Pedro M. Domene
Trazar el mapa exhaustivo de un país como China o elaborar un itinerario mínimo de consulta puede resultarle a cualquier viajero una tarea casi impensable cuando hablamos de miles de kilómetros de distancia en un imperio milenario, cargado de historia y de cultura tan ajena y extraña a los occidentales pese a las conocidas crónicas de extraordinarios visitantes y la abundante información reciente que, sin embargo, nos descubre un lugar tan desconocido como inquietante. Por eso, un libro como China para hipocondríacos, de José Ovejero, que obtuvo el Premio Grandes Viajeros en el año 1998, se puede leer, diez años más tarde, con el mismo interés y la misma fruición de entonces, pensando que transcurrido este tiempo, la China descrita por el madrileño haya cambiado, al menos, en los aspectos más negativos señalados entonces puesto que Ovejero realizaba una perfecta radiografía del lugar, de sus gentes, de su cultura, de sus costumbres, así como de sus miserias y de sus grandezas. Este libro no es el resultado de un viaje al uso, todo habrá que decirlo porque la aventura del escritor en los años noventa resultó ser un recorrido personal por la China más desconocida, concretamente por la provincia de Yunnan, lugar que años más tarde ha resultado ser uno de los lugares más visitados y hermosos del país asiático.
Las razones del viajero, además de las explicaciones de las primeras páginas, justifican como Ovejero, alguien descastado, incapaz de guardar ausencias, cuya fidelidad no se prolonga mucho más allá de esa presencia y del tiempo invertido, un buen día decide que quiere visitar China, lugar con el que no tenía la menor relación ni sabía gran cosa acerca de sus costumbres, su historia e incluso el idioma. Como cualquier otro posible visitante, compró algún libro, elaboró itinerarios y, puesto que la lengua iba a ser el gran problema, escribió a algunas universidades de la República Popular China para aprender el idioma durante algún tiempo, así el viaje se iniciaba en Bruselas, vía Hong Kong hasta Nanjing, en cuya universidad pasaría el primer mes estudiando. Durante el segundo recorrería el país por cuenta propia.
Cuando uno inicia la lectura de China para hipocondríacos debe olvidar que en el país se están celebrando los Juegos Olímpicos y que una visita para disfrutar de semejante espectáculo universal nada tendría que ver con lo narrado en el libro. La de Ovejero es una China desconocida, donde el autoritarismo planea sobre una población anclada, en ocasiones, en sus tradiciones milenarias, la miseria se extiende por casi todo su territorio, la religión, en cualquiera de sus variantes, sigue siendo importante y donde el socialismo no ha conseguido eliminar la pobreza. Quizá por eso, en este libro, eminentemente literario, cobran vida los paisajes y las ciudades visitadas, sus mercados populares y sus barrios, se muestra una China cautiva y a medida que vamos pasando sus páginas descubrimos, un inusual viaje donde lo inesperado es la principal fuente de información para el escritor. La visita a Nanjing, con abundantes referencias a su historia y posterior desarrollo, convertida en una importante referencia cultural e universitaria en la actualidad, la relación del viajero con Cheng, la profesora y las vivencias que esta impone a su alumno, la visita a Hong Kong, donde, donde Ovejero, que viaja solo —en su búsqueda de un absurdo que resulta difícil de compartir: encontrarse a sí mismo en algún otro lugar del mundo, como si fuese el personaje de un cuento de Borges— espera a Renate, su compañera de los últimos tiempos; y a partir de ese momento, China para hipocondríacos se convierte en una crónica compartida desde Hong Kong a Guilin, Chengdu, con parada en Guiyang, hasta Leshan para visitar la monumental escultura de Buda, labrada sobre la roca, y cuya obra se prolongó durante noventa años.
Las razones del viajero, además de las explicaciones de las primeras páginas, justifican como Ovejero, alguien descastado, incapaz de guardar ausencias, cuya fidelidad no se prolonga mucho más allá de esa presencia y del tiempo invertido, un buen día decide que quiere visitar China, lugar con el que no tenía la menor relación ni sabía gran cosa acerca de sus costumbres, su historia e incluso el idioma. Como cualquier otro posible visitante, compró algún libro, elaboró itinerarios y, puesto que la lengua iba a ser el gran problema, escribió a algunas universidades de la República Popular China para aprender el idioma durante algún tiempo, así el viaje se iniciaba en Bruselas, vía Hong Kong hasta Nanjing, en cuya universidad pasaría el primer mes estudiando. Durante el segundo recorrería el país por cuenta propia.
