Trad. Regina López Muñoz. Errata naturae, Madrid, 2015. 138 pp. 14,50 €
Nabor Raposo
Cuando uno piensa en Èric Vuillard (Lyon, 1968), lo hace en esa clase escritor multidisciplinar capaz de distinguir con claridad, al comienzo del proceso creativo, la naturaleza narrativa de sus obras y actuar en consecuencia. Hace ya más de un lustro, este redactor tuvo la oportunidad de intercambiar unas palabras con Ray Loriga con motivo de la aparición de Días aún más extraños (El Aleph, 2007): a la pregunta de si se sentía más escritor que cineasta, Loriga respondió algo así como que no se había parado a pensarlo; que sus historias tenían una manera de ser contadas y, por regla general, o mejor dicho, por pura intuición, casi desde el momento mismo de su gestación él ya sabía si eran una película, una novela o un relato.
Vuillard, que tiene prácticamente la edad de Loriga y ha escrito siete libros y dos películas (Mateo Falcone, que además dirigió, es en realidad una adaptación de la novela de Prosper Mérimée), también disfruta de esa particular bendición. Y sucede que cuando uno tiene la capacidad para expresarse en diferentes lenguajes, en diferentes registros, tiende a mezclarlos. A eliminar las barreras que los delimitan, a solaparse. El problema surge cuando el medio se convierte en fin, y los riesgos que uno adopta desdibujan la intención que se persigue. Sospechamos que, en el caso que nos ocupa, el intento por levantar el texto con técnicas cercanas a la narrativa audiovisual ha desvirtuado la fórmula.
Y la fórmula no es nueva. Hacer literatura con personajes históricos es una idea tan antigua como la propia escritura, si se piensa detenidamente. Sin embargo, de un tiempo a esta parte observamos que a la biografía tradicional, la académica, considerada tal vez un género menor, se le van acoplando distintos mecanismos que la van alejando paulatinamente de su carácter más conservador y hacen cada vez más atractiva su lectura. En Francia, últimamente, lo han venido haciendo, por poner los casos más sobresalientes, Jean Echenoz, hasta tres veces (Ravel, 2006; Correr, 2008 y Relámpagos, 2010) o Emmanuel Carrère (Limónov, 2013), con éxito aclamador de crítica y público. Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill parece adscribirse también a esa misma corriente. Pero es precisamente en este punto donde perdemos la pista.
Para empezar, diremos que la historia es una. La disciplina no admite atajos ni alternancias, no existe ni puede existir ‘otra’. Podemos admitir su desconocimiento, conceder lagunas de interpretación e incluso asumir los vicios en los que hemos incurrido a la hora de conformarnos una opinión sobre los hechos, pero no deberíamos crear motivos para conspirar contra la realidad que se nos describe cuando se hace con rigor y buena fe. Que Buffalo Bill fuera, cuanto menos, cómplice de asesinato, no nos extraña dadas las circunstancias; como buen hombre de negocios americano, el oportunismo era una de sus grandes virtudes, si no la mayor, y en consecuencia no le tembló el pulso a la hora de sacar tajada de la desgracia en un territorio tan vasto como lo era EE.UU. a finales del Siglo XIX, donde todo o casi todo estaba aún por descubrir. A lo largo del texto, el autor nos descubre el auge y caída de William Frederick Cody, pionero universal del show-business y primer ejemplo documentado del self made man engullido por su propio éxito, el personaje que dedicó toda su vida al engrandecimiento de una empresa –el Wild West Show– que terminó por caricaturizar y engullir a la persona. Hasta ahí todo correcto.
