martes, agosto 19, 2008

Pasajera del silencio. Diez años de iniciación en China, Fabienne Verdier

Trad. Rosa Alapont Calderaro. Salamandra, Barcelona, 2007. 253 pp. 16 €

Care Santos

En 1983 Fabienne Verdier tenía veinte años cuando terminó sus estudios de Bellas Artes en la Universidad de Toulouse. Poco sedimento dejó en ella esta escuela, en la que «el psicoanálisis había causado estragos» y donde los profesores se limitaban a repetir «¡Enciérrese en una habitación y exprésese!», sin antes profundizar en la enseñanza de las técnicas pictóricas. Sin embargo, en esa escuela la joven e inquieta pintora tropezó por vez primera con la que sería su verdadera vocación: la caligrafía. Un profesor francés, Bernard Arin, la introdujo en la enseñanza de una materia que en Europa había dejado pràcticamente de enseñarse, y que a ella la subyugó:

«Se estudiaban diferentes estilos: la rústica, la gótica textura "quadrata", por la que sentía debilidad, la capital romana, la uncial latina primitiva, la cursiva romana de los siglos VI-VII, la merovinga, la visigótica. Desde la cancilleresca del siglo XV y la bastarda hasta la didona y la alineal del siglo XX, revisitábamos la historia de la escritura.»

Fue ese profesor quien le recomendó aprender de los grandes maestros orientales. Hokusai, el pintor japonés de la escuela Ukiyo-e*, le emocionaba mucho más que los maestros italianos y flamencos a quienes admiraban sus compañeros. «En la época de la fogosa juventud, uno busca expresiones que conmuevan y no una retahíla de nombres y fechas.» En ese instante, Verdier decidió poner rumbo a China. Una China idealizada, que poco tenía que ver con la que encontraría al llegar. A pesar de todo, se adaptó a su nueva vida y desarrolló su sueño. El libro es la crónica de ese proceso. Pero también la pormenorizada historia de un aprendizaje fabuloso, que no sólo tiene que ver con la pintura.

La Revolución Cultural había hecho estragos en la Universidad. La de Chongqing, en la provincia de Sichuan, no era una excepción: muchos profesores apartados de la docencia, alumnos adocenados, organización castrense en las aulas y, por supuesto, mil ojos observando todos los movimientos, especialmente los de "la extranjera" que había conseguido una beca para estudiar en un lugar remoto. Sólo por eso, y por su interés tan difícilmente explicable a los ojos de los responsables del nuevo régimen, Verdier estaba siempre bajo sospecha. Sus años de estancia en esa Universidad resultaron, entre otras cosas, una lucha contra la muralla invisible que pretendían levantar a su alrededor. Aprendió chino de forma autodidacta y logró al fin prescindir de los servicios de una traductora que ejercía también de informadora del Partido. Sólo entonces se dio cuenta de lo que se leía en un cartel que las autoridades habían colgado en su puerta: «Está prohibido molestar a la extranjera. El estudiante que infrinja este reglamento será expulsado de la Universidad». Esa batalla por integrarse, que terminó venciendo, fue su primer gran reto.
El segundo consistió en lograr que uno de los profesores calígrafos que habían sufrido el retiro forzoso de las aulas impuesto por el régimen de Mao —la caligrafía se consideraba una antigualla inútil que convenía erradicar— se convirtiera en su maestro. El modo en que lo consiguió recuerda a esos actos de paciencia oriental que engrosan el tópico. Después de un año de insistencia, la francesa se convirtió en la única mujer y la única occidental que aprendía las técnicas de caligrafía china. Tinta negra, tintero de piedra, pinceles de cerdas animales y toneladas de paciencia para hacerse con los secretos de una técnica que va mucho más allá del uso de los pinceles: es un modo de mirar, de estar en el mundo. Invirtió más de un año para conseguir la perfección en un solo trazo vertical. Más de cinco antes de comenzar a emplear más colores que el negro. Un largo proceso encaminado a sintetizar el mundo entero en una sola mancha de tinta. Eso fue lo que su maestro le transmitió a lo largo de más de seis años. El relato de ese aprendizaje paciente, lento, insistente y meticuloso, es lo mejor del libro.
Aunque el aprendizaje de la estudiante francesa en la tierra del Dragón comprendió mucho más que las técnicas artísticas que ella deseaba aprender. Hubo infinidad de materias "exracurriculares" que llegaron por añadidura: la soledad, la tozudez, la austeridad, el silencio, el aislamiento... todo ello le ayudaron a forjar un nuevo carácter, como ella misma afirma en las páginas finales de su relato autobiográfico, y modificaron su modo de ver el mundo y, en consecuencia, también de reflejarlo en su obra.

Por lo demás, éste podría ser también el libro de viajes de alguien profundamente enamorado de la tierra que visita. Verdier describe con profusión sus excursiones a rincones de la China remota, esa que pocas veces han visto ojos occidentales, partidas de ma-jong en la casa de té del pueblo y una huida precipitada del país después de la matanza de Tiananmen. Conmueve el relato de esa despedida, igual que ha conmovido unas páginas atrás la visita al pueblo de los yi, anclados en sus tradiciones ancestrales que el Régimen comunista se encargó de borrar de un plumazo. La China del terror también aflora, pero lo malo se diluye siempre en la mirada benevolente de la visitante. Parece como si Verdier no se atreviera a profundizar. Se horroriza, pero no juzga. Y sólo se enoja cuando, unos años después, regresa en calidad de diplomática.
Después de su vuelta definitiva a Europa, la pintora se instaló en una granja a treinta kilómetros de París, donde vive en la actualidad (a pesar de que por su relato parece mayor, apenas tiene 46 años). Allí pinta y vive con la austeridad y la serenidad que aprendió de sus maestros orientales. Desde allí reflexiona sobre la creación y continúa creando y exponiendo, no sólo en Francia, también en China. Y mientras sedimenta lo aprendido, continúa considerándose "una apreniza". «La calidad de una obra» —dice— «no depende del talento innato de su creador, aun cuando sea necesario al principio (...). La diferencia reside en la perseverancia, en la encarnizada voluntad de proseguir.»

* Algunos de los grabados de Hokusai —incluyendo su famoso La gran ola de Kanagawa— y de Hiroshige pueden verse en Barcelona hasta el próximo 15 de septiembre en la exposición Ukiyo-e. Imágenes de un mundo efímero. Se trata de la magnífica colección de la Bibliotèque Nationale de France. Además de la obra de estos dos nombres de referencia, la serie de retratos femeninos y la de estampas eróticas son estupendas. (Obra Social de Caixa de Catalunya, La Pedrera, calle Provença, 265, bajos).

Imágenes: (1) Fabianne Verdier en su estudio de la Universidad de Chongqing. (2) Bourasques, Una de sus obras.



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