidas en un periódico de provincias— Conrad construye un intenso relato de aventuras donde el sentido del deber y del honor alcanza límites absurdos, porque si bien los duelos entre caballeros exigían una causa de honor, en este caso el motivo es tan sutil, tan minúsculo o quizá impreciso, que los protagonistas dudan a veces de su existencia. En realidad no hay causa de honor, sino la visceralidad del encuentro entre dos caracteres antagónicos, aunque complementarios. Feraud, un hijo del pueblo llano, brutal, obsesivo, tragicómico, quiere acabar con D'Hubert porque encarna los valores de una clase social que detesta. El honor es para él una herramienta de la venganza, y el duelo una forma de igualdad. Para D'Hubert el duelo es una imposición absurda del destino que, sin embargo, acepta soportar, pues su elusión le haría indigno ante sí. En realidad se trata del mismo sentido (castrense) del honor que le impide preguntarse por las razones de ese otro duelo, el de Napoleón contra el mundo, que arrastra a ambos protagonistas por una Europa en llamas hasta los campos helados de Rusia.
La presente edición, a cargo de Julián Jiménez Heffernan, profesor de Literatura Inglesa de la Universidad de Córdoba, se ve enriquecida por la esmerada traducción de Mario Jurado y por la introducción del propio Jiménez Heffernan: un estudio exhaustivo alejado de los clichés clásicos que proporcionará a los iniciados una interesante lectura. Con esta obra la editorial Berenice inicia una serie sobre clásicos que, por el rigor de este primer volumen, promete agradables sorpresas a los lectores.

miércoles, noviembre 29, 2006

Bone, Jeff Smith

Guión y dibujo, Jeff Smith. Color, Steve Hamaker. Trad. Enrique S. Abulí. Astiberri, Bilbao, 2006. Cartoné. 144 pp. 15 €.

Ricardo Triviño Sánchez

Había que estar loco para autoeditarse un tebeo en los años 90. Y, afortunadamente, Jeff Smith lo estaba. Tras ser rechazado allí donde presentaba su trabajo, prefirió el riesgo al suicidio y acertó, dando con su éxito en las narices de toda aquella conjura de necios.
Bajo la sombra de Tolkien, Smith desarrolla la historia del soñador poeta Fone, el megalómano materialista Phoney y el optimista buscavidas Smiley, tres primos de la extraña etnia Bone que tras ser expulsados de su poblado se extravían en un nuevo mundo lleno de humanos, dragones, nigromantes y monstrorratas. En el Valle, así se llama el lugar, conocerán a la bella joven Thorn y a su abuela Rose, una mezcla de adorable ancianita y curtido púgil poseedora de un gran secreto. Los caminos de los tres primos conducen y diversifican así una trama que va oscureciendo su tono cómico inicial ante el desarrollo subterráneo de una guerra de poder en la que se entretejerán amor, magia, misterio, acción y carreras de vacas (esto no hay que perdérselo).
La resurreción actual de la literatura fantástica llevada a cabo por J.K. Rowling y la espectacular adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos ha propiciado, sin duda, esta nueva edición de la obra, que ha traspado el restringido círculo de los aficionados a la viñeta. Entre las novedades se encuentra el nuevo formato, que no es el de revistas periódicas sino el de tomos de lujo. Este diseño, como acertadamente señalaba Will Eisner, es más parecido al de un libro que al de un tebeo, por lo que consigue prestigiar el objeto y atraer a un público antes reticente, tal como están demostrando las ventas.
Sin embargo, la gran innovación es el color. Era peligroso intentar colorear una obra con un entintado tan consistente como el de Smith, con el que consigue armonizar el estilo más caricaturesco de los Bone con un entorno y un elenco de personajes más realistas, pero cabe decir que el resultado es bastante bueno: aunque haya veces en que se peque de un exceso cromático, los colores vivos de ordenador potencian los rasgos dinámicos de un dibujo claramente influenciado por el cine de animación. Gran parte de este mérito se deben a la insistencia de Art Spiegelman, que considera la obra como un canto a la vida que debe elevarse más allá de la sobriedad del blanco y el negro, y al arte del colorista Steve Hamacker, que junto a Smith revisa viñeta a viñeta un arduo trabajo que todavía está por finalizar.
Esta edición de Astiberri es digna de ser disfrutada tanto por lo ya conocido, la amenidad de la historia y la expresividad y comicidad del dibujo de Smith, como por lo que hay que descubrir, un coloreado idóneo, e impecable a veces, y una cuidada encuadernación. Desgraciadamente, muchos aficionados verán el inconveniente del precio, y es que, en el mundo del cómic, parece que toda apertura a un mercado mayor ha de ir en dirección de ese hermano putativo llamado “literatura” y en detrimento del lector de toda la vida.

martes, noviembre 28, 2006

Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas, Krisma Mancía

I Premio de Poesía Joven “La Garúa”. Prólogo de Marta Agudo. La Garúa, Santa Coloma de Gramanet (Barcelona), 2006. 68 páginas. 5,50 €

Elena Medel

Muchas de mis experiencias lectoras más felices se vinculan al descubrimiento de un autor que, con las páginas, acabó ocupando un lugar privilegiado en mi mesilla de noche. Aún recuerdo, por ejemplo, el primer contacto con Federico García Lorca —la versión en Cátedra, casi diez años atrás, de Poeta en Nueva York—, o el flechazo que me condujo, Contemporáneos mediante, hasta Xavier Villaurrutia. El desconocimiento propio invita a sospechar de la ignorancia ajena, y durante un momento adoptas el papel de dueño y señor de un tesoro único. Eso sentí tras la lectura de Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas, de Krisma Mancía; un libro de cadencia alucinada e imágenes exuberantes pero, al mismo tiempo, dotadas de un mágico sentido de la concreción.
Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas —frente al título en minúsculas de la portada, el encabezado en mayúscula de cada palabra en el texto le otorga un mayor simbolismo— entrelaza un triple reflexión sobre el amor, la muerte y la condición femenina. Ejerce como guía una Ofelia que mixtura las creaciones de Shakespeare y Millais, merced a la cita inicial de Hamlet y al recuerdo que suscitan los versos del primer poema: «(…) su cuerpo escapa del paraíso/ como aire como lluvia como aliento de cedro// (…) ante un puente de algas/ mirando cómo las ramas del sauce besan las manos del arroyo». Mancía se desliza, en las primeras estrofas, desde la tercera a la segunda persona del singular, situándose antes como espectadora —descripciones y evocaciones frecuentan este Viaje—, y posteriormente como interlocutora de una Ofelia que, transmutada en Flaubert y Madame Bovary, lo invadirá todo con su voz lejana a la indolencia. La imagen —el cuadro: el cuerpo de la mujer rozando el barro, su blancura ante mortem— se congela y susurra cuanto piensan Ofelia y la mujer que habla de ella y con ella —en un guiño rimbaudiano: je est un autre—, recorriendo mundo y vida para cerrar el círculo y regresar, en los últimos poemas, a la calma suicida del origen.
Krisma Mancía explora los límites y extrema cada sentimiento: su amor es pasional y apasionado, la muerte obedece a una necesidad rotunda, es mujer y siente como tal. Sin embargo, más allá de la historia de Ofelia —o, mejor dicho, de la historia de la Ofelia reinterpretada por Mancía—, una figura se alza con el protagonismo de Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas: las palabras. El idioma y su uso experto, logrando el esplendor, convertido en plastilina que moldear a placer. Y es que el lenguaje baila en las manos de Krisma Mancía, erigido en puro festejo aunque la autora asegure que «Mil veces he muerto/ y ya no hay espacio para mi cementerio». Encontramos en Viaje juegos de rimas internas, mucha —y muy poderosa— sonoridad, otorgando razón a esos «dulces cantos» a los que Gertrudis alude en la primera página: Ofelia/ alguien clavó en la punta de mi pie…, o De las cosas pequeñas estás poseída… representan una clara muestra.
A simple vista resulta complicado eliminar a Shakespeare de la lista de referencias; no obstante, más allá del nombre vertebrador, las filiaciones de Mancía se localizan en el ámbito hispánico. Si nombramos a las escritoras confesionales —obliga la alusión constante al suicidio femenino—, reina sobre el resto Alejandra Pizarnik, aludida mediante dos citas —una inicial y otra antecediendo a un poema—, evocadas en los textos más breves, construidos casi a pinceladas —Que tu boca es un diminuto coral escondido…, Las puertas han dejado de parpadear…—, e incluso, probablemente, en los versos «Me mataría a los cuarenta años/ una tarde de invierno». Sin embargo, el eco más poderoso es el de Lorca: en otra de las citas iniciales, en los mantras con el amor como objeto, o en poemas como Llega diciembre con su larga cola de vejez…, que suena a actualización personalísima del insuperable “Ciudad sin sueño”. Incluso la omnipresencia del agua —Hay un dolor salado en tus ojos…— remite a la histórica alegoría de Manrique. Hilando fino encontraríamos, sí, una influencia foránea: el concepto de la naturaleza como espejo y expresión de lo amoroso —no sólo «el sauce», «las fuentes» o «las azucenas», sino también «los gatos» o «el perro»—, que remite al canto de Walt Whitman, inspirador nuclear —a su vez— de la magna obra lorquiana.
La voz de Mancía se muestra, pues, tan firme como sugerente. A este Viaje podemos acercarnos como si de un largo poema fragmentado se tratase —la conexión entre poemas, unas veces con palabras, otras con estructuras sintácticas o estróficas, es evidente—, siempre observado como un festín de intensidad y sabiduría poética. Krisma Mancía nació en San Salvador en 1980; Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas es su segundo poemario. Su ópera prima, La era del llanto (Dirección de Publicaciones e Impresos, 2004), permanece inédita en España. La calidad y particularidad de su poesía invitan a una difusión mucho mayor: no permanezcamos en el tópico, puesto que no es que Krisma Mancía dé que hablar en un futuro, sino que —si la lógica se tomase en serio— debería provocar, ya, comentarios y elogios encendidos. Ojalá su nivel no sólo se mantenga —qué vértigo el de su crecimiento—, y sepamos por aquí de sus avances futuros, disfrutándola tan lejos y —a la vez— tan cerca.

