Prólogo de Edmundo Paz Soldán. Traducción de Gabriela Bustelo. Libros del Asteroide, Barcelona, 2006. 203 pp. 15,95 €
Hilario J. Rodríguez
«Si existiera algo parecido a un tesoro sagrado en el mundo del cine, para mí sería la obra de Yasujiro Ozu […] Con extremada economía de medios y reducidas a lo esencial, sus películas cuentan una y otra vez la misma y sencilla historia de las mismas personas en la misma ciudad, Tokio. Esta crónica, que abarca casi cuarenta años, describe la transformación de la vida en Japón. Las películas de Ozu tratan sobre el lento deterioro de la familia y de la identidad nacional, pero no lo hacen señalando con desagrado lo que es nuevo, occidental o americano, sino lamentando, con un sentido nada complaciente de la nostalgia, la pérdida que tiene lugar simultáneamente. A pesar de ser muy japonesas, son al mismo tiempo universales. En ellas he podido reconocer a todas las familias de todos los países del mundo, así como a mis padres, a mi hermano y a mí mismo. Para mí, nunca antes y nunca después ha estado el cine tan cerca de su esencia y de su objetivo: presentar una imagen útil, auténtica y válida del hombre, en la que no sólo se reconozca sino, ante todo, de la que pueda aprender.»
Reproduzco estas emocionantes palabras, con las que el cineasta alemán Wim Wenders introduce su película Tokio-Ga (Tokyo-Ga, 1986), porque sintetizan, en buena medida, las virtudes que yo he podido encontrar en las novelas, cuentos y ensayos de William Maxwell, y en particular en Vinieron como golondrinas. Bajo su aparente simplicidad, este último libro describe el papel de una madre como centro de cualquier familia y, además, explora las consecuencias que puede conllevar su desaparición en los hijos y en el marido. El antes y el después. La alegría y la pena. Y al final de un largo y oscuro pasillo, el sentimiento de orfandad que todos arrastramos durante el resto de nuestras vidas, a partir del momento en que se rompe definitivamente el cordón umbilical que nos unía a nuestras madres. Cuando ellas ya no están, dejan de percibirse los olores que hacen característicos los hogares y éstos comienzan a desintegrarse. A desaparecer. Uno asume entonces que ya nunca volverá a casa y que, si en adelante quiere encontrar su lugar en el mundo, tendrá que construirlo con sus propias manos. La niñez ha quedado atrás. Según Albert Cohen, «llorar a la madre muerta es llorar por la infancia perdida». Eso al menos es lo que hace él mismo en El libro de mi madre y lo que hace Soledad Puértolas en Con mi madre. Y quizás sea también lo que, en el fondo, hace James Ellroy en Mis rincones oscuros.
Los lazos que los hijos establecen con sus madres casi siempre suelen ser de carácter íntimo y misterioso. Para toda una vida. Nuestra última palabra en el lecho de muerte, cuando ya hemos llegado al final de nuestro camino, puede ser mamá. Todo esto, no obstante, resulta difícil explicar. A William Maxwell, la muerte de su madre a causa de la gripe española no sólo le dejó huérfano con apenas diez años sino que además le obligó a despedirse prematuramente de su hogar, porque su padre prefirió venderlo y trasladarse a otra ciudad. Años después, aquella experiencia se impuso como fuente de inspiración durante la escritura de Vinieron como golondrinas, en cuyas páginas él quiso evocar esos vacíos que, de un modo u otro, todos tenemos en el interior. Han sido muchos los novelistas estadounidenses que nos han contado la muerte de una madre, y es de agradecer que la mayoría lo hayan hecho sin caer en el sentimentalismo fácil, con contención y cuidado, como William Faulkner en Mientras agonizo: «Mi madre vivió hasta los setenta años y pico. Trabajaba todo el santo día, con lluvia o con sol; nunca estuvo enferma desde que le nació el último crío hasta que un día hizo que miraba a su alrededor y luego fue y cogió aquel camisón adornado con encaje que hacía cuarenta y cinco años que tenía y nunca había sacado del arca y se lo puso y se metió en la cama y se tapó con la ropa y cerró los ojos.
—Ahora —dijo— todos tendréis que cuidar de papá lo mejor que podáis; estoy cansada».
