viernes, noviembre 28, 2014

Vatanescu y la liebre, Tuomas Kyrö

Trad. Dulce Fernández Anguita. Alfaguara, Madrid, 2014. 345 pp. 18,50 €

Ariadna G. García

La literatura nórdica está de moda, y en concreto, la finlandesa. Las pruebas son evidentes, no sólo se traducen los libros al español, sino que el arco temporal entre los años de publicación en Finlandia y en nuestro país resulta cada vez más pequeño: se estrecha, se comprime. No fue el caso de Arto Paasilinna (1942). El desfase entre el año de publicación de sus novelas en su lengua y en la nuestra es enorme: El molinero aullador (1981-2004), El bosque de los zorros (1983-2005), Delicioso suicidio en grupo (1990-2007), La dulce envenenadora (1988-2008), El mejor amigo del oso (1995-2009) y El año de la liebre (1974-2011). La nueva generación de escritores finlandeses, sin embargo, lo tiene más fácil. Son los casos, sobre todo, de autoras que se han vuelto imprescindibles en la literatura europea: Sofi Oksanen (1977. Purga: 2008-2011; Cuando las palomas cayeron del cielo: 2012-2013), Riikka Pulkkinen (1980. La verdad: 2010-2012) y Katja Kettu (1978. La comadrona: 2011-2014); así como del autor que nos ocupa: Tuomas Kyrö (1974. Vatanescu y la liebre: 2011-2014).
Esta última novela es un claro y explícito homenaje al gran Paasilinna, y por supuesto, al libro que lo catapultó a la fama: El año de la liebre. Si éste tardó la friolera de 37 años en traducirse, su acólito ha tardado sólo tres. Y no porque la obra sea mejor, sino por la simple razón de que el lejano Norte y sus estepas heladas cruzadas por auroras boreales por fin nos interesan a los mediterráneos. Será que necesitamos la oscuridad y el frío de Laponia, su silencio, para olvidar la crisis, para dejar de ver esta sociedad consumista que nos consume, este capitalismo que carece de importancia. Los valores necesarios son otros, y por lo visto, no se encuentran aquí.
Vatanescu y la liebre imita la estructura itinerante de los libros de Arto Paasilinna. El protagonista de la historia es un rumano que ha contratado una red clandestina dedicada al tráfico humano para rehacer su vida en un país del Báltico (la narrativa europea se está interesando de verdad por un problema que nos afecta a todos, valgan como ejemplos las obras: Libro, Purga, Inercia, Temblad villanos…). En su huída de la red, Vatanescu (versión rumana de Vatanen, el protagonista finlandés de El año de la liebre) se irá relacionando con distinto personajes –nativos o emigrantes– que le pondrán obstáculos o le ayudarán en ese ejercicio tan difícil de la supervivencia. El motor que le mueve es el sueño de su hijo por calzarse unas botas de tacos y ser futbolista.
Como en el caso de la novela de Paasilinna, encontramos en esta obra la concatenación de situaciones absurdas y disparatadas, aderezadas con humor negro; no obstante, la narrativa de Tuomas Kyrö no alcanza los niveles de desolación y desencanto de su maestro. Kyrö se decanta por la redención, por el cumplimiento de promesas, por la fantasía que sólo la literatura puede propiciar.
Lógicamente, aunque ambas novelas compartan un espíritu irónico, una actitud crítica ante el modo de vida occidental, una defensa de la ecología, un armazón, una pareja protagonista o una localización espacial, la Finlandia que describen no es del todo idéntica. Entre ambas novelas han transcurrido 40 años. De ahí que en la galería de tipos sociales de Vatanescu y la liebre nos topemos con mafiosos rumanos y soviéticos o con exiliados vietnamitas y ghaneses. Y por eso también la voz narradora en la que Kyrö delega su responsabilidad enunciativa es una voz macarra, hasta soez, muy a menudo.
Los lectores de Paasilinna disfrutarán con este libro, en el que encontrarán guiños y ecos de las novelas del prolífico y afamado escritor finlandés. Los demás descubrirán un horizonte narrativo heredado: divertido y sarcástico.
Ojalá Anagrama aproveche el interés editorial por Finlandia para seguir editando los títulos del indiscutible maestro, al que echamos en falta.