lunes, noviembre 27, 2006

Cell, Stephen King

Trad. Bettina Blanch Tyroller. Plaza & Janés, Barcelona, 2006. 464 pp. 21,00 €

Elia Barceló

Antes de empezar este comentario, tengo que dejar claro que soy una rendida admiradora de Stephen King y he leído sobre un ochenta por ciento de su obra, para no exagerar. Cualquiera que le eche un vistazo a la bibliografía de King se dará cuenta de que es casi imposible asegurar que uno lo ha leído TODO, pero me estoy acercando a ello. Descubrí a King hace casi treinta años, por casualidad, como suelen suceder las cosas importantes, mucho antes de que fuera conocido en España, y la primera novela que cayó en mis manos —en inglés— fue Salem’s Lot. ¡Qué buen libro! ¡Qué tensión, qué dominio para dosificar la inquietud y el miedo del lector, qué excelente juego con su modelo, Drácula, de Bram Stoker!
A partir de ese momento, he sido una fiel lectora de King (salvo de sus obras de fantasía que, de alguna extraña manera, nunca han conseguido prenderme), y la compra anual de la nueva novela ha sido siempre para mí una pequeña fiesta y una gran alegría: El resplandor, La zona muerta, Misery, It (¡qué gran historia!).
Sin embargo, con el paso de los años, ha habido novelas que no me han gustado en absoluto —Los tommyknockers, por ejemplo; Buick 8—, otras que no me han apasionado —Retrato de Rose Madder, El cazador de sueños— y otras que me han devuelto el King que más me gusta —La milla verde, la primera historia de Corazones en la Atlántida—.
Hace dos años, creo recordar, King anunció que se retiraba, que no escribiría más historias, y yo pensé: «Imposible. Este hombre es un narrador compulsivo; sólo hay que esperar a que no aguante más.»
Y, efectivamente, el año pasado publicó Cell y yo esperé, como siempre, a que apareciera en bolsillo para leerla, sin muchas esperanzas después de Buick 8, todo hay que decirlo.
El domingo pasado, por fin, en un aeropuerto, la vi, la compré y el lunes la había terminado.
Como apreciará cualquier aficionado, aunque no lea la dedicatoria —a mí se me pasó al principio, con el ansia de leerla— la novela es una muy bien conseguida unión entre La noche de los muertos vivientes, la película de George Romero, y Soy leyenda, de Richard Mathison, con la primera ganando en la estética y la segunda en la idea.
No soy una gran aficionada a las historias de zombis o seres de la misma filiación; sin embargo, en esta novela, lo que sucede y los resultados del desastre global resultan tan creíbles que el lector no la percibe como un homenaje a Romero, sino más bien como una reflexión lúcida, y por eso bastante triste, sobre ciertos postulados de Freud, Jung, Darwin, y Konrad Lorenz sobre los seres humanos y en los que no puedo entrar porque se van desvelando poco a poco a lo largo de las páginas del libro.
En Cell, King nos ofrece, depurado y mejorado en mi opinión, lo que ya hizo hace un montón de años (1978) en Apocalipsis (The Stand), es decir, una visión del fin del mundo, esta vez traído por una señal electrónica que pasa a través de los teléfonos móviles enloqueciendo a sus usuarios. Pero si en Apocalipsis el encuadre era tan amplio que parecía todo el tiempo una película de romanos y el elemento religioso tenía una importancia enorme y no siempre bien dosificada, en Cell todo está más condensado y resulta más intenso por ello. Los más de treinta años de oficio se notan y se aprecian. Esta es la odisea de un pequeño grupo de personas normales en un mundo que ha dejado de ser normal.
En Cell sabemos lo suficiente de los personajes como para entenderlos e identificarnos con ellos, pero no más de lo necesario. El muy comentado error de King de dedicar dos páginas al currículum vitae de todo personaje secundario que se ponga a tiro, ha desaparecido en esta novela. Del mismo modo, el procedimiento habitual en King de dedicar el primer capítulo (o incluso dos o tres) a cimentar la realidad cotidiana de una pequeña ciudad estadounidense que después se convertirá en un infierno ha dejado de tener validez en Cell. Esta vez, tras sólo tres páginas de trasfondo y normalidad, se desencadena la catástrofe absoluta que no cesará hasta el final.
De los tres grados del terror que el mismo King define con magnífica lucidez en Danza macabra: el terror, el horror y la repulsión, en esta novela tenemos, sin lugar a dudas, una enorme cantidad de ejemplos del tercer tipo, el más básico, el más grosero de los miedos, siempre en palabras del mismo King. Y sin embargo, a pesar de que gran parte del texto avanza a través de imágenes en la mejor tradición del gore à la Romero, la combinación que nos ofrece con escenas tranquilas, intimistas y en algunos casos incluso líricas (y que no puedo detallar para no estropearle la novela a quien aún no la haya leído), hace que el texto no caiga en lo simplemente repugnante, sino que se eleve con frecuencia sobre lo visceral para darnos los mejores escalofríos, así como el impulso para la reflexión que debe ofrecer una buena novela de terror si pretende algo más que ser un shocker que se lee y se olvida.
A pesar de que la novela tiene 464 páginas en su traducción española, no se hace larga en ningún momento y el lector no tiene la impresión de que esta vez King está escribiendo de más para compensar a su público por el dinero invertido en la compra (cosa que ha confesado en varias entrevistas respecto a novelas anteriores). Al contrario, hay muchas cosas que no quedan explicadas y muchos datos que nunca llegamos a conocer. Parece que, en esta obra, ha decidido que menos es más, y yo lo veo como una muestra de oficio, dominio y veteranía.
La traducción al español, de Bettina Blanch Tyroller, es correcta en general, y en muchas ocasiones ha acertado plenamente en las expresiones coloquiales y vulgares que King utiliza con tanta soltura. El problema es que, cuando traduce párrafos llevados por el narrador (sin diálogo), Blanch se decanta por una lengua de registro considerablemente alto que hace rechinar muchas veces los diálogos, tan de andar por casa y, mucho peor, otras veces esa lengua elegante contamina incluso los diálogos. En lugar de elegir expresiones correctas pero neutras como «se forzó (o «se obligó») a controlarse», Blanch elige términos como «se conminó a controlarse» (153); del mismo modo que en los diálogos usa verbos como «espetar», «proferir», etcétera, donde King, como todos los anglosajones en general, se limita a un «decir», o comienza preguntas de diálogo coloquial con un «acaso»: «–¿Acaso crees que puedes coger tu coche?» (65).
Y un error (esta vez del corrector de la editorial, imagino) que me gustaría comentar es que en un momento de la novela aparece una nota con muchas faltas de ortografía y de sintaxis, escrita por un niño. La carta tiene tantas faltas que el personaje que la lee siente el impulso de disculparse por ellas. En la traducción española, aunque se mantiene el párrafo en que se hace referencia a la cantidad de errores, la carta está perfecta, sin un solo fallo. También a cargo del corrector va el que el «insanus» latino, o «insane» inglés («demente», «loco», en español) quede convertido en «insano» (263), con lo que no se le hace ningún favor al lector.
De todas maneras, en mi opinión, la traductora ha hecho un buen trabajo. Es muy difícil traducir el lenguaje coloquial y profundamente estadounidense de King porque está tan imbricado con la vida cotidiana de su país que más que traducirlo habría que trasladarlo, y eso no siempre sale bien ni resulta creíble.
Cell es una novela altamente recomendable para lectores del género de terror y de lo mejor que ha producido King en los últimos años. La tensión está magníficamente bien llevada, los personajes son no sólo creíbles sino entrañables, tiene algunas imágenes poderosísimas y el final no decepciona (no se asusten, no se lo voy a contar) aunque tengo que confesar que, una vez metida en ese mundo, yo hubiera podido leer unos cuantos capítulos más, pero toda historia tiene que terminar en algún punto y el que King ha elegido es un buen punto para cerrar el libro.
Para los que no sean lectores de terror lo mejor es buscar en este mismo blog otra novela que leer, ya que los no iniciados se encontrarán con algo que supera claramente el nivel de tolerancia de un neófito en el género.
Los aficionados, sin embargo, la disfrutarán página a página y, si no pueden dormir, será porque no quieren apagar la luz hasta haber terminado la novela.

viernes, noviembre 24, 2006

Doble mirada: Los peces de la amargura, Fernando Aramburu

Barcelona, Tusquets, 2006. 248 pp. 15,38 €

1.
José Gutiérrez Román
«Triste». Esta es la palabra que de un modo recurrente aparece en la historia que da título a este libro de cuentos y, al mismo tiempo, el eco que nos devuelve su lectura. Porque ésta es, sin duda, la palabra que mejor define también la historia del País Vasco durante las tres últimas décadas. Tras el regreso con su anterior novela (Bami sin sombra) al mítico territorio de Antíbula, en esta nueva obra Aramburu se ha decantado por un fresco realista sobre el terrorismo etarra y sus consecuencias. Resulta extraño comprobar cómo un asunto de tanto calado social, que ha marcado la historia de España en el final del siglo XX y que tantos ríos de tinta ha hecho correr en ensayos y seudoensayos, apenas ha tenido reflejo en la literatura. Es una suerte que sea precisamente la magistral escritura de Fernando Aramburu una de las que se haya decidido a plasmarlo. Y no sólo por el sobrecogimiento y la emoción que nos provocan estos relatos (quizá porque nos hablan de algo que ya sabíamos pero que nadie o casi nadie se atreve a contar), sino también por el incalculable valor que tienen a la hora de que las futuras generaciones puedan conocer con exactitud cómo se vivía en esa sociedad condicionada por la violencia. Más allá de los datos y los análisis sociológicos está la historia en minúsculas, la que no aparece en las enciclopedias ni en las hemerotecas, y que sin embargo guarda la esencia verdadera de una época. Y eso es lo que precisamente narra este libro, la dolorosa historia de muchas personas que no son sólo un número y una fecha en la lista de las víctimas: el trastorno que se produce en una familia después de que un atentado deje inválida a la hija (“Los peces de la amargura”); la soledad de la mujer que, tras el asesinato de su marido, sufre amenazas para que se marche (“Madres”); el sentimiento de culpa que trata de reprimir la madre de un terrorista (“Maritxu”); una mujer que recuerda el día en que, siendo niña, mataron a su padre mientras en el pueblo seguía la algarabía de las fiestas patronales (“Lo mejor eran los pájaros”); un matrimonio que desea que su vecino, víctima del hostigamiento de los violentos, abandone el edificio en el que viven por los daños colaterales que les acarrea (“La colcha quemada”); la condena pública a la que se ve sometido un hombre por ser sospechoso de delatar a unos terroristas (“Enemigo del pueblo”); un niño que juega a poner bombas en los coches y que sueña con hacerlo cuando sea adulto (“Golpes en la puerta”); o la historia de un adolescente que se entera de cómo su padre fue asesinado el mismo día en que se lleva a cabo en el pueblo un homenaje a uno de sus ejecutores (“El hijo de todos los muertos”). Mención aparte merece el último cuento del libro, “Después de las llamas”, el único en el que aparece un atisbo de humor y que cierra el conjunto de relatos de la manera más acertada posible: con aire de esperanza. Siendo como son tan importantes los valores morales de este libro, no debemos olvidar también sus muchos valores literarios. Encontramos así una variedad de registros que van desde el relato en primera persona hasta el narrador omnisciente o el cuento dialogado en forma de pequeña obra teatral, todos ellos ejecutados con la elegancia a la que ya nos tiene acostumbrados la prosa de Aramburu. Buena parte de esta elegancia reside en el brillante estilo que el escritor donostiarra logra al conjugar un grado muy alto de elaboración con la carencia de todo artificio. Los peces de la amargura son diez historias dramáticas contadas sin dramatismo, en las que se dejan entrever las grietas de una sociedad viciada por la violencia y las leyes de pureza nacionalistas, donde determinadas conversaciones tienen que ser en voz baja, donde un joven no se atreve a contar a sus amigos que su padre ha sido herido por casualidad en un acto de violencia callejera, donde la vecina le pide a la mujer de un policía que, si se encuentran por la calle, no la salude o donde los ayuntamientos subvencionan los viajes de las familias de los terroristas presos. Por todo ello, además de aconsejable este libro es necesario. Lo terrible no son estos cuentos. Lo terrible es que haya habido una realidad, y la siga habiendo, tan triste.
2.
Inés Matute