Supongo que cada uno tiene historias así, o parecidas, en algún lugar de su corazón. William Maxwell al menos las tenía y las supo contar a lo largo de su carrera, siempre con un estilo seco y preciso, sin la densidad ni la musicalidad de William Faulkner pero al mismo tiempo con un alcance casi idéntico. Mientras describe, al inicio de Vinieron como golondrinas, las relaciones que existen entre Elizabeth Morison, su marido y sus dos hijos, notamos el enmarañado tejido emocional de El sonido y la furia, Luz de agosto o Intruso en el polvo. Vemos cómo el pequeño Bunny no concibe la vida sin su madre, a diferencia de su hermano Robert, que ya es lo bastante mayor como para empezar a fijarse en las chicas y para identificarse más con su padre, porque al fin y al cabo a ambos les gustaban las mismas cosas: «la ropa gastada, hablar de béisbol, ir de pesca, las pistolas, los coches, arreglar trastos». Bunny todavía es un ángel a ojos de su madre, el niño consentido, y Robert, por su parte, tiene edad suficiente para recibir las reprimendas de sus mayores, a pesar de la pierna que perdió en un accidente siendo más pequeño. Los dos muchachos viven en un apacible hogar del Medio Oeste, donde las horas pasan lentas, entre insignificantes acontecimientos. Sólo de noche, cuando el padre lee en voz alta el periódico, el mundo exterior deja oír su avance, como si se tratase de un tren. En la lejanía, se escucha el rumor de las amenazas: una epidemia de gripe española ha obligado a cerrar los colegios y las iglesias hasta nueva orden; se aconseja no reunirse con los amigos, evitar los viajes innecesarios. Pero el libro continúa sin prestar demasiada atención a cuanto sucede afuera, prefiere centrarse en los celos que siente Robert cada vez que el amor de los demás no se dirige hacia él, en las pequeñas torpezas de Bunny, en fragmentos del decorado que les rodea a ellos y a sus padres, en la profunda significación de ciertos objetos que observan todo en silencio menos cuando un pájaro de madera sale para marcar las horas en un viejo reloj de cuco… No se trata en ningún caso de sucesos muy trascendentes, al menos en apariencia. Son las típicas cosas que uno aseguraría que jamás podrían interesar a nadie más que a quienes participan en ellas, porque son de ámbito doméstico; sin embargo, son las cosas que de verdad nos unen, las cosas que unos y otros hemos experimentado, aunque lo hayamos hecho en épocas diferentes, en países distantes, en hogares apartados. El verdadero significado y la verdadera importancia de lo anterior únicamente se hacen patentes al acercársenos la muerte, que nos obliga a girarnos hacia atrás para comprobar si a nuestra espalda queda algo sólido. Tras la muerte de la madre, al padre de Bunny y Robert le impresiona entrar en la biblioteca de la casa y encontrarla igual que antes, ver que las alfombras y las cortinas siguen allí. Le han bastado unas cuantas semanas para envejecer años, podría comprobarlo él mismo en el espejo, donde su imagen es la de un hombre acabado. Hasta ese momento, el padre se había mantenido en un segundo plano, reducido a la condición de espectro que vaga por las páginas de un libro sin cobrar consistencia. En adelante, él será el auténtico protagonista. Justo cuando sus hijos tienen que enfrentarse a la incertidumbre de la madurez repentina, él recupera al niño que un día fue. Sus recuerdos de aquella época son escasos, «una morera y el olor de los arreos y la mancha marrón que le dejaban las nueces en las manos», y ni siquiera esas cosas cree que pueda compartirlas con sus hijos. Tanto él como ellos quedan en suspenso, aplastados por el dolor. Nosotros, los lectores, conocemos su pasado y lo único que les deseamos es que algún día conquisten un futuro.
Hilario J. Rodríguez
«Si existiera algo parecido a un tesoro sagrado en el mundo del cine, para mí sería la obra de Yasujiro Ozu […] Con extremada economía de medios y reducidas a lo esencial, sus películas cuentan una y otra vez la misma y sencilla historia de las mismas personas en la misma ciudad, Tokio. Esta crónica, que abarca casi cuarenta años, describe la transformación de la vida en Japón. Las películas de Ozu tratan sobre el lento deterioro de la familia y de la identidad nacional, pero no lo hacen señalando con desagrado lo que es nuevo, occidental o americano, sino lamentando, con un sentido nada complaciente de la nostalgia, la pérdida que tiene lugar simultáneamente. A pesar de ser muy japonesas, son al mismo tiempo universales. En ellas he podido reconocer a todas las familias de todos los países del mundo, así como a mis padres, a mi hermano y a mí mismo. Para mí, nunca antes y nunca después ha estado el cine tan cerca de su esencia y de su objetivo: presentar una imagen útil, auténtica y válida del hombre, en la que no sólo se reconozca sino, ante todo, de la que pueda aprender.»