jueves, noviembre 27, 2014

Los viajeros de la noche, Helene Wecker

Trad. Isabel Margelí. Tusquets, Barcelona, 2014. 512 pp. 21,15 €

Ángeles Prieto Barba

Nueva York no es sólo la metrópolis de las oportunidades, la prosperidad y el capitalismo, también constituye un enclave propicio para el desarrollo de amables y vigorosos cuentos de hadas. La causa radica en que, arribando a la isla de Ellis, uno cierra su vida y deja atrás su pasado, empieza y nace de nuevo con otra energía. Espíritu emprendedor que impregna los Cuentos de O'Henry. Y que recoge Carmen Martín Gaite en su Caperucita en Manhattan, o J. P. Donleavy con su Cuento de Hadas en Nueva York, escrito en clave irónica, basándose también en estos principios o comienzos que de tarde en tarde realizamos a lo largo de nuestras vidas, pero que tienen algo (o mucho) de fortuitos. Puntos de partida sorprendentes que encuentran en la vertiginosa Nueva York su mejor escenario. Del mismo modo, la guionista y directora de cine Nora Ephron, autora de las películas Cuando Harry encontró a Sally, Algo para recordar y Tienes un e-mail, desarrolladas todas en Nueva York, impregna sus obras de humor, optimismo y serendipias. Creo que esta última es la que mejor nos puede poner sobre la pista del contenido de esta novela singular. Así, si les gustan los filmes de Nora Ephron, esta novela les encantará. Y si los detestan, si los consideran edulcoradas historias femeninas alejadas del realismo sucio que es lo suyo, mejor no toquen este libro. Ni sigan leyendo esta reseña.
Porque la primera novela de Helene Wecker es sorprendente, amable y romántica. También dulce. Eso sí: con unos personajes especiales, originales. Así Chava la mujer, no será de carne y hueso sino una Golem prefabricada por un anciano y sabio judío y él, Ahmad, un genio árabe capaz de esperar siglos encerrado en una lámpara, forjar joyas y conceder deseos. Y aunque tal vez alguien pretenda considerarlos prototipos simbólicos de dos culturas antagónicas, en guerra constante, condenados a entenderse, la novela no alberga propósitos tan ambiciosos ya que sólo juega sus bazas en el afán de entretenernos, objetivo que consigue en la mayor parte de su desarrollo. Tal vez porque se trata de una novela primeriza no logra conseguir esa redondez perfecta de las historias cortas en las que no sobra una página, ni quedan hilos sueltos. Para entendernos, no ha sido escrita para convertirse en película, más bien para ser trasladada a serie. Pues la trama se complica cuando aparezca un tercero en disputa que será también mágico, protagonista nigromántico de otra historia que de sobra conocemos: ese Judío Errante de las leyendas, la novela de Eugenio Sue o la ópera de Wagner. Caballero que complicará notablemente la vida de los protagonistas y que conseguirá que a esta novela en mi opinión le sobren unas cuantas páginas. Pese a ello, no se han hacen muy pesadas, descuiden.
Eso sí. Más quisiéramos encontrarnos óperas primas españolas con tal despliegue fantástico, escritas con esa soltura y desparpajo de la que esta novela hace gala, pues nuestro país sigue siendo demasiado serio, formal y reacio a un género que tiene un público joven, entusiasta y fiel, a los que les cuesta muchísimo encontrar novedades en un panorama muy copado ya por la novela histórica, costumbrista y negra, siempre predominantes. País que tuvo en su día, sin embargo, a un Juan Perucho pero sobre todo, a don Álvaro Cunqueiro. Sin alcanzar esas alturas literarias, ni mucho menos, sí pienso que esta novela puede cubrir las carencias de tantos lectores jóvenes que, criados con los cuentos de hadas de Disney, o en épicas historias de fantasía, implícitas en videojuegos, no hallan en la mesa libresca de novedades lo que les permita cultivar su imaginación en estos campos. Y también creo que esta novela, estupendo debut de una autora que promete ser bastante prolífica, les va a gustar muchísimo. Yo no hubiera cambiado el título original de la novela, La golem y el genio, a fin de no causar confusiones teniendo en cuenta que ya hay una película denominada Los viajeros de la noche, que versa sobre vampiros. Pero no faltarán en ella hermosos viajes nocturnos y neoyorquinos (ya que una golem y un genio no pueden dormir de noche), que constituirán uno de sus mayores atractivos. Esperaremos una segunda entrega de esta joven autora. Esta ya promete.

miércoles, noviembre 26, 2014

Caminos anfibios, Ernesto Calabuig

Menoscuarto, Palencia, 2014. 168 pp. 16 €

Miguel Sanfeliu

Con la llegada de la primavera, los anfibios se desplazan hacia los ríos y lagos para poner sus huevos: «Los anfibios que dormían bajo la vegetación se van desperezando e intentan llegar a su destino mientras aún llueve y los caminos permanecen húmedos. Cruzan la carretera, naturalmente sin la precaución de mirar antes a izquierda y derecha», cuenta Ernesto Calabuig en el primer relato de este libro, en cuyas historias uno se va sumiendo lentamente, como quien escucha una confidencia.
La vida parece discurrir como esos caminos anfibios, hacia delante, con la finalidad de perpetuar la especie, expuestos a amenazas y dejando un rastro que seguirán otros. Y de eso tratan estos relatos, de balances, de recuerdos, de vínculos. Historias con una voz narradora que parece ser la de la misma persona, lo cual da una unidad especial al libro, relatando anécdotas, recuperando vivencias, apoyándose en referencias culturales, dejando claro el estrecho vínculo que le une a Alemania, así que bien podríamos estar ante una novela disfrazada de libro de cuentos, o ante unos cuentos con aspiración de novela, en cualquier caso, da igual, porque lo importante, el reto narrativo que Calabuig propone en Caminos anfibios, es el juego con esos sucesos del pasado que nos determinan, los momentos en los que sentimos nuestra vulnerabilidad, y el tema nos engancha con firmeza.
Historias en las que la memoria juega un papel importante, por lo tanto también la nostalgia. La mirada atrás, hacia el pasado que nos ha llevado hasta este punto, de un modo quizá errático, recupera momentos cuyo misterio hermético parece haber quedado congelado en algún punto. Como si pretendieran desentrañar aquellas vivencias que, por uno u otro motivo, se mantienen a lo largo del tiempo, continúan presentes, aquellos detalles que no se borran y que, tal vez, explicarían nuestras reacciones aparentemente inconscientes, estas historias van escarbando en situaciones cotidianas y se caracterizan por su tono reflexivo y por su impecable construcción narrativa.
Desde la historia de una infidelidad que finaliza casi tan bruscamente como comienza, debido a una reacción impulsiva e imprevista capaz, por sí sola, de destruir la fantasía del amor clandestino, hasta la tentación de adentrarse en caminos imprevistos ante el despertar de los sentidos producido por la presencia de una joven, una presencia capaz de recordarle al protagonista, siquiera por un momento, que es algo más que “una máquina que pierde calor”, pasando por esa impecable joya que es “Johnny cree en los magos”, el inesperado encuentro de “La vida en unas líneas”, el temor a la muerte, como en “Burbujas”, el relevo generacional, incluso la búsqueda de un yo que reside en un acontecimiento del pasado al que dotamos de una significación especial, una reacción en la que nos buscamos, como ocurre en “Del ahogarse en un vaso de agua”. Momentos que, por algún motivo, nos obligan a detenernos y a comprender que vamos cambiando, recorriendo nuestro propio camino, cada vez más conscientes de la fragilidad sobre la que se sustenta toda existencia.
Los protagonistas de estas historias se encuentran en un punto medio que precisa, de pronto, rememorar lo ya vivido. Esta es la línea principal que rige todos los relatos, anudándolos con ideas recurrentes, la figura del anfibio como metáfora del viaje vital, el dejarse llevar, además de referencias culturales y geográficas. Historias que se mueven por la fina línea que asocia unos hechos con otros, que nos transportan mentalmente, a veces durante un breve lapso de tiempo, historias que quedan abiertas, que juegan con la sugerencia, en las que apenas parece que ocurra nada pero que, al cerrar el libro, nos dejan la sensación de habernos asomado a una vida que bien puede ser la nuestra. Caminos anfibios, de Ernesto Calabuig, es un libro impecablemente construido y escrito cuya lectura, me atrevo a asegurar, resulta necesaria para comprender por dónde transita el género del relato en nuestro país.