Las analogías de esta terna –los Estados Unidos, el mundo del espectáculo, la decadencia individual– no son casuales. Por tanto, resultan innecesarias las reiteradas denuncias al estabilishment con las que el autor se esmera de una manera tan prolija. Es precisamente ese tono acusador, moralista incluso, lo que lastra la narración: en lugar de teñir el misterio entorno a la figura del héroe y sus tribulaciones y hacer partícipe al lector de sus propias expectativas, Vuillard se sirve de la novela como una plataforma de lucimiento personal en el que se ejercita con un eficaz despliegue de metáforas ante los problemas que plantea el contexto socioeconómico actual. El lenguaje y el tono empleados a lo largo de la novela atestiguan la presencia de un escritor muy bien dotado técnicamente, pero el estilo no siempre acompaña a una arquitectura demasiado cinematográfica que se manifiesta en el carácter excesivamente inmediato de algunas descripciones y, sobre todo, a causa de la centralización del relato, incomprensiblemente frugal, en una serie de escenas concretas no tan relevantes como muchas otras sobre las que el autor pasa de puntillas u omite. La guinda la pone un desconcertante epílogo, que termina por consagrar el sentido del texto a una idea fácil de rebatir, y es que la pureza cultural de los indios como metáfora de la salvación frente al capitalismo tampoco parece la solución a ninguno de los males de este mundo, se antoja exagerada. La experiencia demuestra que los núcleos menos civilizados no son siempre los más prósperos espiritualmente. Ni tendrían por qué serlo, además.
El ensayo, no está de más decirlo, se queda cojo, a medio camino entre la realidad y la ficción y sin que la estrecha línea que los separa desaparezca. El autor entra y sale de la conciencia de Buffalo Bill sin ningún tipo de rigor, lo que hace tambalear la verosimilitud y poner en duda ante qué clase de texto nos enfrentamos; algo que Echenoz hace a vuela pluma con sus personajes, de manera natural y sin que se note el artificio. Tampoco deja de resultar llamativo ese particular interés que mantiene a lo largo de toda la novela por retratar al personaje con toda su mezquindad y vileza, sobre todo tratándose de un pobre diablo al que le bastaría consigo mismo para condenarse. La exposición distanciada y objetiva de unos hechos de los que el autor es, en parte, testigo, es lo que hace de Limónov, por seguir con los ejemplos citados al principio, una verdadera obra maestra.
¿Por qué a todo el mundo nos parecen tan atractivas las existencias legendarias y por qué ese afán de los artistas por reinterpretarlas? ¿Dónde nace esa curiosidad? Quién sabe qué clase de demonios llevan a un escritor a hacer películas, o a un cineasta a escribir libros. Habría que preguntarse, llegado el caso, qué interés tenía Éric Vuillard en contarnos los venenosos entresijos del capitalismo feroz a través de la peripecia vital de Buffalo Bill, y sobre todo, por qué escogió a Buffalo Bill para contarlo. ¿Acaso no merecía el bueno de Cody todo el protagonismo? Para finalizar, y a modo de anécdota, cabría una pequeña reflexión sobre la clase de despiste que lleva a los editores a promocionar un libro con semejante reclamo: no consta que Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill haya sido finalista del Goncourt en 2014, como reza en la contraportada de, por lo demás, esta esmerada edición.
Buenas tardes. Una corrección: el libro sí que estuvo entre los quince candidatos al Goncourt, como consta en la página oficial del premio. No pasó los últimos cortes, pero formó parte de la "longlist", como lo llaman los anglosajones. Un cordial saludo.
ResponderEliminarCorrección que enmienda la anterior: la contraportada de la edición española de 'Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill' (errata naturae) va encabezada con el siguiente reclamo: "FINALISTA PREMIO GONCOURT 2014. PREMIO LIRE MEJOR NOVELA CORTA 2014. PREMIO JOSEPH KESSEL 2015".
ResponderEliminarAún admitiendo la presencia de la novela en esa 'longlist' a la que se hace referencia en el comentario anterior, cabría decir que no hay ningún error o corrección posible en el texto publicado por La Tormenta en un Vaso. Los finalistas del Premio Goncourt 2014 fueron 'Ce sont des choses qui arrivent' de Pauline Dreyfus, 'Meursault, contre-enquête' de Kamel Daoud y 'Charlotte' de David Foenkinos, además de la obra ganadora, 'Plas pleurel', de Lydie Salvayre.
Tal vez los editores hayan confundido el Goncourt con el Prix Femina, del que 'Tristesse de la terre' sí fue finalista. En cualquier caso, entendemos que ha sido un pequeño desliz, nada más, y que el savoir faire y la buena fe de errata naturae están fuera de toda duda.