I Premio de Poesía Joven “La Garúa”. Prólogo de Marta Agudo. La Garúa, Santa Coloma de Gramanet (Barcelona), 2006. 68 páginas. 5,50 €
Elena Medel
Muchas de mis experiencias lectoras más felices se vinculan al descubrimiento de un autor que, con las páginas, acabó ocupando un lugar privilegiado en mi mesilla de noche. Aún recuerdo, por ejemplo, el primer contacto con Federico García Lorca —la versión en Cátedra, casi diez años atrás, de Poeta en Nueva York—, o el flechazo que me condujo, Contemporáneos mediante, hasta Xavier Villaurrutia. El desconocimiento propio invita a sospechar de la ignorancia ajena, y durante un momento adoptas el papel de dueño y señor de un tesoro único. Eso sentí tras la lectura de Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas, de Krisma Mancía; un libro de cadencia alucinada e imágenes exuberantes pero, al mismo tiempo, dotadas de un mágico sentido de la concreción.
Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas —frente al título en minúsculas de la portada, el encabezado en mayúscula de cada palabra en el texto le otorga un mayor simbolismo— entrelaza un triple reflexión sobre el amor, la muerte y la condición femenina. Ejerce como guía una Ofelia que mixtura las creaciones de Shakespeare y Millais, merced a la cita inicial de Hamlet y al recuerdo que suscitan los versos del primer poema: «(…) su cuerpo escapa del paraíso/ como aire como lluvia como aliento de cedro// (…) ante un puente de algas/ mirando cómo las ramas del sauce besan las manos del arroyo». Mancía se desliza, en las primeras estrofas, desde la tercera a la segunda persona del singular, situándose antes como espectadora —descripciones y evocaciones frecuentan este Viaje—, y posteriormente como interlocutora de una Ofelia que, transmutada en Flaubert y Madame Bovary, lo invadirá todo con su voz lejana a la indolencia. La imagen —el cuadro: el cuerpo de la mujer rozando el barro, su blancura ante mortem— se congela y susurra cuanto piensan Ofelia y la mujer que habla de ella y con ella —en un guiño rimbaudiano: je est un autre—, recorriendo mundo y vida para cerrar el círculo y regresar, en los últimos poemas, a la calma suicida del origen.
Krisma Mancía explora los límites y extrema cada sentimiento: su amor es pasional y apasionado, la muerte obedece a una necesidad rotunda, es mujer y siente como tal. Sin embargo, más allá de la historia de Ofelia —o, mejor dicho, de la historia de la Ofelia reinterpretada por Mancía—, una figura se alza con el protagonismo de Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas: las palabras. El idioma y su uso experto, logrando el esplendor, convertido en plastilina que moldear a placer. Y es que el lenguaje baila en las manos de Krisma Mancía, erigido en puro festejo aunque la autora asegure que «Mil veces he muerto/ y ya no hay espacio para mi cementerio». Encontramos en Viaje juegos de rimas internas, mucha —y muy poderosa— sonoridad, otorgando razón a esos «dulces cantos» a los que Gertrudis alude en la primera página: Ofelia/ alguien clavó en la punta de mi pie…, o De las cosas pequeñas estás poseída… representan una clara muestra.
A simple vista resulta complicado eliminar a Shakespeare de la lista de referencias; no obstante, más allá del nombre vertebrador, las filiaciones de Mancía se localizan en el ámbito hispánico. Si nombramos a las escritoras confesionales —obliga la alusión constante al suicidio femenino—, reina sobre el resto Alejandra Pizarnik, aludida mediante dos citas —una inicial y otra antecediendo a un poema—, evocadas en los textos más breves, construidos casi a pinceladas —Que tu boca es un diminuto coral escondido…, Las puertas han dejado de parpadear…—, e incluso, probablemente, en los versos «Me mataría a los cuarenta años/ una tarde de invierno». Sin embargo, el eco más poderoso es el de Lorca: en otra de las citas iniciales, en los mantras con el amor como objeto, o en poemas como Llega diciembre con su larga cola de vejez…, que suena a actualización personalísima del insuperable “Ciudad sin sueño”. Incluso la omnipresencia del agua —Hay un dolor salado en tus ojos…— remite a la histórica alegoría de Manrique. Hilando fino encontraríamos, sí, una influencia foránea: el concepto de la naturaleza como espejo y expresión de lo amoroso —no sólo «el sauce», «las fuentes» o «las azucenas», sino también «los gatos» o «el perro»—, que remite al canto de Walt Whitman, inspirador nuclear —a su vez— de la magna obra lorquiana.