martes, noviembre 25, 2014

Economía de guerra, Ana Pérez Cañamares

Lupercalia, Alicante, 2014. 136 pp. 13,95 €

Miguel Baquero

Tras ganar el premio Blas de Otero con su anterior poemario, Las sumas y los restos, una mirada emocionada sobre el interior de las personas y las presencias, pero sobre todo las ausencias, que lo componen —en la autora como en quien lee: se trata de una poesía que busca esa voz común a todos; no en vano hay un verso que parece haber adoptado A. P. C. como lema y es «escribo sobre mí / porque yo / soy cualquiera»—; tras este magnífico ejercicio de poesía íntima y desgarrada, Ana Pérez Cañamares vuelve a las librerías con Economía de guerra, un libro de tono, en apariencia, muy distinto al anterior.
En todo caso, los libros de Ana Pérez Cañamares son verdaderos acontecimientos. Una oportunidad de encontrarse con la poesía de hoy, viva, latente —ya lo creo, y con unas pulsaciones aceleradas—, poesía inserta en el mundo que nos rodea y afectada por los problemas que nos incumben. Poesía que está siendo. Y que en el caso de este nuevo libro de A. P. C. alza la voz, a veces en grito, para denunciar la injusticia y a indignidad a que nos hemos visto reducidos. O arrastrados, si se prefiere, sin oponer la resistencia debida. Ya los primeros versos, o antes incluso: las primeras palabras de esta Economía de Guerra claman contra la nueva religión del beneficio económico sobre todas las cosas, en que nos han hundido… o nos hemos hundido por nuestra pasividad. En varias ocasiones la autora se pregunta cuánto de culpa ha habido en nosotros, aunque solo haya sido por ser tan ingenuos. «Yo no habitaba ya esta comunidad de hombres como arquitecto…»
Pregunta que al fin sólo queda esbozada, porque lo que al cabo importa es que hay gente —los destinatarios de esta colección de poemas— rebelada contra este estado de cosas que parece haber sustituido a la verdadera vida, apartada para que no estorbe al crecimiento económico: «Llega la vida y se planta ante vuestra verja. / Es una mendiga que acepta toda limosna. / Pero vuestro perros la ladran / vuestros guardias no la dejan pasar».
En Economía de guerra, la autora plantea el mundo seccionado tajantemente en dos, quienes lo dominan y quienes resisten en nombre de la vida —entendida «vida» como la naturalidad, la espontaneidad, la alegría—. Un mundo al borde de la batalla que cada día se va planteando de manera sorda: no es normal esta resignación y desesperanza con que la mayoría sobrevivimos, esta derrota cotidiana, o quizá fuera mejor decir —y no es broma— semanal: «Si el sábado fue territorio/ liberado, el domingo es / arrabal de la ciudad sitiada, [víspera] del que entra al matadero.»
Este nuevo libro de poemas de Ana Pérez Cañamares quiere ser un canto contagioso a la resistencia, a recuperar la verdad de cada uno y la poesía apartada por tantos intereses. Pero al tiempo que la autora llama a la confrontación, se advierte al fondo —y esto es lo que, en opinión de quien reseña, hace a este poemario más humano, luego más poético— la presencia de una duda. Es cierta la perversidad del orden establecido, palpable la manera en que nos engaña y domina, inmoral como nos utiliza para luego dejarnos indefensos… pero quizás —siento al ir pasando las páginas de este poemario— se trate solo del tiro de gracia. El sistema, sí, nos da la más escandalosa y brutal patada en los genitales, pero quizás antes la simple existencia, según marchábamos hacia delante, nos ha ido desgastando con innumerables collejas. Creo advertir al fondo de estos versos de A. P. G. su lamento por lo que —sistema o no mediante— se va perdiendo irremisiblemente. Me estremece, hasta casi de verdad doler, un poema como: «Que hago si se me muere la curiosidad […], qué hago si se me muere en plena niñez». Me conmueve su resistencia interior a conservar la poesía, aunque alrededor todo tenga visos de derrumbarse: «Yo no entiendo cómo el cielo / abandonado por las nubes / puede aguantar su tensión azul»… y justo en la página siguiente, en prosa, esta otra joya de observación sensible: «He visto cómo dejaba caer el agua la fuente de un pueblo deshabitado. El agua pura, que tantos cuidados había costado a los hombres…»
No la declaración de guerra, con ser hermosa, ni los preparativos de la batalla, con sacudir nuestro interior, sino esta emoción lenta al fondo del poemario, que parece cumplirse en este verso infinito: «si hay salvación, estará en la ternura», es lo que hace de este nuevo libro de Ana Pérez Cañamares otra ocasión de entrar en, y conmocionarse con, y hacerse adepto a su poesía y a la de otros nuevos autores que ahora mismo en este lugar están creando obras de futuro.