Reproduzco estas emocionantes palabras, con las que el cineasta alemán Wim Wenders introduce su película Tokio-Ga (Tokyo-Ga, 1986), porque sintetizan, en buena medida, las virtudes que yo he podido encontrar en las novelas, cuentos y ensayos de William Maxwell, y en particular en Vinieron como golondrinas. Bajo su aparente simplicidad, este último libro describe el papel de una madre como centro de cualquier familia y, además, explora las consecuencias que puede conllevar su desaparición en los hijos y en el marido. El antes y el después. La alegría y la pena. Y al final de un largo y oscuro pasillo, el sentimiento de orfandad que todos arrastramos durante el resto de nuestras vidas, a partir del momento en que se rompe definitivamente el cordón umbilical que nos unía a nuestras madres. Cuando ellas ya no están, dejan de percibirse los olores que hacen característicos los hogares y éstos comienzan a desintegrarse. A desaparecer. Uno asume entonces que ya nunca volverá a casa y que, si en adelante quiere encontrar su lugar en el mundo, tendrá que construirlo con sus propias manos. La niñez ha quedado atrás. Según Albert Cohen, «llorar a la madre muerta es llorar por la infancia perdida». Eso al menos es lo que hace él mismo en El libro de mi madre y lo que hace Soledad Puértolas en Con mi madre. Y quizás sea también lo que, en el fondo, hace James Ellroy en Mis rincones oscuros.
Los lazos que los hijos establecen con sus madres casi siempre suelen ser de carácter íntimo y misterioso. Para toda una vida. Nuestra última palabra en el lecho de muerte, cuando ya hemos llegado al final de nuestro camino, puede ser mamá. Todo esto, no obstante, resulta difícil explicar. A William Maxwell, la muerte de su madre a causa de la gripe española no sólo le dejó huérfano con apenas diez años sino que además le obligó a despedirse prematuramente de su hogar, porque su padre prefirió venderlo y trasladarse a otra ciudad. Años después, aquella experiencia se impuso como fuente de inspiración durante la escritura de Vinieron como golondrinas, en cuyas páginas él quiso evocar esos vacíos que, de un modo u otro, todos tenemos en el interior. Han sido muchos los novelistas estadounidenses que nos han contado la muerte de una madre, y es de agradecer que la mayoría lo hayan hecho sin caer en el sentimentalismo fácil, con contención y cuidado, como William Faulkner en Mientras agonizo: «Mi madre vivió hasta los setenta años y pico. Trabajaba todo el santo día, con lluvia o con sol; nunca estuvo enferma desde que le nació el último crío hasta que un día hizo que miraba a su alrededor y luego fue y cogió aquel camisón adornado con encaje que hacía cuarenta y cinco años que tenía y nunca había sacado del arca y se lo puso y se metió en la cama y se tapó con la ropa y cerró los ojos.
—Ahora —dijo— todos tendréis que cuidar de papá lo mejor que podáis; estoy cansada».
