Ediciones del Viento, La Coruña, 2007. 207 pp. 11 €
Óscar Esquivias
Es muy conocido el inicio de Madame Bovary de Flaubert (que cito en la traducción de Carmen Martín Gaite, Tusquets, 1997):
«Estábamos en la hora de estudio, cuando entró el director seguido de un chico nuevo con atuendo provinciano y de un bedel que traía un gran pupitre.»
Los historiadores de la literatura han elogiado mucho el «estábamos» («nous étions» en el original), esa voz anónima y colectiva que implica un «nosotros» testigo directo de la acción. Charles Bovary (el muchacho que entra en el aula) formará parte desde entonces de ese grupo de estudiantes y, años después, ya adulto, su historia seguirá siendo contada por el mismo narrador plural que un día le vio llegar al colegio. La peripecia íntima de Bovary cobrará así un alcance extraordinario: autor, lector y personaje están unidos desde ese primer párrafo y lo que se narra en la novela atañerá directamente a los tres: Flaubert refleja las inquietudes de su generación, que comparte con Charles y Emma Bovary y con los lectores de la Revue de Paris, donde fue apareciendo por entregas la novela a partir de octubre de 1856. Hoy, tantas generaciones después, el «estábamos» mantiene su poder de sugestión.
Este recurso narrativo ha sido utilizado de manera conmovedora por Jorge Riestra. Para mí su nombre era absolutamente desconocido: nunca hasta ahora se había editado un libro suyo en España, pese a ser un autor veterano (hoy tiene ochenta y dos años), a haber empezado a publicar en Argentina en los años cincuenta y a haber merecido importantes premios en su país (entre otros, el premio a la trayectoria artística del Fondo Nacional de las Artes en 2002).
El caso es que no tenía ninguna noticia de él hasta que leí El taco de ébano y caí maravillado ante su prosa: como en Flaubert, en los cuentos de Riestra también hay un humilde «nosotros» tras el que se esconde un narrador poderoso, lleno de humor y sensibilidad, que nos describe un mundo ya lejano en el tiempo, con jóvenes (entre los que intuimos al autor) que llenan los cafés y los billares de la ciudad de Rosario. Riestra es, en este libro, el escritor de la nostalgia, de la juventud ida y rememorada con emoción, de la camaradería masculina (las mujeres se presentan como un peligro para estas amistades viriles y el matrimonio suele ser una calamidad que destruye el paraíso idílico de tertulias infinitas, cafés y horas de juego). Un observador colectivo y casi siempre pasivo («nosotros, los muchachos», repite Riestra para caracterizar al narrador) nos cuenta con viveza y cariño el mundo de los adultos a quienes admiran e imitan. Al tratarse de una mirada retrospectiva, el narrador es consciente de que aquellos veteranos eran en realidad unos derrotados y unos infelices (y que ese era también el destino que aguardaba a los jóvenes que los rodeaban); sin embargo, Riestra no puede evitar sentir por todos una enorme simpatía, carente de reproches o autocompasión. Más elocuente que cualquier glosa será leer un párrafo del cuento que da título a todo el libro:
«Nosotros teníamos veinte años y ellos, los de la mesa de Iriarte, cuarenta. Digo cuarenta porque resulta cómodo y porque cada vez que uno imagina un hombre hecho y derecho de café no tiene más remedio que darle cuarenta años, o sea una suma respetable de días y noches pasados alrededor de cualquier mesa nueva o vieja de billar. Nosotros teníamos veinte años y aprendíamos lentamente y quizá mal lo que ellos sabían tan bien: no sólo a jugar al casín, sino simplemente a vivir allí con tanta naturalidad como en casa.»
Los cuentos tienen una arquitectura narrativa perfecta: quizá el poder del estilo de su autor y la intensidad de las atmósferas que crea disimulen al lector desatento el pulso con el que están desarrolladas las tramas, cómo las anécdotas se suceden de la manera más eficaz y persuasiva posibles. La ambigüedad del escritor es muy sabia: bajo su aspecto realista y casi costumbrista, hay una vena fantástica muy sorprendente; la crónica del desencanto está contada casi como una reivindicación de la felicidad y la plenitud perdidas; el narrador está siempre presente y es un personaje más, pero apenas actúa y se limita a ser un espectador: sin embargo, son los sentimientos de ese personaje plural, de ese público que mira la vida como si estuviera en un teatro, los que más nos interesan.
A Riestra le gusta mostrar las fronteras invisibles que cruzamos en nuestra vida según cumplimos años, esas fronteras que nos van convirtiendo en personas diferentes, en ciudadanos de países distantes y casi enemigos: normalmente se coloca en el límite entre la juventud y la madurez, pero en uno de los cuentos («El último verano») lo hace en el filo mismo en el que se termina la infancia. El resultado es igualmente maravilloso. Hay tal pálpito de simpatía y de verdad en todo lo que narra este autor que es imposible leerlo sin sentir que ese «nosotros» se extiende también a los lectores, aunque (como es mi caso) nada tengamos que ver con el mundo del autor, ni por edad, ni por las circunstancias en las que ha transcurrido nuestra vida. Riestra va mucho más allá del retrato generacional: es un maestro de la literatura, un escritor extraordinario. Me da un poco de pudor ser yo quien presente aquí a un autor de méritos tan sobresalientes: lo único que puedo aducir es que he encontrado en su voz narrativa ese tono que me gustaría emplear en mis historias y que le envidio y le admiro con todas mis fuerzas.
