Miguel Baquero
Delicadeza y crueldad, sensibilidad y barbarie se dan la mano en esta la primera novela de Marisol Torres (Navaltoril, 1959), seguramente como en la vida misma, donde cualquiera de nosotros es capaz de experimentar un profundo sentimiento de piedad cinco minutos antes o después de cruzar indiferente ante un paisaje patético. Nadie está hecho de una sola pieza, y eso lo saben mejor que nadie las protagonistas de Los años del coma, capaces de llorar hasta el infinito y sentirse estremecidas por una honda compasión apenas unas páginas antes de ejecutar, con la mayor frialdad, lo que ellas, asimismo fríamente, han considerado que es de justicia; o capaces de aniquilar imperturbablemente a una persona indefensa aun sabiendo que casi al momento van a verse asaltadas por un remordimiento de conciencia feroz. Se diría que leer esta novela es tener justo bajo tus pies esa “delgada línea roja” tantas veces mencionada que separa el amor del odio, la caricia del zarpazo, la caridad de la sevicia.
El argumento es sencillo: una mujer que ha perdido a su marido y a su hijo, atropellados por un conductor borracho, decide abrir un hogar de acogida (delicado, suave, con la elegancia y la exquisitez presentes en cada rincón) donde dar alojo a todos los seres desvalidos que han sufrido dramas como el suyo, cuyas vidas han sido devastadas por un inconsciente, por un bruto, o por un gañán (o gañana) insensible. Un día llega a este hogar de acogida una joven que “ha probado la sangre” (la imagen no es sólo una frase hecha), una quizás víctima, quizás verdugo, que ha sido capaz de acabar con la vida de quien se la hacía imposible, y salir indemne. Celia, como se llama esta joven, enseguida se convierte en el brazo ejecutor de esos seres indefensos y golpeados por la crueldad o la estupidez de los demás, seres pequeños que se resisten a aguardar pacientemente la llegada de una posible “justicia poética”.
Llegados a este punto, la autora sabe sortear con buen tacto cualquier posible resbalón en la alabanza o el denuesto de este tomarse cada quien la justicia por su mano. No hablamos de eso —la autora por lo menos evita cualquier alusión, siquiera circunstancial, al tema—; estamos hablando de cómo los seres humanos, ya se apuntó al principio, somos capaces de fluctuar casi insensiblemente de la crueldad a la lástima, del asesinato a la ternura, y forzar ese cambio casi automático de “chip” hasta que un día —la evolución el final está muy bien trazada— todo esto se nos va de las manos, perdemos de vista esa delgada línea y descarrilamos por completo.
Este es el tema, aquel el argumento; la progresión, como se ha dicho, está muy conseguida, así como el estilo, ágil y muy bien trabajado, aunque, como también es comprensible, e incluso lógico en una primera novela, hay ciertos momentos de flaqueza. Flaquezas que se ven compensadas por otros momentos de verdadero impacto y, sí, alta literatura. Así en el debe está ese episodio, bastante insulso y muy trivial, de las “lenguas afiladas”; en el haber la excelente imagen de la boca manchada de chocolate o la estremecedora escena del cuerpo arrastrado por la lava de un volcán. En la balanza estos magníficos logros y aquel capitulo fallido, el resultado es un libro muy recomendable sobre la esencia del mal y la crueldad, que quizás no está radicada en capas tan profundas como pensábamos.
Acabo d eterminar Los annos del coma y me ha sorprendido y fascinado a partes iguales. Excelente prosa, bien planteado y bien resuleto. Buena literatura
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