Supongo que cada uno tiene historias así, o parecidas, en algún lugar de su corazón. William Maxwell al menos las tenía y las supo contar a lo largo de su carrera, siempre con un estilo seco y preciso, sin la densidad ni la musicalidad de William Faulkner pero al mismo tiempo con un alcance casi idéntico. Mientras describe, al inicio de Vinieron como golondrinas, las relaciones que existen entre Elizabeth Morison, su marido y sus dos hijos, notamos el enmarañado tejido emocional de El sonido y la furia, Luz de agosto o Intruso en el polvo. Vemos cómo el pequeño Bunny no concibe la vida sin su madre, a diferencia de su hermano Robert, que ya es lo bastante mayor como para empezar a fijarse en las chicas y para identificarse más con su padre, porque al fin y al cabo a ambos les gustaban las mismas cosas: «la ropa gastada, hablar de béisbol, ir de pesca, las pistolas, los coches, arreglar trastos». Bunny todavía es un ángel a ojos de su madre, el niño consentido, y Robert, por su parte, tiene edad suficiente para recibir las reprimendas de sus mayores, a pesar de la pierna que perdió en un accidente siendo más pequeño. Los dos muchachos viven en un apacible hogar del Medio Oeste, donde las horas pasan lentas, entre insignificantes acontecimientos. Sólo de noche, cuando el padre lee en voz alta el periódico, el mundo exterior deja oír su avance, como si se tratase de un tren. En la lejanía, se escucha el rumor de las amenazas: una epidemia de gripe española ha obligado a cerrar los colegios y las iglesias hasta nueva orden; se aconseja no reunirse con los amigos, evitar los viajes innecesarios. Pero el libro continúa sin prestar demasiada atención a cuanto sucede afuera, prefiere centrarse en los celos que siente Robert cada vez que el amor de los demás no se dirige hacia él, en las pequeñas torpezas de Bunny, en fragmentos del decorado que les rodea a ellos y a sus padres, en la profunda significación de ciertos objetos que observan todo en silencio menos cuando un pájaro de madera sale para marcar las horas en un viejo reloj de cuco… No se trata en ningún caso de sucesos muy trascendentes, al menos en apariencia. Son las típicas cosas que uno aseguraría que jamás podrían interesar a nadie más que a quienes participan en ellas, porque son de ámbito doméstico; sin embargo, son las cosas que de verdad nos unen, las cosas que unos y otros hemos experimentado, aunque lo hayamos hecho en épocas diferentes, en países distantes, en hogares apartados. El verdadero significado y la verdadera importancia de lo anterior únicamente se hacen patentes al acercársenos la muerte, que nos obliga a girarnos hacia atrás para comprobar si a nuestra espalda queda algo sólido. Tras la muerte de la madre, al padre de Bunny y Robert le impresiona entrar en la biblioteca de la casa y encontrarla igual que antes, ver que las alfombras y las cortinas siguen allí. Le han bastado unas cuantas semanas para envejecer años, podría comprobarlo él mismo en el espejo, donde su imagen es la de un hombre acabado. Hasta ese momento, el padre se había mantenido en un segundo plano, reducido a la condición de espectro que vaga por las páginas de un libro sin cobrar consistencia. En adelante, él será el auténtico protagonista. Justo cuando sus hijos tienen que enfrentarse a la incertidumbre de la madurez repentina, él recupera al niño que un día fue. Sus recuerdos de aquella época son escasos, «una morera y el olor de los arreos y la mancha marrón que le dejaban las nueces en las manos», y ni siquiera esas cosas cree que pueda compartirlas con sus hijos. Tanto él como ellos quedan en suspenso, aplastados por el dolor. Nosotros, los lectores, conocemos su pasado y lo único que les deseamos es que algún día conquisten un futuro.
A veces hablar sobre literatura y hacer literatura es casi lo mismo.
ResponderEliminarQuiero recomendar también "Adiós, hasta mañana", que es otra gran novela de William Maxwell, editada por Siruela.
ResponderEliminarDesde Asturies:
ResponderEliminarHilario, ¿por qué ya no escribes para "Les Noticies"? Se te echa de menos.
Hoy, mientras leía este texto tuyo, recordé uno que escribiste hace tres años en aquella sección que se titulaba "Metodologías de la mirada". Decía así (cito sólo un fragmento):
"Una línea trazada en el suelo o en un papel basta para explicar aquello que somos. Nos deja a un lado de la realidad y desde allí podemos mirar al otro lado, para reconocernos a través de lo que vemos. El problema es que nunca llegamos a vernos a nosotros mismos. Siempre echamos en falta partes de nuestra identidad, partes perdidas que nos hacen muy débiles si las necesitamos y nos damos cuenta de que ya no están. Cuando pienso que tengo cuarenta años y que nunca más regresaré a casa para recibir un beso de papá, que murió de leucemia sin que él y yo hubiésemos tenido tiempo de arreglar nuestras cosas; cuando pienso que un día seré muy mayor y al volver a casa echaré en falta las sonrisas de mi hijo Samuel... me tiembla el cuerpo. ¿Adónde se fueron las emociones de antaño? ¿Y las colecciones de cromos? ¿Qué sucedió con aquella canción de cuna que mi abuela Mamasinda me cantaba por las noches?
A veces, en mitad de un viaje que me lleva lejos, creo recuperar un olor de mi infancia. Caminando por una calle de Puebla (México), agazapado entre el aroma de las buganvillas, creí percibir el olor que produce el tueste de las almendras, un olor tan lejano para mí como aquella ciudad donde jamás habría creído posible encontrar una parte de mí mismo, de los años en los que fui un niño, años que ahora me parecen estrellas distantes cuya luz quizás esté viendo por última vez, mientras se oscurece el firmamento de mis recuerdos.
