Eclipsados, Zaragoza, 2007. 80 pp. 10 €
Juan Marqués
Si yo siguiese dispuesto a reseñar poesía (lo cual debería considerarse en este país una profesión de riesgo, como bombero, profesor de instituto o árbitro de fútbol sala), hubiese querido escribir hace unos meses sobre La sección rítmica (Aqua, Zaragoza, 2007), el primer libro del zaragozano Miguel Serrano Larraz, que era una curiosa y premiada colección de poemas protagonizados o narrados por célebres músicos de jazz (en forma, respectivamente, de homenaje lírico —pero cerca en muchos casos de la narrativa— o de monólogo de ficción). Antes de eso ya había sobresalido “Shaman’s Blues”, el cuento de Serrano que fue incluido en El viento dormido (Eclipsados, Zaragoza, 2006, pp. 77-93), una antología de la nueva narrativa aragonesa que constituía el primer volumen de una colección en la que ahora aparece Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano, el segundo libro de Serrano, que es también su primera novela publicada.
En la solapa de La sección rítmica que esbozaba la biobibliografía de su autor ya se anunciaba que éste andaba preparando «una edición de las memorias de Manuel Troyano, ilustre poeta aragonés apartado injustamente de los manuales de historia de la literatura española». Pues bien, aquí tenemos Un breve adelanto... de las mismas, en las que queda claro su carácter de broma corrosiva, de juego literario más iconoclasta que desenfadado. La contracubierta es exacta al calificar este libro de «novela picaresca», e incluso al emparentar a Troyano con Lázaro de Tormes, Tristram Shandy (quien nos habla en el exergo general de esta novela) o Holden Caulfield, aunque me parece que éstos fueron creados con propósitos mucho más serios y profundos que aquél, al menos por lo que vemos de momento, en esta primera entrega de sus disparatados recuerdos. En el prólogo también se atina al aludir a La conjura de los necios, pero a quien más se parece Troyano en algunos momentos es al sufrido protagonista de la trilogía más loca de Eduardo Mendoza (la que forman El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas —la más desternillante, a mi juicio— y La aventura del tocador de señoras), el cual, a su vez, podía traer ecos del Silvestre Paradox de Pío Baroja. Y también, en los momentos más inspirados, hay bromas o giros que hacen pensar en el humor satírico de ese genio irlandés llamado Flann O’Brien, cuyas insuperables novelas estamos descubriendo muchos gracias a la recuperación que de ellas está haciendo Nórdica Libros: primero El Tercer Policía, después Crónica de Dalkey, y ahora, recién salida de las prensas, La boca pobre.
El principal vínculo con la novela picaresca es la estructura, la justificatio tácita de la narración: todo lo que se nos cuenta se nos cuenta para explicar la situación actual del protagonista-narrador, quien toma la palabra para, generalmente con triquiñuelas y versiones muy interesadas, tratar de hacer entender al lector por qué ha llegado al lugar en el que se encuentra, ya sea éste envidiable o desdichado. Tanto si uno escribe desde la cárcel (como el protagonista de La boca pobre) como si se encuentra «en la cumbre de toda buena fortuna» (como el paradigmático Lazarillo), lo que importa es la evolución, la formación, la sucesión de aventuras y desventuras que explican los motivos y las consecuencias. En el caso de Troyano (que comparte nombre con un irritante y muy entrometido virus informático) nos encontramos ante un golfo que, para justificar la poco gloriosa fama en la que al parecer se halla instalado, dedica buena parte de su breve narración a convencernos del deseo que tuvo desde los quince años de ser escritor (su estirpe e infancia —que es por donde los pícaros suelen empezar sus relatos— «no importa ahora» —p. 18—). Así, nos va contando todos los intentos y los correspondientes (y, por supuesto, «injustos») fracasos, para al final hacernos saber (echándole todo el morro que cabía prever) cómo consiguió ocupar las portadas, no precisamente gracias a la pluma. El texto que leemos es el que su protagonista ha escrito para ser publicado (previsiblemente por entregas) en la revista del corazón donde trabaja «Miguel Serrano Larraz», el cual recibe las cuartillas de manos de su jefe y —se supone— publica por su cuenta el testimonio, para el que incluso escribe un prólogo a una segunda edición, que sería esta de Eclipsados que estamos leyendo nosotros, en un juego literario equivalente al del “manuscrito encontrado” que es —como debe ser— mucho más sencillo de entender en el original que de ser explicado aquí.