lunes, noviembre 24, 2014

El viaje de Shackleton, William Grill

Trad. Pilar Adón. Impedimenta, Madrid, 2014. 75 pp. 19,95 €

María José Montesinos

El final del siglo XIX y principios del XX fue un momento de grandes hazañas científicas. El mundo vivía fascinado tanto por los avances que traía la ciencia, como por las aventuras que los descubridores e investigadores de aquella época vivían en su afán por ampliar el conocimiento mundial. Este año se cumplen cien años de una de las más singulares de esas aventuras: la expedición que realizó Ernest Sackleton al Polo Sur. Este marino irlandés inició en 1914 una ambiciosa misión, que bajo el nombre más bien pomposo de ‘Expedición Imperial Transartática’, tenía como objetivo nada menos que cruzar el Polo Sur. Dentro de las luchas geopolíticas de la época, había otra importante meta: devolver a Gran Bretaña el cetro en la conquista de territorios y en el mundo de los descubrimientos. Una corona que había sufrido un duro batacazo después de que el noruego Admunsen fuese el primero en llegar al punto central del Polo Sur, por delante de la publicitada expedición inglesa del capitán Scott. Cuando el equipo de Robert Scott llegó el 17 de enero de 1912 al centro de la Antártida, descubrió que Admunsen se les había adelantado varios meses. La vuelta, realizada en las condiciones más penosas de fatiga y frío, nunca se concluyó. Scott y los cuatro camaradas que lo acompañaban murieron en el hielo antes de llegar a su campamento base y sus cuerpos no fueron recuperados hasta ocho meses después. Ahora se sabe que no murieron de hambre, si no porque sus cuerpos eran incapaces de ingerir todo el alimento que hubieran necesitado para tener la suficiente energía para mantenerse vivos frente al frío polar, agravado por una ventisca que les martirizó durante días, y al desgaste del cansancio por la carga de sus trineos. En esos trineos, que ellos mismos arrastraban, llevaban las muestras que habían ido recogiendo durante su travesía, y que, pese a verse al borde de la extenuación, no abandonaron. Cuando los hallazgos se recuperaron, junto a los restos de los expedicionarios, fueron de gran utilidad para la ciencia, pero quizá si los hubiesen dejado atrás, habrían podido sobrevivir.
Scott tuvo mala suerte pero, además, antepuso el brillo de la fama a la posibilidad de salvarse a sí mismo y a sus compañeros.
Dos años después, Shackleton (que participó a las órdenes de Scott en una misión previa, la ‘Discovery’) partió con el encargo de traspasar la última frontera que restaba en el Polo Sur: cruzarlo de punta a punta. No consiguió su objetivo, y cabría pensar que fracasó, pero lo cierto es que logró una hazaña aún más gloriosa: no perder ni a uno solo de los hombres de su expedición.
En el centenario de su hazaña, la editorial Impedimenta vuelve a demostrar su buen gusto trayendo al lector español una edición absolutamente elegante de esta gran aventura en un libro escrito e ilustrado por William Grill. La narración, certeramente traducida por Pilar Adón, es sencilla, que no simple, pero tremendamente emotiva. Cuando lo que se cuenta es grande, no hace falta inflar el relato. Sencillez y atención al detalle es lo que se ven también en los dibujos de Grill, tan minuciosos como faltos de toda pretenciosidad. Bajo una diáfana economicidad de medios aparece un estilo altamente depurado. Y es una auténtica delicia observar a esas páginas con decenas de perros o de marineros, sin que uno solo se repita ni se pueda confundir. O esas hojas casi en blanco, con apenas media docena de trazos que consiguen hacernos sentir la soledad y frío de las llanuras heladas de la Antártida. A través de sus ilustraciones conoceremos el cuidado que puso Shackleton en su expedición desde su inicio, eligiendo durante dos años a los hombres que lo acompañarían en su mítica aventura, con entrevistas en las que se valoraría tanto sus conocimientos marinos como su buen humor, sus dotes cantantes, o su capacidad para llevarse bien con otros; cómo se decidió por una raza muy concreta de perros canadienses, se seleccionaron uno a uno y se asignaron personalmente a cada tripulante, no tanto por repartir obligaciones como para unirlos emocionalmente a ellos y darles además una mascota; las artes marineras sobre las que se diseñó y construyó el Endurance, el barco que tenía como tarea llevarlos entre los hielos; o cómo se trazó la ruta a seguir, y hasta las dificultades para encontrar patrocinador.
Después llega el relato épico de la expedición que, pese a iniciarse bien, poco a poco fue viviendo desastre tras desastre. Se detalla cómo lograron ir sobreponiéndose a ellos gracias al esfuerzo y la generosidad de todos y, sin duda, a la capacidad de Shackleton para hacerlos sentir unidos y con el ánimo intacto pese a bordear tantas veces la muerte. No quiero añadir muchos detalles para no desvelar más de este libro, pese a que se trata de una historia que quizá ya muchos conocerán. Puedo asegurar que, aunque se haya escuchado ya esta hazaña, se disfruta igual de la lectura del libro. Sigue siendo muy emocionante imaginarse a estos hombres, abrigados con rudimentaria lana o pieles que ni siquiera eran impermeables, soportar temperaturas de veinte o treinta grados bajo cero, sobreviviendo a base de talento y manteniendo además el ánimo cuando lo único que tenían eran miles de kilómetros de hielos alrededor. Y a Shackleton asegurándoles que todo iba a salir bien y volverían vivos e ingeniándoselas para que así fuera. Una lección, en muchos aspectos, sobre todo lo que puede tener de bueno la especie humana. Lo recomiendo para cualquier edad, pero leerlo con niños, viendo sus reacciones y escuchando sus opiniones, es un placer añadido.