Desde 1984 hasta 1990 viví en Londres. Fui allí para ganarme la vida y de paso para descubrir quién era yo realmente. Los primeros años no fueron fáciles porque no hablaba el inglés con soltura, además echaba en falta a mis padres y a mis hermanos. Tenía cicatrices en carne viva por todo el cuerpo. Aún no era lo bastante fuerte como para soportar el dolor de sentirme solo, de sentir que cada día era un comienzo, de saber que atrás había quedado una parte esencial de mi existencia y que en adelante apenas podría hablar sobre ella, pues casi nadie sería capaz de entender lo que le contase. Había perdido mi lengua, el color del granito gallego, los sabores de las comidas, la transparencia del agua, la respiración de las cuatro estaciones, el tictac del reloj, el mecanismo de los saludos y las despedidas... Tantas cosas.
No quiero dar a entender que me considero un héroe por haber sobrevivido aquel período de mi vida, aunque me gustaría dejar claro que a menudo, al pensar al respecto, me siento orgulloso de mí mismo por seguir aquí. Siento no poder dar las gracias a Dios, pero creo que si él me hubiese oído suplicar por las noches, cuando tenía frío o susurraba el nombre de mamá, no habría permitido que entonces yo me sintiese tan desnudo y desprotegido, sin identidad.
Detrás de estas líneas me gustaría que ahora vieseis fragmentos de la historia de un hombre, mi historia. Se trata de una historia que tuvo lugar hace mucho tiempo, en sitios adonde quizás no habéis ido jamás. Es una historia similar a la que encubren los rostros de los inmigrantes con quienes nos tropezamos todos los días. Cambian los matices, el vestuario, los nombres; sin embargo, lo esencial es idéntico para todos. Primero fuimos nosotros y ahora son ellos. Yo fui a Londres, luego a Portugal, más tarde a la República de Irlanda y finalmente a Estados Unidos; ellos vienen de África (una palabra en la que cabe un continente entero), China, Ecuador, Colombia, Rumania o Pakistán. Yo conseguí regresar; ellos ni siquiera se plantean si desean volver, al menos no de momento. A mí me esperaban cosas en mi país; en muchos casos, ellos no dejan nada a la espalda, a lo sumo una choza, hambre, sed, unas zapatillas desgastadas..."
Saludos de uno de tus hermanos asturianos.
Tinín
También yo leí "Con mi madre", de Soledad Puértolas, y ahora leeré "Vinieron como golondrinas.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con Hilario cuando dice que las cosas de ámbitos doméstico, y en concreto la relación con nuestras madres o con nuestros padres, son una materia que nos une, aunque cada uno haya tenido una experiencia diferente con respecto a ellas. Por eso podemos vernos reflejados en las familias japonesas de las películas de Yasujiro Ozu (qué bonito es el primer párrafo de la reseña) o en las familias que han descrito, desde diferentes partes del mundo, los escritores a lo largo de la historia.
Quiero preguntar a Hilario por qué recomendaría un libro cuando uno conoce previamente su final (en este caso, supongo que será la muerte de la madre).
Isabel
Hilario es el hombre de la conexiones. Habla sobre cine con argumentos literarios, arquitectónicos o filosóficos; habla de literatura con argumentos cinematográficos, sociológicos o emocionales.
ResponderEliminarMe recomendaste el libro hace dos meses; me encantó.
ResponderEliminarRamón.
Hugo,
ResponderEliminarYa era hora. Otra buena reseña, Hilario. Bien hecho.
No he leído a Maxwell. ¿Se parece a Sherwood Anderson? ¿O es más parecido a los escritores del dirty realismo, tipo Carver?
Maxwell fue un gran editor. Durante décadas trabajó para el "New Yorker", ayudando a forjar a varias generaciones de novelistas (Cheever, Ford, Updike...)
ResponderEliminarHola,
ResponderEliminarNo nos conocemos.
El mes pasado, cuando diste la conferencia sobre la batalla de Gallipoli, fui a verte. Me sorprendió escucharte y ver cómo aguantabas el continuo hostigamiento de algunas personas.
Ese día aprendí mucho sobre el compromiso de un ciudadano con la comunidad de la que forma parte.
Hoy tu texto me ha devuelto el recuerdo de aquel día, en el que me hiciste reflexionar sobre las implicaciones del nacionalismo excluyente, sobre el clima de paranoia social y sobre el concepto de heroísmo.
