viernes, noviembre 24, 2006

Doble mirada: Los peces de la amargura, Fernando Aramburu

Barcelona, Tusquets, 2006. 248 pp. 15,38 €

1.
José Gutiérrez Román
«Triste». Esta es la palabra que de un modo recurrente aparece en la historia que da título a este libro de cuentos y, al mismo tiempo, el eco que nos devuelve su lectura. Porque ésta es, sin duda, la palabra que mejor define también la historia del País Vasco durante las tres últimas décadas. Tras el regreso con su anterior novela (Bami sin sombra) al mítico territorio de Antíbula, en esta nueva obra Aramburu se ha decantado por un fresco realista sobre el terrorismo etarra y sus consecuencias. Resulta extraño comprobar cómo un asunto de tanto calado social, que ha marcado la historia de España en el final del siglo XX y que tantos ríos de tinta ha hecho correr en ensayos y seudoensayos, apenas ha tenido reflejo en la literatura. Es una suerte que sea precisamente la magistral escritura de Fernando Aramburu una de las que se haya decidido a plasmarlo. Y no sólo por el sobrecogimiento y la emoción que nos provocan estos relatos (quizá porque nos hablan de algo que ya sabíamos pero que nadie o casi nadie se atreve a contar), sino también por el incalculable valor que tienen a la hora de que las futuras generaciones puedan conocer con exactitud cómo se vivía en esa sociedad condicionada por la violencia. Más allá de los datos y los análisis sociológicos está la historia en minúsculas, la que no aparece en las enciclopedias ni en las hemerotecas, y que sin embargo guarda la esencia verdadera de una época. Y eso es lo que precisamente narra este libro, la dolorosa historia de muchas personas que no son sólo un número y una fecha en la lista de las víctimas: el trastorno que se produce en una familia después de que un atentado deje inválida a la hija (“Los peces de la amargura”); la soledad de la mujer que, tras el asesinato de su marido, sufre amenazas para que se marche (“Madres”); el sentimiento de culpa que trata de reprimir la madre de un terrorista (“Maritxu”); una mujer que recuerda el día en que, siendo niña, mataron a su padre mientras en el pueblo seguía la algarabía de las fiestas patronales (“Lo mejor eran los pájaros”); un matrimonio que desea que su vecino, víctima del hostigamiento de los violentos, abandone el edificio en el que viven por los daños colaterales que les acarrea (“La colcha quemada”); la condena pública a la que se ve sometido un hombre por ser sospechoso de delatar a unos terroristas (“Enemigo del pueblo”); un niño que juega a poner bombas en los coches y que sueña con hacerlo cuando sea adulto (“Golpes en la puerta”); o la historia de un adolescente que se entera de cómo su padre fue asesinado el mismo día en que se lleva a cabo en el pueblo un homenaje a uno de sus ejecutores (“El hijo de todos los muertos”). Mención aparte merece el último cuento del libro, “Después de las llamas”, el único en el que aparece un atisbo de humor y que cierra el conjunto de relatos de la manera más acertada posible: con aire de esperanza. Siendo como son tan importantes los valores morales de este libro, no debemos olvidar también sus muchos valores literarios. Encontramos así una variedad de registros que van desde el relato en primera persona hasta el narrador omnisciente o el cuento dialogado en forma de pequeña obra teatral, todos ellos ejecutados con la elegancia a la que ya nos tiene acostumbrados la prosa de Aramburu. Buena parte de esta elegancia reside en el brillante estilo que el escritor donostiarra logra al conjugar un grado muy alto de elaboración con la carencia de todo artificio. Los peces de la amargura son diez historias dramáticas contadas sin dramatismo, en las que se dejan entrever las grietas de una sociedad viciada por la violencia y las leyes de pureza nacionalistas, donde determinadas conversaciones tienen que ser en voz baja, donde un joven no se atreve a contar a sus amigos que su padre ha sido herido por casualidad en un acto de violencia callejera, donde la vecina le pide a la mujer de un policía que, si se encuentran por la calle, no la salude o donde los ayuntamientos subvencionan los viajes de las familias de los terroristas presos. Por todo ello, además de aconsejable este libro es necesario. Lo terrible no son estos cuentos. Lo terrible es que haya habido una realidad, y la siga habiendo, tan triste.
2.
Inés Matute

No fue el título lo que me sedujo, ni el relativo éxito de un autor que dice concebir la literatura como un riesgo y que se siente muy próximo a las víctimas del terrorismo. Si me acerqué a Los peces de la amargura fue movida por la curiosidad, por ver cómo se trata, con distancia pero sin tapujos, la difícil situación del País Vasco. Como vasca que soy, reconozco en Euskadi la existencia de posturas polarizadas e irreconciliables: la del nacionalista ciego y la de quien se siente tan euskaldún como español; la de aquel que respalda el terror y la violencia y la de quien encerraría de por vida a los hijos del hacha y la serpiente. Dado que no quería entregarse al relato urgente, ni que la actualidad política le obligase a escribir al dictado, Fernando Aramburu ha necesitado editar más de media docena de libros para abordar con seguridad y temple un dolor muy viejo, una obsesión que parece robarle el sueño. Con este planteamiento, el autor recoge en su libro fragmentos de vidas rotas o heridas por el fanatismo político, interesándose no tanto por la crónica de hechos concretos, sino por las consecuencias de los mismos, por las secuelas que el secuestro, la delación, la cárcel o el asesinato provocan en la larga lista de los damnificados. El muerto deja automáticamente de sufrir, pero el sufrimiento queda colgado del aire, contaminando las vidas de quienes sobreviven a situaciones que a menudo se nos presentan como “inevitables”. Manejando una prosa si no rica, sí precisa, variados son los enfoques y los modos de contar que le acreditan como orquestador absoluto del relato: el monólogo razonado, el diálogo sostenido, la narración en tercera persona, la concatenación de recuerdos a distintas voces, los estribillos deliberados... y todo ello empapado de tics lingüísticos muy nuestros. Me admira el modo en que Aramburu es capaz de penetrar en la mente de un asesino, pero también en la cabeza de la madre que le justifica o en la mirada de una víctima circunstancial que llega a rozar la patología del síndrome de Estocolmo. Mantener el equilibrio entre las dos posturas, equidistar de los extremos, es algo que Aramburu logra a través de la empatía, del profundo conocimiento del alma humana. Variopintas y curiosas son las diez historias que se nos ofrecen: desde el asesinato (anunciado) de un policía a la aceptación de la nueva realidad física de una víctima de atentado; desde la madre que visita a su hijo en la cárcel a la estancia de quien se recupera de sus heridas en un hospital, mientras su mujer se acicala para recibir, orgullosa y esperpéntica, la visita del lehendakari. La vida cotidiana en una aldea, con sus ofensivas marginaciones y secretos. El absurdo orgullo del kaleborrokista que fuera de la banda no es nadie. El impacto social de un rumor infundado y los sentimientos encontrados de quien maneja los hilos desde la retaguardia. La sociedad que Aramburu perfila es una sociedad amedrentada que se refugia en el silencio y en una engañosa mirada caída. Los peces de la amargura nos ofrece pues una amplia panorámica de la realidad del País Vasco, la decepción de un autor que, aunque empatiza con sus personajes analizando lógicas opuestas a la suya, no es capaz de justificarlos. Si os interesa la realidad profunda del País Vasco, este libro se os hará imprescindible. Si no es así, mejor haréis escogiendo otro título.

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