Cuando uno inicia la lectura de China para hipocondríacos debe olvidar que en el país se están celebrando los Juegos Olímpicos y que una visita para disfrutar de semejante espectáculo universal nada tendría que ver con lo narrado en el libro. La de Ovejero es una China desconocida, donde el autoritarismo planea sobre una población anclada, en ocasiones, en sus tradiciones milenarias, la miseria se extiende por casi todo su territorio, la religión, en cualquiera de sus variantes, sigue siendo importante y donde el socialismo no ha conseguido eliminar la pobreza. Quizá por eso, en este libro, eminentemente literario, cobran vida los paisajes y las ciudades visitadas, sus mercados populares y sus barrios, se muestra una China cautiva y a medida que vamos pasando sus páginas descubrimos, un inusual viaje donde lo inesperado es la principal fuente de información para el escritor. La visita a Nanjing, con abundantes referencias a su historia y posterior desarrollo, convertida en una importante referencia cultural e universitaria en la actualidad, la relación del viajero con Cheng, la profesora y las vivencias que esta impone a su alumno, la visita a Hong Kong, donde, donde Ovejero, que viaja solo —en su búsqueda de un absurdo que resulta difícil de compartir: encontrarse a sí mismo en algún otro lugar del mundo, como si fuese el personaje de un cuento de Borges— espera a Renate, su compañera de los últimos tiempos; y a partir de ese momento, China para hipocondríacos se convierte en una crónica compartida desde Hong Kong a Guilin, Chengdu, con parada en Guiyang, hasta Leshan para visitar la monumental escultura de Buda, labrada sobre la roca, y cuya obra se prolongó durante noventa años.
Anécdotas, curiosidades, referencias históricas, abundantes manifestaciones culinarias que no dejan de sorprender a un hipocondríaco como el viajero, se suceden a lo largo de estas páginas donde, además, se percibe, y después se transcribe, la excesiva amabilidad o la animadversión de sus gentes, campesinos que intentan engañar al visitante en sus compras y cambios de moneda, la visita a Xichang habitada por una minoría Yi e Hi, de quienes se habla en algunos documentos con dos mil años de antigüedad; una ciudad perdida en el tiempo, franqueada por una antigua muralla y un curioso mercado atestado de gente y por donde ningún otro blanco pasea; no menos curiosos son los abundantes viajes en tren y en autocar que deben realizar los viajeros hasta llegar a Kunmimg, muy cerca ya de la frontera birmana, sin antes dejar de visitar Lijiang, cuna de uno de los pocos matriarcados de la China contemporánea, y admirar las sorprendentes mujeres Naxi con unas prerrogativas que envidiarían muchas occidentales, un pueblo de origen tibetano, con su propia escritura jeroglífica y cultivadores de la religión dongba.
Parada y fonda en Dali, habitada por la minoría Bai, aunque por su ubicación, en la remota provincia de Yunnan y tan alejada de Beijing, siempre se ha visto envuelta en revueltas y luchas por su independencia. El largo viaje concluirá en Kunming, la ciudad descrita por Marco Polo, calificada por el veneciano de «grande y noble, donde viven muchos mercaderes y artesanos», entre la fascinación e intimidación por los lugares visitados, aunque al final, todo viajero a lugares lejanos sufre lo que suele denominarse "el síndrome del National Geographic", cuando este tiende a fijarse únicamente en lo exótico.
El escritor, al final, se permite un último apunte premonitorio: Cuándo vuelva, ¿iré a una China que ya no es la descrita porque el país ha cambiado vertiginosamente en pocos años, porque hay más coches en las calles de las grandes ciudades, la gente lleva móviles, muchos chinos se han comprado un televisor...? Una década después, indudablemente, sería la descripción de una China diferente porque nunca es posible volver a donde uno ya ha estado.
Parada y fonda en Dali, habitada por la minoría Bai, aunque por su ubicación, en la remota provincia de Yunnan y tan alejada de Beijing, siempre se ha visto envuelta en revueltas y luchas por su independencia. El largo viaje concluirá en Kunming, la ciudad descrita por Marco Polo, calificada por el veneciano de «grande y noble, donde viven muchos mercaderes y artesanos», entre la fascinación e intimidación por los lugares visitados, aunque al final, todo viajero a lugares lejanos sufre lo que suele denominarse "el síndrome del National Geographic", cuando este tiende a fijarse únicamente en lo exótico.
El escritor, al final, se permite un último apunte premonitorio: Cuándo vuelva, ¿iré a una China que ya no es la descrita porque el país ha cambiado vertiginosamente en pocos años, porque hay más coches en las calles de las grandes ciudades, la gente lleva móviles, muchos chinos se han comprado un televisor...? Una década después, indudablemente, sería la descripción de una China diferente porque nunca es posible volver a donde uno ya ha estado.
MÁS CHINA EN LA TORMENTA:
-Un lugar llamado nada, de Amy Tan. Reseña de Leah Bonnín. Para leerla haz click AQUÍ.
Leí hace dos años este libro, narrado exquisitamente, con ocasión de un viaje a China y me descubrió muchísimas cosas. Aún recuerdo con escalofrío el episodio de las familias que intercambiaban a sus hijos para poder practicar la antropofagia filial en plena hambruna de guerra.
ResponderEliminara mi también... aún no lo he terminado de leer y ya estamos en el 2012, espero que eso no vuelva a ocurrir nunca más...
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