Zimerman Ediciones, Granada, 2010. 221 pp. 14,96 €
José Gutiérrez Román
Hace poco tiempo nos hacíamos eco (y nos alegrábamos) de la reedición del mítico libro Doy fe de Antonio Ruiz Vilaplana. Esa alegría se ha multiplicado al conocer que por las mismas fechas había aparecido otro título suyo, hasta ahora inédito en España: Destierro en Manhattan, publicado en 1945 en México, y que hasta hoy no había vuelto a imprimirse. Hay que agradecer y felicitar a Zimerman Ediciones por recuperar obras tan valiosas como ésta dentro de su colección “Exiliados”.
Vilaplana, como muchos otros, se vio abocado al exilio tras finalizar la Guerra Civil. La escritura de Destierro en Manhattan comienza en 1945, justo cuando Vilaplana se dispone a dejar Estados Unidos y sus recuerdos aún están recientes. Es ese el momento elegido para hacer balance de lo que ha ganado y perdido durante ese lustro que ha pasado en Nueva York y para dar fe una vez más de los acontecimientos y personas que le han rodeado. Y siempre a través de una prosa eficaz y elegante, en la que confluyen la autobiografía novelada y el relato periodístico, ese género que de algún modo le empareja con Manuel Chaves Nogales, como se apunta en el prólogo.
En la primera parte del libro Vilaplana da cuenta de su trabajo como reportero para una importante agencia de noticias estadounidense. He aquí una radiografía de aquella sociedad y de su periodismo, por los que manifiesta admiración en ciertos aspectos e incomprensión en otros. Resulta especialmente interesante su análisis de la mujer norteamericana, el aislamiento social dentro de la gran urbe o ese modus vivendi mediatizado por la impronta del cine. En este sentido afirma: «Mi experiencia reporteril me ha convencido de que en Norteamérica no existen bien definidas y delimitadas las fronteras entre lo real y lo ficticio o perteneciente al séptimo arte». La magnificencia de la avanzada sociedad estadounidense no logra, sin embargo, borrar la añoranza que el autor siente por esos modos de vida patrios más imperfectos y con menos comodidades, pero mucho más humanos.
El resto del libro se detiene en las dramáticas historias personales de los expatriados (españoles principalmente) que va conociendo en Nueva York. Vilaplana pone la lupa de su escritura al servicio de aquellos menos afortunados, cuyas vidas transcurren entre la penuria y el abandono. Son los «sin papeles» de su tiempo. Esa lupa se centra de un modo particular en tres personajes: Alberto, un joven sensible y desorientado que no consigue abrirse paso en la gran urbe; Anselmo, humilde trabajador, con una hija a su cargo, que ejemplifica la bondad y el sacrificio; y por último, la figura más interesante, y a la que Vilaplana dedica más atención: Manuel Orozco, un hombre mayor, culto e inteligente, defensor de las ideas liberales, que no quiere renunciar a las prebendas de su pasada vida burguesa. Es él un personaje literario redondo: educado, cínico, atractivo y digno de compasión a un tiempo, y de cuya voz provienen algunas de las reflexiones más interesantes del libro. En una de ellas define así su condición de expatriados: «Eso es lo que nosotros todos somos: fuegos fatuos. Nadie sabe por qué existen, pero existen, aparecen y desaparecen. La gente los ve, pero huyen de ellos, no quieren su proximidad. Saben que hay tales fuegos fatuos, pero es algo dramático y misterioso que existe solamente en las noches, en las lejanías de los pueblos; no tienen existencia real, sino una vida de reflejo y alucinante. Esos somos los expatriados, fuegos fatuos». Sin duda, este fragmento es el que mejor resume la esencia del libro.
La figura de Antonio Ruiz Vilaplana sigue ejerciendo un poderoso y doble atractivo: por un lado está su gran talento como escritor, esa pericia para indagar en el momento histórico, los ambientes, las ciudades y en las personas que se mueven por ellas. Y por otra parte tenemos la fascinación que produce su propia vida, como si fuera el protagonista de una novela que permanece con nosotros una vez se ha cerrado el libro. Vilaplana se ha convertido en uno de esos fascinantes autores-personaje cuyo atractivo reside precisamente en esa unión indisociable de vida y obra. A fecha de edición del libro seguía sin saberse a ciencia cierta en qué otros países vivió después de su periplo norteamericano o dónde había muerto. Toda esta información se nos desveló por fortuna hace pocos días en la prensa, donde se recogía la visita a Burgos de sus dos hijos nacidos en Suiza. Ahora conocemos por fin algunos de estos datos biográficos antes velados, e incluso que hay un tercer libro de Vilaplana inédito. Estamos, pues, de enhorabuena. Todo ello debería servir para rehabilitar y reconocer la figura y la obra de Antonio Ruiz Vilaplana. Su vida y su brillante escritura, sin duda, lo merecen.