No fue el título lo que me sedujo, ni el relativo éxito de un autor que dice concebir la literatura como un riesgo y que se siente muy próximo a las víctimas del terrorismo. Si me acerqué a Los peces de la amargura fue movida por la curiosidad, por ver cómo se trata, con distancia pero sin tapujos, la difícil situación del País Vasco. Como vasca que soy, reconozco en Euskadi la existencia de posturas polarizadas e irreconciliables: la del nacionalista ciego y la de quien se siente tan euskaldún como español; la de aquel que respalda el terror y la violencia y la de quien encerraría de por vida a los hijos del hacha y la serpiente. Dado que no quería entregarse al relato urgente, ni que la actualidad política le obligase a escribir al dictado, Fernando Aramburu ha necesitado editar más de media docena de libros para abordar con seguridad y temple un dolor muy viejo, una obsesión que parece robarle el sueño. Con este planteamiento, el autor recoge en su libro fragmentos de vidas rotas o heridas por el fanatismo político, interesándose no tanto por la crónica de hechos concretos, sino por las consecuencias de los mismos, por las secuelas que el secuestro, la delación, la cárcel o el asesinato provocan en la larga lista de los damnificados. El muerto deja automáticamente de sufrir, pero el sufrimiento queda colgado del aire, contaminando las vidas de quienes sobreviven a situaciones que a menudo se nos presentan como “inevitables”. Manejando una prosa si no rica, sí precisa, variados son los enfoques y los modos de contar que le acreditan como orquestador absoluto del relato: el monólogo razonado, el diálogo sostenido, la narración en tercera persona, la concatenación de recuerdos a distintas voces, los estribillos deliberados... y todo ello empapado de tics lingüísticos muy nuestros. Me admira el modo en que Aramburu es capaz de penetrar en la mente de un asesino, pero también en la cabeza de la madre que le justifica o en la mirada de una víctima circunstancial que llega a rozar la patología del síndrome de Estocolmo. Mantener el equilibrio entre las dos posturas, equidistar de los extremos, es algo que Aramburu logra a través de la empatía, del profundo conocimiento del alma humana. Variopintas y curiosas son las diez historias que se nos ofrecen: desde el asesinato (anunciado) de un policía a la aceptación de la nueva realidad física de una víctima de atentado; desde la madre que visita a su hijo en la cárcel a la estancia de quien se recupera de sus heridas en un hospital, mientras su mujer se acicala para recibir, orgullosa y esperpéntica, la visita del lehendakari. La vida cotidiana en una aldea, con sus ofensivas marginaciones y secretos. El absurdo orgullo del kaleborrokista que fuera de la banda no es nadie. El impacto social de un rumor infundado y los sentimientos encontrados de quien maneja los hilos desde la retaguardia. La sociedad que Aramburu perfila es una sociedad amedrentada que se refugia en el silencio y en una engañosa mirada caída. Los peces de la amargura nos ofrece pues una amplia panorámica de la realidad del País Vasco, la decepción de un autor que, aunque empatiza con sus personajes analizando lógicas opuestas a la suya, no es capaz de justificarlos. Si os interesa la realidad profunda del País Vasco, este libro se os hará imprescindible. Si no es así, mejor haréis escogiendo otro título.

jueves, noviembre 23, 2006

Carlota en Weimar, Thomas Mann

Trad. Francisco Ayala. Edhasa, Barcelona, 2006. 503 páginas, 23 €

María Pilar Queralt del Hierro

Leer a los clásicos es una práctica cada vez más olvidada. Relegados a las bibliotecas quedan sometidos a la categoría de objeto de estudio y solo una minoría disfruta de ellos por mero placer. De ahí que la decisión de Edhasa de reeditar Carlota en Weimar que Thomas Mann publicó en Estocolmo en 1939, cuando la II Guerra Mundial ya se dejaba entrever en el horizonte, sea una loable iniciativa.
Evidentemente no hace falta deshacerse en elogios sobre una novela de la que todo se ha dicho ya. Ni tampoco abundar en consideraciones sobre su calidad de sobras demostrada. Pero si es oportuno llamar la atención sobre la urgencia de su lectura o, mejor dicho, de su re-lectura. Porque Carlota en Weimar va mucho más allá de la anécdota argumental —el encuentro entre la Carlota de Werther y un Goethe de setenta y siete años, ya en la cima de su carrera— sino que avisa de los peligros de cualquier prejuicio cultural, deambula por los entresijos de la creación poética y obliga a la reflexión sobre el papel de la literatura en la sociedad y del creador ante cualquier interferencia política o económica.
No es difícil, pues, entender el porqué de su actualidad. La industria —sea editorial, cinematográfica o cultural en el más amplio sentido de la palabra— atenaza cada vez más al creador. La necesidad de hallar tras el resultado de la creación artística —llámese libro, película, cuadro, drama...— un rendimiento económico presiona a escritores, realizadores o artistas que, o bien ceden a los imperativos de la industria, o bien se arriesgan al anonimato por falta de vías de expresión o, en el peor de los casos, a la indigencia por falta de apoyo económico a su labor creativa.
Lejos quedan ya —centrándonos en el ámbito del libro— los editores-mecenas, la edición casi artesanal, o el apoyo a la innovación. El “producto” —que ya no libro— debe ser comercial, vendible y contar con un “target” —curioso término— de lectores cada vez más amplio. Y no tanto por aquello de que todo escritor quiere llegar a cuantos más lectores mejor, sino para satisfacer las aspiraciones económicas de los grandes grupos editoriales.
No se entienda con esta afirmación que menosprecio el libro de no-ficción, la novela de evasión o la de pretensiones divulgativas. Todo lo contrario. Soy la primera en ser consciente de que mi “producción” editorial no es más que un vehículo de docencia que busca acercar a mis lectores a la historia y enseñarla de forma amena y distraída; pero es escalofriante pensar cuantos creadores capaces de renovar el panorama literario actual son ignorados por falta de cauces para dar a conocer su obra.
La producción literaria de un país no puede estar en manos de los departamentos de marketing de las editoriales. Hacen falta editores que apuesten decididamente por sus autores y por la calidad de sus colecciones. Ello no va en contra de la industria sino a favor de la literatura y, a la larga, del nivel cultural de un país.
Replantearse la relación del creador con su “criatura”, revisar a los clásicos a la luz de la modernidad —lo que Carlota obliga a hacer a Goethe con su propia obra— y diferenciar textos de consumo (lo que no es sinónimo de falta de calidad) de la Literatura con mayúscula, es la tarea que debemos imponernos todos los que estamos vinculados a este mundo apasionante y apasionado del libro. Francisco Ayala, responsable de la traducción al español, definió Carlota en Weimar como “el buceo de un escritor —este caso Mann— a través del alma de su criatura, en los problemas psicológicos y literarios de la creación”. Ni se puede ni se debe decir más.

miércoles, noviembre 22, 2006

Guía de casas embrujadas del mundo y de todos los lugares donde (no) te gustaría pasar la noche, Francesco Dimitri

