Mondadori, Barcelona, 2006. 112 pp. 11,50 €
Elena Medel
Una narradora en primera persona, mujer, joven, siempre anónima, evoca su relación con G., los motivos de su alejamiento y su ruptura, la manera en que intentó recuperarle y recordarle. Lolita Bosch (Barcelona, 1970) presenta en La persona que fuimos —formato pequeño, generosos espacios en blanco para diferenciar entre la evocación, más simbólica y etérea, y el recuerdo, cimentado en la descripción— que conforman una bomba de relojería: una reflexión sobre el poder de los recuerdos y, al mismo tiempo, de la palabra. Los poemas leídos en compañía, las cartas balsámicas, el propio acto de escribir, se conciben como escape para la tristeza y la melancolía. Nada de metaliteratura, aun así: La persona que fuimos emana vida.
El libro está guiado por el concepto que lo titula, la idea clásica de que dos personas forman una cuando se aman. La obra carece de acción; nada sucede en ella, todo está enterrado. Es más confidencial que narrativa, y abundan las situaciones, los gestos, incluso los objetos —el dinosaurio, el pasillo— impregnados de valor simbólico, que significan más de lo que aparentan. Los personajes constituyen el mayor punto de interés de La persona que fuimos: en el centro de todo el protagonista absoluto, esa persona que fueron la narradora y G., único personaje cuando se habla en pasado, y bifurcado en dos al tratar del presente y/o la separación. A su alrededor orbitan personajes-satélite, secundarios, jamás superfluos: por ejemplo, Elena, cuñada de G. y amiga de la narradora, soporte en la fragilidad, o el padre de la narradora, que regala consejos olvidados en el acto, y necesarios después. Por otro lado, ante la dicción confesional, intimísima, que impera en La persona que fuimos, la pregunta parece obligada: el tono —y algunas referencias, como las muy explícitas del capítulo decimoquinto— invita a pensar en la autobiografía; la templanza, sin embargo, apunta a una peculiar reinterpretación de los mecanismos narrativos de plasmación del yo.
Disquisiciones teóricas aparte, brevedad y complejidad conviven armónicamente en La persona que fuimos. Bosch concibe la estructura de su libro como un puzzle: extiende las piezas cuya combinación desembocará en relato, aunque guarde en el bolsillo algunas de ellas para abrazar la elipsis, resultando un silencio, un sugerente vacío, que obliga a la imaginación. El carácter experimental de su escritura —con mucho de automático— se ve reforzado no sólo por este aspecto formal, sino por la inclusión de poemas —sobre todo de autores mexicanos: allí transcurre el núcleo duro de la acción, y allí residió Bosch durante diez años— que suponen la única flaqueza de la obra: no sólo no aportan nada a la acción —la cursiva es obligada—, sino que frenan la lectura y obligan a disminuir su intensidad, un riesgo si tenemos en cuenta la extensión de la obra.
Más relato corto que nouvelle, La persona que fuimos demuestra que el tamaño no importa cuando el asunto es la buena literatura. La historia engancha por cercana; sus palabras reconfortan. La escritura de Lolita Bosch, limpia, exacta, rebosa fascinación, otorga a lo cotidiano un barniz mágico, con sus historias remueve las nuestras propias, construye en La persona que fuimos un libro para leer de una sentada, y no olvidar fácilmente.
Elena Medel
Una narradora en primera persona, mujer, joven, siempre anónima, evoca su relación con G., los motivos de su alejamiento y su ruptura, la manera en que intentó recuperarle y recordarle. Lolita Bosch (Barcelona, 1970) presenta en La persona que fuimos —formato pequeño, generosos espacios en blanco para diferenciar entre la evocación, más simbólica y etérea, y el recuerdo, cimentado en la descripción— que conforman una bomba de relojería: una reflexión sobre el poder de los recuerdos y, al mismo tiempo, de la palabra. Los poemas leídos en compañía, las cartas balsámicas, el propio acto de escribir, se conciben como escape para la tristeza y la melancolía. Nada de metaliteratura, aun así: La persona que fuimos emana vida.
El libro está guiado por el concepto que lo titula, la idea clásica de que dos personas forman una cuando se aman. La obra carece de acción; nada sucede en ella, todo está enterrado. Es más confidencial que narrativa, y abundan las situaciones, los gestos, incluso los objetos —el dinosaurio, el pasillo— impregnados de valor simbólico, que significan más de lo que aparentan. Los personajes constituyen el mayor punto de interés de La persona que fuimos: en el centro de todo el protagonista absoluto, esa persona que fueron la narradora y G., único personaje cuando se habla en pasado, y bifurcado en dos al tratar del presente y/o la separación. A su alrededor orbitan personajes-satélite, secundarios, jamás superfluos: por ejemplo, Elena, cuñada de G. y amiga de la narradora, soporte en la fragilidad, o el padre de la narradora, que regala consejos olvidados en el acto, y necesarios después. Por otro lado, ante la dicción confesional, intimísima, que impera en La persona que fuimos, la pregunta parece obligada: el tono —y algunas referencias, como las muy explícitas del capítulo decimoquinto— invita a pensar en la autobiografía; la templanza, sin embargo, apunta a una peculiar reinterpretación de los mecanismos narrativos de plasmación del yo.
Disquisiciones teóricas aparte, brevedad y complejidad conviven armónicamente en La persona que fuimos. Bosch concibe la estructura de su libro como un puzzle: extiende las piezas cuya combinación desembocará en relato, aunque guarde en el bolsillo algunas de ellas para abrazar la elipsis, resultando un silencio, un sugerente vacío, que obliga a la imaginación. El carácter experimental de su escritura —con mucho de automático— se ve reforzado no sólo por este aspecto formal, sino por la inclusión de poemas —sobre todo de autores mexicanos: allí transcurre el núcleo duro de la acción, y allí residió Bosch durante diez años— que suponen la única flaqueza de la obra: no sólo no aportan nada a la acción —la cursiva es obligada—, sino que frenan la lectura y obligan a disminuir su intensidad, un riesgo si tenemos en cuenta la extensión de la obra.
Más relato corto que nouvelle, La persona que fuimos demuestra que el tamaño no importa cuando el asunto es la buena literatura. La historia engancha por cercana; sus palabras reconfortan. La escritura de Lolita Bosch, limpia, exacta, rebosa fascinación, otorga a lo cotidiano un barniz mágico, con sus historias remueve las nuestras propias, construye en La persona que fuimos un libro para leer de una sentada, y no olvidar fácilmente.
La reseña ha actuado como zanahoria para este galgo que corre en pos de palabras que le conmuevan.
ResponderEliminarA por ella, pues. Mi librero está sonriente, claro
...los caminos del señor , digo del mundo bloguero son inescrutables.
ResponderEliminarGracias por la reseña , anotaremos ese nombre en uno más de esos papelillos recortados que hacen las veces de sesuda agenda , lo guardaremos en el fondo del bolso para que entable amistad con otras preciosas recomendaciones a su vez anotadas en sendos papelitos e iremos pues en su búsqueda un dia de esos en que ese semáforo de la calle Mallorca se ponga en verde.