Siempre hay víctimas en este tipo de textos, y, en este caso (y aprovechando que se trata de una autobiografía ficticia), Troyano apunta alto en sus ataques, ya que el principal escritor agraviado en su narración es Javier Tomeo, por los términos empleados, por la insistencia y por ser uno de los pocos que aparece con su nombre. En esto se nota que la sátira de Serrano pretende sobre todo desmitificar un poco la literatura aragonesa, ya que Tomeo es, por su veteranía y prestigio, la “vaca sagrada” de esa nómina y, por tanto, la víctima perfecta por ser precisamente la más inesperada, la más intocable. De su obra Diálogo en Re Mayor se dice que «no podía comprender que hubiera gente que se ganara la vida escribiendo semejantes sandeces» (p. 25) y dos páginas después es considerado un «artista mediocre donde los haya que hacía alarde de sus carencias. No utilizaba palabras difíciles, ni muchos personajes, ni complejas tramas psicológicas. Sus libros superaban apenas las cien páginas, con letra grande, y eso repitiéndose de continuo». Habrá quienes se indignen o se regocijen con estas opiniones (que en principio hay que atribuir sólo al narrador, no al autor) y también quien se divierta reconociendo al resto de escritores locales que forman esa extraña multitud en la fiesta del penúltimo capítulo (y quizá haya también entre éstos alguno que se moleste), pero lo que importa es la intención de fondo, que es la de reírse un poco de todo, y reírse, en la medida de lo posible, todos juntos. No alcanzo a detectar otros objetivos en este tipo de literatura, tan centrada en el humor (tan condenada al humor, podría decirse) que incluso haría preguntarse a determinados lectores: «Todo esto está muy bien, sí, pero... ¿para qué?». La única respuesta que se me ocurre se basa en la hora y media de buena diversión y complicidad que esta pequeña novela me ha regalado, y no sé quién podría no entender que eso es más que suficiente.
Juan Marqués
Si yo siguiese dispuesto a reseñar poesía (lo cual debería considerarse en este país una profesión de riesgo, como bombero, profesor de instituto o árbitro de fútbol sala), hubiese querido escribir hace unos meses sobre La sección rítmica (Aqua, Zaragoza, 2007), el primer libro del zaragozano Miguel Serrano Larraz, que era una curiosa y premiada colección de poemas protagonizados o narrados por célebres músicos de jazz (en forma, respectivamente, de homenaje lírico —pero cerca en muchos casos de la narrativa— o de monólogo de ficción). Antes de eso ya había sobresalido “Shaman’s Blues”, el cuento de Serrano que fue incluido en El viento dormido (Eclipsados, Zaragoza, 2006, pp. 77-93), una antología de la nueva narrativa aragonesa que constituía el primer volumen de una colección en la que ahora aparece Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano, el segundo libro de Serrano, que es también su primera novela publicada.
En la solapa de La sección rítmica que esbozaba la biobibliografía de su autor ya se anunciaba que éste andaba preparando «una edición de las memorias de Manuel Troyano, ilustre poeta aragonés apartado injustamente de los manuales de historia de la literatura española». Pues bien, aquí tenemos Un breve adelanto... de las mismas, en las que queda claro su carácter de broma corrosiva, de juego literario más iconoclasta que desenfadado. La contracubierta es exacta al calificar este libro de «novela picaresca», e incluso al emparentar a Troyano con Lázaro de Tormes, Tristram Shandy (quien nos habla en el exergo general de esta novela) o Holden Caulfield, aunque me parece que éstos fueron creados con propósitos mucho más serios y profundos que aquél, al menos por lo que vemos de momento, en esta primera entrega de sus disparatados recuerdos. En el prólogo también se atina al aludir a La conjura de los necios, pero a quien más se parece Troyano en algunos momentos es al sufrido protagonista de la trilogía más loca de Eduardo Mendoza (la que forman El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas —la más desternillante, a mi juicio— y La aventura del tocador de señoras), el cual, a su vez, podía traer ecos del Silvestre Paradox de Pío Baroja. Y también, en los momentos más inspirados, hay bromas o giros que hacen pensar en el humor satírico de ese genio irlandés llamado Flann O’Brien, cuyas insuperables novelas estamos descubriendo muchos gracias a la recuperación que de ellas está haciendo Nórdica Libros: primero El Tercer Policía, después Crónica de Dalkey, y ahora, recién salida de las prensas, La boca pobre.