Alba, Barcelona, 2006. 347 pp. 18,50 €

Marta Sanz

Cuando me dispongo a leer este libro, me debato entre la curiosidad por saber quién será el freakie que dedica su tiempo a escribir estas cosas y el “haberlas, haylas”. Me debato también entre mi sentimiento de culpa por ser uno de esos lectores que gastan su preciado tiempo con este tipo de productos y el interés, casi vergonzoso, por el mundo “sobrenatural” o quizás sería más apropiado escribir “paranatural”. Me convenzo a mí misma de la legitimidad y seriedad de mis propósitos, pero Dimitri me lo impide porque empieza a hablarme en un registro, entre pedagógico y risueño, como de colegueo comunicativo parecido al de los profesores que quieren ser enrollados con sus alumnos, que me echa para atrás.
Sin embargo, algunos detalles me llaman la atención: el primero tiene que ver con el género por el que opta Dimitri. Escribe una guía y puntúa cada casa, cada parque, cada castillo, cada torre, en los que hubo, habría, había o aún hay fantasmas, espectros, impregnaciones o poltergeist —que no todo es lo mismo ni da lo mismo—. El autor opta por un molde genérico apropiado para ofrecer informaciones y, en cambio, aborda una cuestión que, en las antípodas de lo denotativo —de lo que se puede medir, pesar, contrastar—, se coloca en un espacio por lo menos borroso, fuzzy, como el propio Dimitri escribe —he de confesar que esa tendencia de este jovencisísimo autor italiano a intercalar en su discurso vocablos en inglés me chirría tanto como cuando oigo hablar a un pijo que no termina de cerrar la boca al pronunciar las sílabas—. Se produce un desajuste similar al de Instrucciones para subir una escalera de Cortázar o al que se haría patente si alguien escribiese un Curriculum de asesinatos o una Novela contable. El efecto es cómico, desconcertante, pero al mismo tiempo logra dos propósitos que exceden la mera curiosidad: el lector reformula su concepto de género —reto no muy original que se lleva afrontando desde los albores de las posmodernidades europea y estadounidense—, a la vez que se ve obligado a revisar su concepto de realidad. Y es en este punto cuando la propuesta cómica de Dimitri se vuelve arrebatadora.
Esa realidad fuzzy, borrosa, es una realidad poética, en la que tanto lo visible como lo invisible, lo soñado como lo manifestado, lo percibido y lo intuido, son materia significativa y existente desde un punto de vista material. Dimitri nos induce a pensar —pensar sin temer, pensar sin superstición— que el impreciso espíritu es un estado volátil de la materia que aún no estamos en disposición de concretar dentro del molde de su correspondiente forma, dado que no disponemos de sistemas de percepción, anatómicos o tecnológicos, lo suficientemente evolucionados para ello. El mundo de lo intangible adquiere el estatus de futuro corpus para la ciencia, y la realidad, anti-anodina, se transforma en territorio profundo, topografía surcada por simas y relieves, superposiciones, espacio susceptible de interpretación inagotable. Se anula de algún modo la contradicción vital de este tipo de materialista —entre los que me incluyo—, al que se le ponen los pelillos de punta al encender una vela delante de un espejo o al experimentar la sensación de que alguien está detrás de ti y te toca el hombro con mucha suavidad. No hay incoherencia ni locura: algo está sucediendo en el orden de lo material, aunque nuestros mecanismos de percepción aún no hayan llegado a desarrollarse lo suficiente como para poder catalogar lo que nos está pasando. Tampoco disponemos de agallas para respirar bajo el agua —de hecho creo que las perdimos—, ni se nos han atrofiado hasta su desaparición definitiva los dedos meñiques de los pies... Tal vez, ejercitando la capacidad para aprehender las masas frías de las habitaciones o la visión de un doble más allá de la superficie del espejo, desarrollaremos por fin una glándula para percibir la materia más sutil.
La hiperstición, “un aglomerado semiótico que se hace real a sí mismo”, es un nuevo concepto que legitima el vínculo entre la realidad y las ficciones, las experiencias y lo legendario —el catalogo de narraciones legendarias de este libro es entretenidísimo—, el poder fundacional de la palabra y la existencia concebida como algo físico y psicológico: la hiperstición es un modo de perfilar la materia de los fantasmas, porque si, después de ver una película de vampiros, sentimos cierto morboso repelús cuando alguien nos besa en el cuello, ello significa que los vampiros existen como una sensación, como un repliegue más del imaginario escondido en la psicología que condiciona la experiencia. Todos los libros, los buenos libros, son según Dimitri formas de la hiperstición: en los libros que de verdad merecen la pena, la ficción o las abstracciones, comienzan a formar parte de nosotros, nos construyen y se transforman en una sustancia, en una corriente eléctrica más de mi cerebro. Cierro los ojos y veo la imagen de una dama, vestida de encaje morado, que al levantarse el velo me muestra el hueco de su rostro; cierro los ojos y veo una niña con el pelo azul que se llama Azulina y cuatro espíritus burlones que me tiran objetos a la cabeza; veo una bañera que rebosa sin que nadie haya abierto el grifo y ese sueño de mi madre que anunció una muerte. Entiendo por qué me entusiasman los relatos de Poe —muy especialmente Los hechos en el caso del Sr. Valdemar—, La pata de mono de William Wymark Jacobs y La habitación de la torre de Edward Frederick Benson; por qué Borges nos inquietó tanto con sus eruditas y falsas y conmovedoras Ficciones; y por qué, después de ver El sexto sentido y antes de acostarme, miro precavidamente debajo de la cama. Las creencias pueden transformar el mundo: se hacen cuerpo y carne en la Historia. Existen. Repercuten en la fisiología: en lo que se come y se deja de comer, en las razones para matar o para emigrar de un país, en la elección de a quién se debe amar o en los argumentos del odio.
Este libro no anula el encanto del misterio, pero sí da razones para no justificar, judeocristianamente, el resquemor, la inquietud o la intuición del materialista. Por otra parte, nos convence de que el texto más frívolo puede estar atravesado por arterias vitales: tal vez sólo hay que saber viviseccionar el cuerpo por el punto justo, porque esta guía que habla de la Casa Blanca o de la Rectoría Borley es también una teoría de la lectura. Me satisface poder disfrutar de los fantasmas sin tener que ser a la fuerza una creyente, sin apelar a lo sobrenatural ni a lo religioso ni a lo demoníaco. Dimitri me ha quitado un gran peso de encima. A lo mejor era un íncubo que se estaba poniendo demasiado pesado.

martes, noviembre 21, 2006

El reino animal, Sergio Ramírez

Alfaguara, Madrid, 2006. 224 pp. 15 €

Román Piña

El rey Juan Carlos por lo visto mató un oso borracho. No sabía yo de esa debilidad de nuestro monarca por el alcohol. Los elefantes, o por lo menos las elefantas, son capaces de reconocerse en un espejo. A los seres humanos nos cuesta más. El reino animal no está acotado en un parque o un noticiario. Por el enchufe de tu cocina pueden empezar a salir hormigas como un puré vivo y tal vez mañana amanezcas con un brazo menos. Una garrapata, en el último capítulo de House que vi, se metió en la vagina de una adolescente que casi la palma.
Sergio Ramírez ha dedicado un libro de relatos al reino animal; por una vez un escritor se ocupa de algo que nos concierne. Ramírez es ya en sí mismo una rara avis. Pasar por la revolución sandinista y por la vicepresidencia del gobierno nicaragüense, recibir formación germánica y encontrarle a Mallorca algo más que playa, lo convierten en un quetzal, un animal digno de ponerse al hombro de De la Quadra Salcedo. Ramírez entregó 15 años de su carrera de escritor a la revolución, un sueño que luego las urnas despacharon en un santiamén. Pero como él mismo dice, “otros entregaron su vida”. Con semejante bagaje vital, vale la pena acercarse a la obra del ganador del premio Alfaguara 1998 con Margarita, está linda la mar, al autor de Mil y una muertes.
Empezar por El reino animal puede ser un acierto, un entrante exquisito que nos avisa del tamaño de sus guisos más potentes. Estos relatos sobre animales tienen casi todos el interés de lo fabuloso, lo extraordinario. Ramírez antepone a cada relato una estampa científica del animal que protagonizará la historia. En alguna de ellas, el animal es sólo una presencia en la sombra. Por ejemplo en “Por qué cantan los pájaros”, las protagonistas son tres amigas que se reencuentran, y el pájaro apenas asoma un ala como acariciando el colofón del relato. Otras historias tienen por personajes a niños con apodos de animales, como Gallinita de Monte, la Mosca o Pulga. Pero la mayoría tienen en común la curiosidad de una peripecia en cuyo centro ruge, gruñe o palmea un animal. Peripecias trágicas, por supuesto.
Sergio Ramírez ha rastreado en prensa historias de animales o relacionadas con ellos, y muchas nos las ha transmitido en forma de reportaje aséptico. Apenas hay un solo discurso sensiblero, pro-animales, y este está lleno de humor: el del Midas del pollo crudo, convertido en conferenciante, transformado en defensor de los derechos de todos los animales a raíz de la muerte del fundador del Pollo de Kentucky. Sin embargo, no he podido volver a comer pollo tras su lectura. Es desternillante y brillante el relato del tigre y su número de circo junto a su domador Roy, y cómo el público atiende engatusado al mismo. Es delicioso el relato en forma de entrevista televisada al policía que dirigió el asalto a un apartamento —lleno de sorpresas— de Nueva York para neutralizar a un tigre. Es terrible la suerte de la elefanta que fue condenada a morir electrocutada, para lucimiento de Edison. En general, aprendemos mucho del mundo animal gracias a este libro. Ahora ya sé que la homosexualidad es muy natural entre pingüinos, que una foca puede llegar a adaptarse al clima caribeño y al pienso para perros, y que si las moscas viviesen un poco más, nuestros días estarían contados.
Me ha deleitado la habilidad de Ramírez para dispersar la vis comica. Como decía House en aquel capítulo, “todo es un asco, así que más vale encontrar una razón para sonreír”. Si el sentido de tu vida es una tortuga marina que una obesa tragaldabas acaba destazando para hacerse una sopa, sólo podrás salir adelante si quien te da la noticia tiene la gracia de Sergio Ramírez.

lunes, noviembre 20, 2006

Escritores contra escritores, Albert Angelo

Prólogo de Jordi Costa. El Aleph, Barcelona, 2006. 174 pp. 16 €

Pedro M. Domene

El prologuista de este pequeño (por el formato), singular y curioso libro, Jordi Costa, afirma que Escritores contra escritores dibuja una posible historia secreta de la literatura a través de rencillas, descalificaciones y desafíos; por otra parte, añade que —en realidad— su autor, Albert Angelo, da voz a muchos de los tótems a los que las doctas academias otorgan el calificativo de clásicos, y de esta única manera se conocen algunas de las fobias de los más interesantes escritores de los últimos siglos. Exabruptos y descalificaciones ofrecen al curioso lector la sublimada visión de rencillas entre quienes se consideran las Blancanieves de todos los saraos literarios. Visto así, el libro brinda el aliciente para que podamos meternos de lleno entre sus páginas porque, cuando vamos al índice, la nómina encontrada desde la A a la Y reproduce los nombres de no pocos autores de la literatura universal que, considerados como «escritores políticamente correctos», forman parte de un Pressing Catch de las Letras; es decir, el club de aquellos sujetos que, durante años, han desarrollado un lenguaje fundamentado en la descalificación, en la puñalada barroca, el exabrupto con filigrana discursiva o lo que podríamos calificar como «partirse la cara hasta que uno de los dos muerda la lona que le otorga el oprobio público». Y aún así, por siempre jamás, los escritores no dejarán de ser aquellos aduladores que consideran su ego como el único punto de partida para expresar lo que llevan dentro; sólo quienes no aparecen en este libro, por uno u otro motivo, seguirán siendo esos muertos de hambre, esos buscavidas o esos cantamañanas que, por mucho que se afanen, seguirán sin lograr vivir del difícil arte de la escritura.
Tampoco hay que olvidar que «en literatura no hay nada escrito» y aunque no lo parezca, escribir es un arte, ser escritor es ser un artista y, por consiguiente, sujeto a esos posibles éxitos que otorga la vida; quizá por eso un fracaso, de vez en cuando, cura el ego y ofrece a los amigos motivo para la tristeza pero, a los enemigos —indudablemente— más páginas para un libro como el presente. Indudablemente también, la literatura, como ha señalado un escritor que no aparece en la nómina de Escritores contra escritores, sea esa extraña máquina que traga, que absorbe y convierte a los escritores en vampiros (el citado es Bernard Henri Lévy). Y, aún insistiendo más, quizá los malos escritores son los que intentan expresar sus débiles ideas en el lenguaje de los buenos. Ordenados alfabéticamente, no se salvan los nombres de Isabel Allende, Jane Austen, en reiteradas opiniones de Kingsley Amis y Mark Twain, quien afirma algo así como que «la simple omisión de los libros de Jane Austen haría una librería bastante decente de una que no tuviese un solo libro». O nuestro Pío Baroja, recordado en estos días a los cincuenta años de su desaparición, contra quien Ortega y Gasset arremete hasta el extremo de afirmar que «leemos página tras página y vamos adquiriendo la condición de que no interesa al autor (...) ni el arte de la novela, ni en arte en general». Los reiterados ataques de Gore Vidal a Truman Capote, de quien llegó a afirmar que «su muerte fue una buena maniobra profesional». Incluso nuestro Nobel más polémico, Camilo José Cela, calificado de plúmbeo por Marsé o chulapo descarado y castizo por Benet; y tampoco Miguel de Cervantes ha escapado a furibundas opiniones de contemporáneos; por ejemplo Lope, que afirmaba «de poetas, no digo: buen siglo este. Muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote», y posteriores como Nabokov, que llegó a escribir: «recuerdo con deleite la vez en que, para gran turbación de mis colegas más conservadores, hice trizas el Don Quijote, ese viejo libro crudo y cruel, ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall». O, para finalizar, el inmortal Julio Cortázar, a quien su paisano César Aira vapulea, afirmando que «el mejor Cortázar es un mal Borges». Disculpen tanta enumeración, pero al menos una pequeña muestra servirá para abrir el apetito ante semejante festín; o si alguien, por otro lado, piensa que no merece la pena seguir tras esta breve selección, porque tal vez el zoológico está ya muy lleno para incluir más fieras, sí estamos seguros de que no por ofensivo resulta menos excitante, aunque por motivos extraliterarios. No se olviden, tampoco, de aquello que afirmaba Mauriac: «un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino también puede llegar a ser un buen vinagre».
Una bibliografía mínima y unas fuentes sin datos adjuntos, completan el volumen de perlas ensangrentadas como afirma el prologuista.