viernes, noviembre 21, 2014

Todo lo que hay, James Salter

Trad. Eduardo Jordá. Salamandra, Barcelona, 2014. 384 pp. 20 €

Care Santos

Las novelas de James Salter no se pueden explicar. Quiero decir que nunca se me ocurriría tratar de convencer a alguien de que debe leerlas explicándole de qué tratan. Sería como tratar de explicar la vida para convencer a alguien de que vale la pena vivir. En las novelas de James Salter ocurren cosas, claro, como en todas. Los personajes van y vienen, celebran fiestas, comen -comen mucho, enseguida trato de explicar por qué-, beben, tienen sexo, se divorcian, viajan, son felices o infelices. Sin embargo, el lector siempre sabe que lo importante no es lo que hacen sino lo que sienten, lo que son cuando sienten.
Me parece obvio que Salter es un hombre sabio. Alguien que sabe de la vida, de la condición humana. Me pregunto qué será que le ha hecho así. ¿La guerra en la que combatió? ¿Haber vivido casi 90 años? ¿Haberse tomado su carrera literaria con una calma inusitada? ¿Haber tenido una intensa vida amorosa? ¿Haber tardado 30 años en escribir una novela? ¿Acaso la muerte de su hija, ocurrida siendo ésta muy joven y en dramáticas circunstancias? Quién sabe. En las entrevistas, el autor se muestra tan taxativo como en sus novelas: desconfía, dice, de los autores que dicen crear mundos de la nada, construir sólo con la imaginación. Él, reconoce, siempre habla de sí mismo, siempre escribe el mismo libro, la misma historia. Sin embargo, hace falta distancia. Hay asuntos tan dolorosos que no pueden ser material novelable. No ha podido novelar jamás la muerte de su hija, ha dicho. Aunque en sus novelas el dolor está presente, se palpa, se mastica. No hay nada que aprecie más en una novela que la sabiduría de su autor. Por desgracia, es una cualidad que no abunda.
Lo he leído ya casi todo de James Salter. Incluso un libro muy raro, nunca traducido al español, que se titula Life is Meals (La vida son las comidas), en el que el autor, en compañía de su esposa, da forma a un diario más o menos gastronómico en el que mezcla anécdotas literarias con autobiografía y también con recetas. Es interesante leer ese libro a pequeños sorbos, en paralelo a las novelas. Es interesante buscarles coincidencias. Por ejemplo, en Todo lo que hay, Bowman, el protagonista, toma huevos pasados por agua para desayunar. Lo hace en la temporada más feliz de su vida. En Life is Meals, Salter explica cómo se prepara un huevo pasado por agua y loa la feliz sencillez del plato, que contagia alegría a quien lo ingiere. Lo mismo ocurre con otras comidas, que sus personajes degustan en la ficción, y que el autor prepara en la intimidad de su casa.
Y es que los personajes de Salter rompen aquella vieja norma de la que habló David Lodge, cuando decía que los seres de ficción no suelen sentarse a la mesa a comer, sino a hablar. Hacer que los personajes coman da mucho trabajo al autor y además resulta innecesario. El homo fictius no necesita alimentarse, decía Lodge. Por eso los alimentos raras veces aparecen en la narrativa. Salvo en Salter. A Salter, por alguna razón que debe de tener más que ver con la cocina que con el escritorio, le gusta que sus personajes se alimenten. Lo explica, da detalles: qué platos, qué vinos, en qué restaurantes. Con qué finalidad. En esta novela, por ejemplo, el protagonista invita a ostras en París a una joven conquista. Es una escena que precede a una terrible venganza, en el momento culminante de la trama. No comen ostras por casualidad. En Salter las cosas nunca ocurren porque sí. Son ostras con intención, cargadas de dramatismo. En Life is Meals, por supuesto, el autor también habla de ostras. Por cierto, que en Anna Karenina, Tolstoi también las pone sobre la mesa.
Se me ocurren varias razones para recomendar la obra de Salter. Trataré de enumerarlas:
1) Sabe.
2) Demuestra que sabe. Sus personajes también saben.
3) Sus argumentos son falsamente apacibles. De pronto aparecen capítulos que son como ataques terroristas. Ejemplos tomados del libro que nos ocupa: 22, 26 y 27.
4) Escoge las palabras con la precisión de un poeta. Se aprecia incluso en la traducción. Mérito del traductor, claro. Hay que dar gracias siempre a los buenos traductores.
5) Dialoga como un dramaturgo. Qué placer sus diálogos. Qué difícil es encontrar diálogos como estos: precisos, brillantes, falsamente simples...
6) Nunca parece estar contando algo trivial. Todo bajo su mirada cobra trascendencia.
7) Es tan buen novelista como cuentista. La última noche es un libro de relatos indispensable. El cuento que le da título y que cierra el libro es de los que no se olvidan.

Ah, por si alguien a pesar de todo quiere saber de qué va esta novela: Bowman, excombatiente en la Segunda Guerra Mundial, regresa a los Estados Unidos, donde tratará de superar sus recuerdos para emprender una vida normal. Encuentra trabajo en el sector editorial, conoce a una chica, se casa, progresa como editor, se divorcia, viaja, conoce otras mujeres, se acuesta con ellas, progresa más aún, encadena relaciones amorosas, conoce a la mujer de su vida, algo sale muy mal, se hunde, tiene un gran éxito profesional, aparece la memoria en su vida como síntoma de la edad, consuma algo así como una venganza terrible, conoce a otra mujer, se va a vivir con ella.
Nadie puede leer por otro, igual que nadie puede vivir por delegación. Por fortuna.

