Trad. Javier Albiñana. Anagrama, Barcelona, 2015. 103 pp. 12,90 €
Nabor Raposo
Aunque su discreción y buenas maneras le impelen a respetar el trabajo de la crítica sin alzar apenas una palabra más alta que otra, es muy probable que el bueno de Jean Echenoz (Orange, 1947) empiece a estar un poco molesto, a estas alturas, con algunas etiquetas. La de miniaturista empieza a rebasar los límites de la poca originalidad para dirigirse directamente a los dominios del aburrimiento, de la holgazanería, de la perezosa repetición. Hay mucho donde rascar en su literatura como para detenerse únicamente en admirar lo que algunos gurús denominan el estilo Echenoz, ese virtuosismo flaubertiano en el hallazgo de la palabra exacta, el moins encombrant, plus performant.
Seguramente, el principal aludido prefiera reservarse las fuerzas para otros menesteres más importantes que el de quitarse de encima su particular sambenito, pero tal vez no esté de más extenderse un poco sobre este y otros aspectos de su peculiar escritura.
Conviene recordar, cuantas veces haga falta, que todo escritor se sirve del lenguaje como principal herramienta de expresión. La elección de unos y de otros por un lenguaje determinado –reclamo que suele pertenecer en exclusiva no ya al estilo propio de cada autor, sino al carácter e intención de la propia obra– hace que las convenciones los separen en dos grandes grupos: los que se entienden y los que no. A menudo, los lectores menos aviesos incurren en el error de catalogar a un escritor como ‘sencillo’ o ‘fácil de leer’ esgrimiendo criterios meramente estilísticos, formales, y resumen la complejidad de una obra en función de la accesibilidad a su vocabulario o el tono de narración empleado. Esto no debería ser así: las dificultades planteadas por una obra literaria poco tienen que ver con ciertas superficialidades. Diríamos, para entendernos, que el valor de la misma viene marcado por el fondo, y no por la forma; el cómo siempre al servicio del qué. Y es por esta razón, y no otra, por la cual Jean Echenoz no debería considerarse como un autor fácil. Es un genio.
El laconismo lingüístico tan característico en los textos de Echenoz no contempla otra finalidad más allá de ponderar la fuerza propia de la existencia como metáfora de la locura contemporánea o el desastre. Sin alejarse por ello del compromiso estético, opera por sustracción; su desnudez estilística, aparentemente inocua, realza ese retrato de una realidad descarnada y no pocas veces fatal, que suele esconderse y tomar forma tras las familiares cortinas de lo cotidiano. Nada prolijo a descripciones accesorias, se sirve para la causa de un lenguaje limpio, preciso, bien escogido y sin arabescos, justificado. No se recrea en abstracciones. El recorrido hacia el desenlace es diáfano, no hay trampas, sino suficientes indicios por el camino para aventurar la lógica de la conclusión. La elección del punto de vista, haciendo al lector partícipe de lo que ve y poniendo el foco en lo que se deduce como el hecho trascendente de lo narrado, produce el mismo efecto que las clases particulares de un buen catedrático: leer a Echenoz es como sentarse con él en un sillón a escuchar sus explicaciones.
Este Capricho de la reina resume un compendio de textos de distinta naturaleza, publicados en formatos tan dispares como revistas de arquitectura, libretos musicales o soportes narrativos complementarios a otra serie de obras artísticas. Concebidos entre 2002 y 2014, no parecen responder a un estricto criterio de unidad –más allá del meramente formal, estilístico–; son más bien capricci, versos sueltos que, más que conformar un poema –un libro de relatos, en este caso–, cumplen la no menos interesante función de exhibir algunas de las tesis narrativas sobre las que el autor ha incidido en su obra anterior.
La primera pieza del volumen, Nelson, constituye un buen ejemplo. Al hilo de la trilogía de vidas imaginarias organizadas en Ravel (2006), Correr (2008) y Relámpagos (2010), Echenoz evoca los años finales del almirante Nelson (1758 – 1805), oficial de marina británico célebre por derrotar a las tropas napoleónicas en la batalla de Trafalgar, donde perdió la vida. Como ya hiciera con otros personajes históricos, el autor mitifica al personaje en el sentido clásico del término, esto es, confrontando su gloria al implacable destino: efectivamente, el retrato físico de Nelson acaba por parecerse más al de un pirata que al de un lord, y la repatriación de su cadáver en circunstancias tan poco decorosas no hace sino enfatizar el carácter incongruente de un porvenir en gran medida predecible. Todas estas maravillosas extravagancias de la providencia las relata el autor con una ironía vagamente melancólica, más fascinado por las consecuencias que por los hechos, marcados siempre por la casualidad y el azar y la extraña lógica que los sustenta.