viernes, noviembre 17, 2006

Crímenes ejemplares, Max Aub

Thule, Barcelona, 2006. 112 pp. 11,54 €

Carol París

No se culpe a nadie de estas muertes, de estos crímenes que, presentados de forma brillante y ejemplar, nos ofrece Max Aub; “Confesiones sin cuento: de plano, de canto, directas, sin más deseos que explicar el arrebato”, como aduce en el prólogo incluido en la presente edición. Publicados por primera vez en México, en 1957, entran, en la revisión de 1968, otros crímenes más que también aquí se reproducen: “Añado bastantes, otros quedan perdidos en cien libretas que no son de hojear con detenimiento, sería no más perder tanto tiempo para tan poco.” Un “tan poco” que no constituye una simple captación de benevolencia, sino que incide en el género al que pertenecen estas confesiones, estos arrebatos. Aub tenía plena conciencia de estar trabajando con algo nuevo: con microrrelatos o, si queremos caer en el problema de la denominación del género, con minicuentos, con relatos microscópicos, con historias mínimas, siguiendo a Tomeo, con relatos hiperbreves, según Faroni, con narraciones ultracortas o bien con otras ocurrencias como los descuentos o los textículos, recordando a Pizarnik y a Cortázar... calificaciones, todas ellas, que apelan a la dimensión de un género que, por su brevísima extensión, apuesta por la intensidad como eje central en sus procedimientos retóricos.
Cercanos por su fragmentación al hipertexto, en ellos Aub juega con multiplicidad de voces insistiendo en un yo indeterminado, otorgando un ambiguo valor testimonial a unas declaraciones que intuimos destinadas a un juez, pero que parecen oídas por casualidad. Rompiendo el marco escénico tradicional, estos narradores se mueven en un espacio suspendido, en el de la mera enunciación, en el que nos desvelan el móvil, siempre disparatado, de su crimen. Porque, realmente no importa quién se expresa; los que aquí confiesan son la representación de una, de cualquier, colectividad. Ya en la parodia y en la paradoja del título se observa una fascinación por la cultura de la muerte que remite a la situación vital de un autor que vivió momentos de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Civil, el exilio en México... situaciones en las que pudo constatar que, para muchos, la vida no valía nada.
Para Aub, el escritor debía convertirse en la conciencia ética de su tiempo; en su extensa obra, estructuralmente inspirada en el proyecto galdosiano de los Episodios Nacionales como forma para englobar una totalidad, quiso reflejar los treinta mil posibles protagonistas de la Guerra Civil. Siempre creando a partir de la Historia, en Las buenas intenciones (1954) rememoró la España de preguerra y en La calle de Valverde (1961) describió el ambiente madrileño durante la dictadura de Primo de Rivera. Si en algunos de sus relatos, como los recogidos en Enero si nombre, o en la serie novelística de los Campos, Aub escribe bajo los presupuestos de un realismo trascendente, apostando por un ejercicio testimonial de la literatura que no describa únicamente la realidad, sino que también la comprenda para emitir un juicio, en Crímenes ejemplares el autor revela una curiosa y cínica alternancia entre estrategias “desficcionalizadoras” a la vez que “desrealizadoras”, presentando las confesiones de estos asesinos desde una óptica extrañante, objetiva y desapasionada que actúa como filtro distanciador y que convierten el asesinato en un acto lúdico y en un juego verbal en el que las víctimas sólo cobrarán importancia por el hecho de que alguien hablará de ellas cuando hayan muerto. La hipérbole, al ser crímenes que se basan en la desproporción causa-efecto, es la base de la comicidad. El humor sarcástico y la ironía corrosiva permiten rebajar la actuación de estas voces desquiciadas, que asesinan por cosas insulsas pero que les sacan de quicio, con motivaciones tan triviales como “Lo maté porque no pude acordarme de cómo se llamaba. Usted no ha sido nunca subjefe de Ceremonial, en funciones de Jefe. Y el Presidente a mi lado, y aquel tipo, en la fila, avanzando, avanzando…” o bien “Lo maté porque era de Vinaroz”, microrrelato que, en cierto modo, sintetiza todo el libro. Con ello, Aub también muestra que el lenguaje y sus retóricas pueden ser un arma para justificar lo injustificable.
La mayor parte de estos microrrelatos se componen mediante grandes elipsis que permiten economizar la narración y a su vez llegar a oraciones cargadas de ambigüedad: “Me la devolvió rota, señor, y me dio una penada... Y se lo había advertido. Y me la quería pagar, la muy... Eso, sólo con la vida.” Siguiendo con la necesidad de simplificación retórica, Aub también retoma de Galdós su intento por adaptarse a los tiempos mediante la incorporación en la escritura del habla cotidiana y que confiere al libro en su totalidad un ritmo muy ágil. Algunos microrrelatos se construyen además con los procedimientos del chiste, “Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite” o de la adivinanza: “Lo maté por idiota, por mal pensado, por tonto, por cerrado, por necio, por mentecato, por hipócrita, por guaje, por memo, por farsante, por jesuita, a escoger. Una cosa es verdad: no dos.” Por otra parte, las influencias estilísticas (en ningún caso ideológicas) de autores como Mihura y Jardiel Poncela se dejan entrever con la inserción de algunos de los leit-motivs de la vanguardia española, como el tema, típico en esos años, de la visita alquilada.
Aunque los Crímenes ejemplares estén estructurados en cuatro secciones (“Crímenes”, “De Suicidios” —del que derivarán los Suicidios ejemplares de Enrique Vila-Matas— “De gastronomía” y “Epitafios”) que otorgan cierta cohesión, es la continua variación la que regula el funcionamiento de este conjunto de instantáneas, de declaraciones dispersas, de muertes mediocres, llenas de humor negro y sin ningún orden aparente, ya que como desvela el autor en el prólogo: “Siempre que pude evité así la monotonía, que es otro crimen.” Con todo, Aub nos ofrece unos Crímenes de los que vale la pena ser cómplices.

jueves, noviembre 16, 2006

Un hombre soltero, Christopher Isherwood

Trad. José Martínez de Aragón, revisada por María Casas y Mercedes Puigmartí. Apéndice: Entrevista de Winston Leyland a Christopher Isherwood (publicada originalmente en “Gay Shunshine Journal” Nº 19, 1973; trad. Eduardo Wards Simon). Debolsillo, Barcelona, 2006. 173 pp. 8’50 €