El principal vínculo con la novela picaresca es la estructura, la justificatio tácita de la narración: todo lo que se nos cuenta se nos cuenta para explicar la situación actual del protagonista-narrador, quien toma la palabra para, generalmente con triquiñuelas y versiones muy interesadas, tratar de hacer entender al lector por qué ha llegado al lugar en el que se encuentra, ya sea éste envidiable o desdichado. Tanto si uno escribe desde la cárcel (como el protagonista de La boca pobre) como si se encuentra «en la cumbre de toda buena fortuna» (como el paradigmático Lazarillo), lo que importa es la evolución, la formación, la sucesión de aventuras y desventuras que explican los motivos y las consecuencias. En el caso de Troyano (que comparte nombre con un irritante y muy entrometido virus informático) nos encontramos ante un golfo que, para justificar la poco gloriosa fama en la que al parecer se halla instalado, dedica buena parte de su breve narración a convencernos del deseo que tuvo desde los quince años de ser escritor (su estirpe e infancia —que es por donde los pícaros suelen empezar sus relatos— «no importa ahora» —p. 18—). Así, nos va contando todos los intentos y los correspondientes (y, por supuesto, «injustos») fracasos, para al final hacernos saber (echándole todo el morro que cabía prever) cómo consiguió ocupar las portadas, no precisamente gracias a la pluma. El texto que leemos es el que su protagonista ha escrito para ser publicado (previsiblemente por entregas) en la revista del corazón donde trabaja «Miguel Serrano Larraz», el cual recibe las cuartillas de manos de su jefe y —se supone— publica por su cuenta el testimonio, para el que incluso escribe un prólogo a una segunda edición, que sería esta de Eclipsados que estamos leyendo nosotros, en un juego literario equivalente al del “manuscrito encontrado” que es —como debe ser— mucho más sencillo de entender en el original que de ser explicado aquí.
Siempre hay víctimas en este tipo de textos, y, en este caso (y aprovechando que se trata de una autobiografía ficticia), Troyano apunta alto en sus ataques, ya que el principal escritor agraviado en su narración es Javier Tomeo, por los términos empleados, por la insistencia y por ser uno de los pocos que aparece con su nombre. En esto se nota que la sátira de Serrano pretende sobre todo desmitificar un poco la literatura aragonesa, ya que Tomeo es, por su veteranía y prestigio, la “vaca sagrada” de esa nómina y, por tanto, la víctima perfecta por ser precisamente la más inesperada, la más intocable. De su obra Diálogo en Re Mayor se dice que «no podía comprender que hubiera gente que se ganara la vida escribiendo semejantes sandeces» (p. 25) y dos páginas después es considerado un «artista mediocre donde los haya que hacía alarde de sus carencias. No utilizaba palabras difíciles, ni muchos personajes, ni complejas tramas psicológicas. Sus libros superaban apenas las cien páginas, con letra grande, y eso repitiéndose de continuo». Habrá quienes se indignen o se regocijen con estas opiniones (que en principio hay que atribuir sólo al narrador, no al autor) y también quien se divierta reconociendo al resto de escritores locales que forman esa extraña multitud en la fiesta del penúltimo capítulo (y quizá haya también entre éstos alguno que se moleste), pero lo que importa es la intención de fondo, que es la de reírse un poco de todo, y reírse, en la medida de lo posible, todos juntos. No alcanzo a detectar otros objetivos en este tipo de literatura, tan centrada en el humor (tan condenada al humor, podría decirse) que incluso haría preguntarse a determinados lectores: «Todo esto está muy bien, sí, pero... ¿para qué?». La única respuesta que se me ocurre se basa en la hora y media de buena diversión y complicidad que esta pequeña novela me ha regalado, y no sé quién podría no entender que eso es más que suficiente.
Pues otra vez tengo que declarar mi envidia ante la imposibilidad de conseguir esta obra en argentina.
ResponderEliminarLa verdad es que se me antoja prometedora.
Un poco de humor ácido nunca viene mal.
En fin, ha sido un gusto.
Saludos del humanoide.