José Gutiérrez Román
Hace poco tiempo nos hacíamos eco (y nos alegrábamos) de la reedición del mítico libro Doy fe de Antonio Ruiz Vilaplana. Esa alegría se ha multiplicado al conocer que por las mismas fechas había aparecido otro título suyo, hasta ahora inédito en España: Destierro en Manhattan, publicado en 1945 en México, y que hasta hoy no había vuelto a imprimirse. Hay que agradecer y felicitar a Zimerman Ediciones por recuperar obras tan valiosas como ésta dentro de su colección “Exiliados”.
Vilaplana, como muchos otros, se vio abocado al exilio tras finalizar la Guerra Civil. La escritura de Destierro en Manhattan comienza en 1945, justo cuando Vilaplana se dispone a dejar Estados Unidos y sus recuerdos aún están recientes. Es ese el momento elegido para hacer balance de lo que ha ganado y perdido durante ese lustro que ha pasado en Nueva York y para dar fe una vez más de los acontecimientos y personas que le han rodeado. Y siempre a través de una prosa eficaz y elegante, en la que confluyen la autobiografía novelada y el relato periodístico, ese género que de algún modo le empareja con Manuel Chaves Nogales, como se apunta en el prólogo.
En la primera parte del libro Vilaplana da cuenta de su trabajo como reportero para una importante agencia de noticias estadounidense. He aquí una radiografía de aquella sociedad y de su periodismo, por los que manifiesta admiración en ciertos aspectos e incomprensión en otros. Resulta especialmente interesante su análisis de la mujer norteamericana, el aislamiento social dentro de la gran urbe o ese modus vivendi mediatizado por la impronta del cine. En este sentido afirma: «Mi experiencia reporteril me ha convencido de que en Norteamérica no existen bien definidas y delimitadas las fronteras entre lo real y lo ficticio o perteneciente al séptimo arte». La magnificencia de la avanzada sociedad estadounidense no logra, sin embargo, borrar la añoranza que el autor siente por esos modos de vida patrios más imperfectos y con menos comodidades, pero mucho más humanos.
El resto del libro se detiene en las dramáticas historias personales de los expatriados (españoles principalmente) que va conociendo en Nueva York. Vilaplana pone la lupa de su escritura al servicio de aquellos menos afortunados, cuyas vidas transcurren entre la penuria y el abandono. Son los «sin papeles» de su tiempo. Esa lupa se centra de un modo particular en tres personajes: Alberto, un joven sensible y desorientado que no consigue abrirse paso en la gran urbe; Anselmo, humilde trabajador, con una hija a su cargo, que ejemplifica la bondad y el sacrificio; y por último, la figura más interesante, y a la que Vilaplana dedica más atención: Manuel Orozco, un hombre mayor, culto e inteligente, defensor de las ideas liberales, que no quiere renunciar a las prebendas de su pasada vida burguesa. Es él un personaje literario redondo: educado, cínico, atractivo y digno de compasión a un tiempo, y de cuya voz provienen algunas de las reflexiones más interesantes del libro. En una de ellas define así su condición de expatriados: «Eso es lo que nosotros todos somos: fuegos fatuos. Nadie sabe por qué existen, pero existen, aparecen y desaparecen. La gente los ve, pero huyen de ellos, no quieren su proximidad. Saben que hay tales fuegos fatuos, pero es algo dramático y misterioso que existe solamente en las noches, en las lejanías de los pueblos; no tienen existencia real, sino una vida de reflejo y alucinante. Esos somos los expatriados, fuegos fatuos». Sin duda, este fragmento es el que mejor resume la esencia del libro.
La figura de Antonio Ruiz Vilaplana sigue ejerciendo un poderoso y doble atractivo: por un lado está su gran talento como escritor, esa pericia para indagar en el momento histórico, los ambientes, las ciudades y en las personas que se mueven por ellas. Y por otra parte tenemos la fascinación que produce su propia vida, como si fuera el protagonista de una novela que permanece con nosotros una vez se ha cerrado el libro. Vilaplana se ha convertido en uno de esos fascinantes autores-personaje cuyo atractivo reside precisamente en esa unión indisociable de vida y obra. A fecha de edición del libro seguía sin saberse a ciencia cierta en qué otros países vivió después de su periplo norteamericano o dónde había muerto. Toda esta información se nos desveló por fortuna hace pocos días en la prensa, donde se recogía la visita a Burgos de sus dos hijos nacidos en Suiza. Ahora conocemos por fin algunos de estos datos biográficos antes velados, e incluso que hay un tercer libro de Vilaplana inédito. Estamos, pues, de enhorabuena. Todo ello debería servir para rehabilitar y reconocer la figura y la obra de Antonio Ruiz Vilaplana. Su vida y su brillante escritura, sin duda, lo merecen.
He topado con una reseña de Ruido de fondo de este blog, y me ha parecido cojonuda, volveré por aquí.
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