Óscar Esquivias

A mí las ediciones de bolsillo me huelen a tren, a monedas contadas, a novela que se compra a última hora en el quiosco de una estación remota, se mete en el bolsillo de la mochila y se va leyendo en un vagón o bajo la lona de una tienda de campaña. Seguro que la biblioteca de cualquier buen lector guarda estos libros azarosos y modestos, de páginas apretadas que guardan billetes de autobús y también algo intangible que sólo nosotros conocemos: nuestra memoria vital. Pues bien: ¡qué sorpresa y qué felicidad descubrir en esos expositores de estación las novelas de Christopher Isherwood! Entre tanta novela barata –en todas las acepciones del término– se agazapan también las de este autor, que contienen un peligro grandísimo: pueden cambiar la vida del lector ocasional y convertirlo, sin que lo sospeche, en un adicto a la literatura. A mí me gustaría tener dieciséis años, coger uno de sus títulos al azar, sin referencias, y leerlo por primera vez: hay tanta emoción, tal afán de plenitud en sus personajes, que siempre me da la impresión de que Isherwood escribe para jóvenes y que son ellos quienes mejor pueden aprovecharse de su lectura.
¿Juventud? ¿Emoción? ¿Afán de plenitud? Alguien podría pensar que Un hombre soltero (A Single Man, 1964) desmiente de plano todo esto. Isherwood redactó la novela con sesenta años y cuenta una historia poco juvenil: un día cualquiera en la vida de George, un maduro profesor universitario que no acaba de acostumbrarse a la ausencia de Jim, su novio, muerto hace poco en un accidente de circulación en el lejano Ohio (el relato está ambientado en California, en 1962). Los actos de la jornada de George, descritos con minuciosidad, son banales: lee sentado en la taza del váter, conduce, da sus clases, entra en un supermercado, hace visitas de compromiso, se emborracha... Es un hombre entristecido por su eufemística “soltería” (Isherwood no habría podido titular su novela Un hombre viudo, aunque es la “viudez” –la muerte del compañero amado– el asunto medular del libro); George intenta sobreponerse a su abatimiento sin encontrar fuerzas ni razones para hacerlo: la muerte parece que se lo ha arrebatado todo pero en realidad le ha dejado el omnipresente recuerdo de Jim en cada cosa que ve, piensa, siente o hace.
No se trata, sin embargo, de una historia sombría o tristona, todo lo contrario: la inteligencia y la lucidez de George iluminan todos sus actos, a pesar de que él se siente un inquilino en su propio cuerpo y tiene la impresión de que se mueve sólo por inercia. Él no lo sabe, pero hay algo poderoso y secreto que le guía: el destino. El lector pronto empieza a sospechar que algo importante está sucediendo bajo la apariencia de la cotidianeidad, que no está leyendo un simple relato costumbrista sino que asiste a algo profundamente simbólico. Isherwood nos da al final la clave que justifica todas las anécdotas que se han ido hilando a lo largo del relato y las ilumina con una nueva perspectiva. Para conocer esta clave el lector no tendrá más remedio que leerse la novela porque nosotros, por supuesto, no se la vamos a desvelar.
El estilo de Isherwood se caracteriza por su sobria naturalidad, alejada de cualquier efectismo. El libro está contado por un narrador en tercera persona que sólo nos muestra el punto de vista de George. Es una novela muy apegada a lo físico, a las necesidades y sensaciones del cuerpo, a veces desde la perspectiva más material. Isherwood parece recordarnos que todo es importante y forma parte de nuestra humanidad. Nuestra vida es tan corta y tan frágil que el gesto más banal –mear, bañarse en la playa, espiar a unos chicos que juegan al tenis, tirarse pedos disimuladamente– es una manifestación de la vida, incluso lo que podamos considerar más secreto y sucio. También, por supuesto, la homosexualidad. El lector actual quizá –ojalá– no la considerará digna de estos adjetivos, pero merece la pena subrayar que no siempre ha sido así y que George es uno de los primeros personajes de la literatura anglosajona que no viven su sexualidad como algo enfermizo, vergonzante o ridículo. Un hombre soltero es una novela que ilumina el mundo. Uno siente que sale enriquecido de su lectura, que ha ganado experiencia, que ha visto cosas hondas, importantes. Por eso creo que entusiasmará a los más jóvenes: porque no es una narración paternalista para leer en el sofá en pantuflas, sino que se parece a esas conversaciones que se tienen en susurros, de tú a tú, en una tienda de campaña.
Ahora los libros de bolsillo han cambiado mucho. Antes solían ser ediciones descuidadas que se desencuadernaban según se iban leyendo, con páginas repletas de texto escrito en letras diminutas que ponían a prueba la vista y la vocación del lector. Nada de esto sucede en Un hombre soltero. Debolsillo ha publicado una edición maravillosa y sólo espero que el anuncio que hacen en la portada de “Biblioteca Christopher Isherwood” signifique que van a incluir todas sus novelas. En la portada se ve a dos chavales que avanzan por la playa con sus tablas de surf, camino del mar. No tiene mucho que ver con el contenido de la novela, pero esto no es un reproche: estoy seguro de que a Isherwood le habría encantado esta ilustración. Espero que el gancho funcione y se vendan miles de libros.

miércoles, noviembre 15, 2006

La persona que fuimos, Lolita Bosch

Mondadori, Barcelona, 2006. 112 pp. 11,50 €

Elena Medel

Una narradora en primera persona, mujer, joven, siempre anónima, evoca su relación con G., los motivos de su alejamiento y su ruptura, la manera en que intentó recuperarle y recordarle. Lolita Bosch (Barcelona, 1970) presenta en La persona que fuimos —formato pequeño, generosos espacios en blanco para diferenciar entre la evocación, más simbólica y etérea, y el recuerdo, cimentado en la descripción— que conforman una bomba de relojería: una reflexión sobre el poder de los recuerdos y, al mismo tiempo, de la palabra. Los poemas leídos en compañía, las cartas balsámicas, el propio acto de escribir, se conciben como escape para la tristeza y la melancolía. Nada de metaliteratura, aun así: La persona que fuimos emana vida.
El libro está guiado por el concepto que lo titula, la idea clásica de que dos personas forman una cuando se aman. La obra carece de acción; nada sucede en ella, todo está enterrado. Es más confidencial que narrativa, y abundan las situaciones, los gestos, incluso los objetos —el dinosaurio, el pasillo— impregnados de valor simbólico, que significan más de lo que aparentan. Los personajes constituyen el mayor punto de interés de La persona que fuimos: en el centro de todo el protagonista absoluto, esa persona que fueron la narradora y G., único personaje cuando se habla en pasado, y bifurcado en dos al tratar del presente y/o la separación. A su alrededor orbitan personajes-satélite, secundarios, jamás superfluos: por ejemplo, Elena, cuñada de G. y amiga de la narradora, soporte en la fragilidad, o el padre de la narradora, que regala consejos olvidados en el acto, y necesarios después. Por otro lado, ante la dicción confesional, intimísima, que impera en La persona que fuimos, la pregunta parece obligada: el tono —y algunas referencias, como las muy explícitas del capítulo decimoquinto— invita a pensar en la autobiografía; la templanza, sin embargo, apunta a una peculiar reinterpretación de los mecanismos narrativos de plasmación del yo.
Disquisiciones teóricas aparte, brevedad y complejidad conviven armónicamente en La persona que fuimos. Bosch concibe la estructura de su libro como un puzzle: extiende las piezas cuya combinación desembocará en relato, aunque guarde en el bolsillo algunas de ellas para abrazar la elipsis, resultando un silencio, un sugerente vacío, que obliga a la imaginación. El carácter experimental de su escritura —con mucho de automático— se ve reforzado no sólo por este aspecto formal, sino por la inclusión de poemas —sobre todo de autores mexicanos: allí transcurre el núcleo duro de la acción, y allí residió Bosch durante diez años— que suponen la única flaqueza de la obra: no sólo no aportan nada a la acción —la cursiva es obligada—, sino que frenan la lectura y obligan a disminuir su intensidad, un riesgo si tenemos en cuenta la extensión de la obra.
Más relato corto que nouvelle, La persona que fuimos demuestra que el tamaño no importa cuando el asunto es la buena literatura. La historia engancha por cercana; sus palabras reconfortan. La escritura de Lolita Bosch, limpia, exacta, rebosa fascinación, otorga a lo cotidiano un barniz mágico, con sus historias remueve las nuestras propias, construye en La persona que fuimos un libro para leer de una sentada, y no olvidar fácilmente.

martes, noviembre 14, 2006

Travesuras de la niña mala, Mario Vargas Llosa

Alfaguara, Madrid, 2006. 375 pp. 19,50 €

Care Santos

Al envejecer, la gente se hace cómoda. O más reticente a cambiar de casa, de ambiente, de amistades, de ciudad... Ya no hablemos de ideología, de mitología o de paraísos. Eso pensaba mientras leía esta última novela de Vargas Llosa, en la que el autor peruano, ya sobrepasados los 70, parece haber escogido aquellos territorios ¿ficcionales? donde más a gusto se ha sentido para ubicar en ellos una acción novelesca que parece creada con una sola premisa: disfrutar. No sólo él, por supuesto —¿sería eso legítimo? Lo sería, sin duda— sino con él, todos los lectores que se acerquen a estas páginas.
La peripecia parte del despertar a la juventud del protagonista, Ricardo, y su grupo de amigos limeños —podrían ser perfectamente los personajes de Los cachorros, pero acaso más felices— cautivados por la belleza de dos chicas más o menos exóticas que irrumpen en su círculo, a quienes llaman "las chilenitas". Después de contarnos los avatares de un verano cargado de emociones y de hormonas en circulación («los enamoramientos se deshacían y rehacían y al salir de las fiestas de los sábados las parejas no siempre eran las mismas que entraron»), nos narra el autor, amparado en un narrador-protagonista, el desengaño que supuso la desaparición de Lily, una de las niñas, de quien se había quedado prendado. Y qué significó descubrir poco después que su enamorada era en realidad una impostora: ni chilena, ni de clase social acomodada, como le había hecho creer.
Luego Ricardo parte hacia el sueño de París, estudia leyes y se establece en la capital francesa, más o menos como hiciera el propio autor. Con la primera desaparición de Lily, que cierra el primer capítulo, acaba de trazar Vargas el resumen de todo lo que vendrá: en realidad su novela será una sucesión de apariciones y desapariciones de la misma mujer, transformada, sucesivamente, en el ideal femenino con que sueña Ricardo (y no sabemos cuántos más): la mujer fácil, inteligente, bella, sofisticada y poco aprensible.
En realidad, la niña mala vista a ras de suelo es una arribista dispuesta a casi todo por conquistar lo único que le interesa en el mundo: poder y dinero. Seguramente, más lo segundo que lo primero, aunque su olfato le dice que lo primero es condición indispensable de lo otro. En su carrera desenfrenada hacia la cúspide, que la lleva de la guerrilla cubana pro castrista a las embajadas de París o Londres, y más tarde a una vejez desasosegante, va tropezando una y otra vez con ese único vestigio de su pasado que es Ricardo, con quien mantiene una relación ambigua basada en el coqueteo, la utilización, la fugacidad y puede que ciertos sentimientos nobles que nunca afloran del todo.
A pesar de que nunca alcanza con el protagonista las altas cotas de inmoralidad que sí practica con otros de sus hombres, esta falta de escrúpulos del personaje es, a un tiempo, lo que lo hace odioso y adorable, terriblemente humano pero también terriblemente poderoso. Se trata del mayor hallazgo de esta novela: la Niña mala es, por sí misma, un monumento a la ficción. De ese modo tan real, tan cercano a los modelos del mundo real, en que saben serlo los grandes personajes. Para decirlo con palabras del autor-narrador:

La verdad, había algo en ella que era imposible no admirar, por esas razones que nos llevan a apreciar las obras bien hechas, aunque sean perversas.

No sería descabellado practicar un poco de antropología literaria y encontrar parentescos entre Lily y Madame Bovary, acaso la mujer adúltera con quien más ha intimado Vargas Llosa. Tienen en común muchas cosas. También Lily practica la promiscuidad urgida por la búsqueda de algo que no encuentra en ninguna parte porque tal vez no existe. En el fondo, son mujeres tan ocupadas en crear su propio personaje que no tienen tiempo de disfrutar de la vida ni de dejar que los demás la disfruten. Le dice Lily a Ricardito:

Tú nunca vas a vivir tranquilo conmigo, te lo advierto. Porque no quiero que te canses de mí, que te acostumbres a mí.
A lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro, vemos a Lily convertirse de niña con ínfulas en mujer fatal, reinar en las fiestas de sociedad gracias a su sofisticación y su gracia, y luego asistimos a su declive, a su decadencia y su enfermedad —que tampoco logran humanizarla— y hasta llegamos a conocer su pasado de la mano de la somera investigación limeña de Ricardo —ya casi al final de la historia—, preludio a un final propio de la protagonista de una ópera romántica. Y lo mejor de todo es que nos lo creemos. Creemos esa vida novelesca incluso en sus episodios más increíbles, como el de los desmanes japoneses de Lily en manos de una especie de yakuza despiadado y amante del sadismo. También logra Vargas Llosa emocionarnos con un desenlace en el que ya nos resulta imposible no sentir simpatía por los dos personajes principales. Mientras ella muere, él se pregunta:

¿Se podía llamar historia de amor a esta payasada de treinta y pico de años, Ricardito?