jueves, noviembre 20, 2014

Doble mirada: Parece que cicatriza, Miguel Sanfeliu

Talentura, Madrid, 2014. 144 pp. 13 €

1. Miguel Baquero

Miguel Sanfeliu ha escrito una novela formidable. Tenía ganas de empezar una reseña con una frase tan taxativa. Parece que cicatriza, como se titula el libro que acaba de publicar Talentura, es una novela breve, de poco menos de cien páginas, pero una gran novela más por lo que deja de contar que por lo que cuenta. Me explico:
Parece que cicatriza cuenta la historia de un joven, Roberto Ponce, que cierto día, atacado por el malsano virus de la escritura, decide hacerse novelista, abandonarlo todo —en realidad, a esa edad, no tenía nada más que su sueño— y, en contra de la opinión de sus padres que consideran el plan una insensatez, dedicarse durante un año a escribir con todas sus fuerzas, acabar una buena novela y, a partir de ahí… Roberto se instala en una pequeña casa y, en torno a ella y a la vida que lleva mientras rellena las primeras páginas, conoce a una serie de tipos extravagantes, soñadores —o mejor, ilusos— igual que él, tipos de cuya mano descubre la vida, las esperanzas, las decepciones y el amor, aunque sea mercenario. Esta primera parte de la novela está narrada en primera persona: Roberto es el protagonista de su vida y, aunque pronto advierte que el camino de escribir no es, en absoluto fácil, se mantiene de la ilusión, y del asombro continuo, y de la esperanza en que podrá lograrlo. Sin embargo…
El año va pasando, el gran argumento no llega, la novela no avanza... Finalmente, el joven no tiene más remedio que dar la razón a sus padres, conceder que su apuesta ha sido estúpida, que es muy posible que ni siquiera esté capacitado para escribir. «He sido un imbécil», admite; así que se resigna a la derrota y decide acogerse a la vida «normal».
Viene ahora un valle tranquilo y sin sobresaltos de nada menos que veinticinco, quizás treinta años; lo que ha ocurrido en ese lapso no se menciona porque quizás —porque seguro— no hay nada interesante que mencionar. Nos encontramos con Roberto convertido en otra persona hasta para él mismo: la historia se escribe aquí en tercera, como la de cualquiera. «En el televisor…» comienza significativamente esta segunda parte, porque Roberto se ha transformado en un mero espectador de las cosas que les ocurren a otros, e incluso a sí mismo: atrapado en un matrimonio aburrido, en un trabajo monótono…en fin, en lo que la mayoría, parece avergonzarse incluso de haber conocido, allá en su lejanísimos días canallas, a un sujeto que consiguió triunfar…aunque luego sabremos a qué precio —excelente es el retrato de esa estrella del rock patética y casi cincuentona intentando mantenerse rebelde y activa, a cualquier precio, entre una juventud que ya no es la suya—. Tan insignificante se siente Roberto que le vemos, a veces, angustiado por la idea de morir de pronto y extinguirse sin más… —de nuevo, muy lograda escena—. Pese a todo…
Parece que cicatriza, se llama la novela. Pero no acaba de cicatrizar. El protagonista —o, a estas alturas, dejémoslo sólo en personaje, aunque sin ánimo peyorativo— se ha reservado una habitación de su casa como estudio y, ahora delante de un ordenador, trata casi a escondidas, en los descansos de su rutina laboral, de las compras dominicales… de darle un estironcillo a su novela interrumpida, que aun así no avanza. Pero no, no acaba de cicatrizar la herida y cierto día siente unas irreprimibles ganas de volver atrás, a aquel barrio en que se malogró su sueño, donde conoció a aquellos tipos…
Hasta aquí. No voy a desvelar el final, aunque soy de la opinión de que cómo acabe una novela no cuenta tanto como la manera en que se va desarrollando una situación, se nos presentan unos caracteres, se plantea, en este caso, un problema vital. Escrita con una sencilla sencillez —no es error mío, es que Sanfeliu escribe con sencillez de veras—, la novela nos presenta, bajo el aspecto de ligeras, escenas de gran profundidad, como la de aquel tipo que busca trastocar su vida en un absurdo programa televisivo —animado por todos, como si ser un iluso televisivo tuviera más enjundia que ser un iluso literario—, y entre medias de escenas de gran calidad literaria hay algunas especialmente logradas, y emotivas, como la del cuadro que logra salvar del tugurio en que se ha convertido el bar donde masticaba sus ilusiones juveniles: una escena sencillamente impresionante.
Algunos errores —o a mí me lo parecen— nimios como el llamar a los personajes Roberto y Ramón, lo cual creo que puede llegar a confundir en la lectura, no impiden que estemos ante una novela magnifica.