La voz de Mancía se muestra, pues, tan firme como sugerente. A este Viaje podemos acercarnos como si de un largo poema fragmentado se tratase —la conexión entre poemas, unas veces con palabras, otras con estructuras sintácticas o estróficas, es evidente—, siempre observado como un festín de intensidad y sabiduría poética. Krisma Mancía nació en San Salvador en 1980; Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas es su segundo poemario. Su ópera prima, La era del llanto (Dirección de Publicaciones e Impresos, 2004), permanece inédita en España. La calidad y particularidad de su poesía invitan a una difusión mucho mayor: no permanezcamos en el tópico, puesto que no es que Krisma Mancía dé que hablar en un futuro, sino que —si la lógica se tomase en serio— debería provocar, ya, comentarios y elogios encendidos. Ojalá su nivel no sólo se mantenga —qué vértigo el de su crecimiento—, y sepamos por aquí de sus avances futuros, disfrutándola tan lejos y —a la vez— tan cerca.
Elena Medel
Muchas de mis experiencias lectoras más felices se vinculan al descubrimiento de un autor que, con las páginas, acabó ocupando un lugar privilegiado en mi mesilla de noche. Aún recuerdo, por ejemplo, el primer contacto con Federico García Lorca —la versión en Cátedra, casi diez años atrás, de Poeta en Nueva York—, o el flechazo que me condujo, Contemporáneos mediante, hasta Xavier Villaurrutia. El desconocimiento propio invita a sospechar de la ignorancia ajena, y durante un momento adoptas el papel de dueño y señor de un tesoro único. Eso sentí tras la lectura de Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas, de Krisma Mancía; un libro de cadencia alucinada e imágenes exuberantes pero, al mismo tiempo, dotadas de un mágico sentido de la concreción.
Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas —frente al título en minúsculas de la portada, el encabezado en mayúscula de cada palabra en el texto le otorga un mayor simbolismo— entrelaza un triple reflexión sobre el amor, la muerte y la condición femenina. Ejerce como guía una Ofelia que mixtura las creaciones de Shakespeare y Millais, merced a la cita inicial de Hamlet y al recuerdo que suscitan los versos del primer poema: «(…) su cuerpo escapa del paraíso/ como aire como lluvia como aliento de cedro// (…) ante un puente de algas/ mirando cómo las ramas del sauce besan las manos del arroyo». Mancía se desliza, en las primeras estrofas, desde la tercera a la segunda persona del singular, situándose antes como espectadora —descripciones y evocaciones frecuentan este Viaje—, y posteriormente como interlocutora de una Ofelia que, transmutada en Flaubert y Madame Bovary, lo invadirá todo con su voz lejana a la indolencia. La imagen —el cuadro: el cuerpo de la mujer rozando el barro, su blancura ante mortem— se congela y susurra cuanto piensan Ofelia y la mujer que habla de ella y con ella —en un guiño rimbaudiano: je est un autre—, recorriendo mundo y vida para cerrar el círculo y regresar, en los últimos poemas, a la calma suicida del origen.
Krisma Mancía explora los límites y extrema cada sentimiento: su amor es pasional y apasionado, la muerte obedece a una necesidad rotunda, es mujer y siente como tal. Sin embargo, más allá de la historia de Ofelia —o, mejor dicho, de la historia de la Ofelia reinterpretada por Mancía—, una figura se alza con el protagonismo de Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas: las palabras. El idioma y su uso experto, logrando el esplendor, convertido en plastilina que moldear a placer. Y es que el lenguaje baila en las manos de Krisma Mancía, erigido en puro festejo aunque la autora asegure que «Mil veces he muerto/ y ya no hay espacio para mi cementerio». Encontramos en Viaje juegos de rimas internas, mucha —y muy poderosa— sonoridad, otorgando razón a esos «dulces cantos» a los que Gertrudis alude en la primera página: Ofelia/ alguien clavó en la punta de mi pie…, o De las cosas pequeñas estás poseída… representan una clara muestra.