Óscar Esquivias
Es muy conocido el inicio de Madame Bovary de Flaubert (que cito en la traducción de Carmen Martín Gaite, Tusquets, 1997):
«Estábamos en la hora de estudio, cuando entró el director seguido de un chico nuevo con atuendo provinciano y de un bedel que traía un gran pupitre.»
Los historiadores de la literatura han elogiado mucho el «estábamos» («nous étions» en el original), esa voz anónima y colectiva que implica un «nosotros» testigo directo de la acción. Charles Bovary (el muchacho que entra en el aula) formará parte desde entonces de ese grupo de estudiantes y, años después, ya adulto, su historia seguirá siendo contada por el mismo narrador plural que un día le vio llegar al colegio. La peripecia íntima de Bovary cobrará así un alcance extraordinario: autor, lector y personaje están unidos desde ese primer párrafo y lo que se narra en la novela atañerá directamente a los tres: Flaubert refleja las inquietudes de su generación, que comparte con Charles y Emma Bovary y con los lectores de la Revue de Paris, donde fue apareciendo por entregas la novela a partir de octubre de 1856. Hoy, tantas generaciones después, el «estábamos» mantiene su poder de sugestión.
Este recurso narrativo ha sido utilizado de manera conmovedora por Jorge Riestra. Para mí su nombre era absolutamente desconocido: nunca hasta ahora se había editado un libro suyo en España, pese a ser un autor veterano (hoy tiene ochenta y dos años), a haber empezado a publicar en Argentina en los años cincuenta y a haber merecido importantes premios en su país (entre otros, el premio a la trayectoria artística del Fondo Nacional de las Artes en 2002).
El caso es que no tenía ninguna noticia de él hasta que leí El taco de ébano y caí maravillado ante su prosa: como en Flaubert, en los cuentos de Riestra también hay un humilde «nosotros» tras el que se esconde un narrador poderoso, lleno de humor y sensibilidad, que nos describe un mundo ya lejano en el tiempo, con jóvenes (entre los que intuimos al autor) que llenan los cafés y los billares de la ciudad de Rosario. Riestra es, en este libro, el escritor de la nostalgia, de la juventud ida y rememorada con emoción, de la camaradería masculina (las mujeres se presentan como un peligro para estas amistades viriles y el matrimonio suele ser una calamidad que destruye el paraíso idílico de tertulias infinitas, cafés y horas de juego). Un observador colectivo y casi siempre pasivo («nosotros, los muchachos», repite Riestra para caracterizar al narrador) nos cuenta con viveza y cariño el mundo de los adultos a quienes admiran e imitan. Al tratarse de una mirada retrospectiva, el narrador es consciente de que aquellos veteranos eran en realidad unos derrotados y unos infelices (y que ese era también el destino que aguardaba a los jóvenes que los rodeaban); sin embargo, Riestra no puede evitar sentir por todos una enorme simpatía, carente de reproches o autocompasión. Más elocuente que cualquier glosa será leer un párrafo del cuento que da título a todo el libro:
«Nosotros teníamos veinte años y ellos, los de la mesa de Iriarte, cuarenta. Digo cuarenta porque resulta cómodo y porque cada vez que uno imagina un hombre hecho y derecho de café no tiene más remedio que darle cuarenta años, o sea una suma respetable de días y noches pasados alrededor de cualquier mesa nueva o vieja de billar. Nosotros teníamos veinte años y aprendíamos lentamente y quizá mal lo que ellos sabían tan bien: no sólo a jugar al casín, sino simplemente a vivir allí con tanta naturalidad como en casa.»
Los cuentos tienen una arquitectura narrativa perfecta: quizá el poder del estilo de su autor y la intensidad de las atmósferas que crea disimulen al lector desatento el pulso con el que están desarrolladas las tramas, cómo las anécdotas se suceden de la manera más eficaz y persuasiva posibles. La ambigüedad del escritor es muy sabia: bajo su aspecto realista y casi costumbrista, hay una vena fantástica muy sorprendente; la crónica del desencanto está contada casi como una reivindicación de la felicidad y la plenitud perdidas; el narrador está siempre presente y es un personaje más, pero apenas actúa y se limita a ser un espectador: sin embargo, son los sentimientos de ese personaje plural, de ese público que mira la vida como si estuviera en un teatro, los que más nos interesan.
A Riestra le gusta mostrar las fronteras invisibles que cruzamos en nuestra vida según cumplimos años, esas fronteras que nos van convirtiendo en personas diferentes, en ciudadanos de países distantes y casi enemigos: normalmente se coloca en el límite entre la juventud y la madurez, pero en uno de los cuentos («El último verano») lo hace en el filo mismo en el que se termina la infancia. El resultado es igualmente maravilloso. Hay tal pálpito de simpatía y de verdad en todo lo que narra este autor que es imposible leerlo sin sentir que ese «nosotros» se extiende también a los lectores, aunque (como es mi caso) nada tengamos que ver con el mundo del autor, ni por edad, ni por las circunstancias en las que ha transcurrido nuestra vida. Riestra va mucho más allá del retrato generacional: es un maestro de la literatura, un escritor extraordinario. Me da un poco de pudor ser yo quien presente aquí a un autor de méritos tan sobresalientes: lo único que puedo aducir es que he encontrado en su voz narrativa ese tono que me gustaría emplear en mis historias y que le envidio y le admiro con todas mis fuerzas.
Coincido con el autor de la crónica: Riestra es un autor formidable, y aún en nuestro país, Argentina, no tiene el reconocimiento que su prosa merece. Muy buena reseña.
ResponderEliminarQué buena observación la del "nosotros". Muy buen artículo. Saludos
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