2. Pedro Domene

El mundo de Miguel Sanfeliu ofrece un espacio sin reglas donde bajo una aparente normalidad se vive una realidad distorsionada, en ocasiones tan asfixiante como angustiosa, y en igual proporción, se mezclan lo fantástico y lo real. En algún momento, puede ocurrir que todo empiece a transformarse y los protagonistas de la literatura de Sanfeliu deban enfrentarse a su propio devenir desde opciones muy diversas, como en algunos de los cuentos de sus colecciones, Anónimos (2009), Los pequeños placeres (2011) y Gente que nunca existió (2012), donde sus personajes encaran sus propios miedos porque no existe otra salida, o al juego real de la subsistencia desde ópticas y planos tan diferentes que solo se justifican con actitudes tan reales como si, de hecho, recibieran un fuerte traumatismo. Como señala el propio Sanfeliu, sus cuentos surgen de la necesidad de explicarse en una realidad propia, de manipularla e interpretarla, y es así como deja constancia por escrito, como la mayoría de sus protagonistas, para hablar de una realidad que no le gusta. Melancolía, desengaño y dolor compartido, son algunas de las actitudes que, de alguna manera, suponen en el narrador una visión fragmentada del ser contemporáneo, alejado de una esperanza, de una promesa de felicidad. Cuando Sanfeliu explora la psicología de sus personajes, dirige su atención al comportamiento y a esa reacción que moralmente se supone imperceptible, siempre a la espera de un drama mayor aunque significativamente pase inadvertido en la cotidiana observación. Su visión de lo rutinario pasa por el barrio, las amistades, el fracaso, el éxito, o las pequeñas confidencias sin mayor trascendencia.
Parece que cicatriza (2014) es la primera novela de Miguel Sanfeliu (Santa Cruz de Tenerife, 1962), cuyo protagonista y la historia misma quedan ligados a un intimismo y al propio anhelo de ligar una vida al mundo literario hasta que ese deslumbre juvenil se trueca en una insoslayable madurez que le aporta al personaje la visión de una trágica melancolía, sobre todo cuando observa cómo ha ido desarrollándose su vida. Tan es así que ese halo de nostalgia se complementa en una segunda, madurada parte que justifica que ese paso del tiempo, y deja su indeleble huella en todas y cada una de las generaciones a que pertenecemos, a esa época vivida, a ese sentimiento de derrota o de victoria, según las circunstancias. Roberto Ponce, a sus diecinueve años, decide llevar a cabo la mayor de sus aspiraciones: escribir en el plazo de un año una novela de éxito, y para ello necesita convivir en un ambiente bohemio, así que sus primeros amigos serán un pintor loco en permanente desacuerdo con su obra, un mal poeta que regenta el garito donde beben, “El Cubo de la Basura”, y un cantante callejero que no duda en saltarse la ética de una honrada vocación musical para triunfar; al hilo de todo, largas veladas de charla, un ambiente sórdido, frustraciones, borracheras, drogas y prostitución, y la inspiración que nunca llega y convierte todo en el final de una quimera obligando al joven Ponce a alejarse de aquel barrio donde quedan sepultadas las esperanzas de una vida de artista para casi todos ellos, salvo para el músico Emilio Ballester, alias Sonny Hog que triunfará en el mundo de la farándula.
En una segunda, calculada y profunda, parte un cuarentón Ponce se enfrenta a la rutina diaria, el atasco de tráfico cuando va camino de la oficina, el limpiacristales del semáforo, dónde aparcar, el trato rutinario y amistoso con los compañeros de trabajo, la mesa con papeles hasta arriba, la monotonía conyugal o el flirteo con su compañera Maite, y su persistente y obstinada dedicación a la literatura en sus ratos libres, porque no ha conseguido ese gran argumento, y escribir sigue siendo su vida, una herida abierta, que a lo largo de la narración se mantiene solo como una ilusión. Y lo más importante, el personaje percibe la constatación de la fugacidad de la vida, los dieciséis años que pasan por su hija, o la complicidad que se establece con el cuadro rescatado del sórdido local, donde ya nada es igual, «El Cubo de la Basura», titulado La Madeleine, de Ramón Casas, porque ese cuadro actúa como un catalizador de ese escritor en que podría llegado a convertirse Roberto Ponce, y nunca antes parece haberse dado cuenta. Sanfeliu ha convertido esta escena fugaz, en algo mágico e íntimo, un cierto minimalismo que le descubre al lector un auténtico juego de presencias y ausencias, la sombra de esa brillante soledad a que se resigna el personaje.
La apuesta de Miguel Sanfeliu en Parece que cicatriza es la firme convicción por alcanzar un sueño, tal vez uno propio en boca de su personaje, motivo más que suficiente como para sobrevivir a cualquier pesadilla que nos aceche.

miércoles, noviembre 19, 2014

El periodista despedido, Fernando Ontañón

Érazo Ediciones, Santiago de Compostela, 2014. 134 pp. 14 €

Ignacio Sanz

Se trata de la primera novela del autor que en 2010 publicó Relatos invisibles, un libro de cuentos. La novela viene avalada por el premio de novela corta “Dulce Chacón”. Lo que nos cuenta Ontañón es una historia rabiosamente contemporánea, el protagonista y narrador es, en efecto, un periodista despedido y perplejo que, para salir de su propio desconcierto hace recuento de su vida en la que se han ido sucediendo los tumbos y descalabros, tanto profesionales como sentimentales. La literatura puede ser una salida airosa para evitar la consulta del sicoanalista. La novela comienza de manera meridiana: «Me llamo Francisco Bueno y soy un periodista despedido. Uno de tantos». A partir de ahí comienza una trama curiosa que es también un reflejo fiel de nuestra época en la que no faltan trabajos precarios, rupturas sentimentales, traiciones pequeñas, miserias de todo tipo y, cómo no, corrupciones y sobornos que arrastran al narrador a hacer recuento de una vida que se va desgranando con elegancia ante los ojos perplejos del lector. Dicho de otro modo, uno podría responder que hemos llegado aquí, al presente de una España en bancarrota magníficamente retratada porque cada uno, en la medida de sus posibilidades, ha contribuido un poco a este estado de cosas. Y eso, pese a la sensibilidad del narrador, un periodista culto, que se maneja en bastantes registros musicales y literarios, un hombre sensible al que la necesidad empuja hacia los derrumbaderos insalubres de una Galicia que se adivina tras ciertas nieblas y ciertas curvas.
Me ha interesado mucho el estilo de Fernando Ontañón, la aparente sencillez con la que narra historias complejas. Los personajes que retrata aparecen llenos de matices, de pequeñas contradicciones que, en medio de sus dudas, de su inseguridad, reflejan muy bien no solo la inestabilidad de nuestro tiempo, sino las debilidades de nuestro carácter. Por lo demás vivimos una época tan rica en miserias que el autor no ha tenido que esforzarse demasiado para hacer un retrato crudo de lo que nos acontece sin necesidad de cargar en exceso las tintas. No es preciso caer en esperpentos cuando el esperpento y el desamparo reina entre nosotros.
«Me dejo ir sin demasiado esfuerzo, respirando el aire salobre que me llena los pulmones y me insufla nuevos ánimos, un optimismo que parece provenir del paisaje, de la mañana fresca y limpia, de la promesa de un día tibio de luz trigueña, de uno de esos días infantiles origen de todos los veranos del mundo.» Traigo a colación este párrafo, elegido al azar, para recalcar la elegancia del estilo, la capacidad sugeridora que empuja al lector, más allá de la trama, a seguir línea a línea, la historia de los personajes.
Por lo demás, mientras leía El periodista despedido recordaba tantas y tantas novelas protagonizadas por periodistas en nuestra narrativa reciente. Y es que la de periodista es una profesión que se presta como pocas a retratar los abismos de la modernidad, así como la precariedad laboral, los pequeños sobornos, las manipulaciones y pequeños engaños a los que con tanta frecuencia se ven obligados los profesionales en medio de la intemperie que acecha. Fran Bueno, el periodista despedido que protagoniza esta novela es tan sólo el retrato cabal de un profesional de nuestros días.
Espero que Fernando Ontañón siga en la brecha y, tras esta elegante y leve novela, siga haciendo nuevas entregas literarias. Arte no le falta.