A simple vista resulta complicado eliminar a Shakespeare de la lista de referencias; no obstante, más allá del nombre vertebrador, las filiaciones de Mancía se localizan en el ámbito hispánico. Si nombramos a las escritoras confesionales —obliga la alusión constante al suicidio femenino—, reina sobre el resto Alejandra Pizarnik, aludida mediante dos citas —una inicial y otra antecediendo a un poema—, evocadas en los textos más breves, construidos casi a pinceladas —Que tu boca es un diminuto coral escondido…, Las puertas han dejado de parpadear…—, e incluso, probablemente, en los versos «Me mataría a los cuarenta años/ una tarde de invierno». Sin embargo, el eco más poderoso es el de Lorca: en otra de las citas iniciales, en los mantras con el amor como objeto, o en poemas como Llega diciembre con su larga cola de vejez…, que suena a actualización personalísima del insuperable “Ciudad sin sueño”. Incluso la omnipresencia del agua —Hay un dolor salado en tus ojos…— remite a la histórica alegoría de Manrique. Hilando fino encontraríamos, sí, una influencia foránea: el concepto de la naturaleza como espejo y expresión de lo amoroso —no sólo «el sauce», «las fuentes» o «las azucenas», sino también «los gatos» o «el perro»—, que remite al canto de Walt Whitman, inspirador nuclear —a su vez— de la magna obra lorquiana.
La voz de Mancía se muestra, pues, tan firme como sugerente. A este Viaje podemos acercarnos como si de un largo poema fragmentado se tratase —la conexión entre poemas, unas veces con palabras, otras con estructuras sintácticas o estróficas, es evidente—, siempre observado como un festín de intensidad y sabiduría poética. Krisma Mancía nació en San Salvador en 1980; Viaje al Imperio de las Ventanas Cerradas es su segundo poemario. Su ópera prima, La era del llanto (Dirección de Publicaciones e Impresos, 2004), permanece inédita en España. La calidad y particularidad de su poesía invitan a una difusión mucho mayor: no permanezcamos en el tópico, puesto que no es que Krisma Mancía dé que hablar en un futuro, sino que —si la lógica se tomase en serio— debería provocar, ya, comentarios y elogios encendidos. Ojalá su nivel no sólo se mantenga —qué vértigo el de su crecimiento—, y sepamos por aquí de sus avances futuros, disfrutándola tan lejos y —a la vez— tan cerca.
Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath... exquisitas líneas que nos asoman al abismo.
ResponderEliminarY versos como:
"Lo sé porque mis dedos
se transforman en lápices de colores.
Lo sé porque con ellos
dibujo en las paredes de tu casa
mujeres con rostro de epitafio."
Maravilloso ;)
Y otros como los de aquel aprendiz de poeta que decía:
"Me perdí en sus ojos y destrozó mi corazón a dentelladas."
"Soy el que vive al otro lado del espejo; el que siembra tus sueños de muñecas rotas y animales muertos."
"Me gustan tus manos, me gustan mucho... Todas las noches, al acostarme, las saco de la caja y las acaricio..."
"Cadáveres de cristal se agolpan en el armario
formando las cuencas de un sueño demoníaco."
Enigma
Ciertamente es una lástima que esté pasando tan desapercibido, tanto en librerías como en reseñas, este delicioso librito.
ResponderEliminarPero claro, es joven, extranjera, en una editorial pequeña, mujer, distinta...
Pues muchas gracias, enigma, por la parte que me toca... Y toda la razón, Ahmed: este libro lo tiene todo en contra. Aun así, intentemos cambiar las expectativas, ¿no?
ResponderEliminarComo supongo habrás imaginado los poemas pertenecientes al aprendiz de poeta son míos. Si quieres dame tu e-mail y te envío mi libro como ya hice con mi estimada Marta Sanz.
ResponderEliminarEnigma
La tienes con sólo clickar en mi página...
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