lunes, julio 11, 2016

Como si fuera esta noche la última vez, Antonio Ansón


Los libros del lince, Barcelona, 2016. 216 pp. 18 €

Fermín Herrero

Como en la otra narración suya que conozco, de dylaniano título, Llamando a las puertas del cielo, que en su día me deslumbró, el zaragozano Antonio Ansón ha vuelto a arriesgar, aunque en un sentido muy distinto. Esta vez se ha propuesto, creo, y lo ha conseguido con creces, componer una novela que retrate fielmente la normalidad de nuestra generación, que ya va siendo talludita y se asoma, por tanto, al deterioro y al acabamiento, que ya sabe que, como todas, pese a sus fastos de juventud, es mortal e insignificante. No hay, pues, en Como si fuera esta noche la última vez –ahora ha acudido Ansón para el título a un bolero, en consonancia con uno de los hilos argumentales secundarios, de índole sentimental, y, en su polisemia, con el asunto principal de la trama- ningún aspaviento almodovariano ni subrayados nostálgicos a lo Trueba, ni siquiera un prurito de exhibición estilística.
Nada de eso, la novela se limita a mostrar, a través de las impresiones mensuales apuntadas en cuadernos escolares -tal y como hacía a escondidas su madre, aunque ella pergeñara breves poemas rimados-, a modo de diario, de Julia, la protagonista, durante casi un año, de julio a mayo, la vida común, por lo menudo, de cualquier persona de la clase media de entre siglos: matrimonio con dos vástagos, residencia en una urbanización, vacaciones divididas entre la playa y la montaña… El valor de la novela reside en cómo el autor eleva esa vida anodina, cómo es capaz, además a través fundamentalmente de una voz femenina, de encontrar el tono y el habla adecuados, sin que en ningún momento chirríe la prosa. Para ello se apoya en cierto perspectivismo, gracias a la alternancia de la voz diarística principal con apuntamientos a posteriori del hijo pequeño y aun de la hermana moderna, estupenda, cuyo snobismo muy de estos días se refleja mediante la transcripción de conversaciones sobre todo telefónicas.
Los cambios de punto de vista sirven para demostrar, por otra parte, el dominio de los diversos niveles del lenguaje, siempre coloquial, ya que, como hemos dicho, se evita cualquier atisbo de exceso léxico: en otro orden de cosas, pero hacia la misma sustancia, una de las mujeres lo razona: «el mejor maquillaje es el que no se nota». Pese a la gravedad de las líneas temáticas cabe mencionar el uso de la ironía, casi siempre piadosa, así cuando la hermana guay le explica a la protagonista que a su hijo, más bien torpe, «le encanta copiar frases en el cuaderno, me da que terminará de escritor, o periodista, porque es tonto y escribe bien».
También es apreciable el aliento lírico que subyace durante todo el desarrollo argumental, ya desde la obertura, toda vez que la constatación de lo eterno del mar frente a la eventualidad del veraneo a través del primer apunte del diario de Julia («nosotros tendremos que irnos y él se quedará»), con su runrún indiferente frente a lo efímero de nuestro paso por el mundo, remite a El viaje definitivo juanramoniano: «…y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando». Este lirismo se manifiesta por ejemplo en las descripciones, tan escuetas como reveladoras, del pueblo de veraneo, aun siendo el del padre. No en vano, por cierto, es el mismo espacio entre imaginario y simbólico en que transcurría la otra novela que citábamos al comienzo. No es menos destacable el detallismo doméstico y sentimental, incluso terapéutico. Con mucha habilidad y precisión, por caso, se destapan las grietas decisivas cuando las relaciones íntimas o conyugales empiezan a erosionarse y se adivina el desastre. Un desastre que puede producirse cuando, al tiempo, la protagonista, profesora de instituto, se nota un bultito amenazante en el pecho –su madre murió de cáncer de mama- y recibe la llamada totalmente imprevista de su primer amor, el limpio, el verdadero, de los tiempos de la facultad, al que hacía definitivamente por Estados Unidos. Entonces es consciente de que la rutina matrimonial y el desgaste conjunto de un marido al que le falta un hervor y de la descendencia ingobernable ha mellado por completo su persona y va a tener que enfrentarse a sí misma, para hundirse o tal vez redimirse.
Ese es el espejo al que nos enfrenta Ansón para, vuelvo al principio, encararnos con nuestra insignificancia. Porque, aunque se recuerde el valor absoluto de cada vida, de toda vida («soy importante, sin embargo»), llega un momento en que empezamos a caer, no sabemos a veces ni por dónde, con el desconcierto propio de quien sabe que su existencia puede volverse definitivamente fantasmal ante la derrota segura frente a la muerte. Nadie sabe tampoco cómo afrontará ese momento crítico ni cuándo dejaremos de saber vivir. Esta novela cruda y seca aventura algunos caminos, no por usuales menos perturbadores.

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