Ariadna G. García
Pensaba Richard, el célebre personaje de La señora Dalloway, que «ninguna persona debía leer los sonetos de Shakespeare porque era como escuchar detrás de las puertas» (Virginia Woolf). El bardo inglés, siguiendo los consejos literarios de Hugo de San Víctor (siglo XII), escribió sus poemas al dictado del corazón. Como Lope de Vega —dos años mayor que él—, vertió su propia vida en sus escritos, se desnudó en sus versos, dejando en cada palabra el testimonio sincero de sus preocupaciones y alegrías. El uso de endecasílabos (pentámetros yámbicos) propiciaba dicha introspección psicológica, en la medida en que generaban un ritmo cadencioso y lento, adecuado para el delicado análisis de la intimidad. Y es que los 154 sonetos del escritor británico nos revelan no ya sólo los lugares comunes de todo autor a caballo entre el Renacimiento y el Barroco (los tópicos latinos del Tempus fugit, el Ubi sunt?, el Carpe diem, la imprecación a la diosa Fortuna –de bienes fugaces–; o los asuntos trovadorescos de la muerte por amor, el servicio amatorio y el desdén –en este caso, del amado–), sino también motivos originales que poco o nada tienen que ver con los asuntos que trataban sus contemporáneos. Así, leemos en los primeros sonetos su obsesión por permanecer en el tiempo a través de la obra («con tu arte dulce vives al pintarte» –soneto 16–) y de la descendencia. Este deseo irreprimible, angustioso, de prolongación biológica apenas tiene parangón en la historia de la literatura, aunque lo encontramos en otro gigante del drama y de la lírica: Federico García Lorca (Yerma, Así que pasen cinco años). En estos poemas encontramos algunos de los versos más amargos y potentes de Shakespeare: «sin un hijo su imagen es baldía» (7), «Será tu viuda el mundo y llorará/ la imagen que de ti se habrá perdido» (9), «Su sello en ti esculpió para que fuera/ impresor de otra copia y que no muera» (11).
Los Sonetos (1609) del bardo siguen la moda de las colecciones del siglo XVII (volvemos a Lope de Vega, que recogió sus sonetos en varios volúmenes: Rimas –1602–, Rimas sacras –1614– y Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos –1634–; recordemos también las composiciones de Francisco de Quevedo: Heráclito cristiano –1613– y Canta sola a Lisi), así como de los cancioneros petrarquistas del siglo XVI (Garcilaso de la Vega, Pietro Bembo…). La diferencia formal con respecto a los sonetos de los poetas mediterráneos estriba en el esquema métrico (tipo de estrofa y distribución de la rima), que en lugar de tener dos cuartetos y dos tercetos, posee tres serventesios y un pareado (y no tres cuartetos, como dice Bernando Santano –sin duda, es una errata– en su nota preliminar).
William Shakespeare demuestra en los Sonetos que es uno de los grandes poetas líricos de su época. Su producción amorosa alcanza altas cotas de plasticidad y analiza minuciosamente los distintos estados emotivos que atraviesa un amante.
La edición que ha preparado Santano Moreno para el Acantilado presenta dos versiones de cada poema, una en prosa, literal; y otra en formato soneto de cuño italiano. Esta segunda revela un gran virtuosismo poético por parte del traductor, que es digno de aplaudir.
Discrepo. La traducción no refleja en nada los sonetos originales. El texto castellano es soso, lento, no trasmite los ritmos de los poemas en ingles. verdaderamente horrible e infumable.
ResponderEliminarLa traducción es excelente y el manejo de la métrica es magistral. Me ha encantado el texto. Es una de las mejores versiones que se han realizado hasta el momento de los 154 sonetos del maestro inglés.
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