La respuesta es clara, y la conoce el lector: por supuesto que sí.
Hay más. El otro de los grandes temas vargasllosianos, la política, está también muy presente. La peruana y la latinoamericana, con algún que otro guiño a la época en que él mismo optó a la presidencia de su país y fue derrotado. Y para el final dejo lo obvio: el soberbio estilo, que regala al lector un castellano memorable, plagado de peruanismos pero siempre universal. Es Vargas Llosa en zapatillas, tumbado en su sofá, invitándonos a conversar mientras tomamos café.
Un gusto.

lunes, noviembre 13, 2006

La chica sobre la nevera, Etgar Keret

Trad. Ana Bejarano. Siruela, Madrid, 2006. 184 pp. 15,90 €

Miguel Sanfeliu

Etgar Keret es un joven autor israelí. Nació en 1967 y tiene una considerable obra a sus espaldas. En su país goza de gran popularidad y, poco a poco, su literatura va traspasando fronteras. Tuve noticias de su existencia hace unos años, a raíz de la lectura de la crítica que del libro El chófer que quería ser Dios escribió Mercedes Monmany. Me pareció muy interesante lo que allí se decía y salí en busca del libro. Un libro que, al parecer, no existió. O no en nuestro país, pues sólo pude localizarlo a través de internet, editado en Argentina por Emecé. En fin, un misterio como otro cualquiera. Cuando por fin me encontré con la portada del libro La chica sobre la nevera, de Etgar Keret, ediciones Siruela, en la mesa de novedades de una librería, me abalancé sobre él como un endemoniado.
La lectura de este libro proporciona una experiencia que no deja indiferente. El universo de Keret es original, mezcla de fantasía y realidad, de magia y de muerte, de imaginación y de miseria, de lo que debería ser y de lo que, por desgracia, acontece a nuestro alrededor. Sus personajes son seres que se mueven entre dos planos, que transitan por la atroz realidad con la mirada y los anhelos de un niño. Jóvenes que no quieren perder la inocencia, que se dan cuenta de que las tragedias que les rodean les impiden llevar la supuesta vida feliz estandarizada por los cánones occidentales actuales. En Cumpleaños sin mago, un joven periodista está preocupado por la sorpresa que sin duda su madre le deparará en la celebración de su cumpleaños, mientras es enviado por su periódico a cubrir el reportaje sobre una lluvia de meteoritos, pese a que él quería ocuparse del caso de un colono al que le han hundido la cabeza con un ladrillo. Una progresión incómoda, narrada con un estilo directo, cierto tono ingenuo y un punzante sentido del humor. Lo que es, lo que deseamos y lo que debería ser. El vértigo de la vida moderna, la insensibilidad de un mundo desquiciado que rueda cuesta abajo sin control. Debajo de las situaciones más duras, encontramos la mirada del niño ingenuo, como el del enternecedor primer relato Romper el cerdito. Y esta mirada infantil se encuentra presente en todo el libro, hasta el punto que alguno de los relatos se llega a disfrazar de cuento inocente para asestarnos un nuevo golpe, como en La triste historia de la familia Nemalim. También la compleja realidad israelí está presente en todas las historias, como en Listo para disparar, una presencia constante y asfixiante. La tragedia, el horror, la muerte, resquebrajan el frágil mundo de los protagonistas, que desean aferrarse a la imaginación que protege los sueños felices. La magia constituye una presencia importante que impregna todo el libro, llegando a convertirse en elemento central de algunos de los relatos, como Abram Kadabram, aunque a veces, como ocurre en La escuela de magia, no sea suficiente para retener a la mujer de la que uno se ha enamorado.
Su estilo se nutre de diferentes fuentes, resulta muy visual, y no es difícil percibir la influencia de los videoclips, el cine y los cómics. Algunos párrafos resultan casi oníricos. Se trata de historias muy breves, apenas unas pocas páginas, que son como bofetadas encadenadas. Por sus tramas deambulan personajes atormentados, como el mago de cuya chistera ya no salen conejos sino horrores indecibles; el hombre más bueno del mundo, cuya bondad resulta ser una maldición; el padre que, a los cincuenta años, deja de ser el campeón del mundo a los ojos de su hijo; el muchacho que identifica unas zapatillas de deporte alemanas con su abuelo muerto en el Holocausto; la soledad de esa niña que queda castigada arriba de la nevera o la del joven que añora a su padre muerto, antiguo miembro del servicio secreto.
Un humor negro y a veces cruel se nos clava en el corazón. Algunas historias se quedan en mero apunte, fragmentos incompletos que no terminan de funcionar como relatos y que contribuyen a formar esa imagen un poco inconexa, de collage, que tiene el libro. En cualquier caso, un autor interesante al que hay que estar atentos.

viernes, noviembre 10, 2006

Doble mirada: El año del pensamiento mágico, Joan Didion

Trad. Olivia de Miguel. Global Rythm, Barcelona, 2006. 211 pp. 20 €

1.
Guillermo Ruiz Villagordo

La principal reacción que provocó en mí la lectura de este libro fue la de sentirme un intruso. Acostumbrado como lector a que me preparen un terreno conocido o que pueda considerar propio con el objetivo de hacerme sentir cómodo, al introducirme en esta confesión sin oyentes no dejaba de preguntarme: “¿Quién me ha dado permiso para leer esto?”. Porque lo que Joan Didion nos ofrece es la crónica íntima de un año de su vida, el que siguió al repentino y fulminante infarto de su marido, el año del pensamiento mágico: aquél que encuadra el proceso mental por el que alguien que ha compartido dos tercios de su existencia con otra persona debe asumir que ésta no va a volver y que el futuro será algo distinto y desconocido a lo que enfrentarse en soledad. La misma autora descubre conforme avanza en la escritura, con la naturalidad de quien hace uso de las palabras como del aire, que el tema que le empuja a teclear inconscientemente no es otro que su propio duelo. Cualquiera que haya pasado por la muerte de alguien cercano reconocerá la mezcla de dolor y aturdimiento que constituyen ese desconsuelo sin fondo, así como muchas de sus vivencias, cargadas de una inocencia punzante que nos sobrecoge como espectadores. Como cuando después de hacerle oficial el fallecimiento de su marido en el hospital al que acaban de llegar responde con frases breves separadas por unos mecánicos “gracias”. O cuando, de vuelta en casa, se limita a enumerar sus pertenencias, sus restos. O cuando intuye signos en los días y los meses anteriores que pretendían avisarla de la inminencia del destino fatal, hasta llegar a imaginar que él mismo lo intuía y por ello iba delegando en ella algunas de sus funciones más definitorias, como encargarse de la conducción del coche por la noche. O cuando, de forma inesperada y constante, mínimos detalles (una calle, un libro, unas flores) sirven de detonantes de la memoria, que no se distingue del presente y confunde en un mismo plano la vida cotidiana y la vida desmantelada (la suya y la de su marido), la cordura y la locura. Por encima de ello está el pensamiento, insensatamente rebelde ante la realidad, que debe ser domado y encontrar un nuevo cauce por el que discurrir.
Pero ese duelo, aún siendo nuclear, es sólo una de las circunstancias que tambalea sus convicciones. La otra es la gripe evolucionada a neumonía y el posterior choque séptico que sufrió su única hija unos días antes de la muerte de su marido, que le haría entrar en coma durante cuatro semanas y que superaría para sufrir dos meses más tarde una hemorragia cerebral masiva de la que ya no se recuperaría pasado ese año del pensamiento mágico, quedando fuera (por deseo expreso de Didion) de los límites de este libro. La enfermedad de su hija será la confirmación de que creemos tener un control que en realidad nunca ha existido sobre lo que nos rodea, pero a la vez le servirá para detener ese proceso de duelo hasta encontrar de nuevo su lugar en el mundo.
Insistiré, porque me parece la clave que hace este texto tan especial: aunque la intención confesada de la autora era componer un ensayo (la inconfesada es que la propia actividad del escribir le permite no perder amarres con lo que una vez fue para ella la vida), el resultado se combina con una biografía perturbadora como pocas por su desarmante intimidad. Aunque no faltan referencias médicas y psiquiátricas, es el hecho de que investigue para intentar hallar explicación a lo que no la tiene, y no para transmitirnos esa información, lo que las sitúa en su justo lugar. Didion clasifica su dolor, lo analiza, trata de entenderlo para atacarlo, pero lo máximo que consigue es reconocerlo, sin más. Y, sin darse cuenta, sin fuerza ni razón para darse cuenta, lo destila de forma conmovedora en el arma más poderosa que aún la acompaña, la literatura, en un libro hermoso irremediablemente sin destino.