El segundo relato, el que da título a la colección, describe con precisión cinematográfica la campiña de la región de los Países del Loira a través de un paneo de 360º. De nuevo, la aparente sencillez con que el autor despacha el texto deja margen suficiente para la exploración, y lo que podría llegar a entenderse como un mero ejercicio de estilo sin pretensiones e irrelevante, acaba por convertirse en una lectura sujeta a una interpretación descaradamente marxista, apelando a algunos de los estamentos más revolucionarios de la crítica literaria posterior al formalismo. Con el siguiente cuento, En Babilonia, el autor regresa a los personajes históricos (en esta ocasión escoge la figura de Heródoto de Halicarnaso; 484 – 425 a. C.) para (des)mitificar el progreso y la decadencia de una civilización, la humana, en la que el conocimiento y la información juegan un papel capital. Tomando en consideración muchos de los riesgos narrativos que en su día asumiera el historiador griego en sus tratados, éstos son finalmente equiparados a los vicios adquiridos por las nuevas tecnologías de la información, que tanto peligro entrañan para una sociedad en las que priman cada vez con más fuerza las perniciosas urgencias y esa desaprensiva necesidad de inmediatez por encima del rigor. A continuación, Veinte mujeres en los Jardines de Luxemburgo y en el sentido de las agujas del reloj se presenta como un anecdótico pero curioso inventario de personalidades femeninas no necesariamente limitado a sus protagonistas, y que a pesar de su carácter incompleto (véase Le Luxembourg, Sophie Ristelhueber; Paris-Musées, 2002) podría funcionar como una especie de breviario pintoresco, prólogo a un tratado psicológico mucho más ambicioso e inabordable.
Llegamos, por fin, a Ingeniería civil, la masterpiece del volumen. Veinticuatro páginas divididas en tres actos –la catástrofe en la que se enmarca el relato parte de un hecho real– que condensan magistralmente las tesis narrativas a las que hacíamos alusión al principio: la manera en que Echenoz nos conduce, a través de un puñado de frases calibradas con absoluta precisión, hacia lo inevitable, hacia ese destino ante el cual es inútil revelarse. El proyecto del ingeniero de puentes Gluck retoma el anhelo de lo imposible como eje temático central, aquella constante búsqueda de la perfección gratuita que ya cercenara los sueños de Bartlebooth en La vida instrucciones de uso (Georges Perec, 1978). Ambas empresas, consagradas al fracaso desde su mismo punto de partida, también guardan similitudes con los propósitos de Max Delmarc en Al piano (2003), truncados en el último momento tras una concatenación de sucesos donde la esencia de la lógica y de lo sobrenatural convergen en la fatalidad. Podemos añadir, además, otra particularidad a la causa: tanto en Ingeniería Civil como en Al piano o Me voy (1999) el amor es esquivo a los protagonistas en el último momento: «[…] cualquiera puede dar fe de que las cosas no tienen por qué ser así, de que buscar una compañera es la mejor forma de no encontrar ninguna, de que el azar es mejor aliado que la obcecación». He aquí otra constante del particular universo del autor, extrapolable también a nuestro tiempo.
Por último, el libro culmina con Nitrox, una historia de espías ambientada en el fondo marino que se escucha como el contrapunto perfecto al motivo instrumental de Rubias peligrosas (1995), y Tres bocadillos en Le Bourget, otra pieza sumamente interesante, cautivadora y nostálgica, donde el autor, transfigurado en sí mismo, decide embarcarse en una inocente aventura con visos de convertirse en trascendente o, por lo menos, digna de ser narrada. Sin la pretensión de alcanzar una epopeya digna de los paseos de Leopold Bloom por las calles de Dublín o emular las proezas deportivas de Ned Merrill en las piscinas de sus vecinos, serán sus propios recelos, más adecuados a un escritor que a un ciudadano sensible y vigilante a los cambios, los que le llevarán a visitar un punto aleatorio del extrarradio de París para descubrir, con curiosidad y extrañeza, que su presencia en el mundo obedece a un aspecto anacrónico donde ya apenas se reconoce, donde el pasado se desdibuja a la velocidad de un tren de cercanías moderno.
En suma, puede que este Capricho de la reina no destaque por encima de la notabilísima producción del autor, pero constituye, sin asombro de duda, una inmejorable ocasión para tomar un primer contacto con su literatura. Quien haya sido fascinado por Ingeniería civil o Tres bocadillos en Le Bourget encontrará motivos suficientes para su deleite en 14 (2012), su inmediatamente anterior y exitosa creación narrativa. Echenoz se ha ganado, por derecho propio y al igual que Javier Marías o Peter Handke, con quienes comparte mucho más que una mera tradición, su presencia en la nómina de los primeros grandes clásicos europeos del siglo XXI.