No fui lo bastante valiente como para intervenir durante el acalorado debate que hubo después de tu conferencia, por eso te escribo ahora.
Todavía no he comprado "El cine bélico", pero estoy en ello.
Un saludo.
Juan Carlos Quesada
"Mis rincones oscuros" es un libro impresionante, un retrato de la madre de James Ellroy demoledor y al mismo tiempo desesperado, lleno de odio y amor.
ResponderEliminarUn texto precioso.
ResponderEliminarDesde Ecuador
Hi,
ResponderEliminarGood to hear from you. Hope we meet in the States this summer. Are you coming on your own? If so, let us know.
Hasta la vista.
Lots of love.
Molly and Leo
El libro se lee en unas horas y es una gozada (pese a su triste final).
ResponderEliminarPropongo a James Salter, uno de los escritores más olvidados de la literatura norteamericana, para que hagáis algo sobre él.
ResponderEliminarQueridos amigos:
ResponderEliminarGracias. Llego como la caballería, cuando ya los indios se han ido (de puro aburrimiento) o vosotros habéis lidiado con ellos. He estado algo liado, de ahí el retraso en contestaros.
Lo primero que se me ocurre decir es que resulta lógico que hablar sobre literatura sea un ejercicio a su vez literaria, porque al fin y al cabo no es otra cosa que una prolongación de la literatura.
Gracias a Tinín y a los amigos asturianos, aunque en adelante estaría bien que todos nos centrásemos en la idea del blog, para no acabar convirtiéndolo en un lugar para la nostalgia o para la charla privada (dicho esto con profundo agradecimiento y respeto). En serio, muchas gracias, Tinín.
Isabel, yo creo que todos vivimos nuestras vidas siendo un poco conscientes de que nuestro final no puede ser otro que la muerte; pero lo que nos redime de ese peso tan tremendo suelen ser las metas que nos fijamos, las actividades a las que nos entregamos, que nos hacen pensar que quizás seamos invencibles, inmortales. Una novela que sólo funcione por el efecto sorpresa de su final, quizás tenga un planteamiento algo limitado. Yo creo que la literatura de verdad es aquella que te sorprende y te arrastra de principio a fin, sepas o no su final, sepas o no partes de su argumento... La literatura es un río cuyo curso desemboca en el mar, aunque antes de llegar a él trace sinuosas trayectorias que puede ayudarnos a ver paisajes y a apreciar cosas nunca antes vistas.
Juan José, yo no sé hablar en un sólo idioma cuando escribo sobre literatura. Me refiero a que no soy capaz de hacer entonces caso omiso de cuanto sé sobre psicología, filosofía, arquitectura, sociología, urbanismo, lingüística... La literatura es parte de la cultura y tiene que relacionarse con las partes restantes para que de verdad nos la tomemos en serio y para que de verdad creamos que sirve para algo más qu epara evadirnos de la realidad. Es preciso hacer ver que la literatura es un lenguaje (a veces codoficado) que puede ayudarnos a ver y a entender cosas de la realidad con más garantías, de una manera más responsable... No sé.
Hugo, ni Maxwell se parece a Sherwood Anderson (a quien le gustaba demasiado lo pintoresco y la brutalidad de los campesinos, quizás porque no los conocía verdaderamente) ni a Carver (porque habla desde un tiempo muy diferente, en el que los lazos eran mucho más firmes y por tanto su disolución resultaba mucho más dolorosa); no obstante, tomó cosas del primero (referentes a la sequedad estilística) y le aportó cosas al segundo (como la caracterización de personajes, rehuyendo lo anómalo y lo extraordinario, hablando desde planos más normales y domésticos).
Juan Carlos, gracias por tus palabras.
A quien sugiere que "Mis rincones oscuros" es un libro magnífico, sólo puedo decirle que estoy absolutamente de acuerdo.
Y a quien pide que hagamos algo sobre James Salter, sólo puedo decirle que "in due time".
Molly y Leo, good to hear from you (and don't forget, Maxwell, William Maxwell).
Saludos.
Hilario
como puedo acabar con las golondrinas ? estoy desesperada me hacen nidos en todas partes
ResponderEliminaraaaaaaaaaaaaahhhhhhhhh!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
respuesta rapida por favor
Me ha alegrado mucho llegar a tu blog y encontrar esta entrada sobre Vinieron como golondrinas, de William Maxwell. Nos gustaría contar con tu opinión en nuestro debate, y que nos recomendases un libro para una próxima lectura.
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