2.
Hilario Rodríguez

Hace mucho tiempo, cuando mi padre murió en un hospital de Barcelona, fui al día siguiente a recoger sus efectos personales en la habitación que había ocupado durante casi un año. Al entrar, encontré a una enfermera que preparaba la cama para un nuevo paciente; la había visto antes muy a menudo, entrando y saliendo. Quiso saber quién era. «El hijo de Hilario», le dije. Tuve que aclararle quién era Hilario; ya no se acordaba de él. Cuento este detalle por la importancia que tiene recordar la identidad o los rasgos de las personas que nos rodean, porque en cuanto las olvidamos es como si en realidad nosotros comenzásemos a borrarnos. Desaparecer. Quizás sea esto lo que explica la testaruda insistencia de la literatura y las artes en general para preservar la memoria. ¿Qué sería de nosotros si permitiésemos que todo aquello que nos ha precedido cayese en el olvido? ¿Tendríamos que comenzar partiendo de cero o nos disolveríamos de repente? Desde luego, nuestra relación con personas concretas es lo que nos convierte en personas concretas a nosotros mismos. Sin nuestros padres, por ejemplo, no seríamos hijos; y sin nuestros cónyuges, no seríamos maridos o mujeres…
Joan Didion, en su libro El año del pensamiento mágico, dice que «el matrimonio no es sólo tiempo; paradójicamente, es también la abolición del tiempo». A lo que se refiere es a que una mujer como ella, que estuvo casada más de cuatro décadas con el mismo hombre, no envejeció en todo ese periodo porque siempre se sintió querida y observada de idéntica manera. Si nuestros padres nos tratan como sus primogénitos tengamos la edad que tengamos, un compañero sentimental nos ve como su pareja perfecta, como el complemento que de verdad le proporciona un sentido a su vida y una dirección a su destino, al menos mientras no siente la necesidad de reemplazarnos por otra persona. Gracias a aquellos con quienes mantenemos algún tipo de lazo, mantenemos firme nuestra identidad. Al romperse una cualquiera de las relaciones humanas que ayudan a definirnos, algo propio se desvanece, muere.
El 30 de diciembre de 2003 Joan Didion y su esposo regresaron a casa después de haber pasado la tarde en el hospital, junto a su hija, que seguía en coma inducido a causa de una neumonía que había degenerado en un choque séptico. Meses más tarde, la escritora estadounidense recordaría aquella noche una y otra vez. La repentina muerte de su marido, el también novelista John Gregory Dunne, poco antes de que ambos comenzasen a cenar la cogió por sorpresa. Como un soldado que cae en la emboscada que le tiende un enemigo astuto y silencioso; como un animal que aún no sabe cuáles son las causas del dolor que le produce el cepo que acaba de cerrarse sobre una de sus pezuñas. Nada había preparado a Joan Didion para algo tan drástico como la muerte de John Gregory Dunne. No en aquel momento, no de aquella manera: con una copa de whisky en la mano, tras haber hecho un comentario inofensivo... Según Paul Auster, «cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos».
Como suele sucedernos con cualquier lectura de carácter confesional, El año del pensamiento mágico nos obliga a reparar en Joan Didion y en su obra precedente. Así, cuando intentamos trazar los rasgos de su último libro, intuimos menos a la autora de Democracy o The Last Thing He Wanted que a la de Slouching towards Bethlehem o, de forma muy especial, The White Album; notamos más a la ensayista que a la novelista. De nuevo la escritura se enfrenta a la tensión que puede haber entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la mentira, entre el pensamiento mítico y el pensamiento científico, entre el pragmatismo y el idealismo... En este caso, dicha tensión se produce cuando Joan Didion renuncia a la belleza decorativa de su prosa, tan fría e inteligente como un bloque de oficinas diseñado por Mies van der Rohe o Le Corbusier para trabajar pero no para vivir, y se deja guiar de manera caótica por las emociones, como si se tratase de una poeta cuya urgencia declamatoria no le permite reparar demasiado en cuestiones métricas o versales, dejándose guiar por el instinto, de un modo similar a Walt Whitman, Antonin Artaud o Manuel Vilas. Por eso El año del pensamiento mágico nos recuerda lecturas como Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodkey; Darkness Visible, de William Styron; El velo negro, de Ricky Moody; o Una pena en observación, de C. S. Lewis. En todas ellas, el poder del dolor o de los sentimientos basta para desequilibrar la escritura de autores muy metódicos y minuciosos, que de pronto se vuelven humanos ante nuestros ojos, poniendo de relieve lo inoperante que resulta el conocimiento en ciertas ocasiones, en las que vale de poco haber leído y aprendido. Aunque Joan Didion reconoce que «la información es control», también reconoce que las personas afectadas por una pérdida pueden perder habilidades cognitivas: muchas cometen errores en los negocios, otras se olvidan de su número de teléfono o aparecen en un aeropuerto sin ningún documento que sirva para identificarlos; y hay quienes se sienten enfermos, se desmayan o se mueren, como le sucede a Hermann Castorp en La montaña mágica, de Thomas Mann.
Una de las cosas que más sorprendió a Joan Didion durante su periodo de duelo fue su persistente control para no exteriorizar ningún sentimiento inadecuado. Quería hacer ver a sus amigos que tenía las riendas, que no necesitaba compasión. Además, su hija continuaba en coma y tenía que pensar en ella. Pero en realidad había algo que no acababa de funcionar. Sus lecturas de Sigmund Freud, Jane Austen y manuales de neuroanatomía no le ayudaban a entender, a expresarse. Eso le hizo pensar que la muerte (que, tal como describen ciertas imágenes medievales, fue en su día un acontecimiento didáctico que reunía a niños y mayores en torno al lecho de los moribundos) había sido apartada de la vida pública. Lo cierto es que cualquier emoción intensa expresada a la luz del día se confunde en seguida con el exhibicionismo. Con frecuencia, la sinceridad excesiva se reprime o se ataca, como le sucedió a Michel Leiris al publicar La edad del hombre, a Annie Ernaux al publicar La vergüenza o a Carlos Castilla del Pino al publicar Pretérito imperfecto.
Hasta la muerte de su esposo, Joan Didion jamás había tenido necesidades terapéuticas al leer o al escribir, y sólo se había limitado a aliviar su insaciable sed intelectual. Una pérdida tan importante, sin embargo, le hizo ver las cosas de manera diferente, sentirse radicalmente sola. Vulnerable. Comenzó a percibir las cosas como nunca antes las había percibido, y su pluma le dictó palabras diferentes, frases con la transparencia del agua y la profundidad del océano. Un libro.
Maurice Blanchot aseguró un día que jamás había escrito nada extraordinario, que lo extraordinario siempre comenzaba en el momento en que dejaba de escribir. La hija de Joan Didion murió poco después de la publicación de El año del pensamiento mágico, cuando había salido del coma y comenzaba a recuperar la salud.

jueves, noviembre 09, 2006

La luz que se apaga, Rudyard Kipling

Trad. Juan Luis Calleja. El Cobre, Barcelona, 2oo6. 266 pp. 20 €

Juan Marqués

Cuando en 1907 Rudyard Kipling obtuvo el Nobel (convirtiéndose en el primer autor de lengua inglesa galardonado) sólo tenía 42 años, pero ya era el celebérrimo autor de El libro de la selva, Capitanes intrépidos o Kim. Veinte años antes, sin embargo, ya se había destacado como precoz periodista en su India natal y como autor de cuentos y poemas inclasificables, y en 1891 debutó en la novela con una discreta obra maestra, The light that failed, que ahora se reedita en castellano en la vieja traducción de Juan Luis Calleja, pero con el título correcto, La luz que se apaga, y no el antiguo e impreciso En tinieblas con el que se conoció en España durante buena parte del siglo veinte.
La novela trata, como es sabido, de un prestigioso pintor que, todavía joven, pierde la vista como consecuencia de una antigua herida de guerra, recibida en la época en que ilustraba para las revistas de la metrópoli las efectistas y trepidantes crónicas de sus compañeros periodistas. Sin embargo, la visita al oculista que le da la fatal e irreversible noticia no tiene lugar hasta la página 160, superado ya el ecuador de la narración. A pesar del título y de que ya en el primer capítulo (cuando el protagonista, Dick Heldar, es todavía un huérfano infeliz que pasa como puede las horas en una casa de acogida) hay un aviso del destino del personaje (su compañera de peligrosos juegos le dispara accidentalmente con una pistola: ...“casi me has dejado ciego. La pólvora pica como un demonio”), la novela es, por tanto, mucho más.
Es, para empezar, toda una declaración de principios del joven Kipling, que aprovecha esta primera novela suya para insistir en su idea de que la vida, lo que se dice la verdadera vida, es inseparable de la aventura, del peligro, del viaje incierto... Hay toda una apología de la camaradería alcohólica y la virilidad inconsciente de marineros, soldados o corresponsales de guerra (lo que, explícitamente, implica un rechazo rotundo a la vida conyugal, y, de hecho, las mujeres aparecen en esta novela como personajes cuya función principal es, de una u otra forma, despistar a los hombres, apartarlos de su destino natural, sacarlos del desierto o de la jungla y sentarlos para siempre en una cómoda y burguesa butaca), y también, por desgracia, la propia guerra y la violencia son tratadas aquí con simpatía, o, por lo menos, con un belicismo basado en la convicción de que el combate, el odio y el afán de matar para sobrevivir que se establece en la lucha cuerpo a cuerpo, suponen una de esas situaciones primarias e instintivas en las que el hombre puede ser y sentirse completamente libre, participando de su más profunda y auténtica naturaleza salvaje. En ese sentido, Londres no es más que “una ciudad irreal y extraña, llena de clavos y cañerías de gas y cosas que a ningún hombre importaban”. Y quizá no esté de más recordar aquí que, acaso mal leído, Kipling fue, años después, uno de los escritores predilectos de los escritores e intelectuales fascistas.
Pero también contiene esta novela considerables reflexiones sobre el arte, o, mejor, sobre la relación que se establece entre el artista y su público, aunque, de nuevo, las conclusiones del autor van por el mismo camino: un artista es puro y respetable mientras obedezca exclusivamente a su instinto y dibuje las cosas como él las ha visto o como él las cree reales. En el momento en el que haga una mínima concesión al acomodado, adinerado e ignorante galerista o espectador de la metrópoli, su arte se ha prostituido y sólo sirve para alimentar una chimenea o una hoguera. El artista que se establece en la ciudad, que trabaja en un estudio, o que cae en la trampa del matrimonio, queda inhabilitado para la verdadera creación.
Y esto es lo que le pasa a Heldar tras el inmenso éxito que obtiene en Inglaterra tras sus estampas y escenas bélicas y exóticas. Para escándalo de sus irreductibles amigos, llega un momento en que Heldar decide no viajar más y aprovecharse de su recién adquirida fama para hacer una importante fortuna y vivir con lujo, dando al público aquello que ya le ha dado, aquello que demanda sin parar, aquello cuyo triunfo está asegurado. Es en este momento cuando su vista comienza a nublarse, y aquel sablazo que en Sudán le hirió dañando su nervio óptico, pasa su factura definitiva.
Con la clásica metáfora de la ceguera (ciego es, básicamente, “el que no ve”), Kipling deja claro que su opinión se une a la de esos asilvestrados periodistas que no aprueban el cambio de vida de Heldar. Su error recibe, sin embargo, un terrible castigo, el peor que puede recibir un pintor, pero Kipling tiene la piedad de acabar la novela permitiendo a su personaje una redención espectacular. Como la novela, en cualquier caso, sólo podía acabar con la muerte del protagonista, el autor le concede la gloria de hacerle morir de una forma casi heroica, muy lejos de casa, recuperando así su dignidad perdida.
Una primera novela, en fin, que quizá esté lejos de sus citadas obras mayores, pero que ya exhibe la calidad y la personalidad estilística que después harían de su autor uno de los más famosos escritores de su tiempo y le llenarían de premios y honores que él (quizá por coherencia con lo que en esta novela se predica) rechazaría habitualmente, centrándose en su propia obra y en su agitada vida. Por mi parte, nada me importa haber dedicado unas horas de mi ciudadana y fácil vida para leer La luz que se apaga, porque no he perdido el tiempo, y no creo que ningún lector que aborde esta novela pueda arrepentirse de ello.