martes, noviembre 18, 2014

Llamémosla Ramdom House, Bennet Cerf

Trad. Íñigo García Ureta. Trama Editorial, Madrid, 2014. 296 pp. 24 €

Santiago Pajares

Es comprensible que de buenas a primeras el nombre de Bennett Cerf no te diga nada. Pero estoy convencido de que si eres aficionado a la lectura, el de Random House sí. Pues bien, Bennett Cerf fue el creador de Random House en 1927, que llegaría a ser uno de los grupos editoriales más potentes del mundo. De lo que hablamos aquí, son de sus memorias. ¿De las de Bennet Cerf o de las de Random House? De las dos, pues ambos nombres están unidos y es imposible separar uno de otro. Porque estamos muy acostumbrados a hablar de libros y de sus autores, pero no siempre nos podemos asomar a los entresijos de las editoriales y aquellos que hicieron posible publicaciones que ya damos por sentadas.
Bennett Cerf fue alguien que no sólo supo aprovecharse siempre de su buena suerte, sino que aprendió a crearla en cualquier situación. A lo largo de las páginas de este libro podremos adentrarnos en un sinfín de anécdotas sobre la publicación de libros ya clásicos. ¿Cómo consiguió Bennett Cerf que un tribunal de Estados Unidos declarase moral la publicación del Ulises de James Joyce -hasta entonces prohibido- y permitiese su publicación? ¿Quién ayudó a Truman Capote a llegar al pueblo de Kansas donde se desarrolla la novela A sangre fría? ¿Cómo se logra fichar a un autor completamente desconocido nueve días antes de que gane el premio Pulitzer"?
Random House creció y fue creando al mismo tiempo una estrategia de venta y distribución que ha ido evolucionando hasta nuestros días. Vivieron los libros en tapa de dura, las ediciones de lujo, las ediciones de bolsillo, los derechos de reimpresión, los acuerdos con productoras para la adaptación de novelas a películas... Fue creada en un momento en que los más afortundados tenían un aparato de radio en casa y se desarolló hasta que todo el mundo poseía un televisor. Pero este libro es, por encima de todo, un canto a la alegría de estar vivo y trabajar en algo que te gusta. Porque a Bennet Cerf le encantaba publicar libros y descubrir a nuevos autores, le apasionaba el negocio editorial. Si iba a una ciudad a dar una conferencia visitaba las librerías y hablaba con sus libreros, y si no encontraba sus libros en el escaparate, les ayudaba a colocarlos allí. Aprovechaba cualquier oportunidad para hacer publicidad de sus libros, como al asistir de invitado a programas de televisión. De alguna manera la gente que trabajaba con él, y los mismos escritores, sabían que lo daba todo por la editorial. Amigo de autores, dramaturgos, agentes, periodistas, estrellas de Hollywood (se iba de vacaciones con Frank Sinatra), sentía las relaciones sociales como una nueva forma de hacer negociso, y al contrario.
«Vamos a publicar libros, al azar», fue el comentario que le hizo a su socio Donald Kopfler y que daría título a esa nueva empresa. Una editorial que a lo largo de los años reuniría un catálogo de autores tan impresionante como Eugene O´Neill, William Faulkner, John Steinbeck, Truman Capote, James Joyce, Herman Melville y tantos otros que mencionarlos a todos haría esta reseña insoportable.
Pero detrás de todos ellos un nombre, Benett Cerf, alguien que en vida pudo elegir su propio epitafio: «Dejó a la gente un poco más feliz de lo que era cuando entró en la habitación».
Un libro imprescindible para cualquier aficionado a la lectura o trabajador del sector editorial.

lunes, noviembre 17, 2014

Calle Feria, Tomás Sánchez Santiago

Isla del Náufrago, Segovia, 2014. 632 pp. 24 € (De venta exclusiva en www.isladelnaufrago.com)

José Miguel López-Astilleros

A finales de 2006 se le otorgó a Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) el XI premio Ciudad de Salamanca de novela por Calle Feria. En 2007 la obra fue editada por Algaida. Siete años después es muy difícil encontrar un ejemplar de la misma, puesto que quien tiene el privilegio de poseer uno y haberlo leído, no se desprende de él, por algo será. Esta nueva edición en Isla del Náufrago, revisada y corregida por el autor, viene a poner a disposición de nuevos lectores una obra que creemos imprescindible, con ello sale gozosamente del silencio al que se la había condenado desde hacía años. No es cierto el tópico de que a los poetas se les suele resistir la prosa. El caso de T. S. S. es un ejemplo claro y evidente. Sin dejar de ser en todo momento un gran poeta, también es un gran escritor de ensayos, relatos y novela, como lo atestigua esta obra.
Calle Feria podría ser la calle de Zamora donde se crió Tomás, pero también la calle donde crecimos cada uno de nosotros, nuestra calle mundo, donde tras lo anecdótico se esconde el descubrimiento de lo extraño que son los seres humanos a ojos de un niño, un adolescente o un adulto melancólico; así como extrañas y perversas son las consecuencias políticas y sociales de una feroz guerra civil, que impregnaría de grisalla la vida durante muchos años, de cuya tristeza era difícil escapar, como no fuera por medio de la imaginación y el humor, o el cine. Esta Calle Feria es la espina dorsal en torno a la cual se tejen múltiples relatos que, amalgamados en su diferencia, conforman su historia ficticia y real a la vez, que es la de los pequeños comerciantes y quienes por allí se aventuran, que a su vez refieren otras historias, hasta llegar al relato de personajes humildes, de lo minucioso y de los objetos donde recala la cotidianeidad y la trasciende con un lirismo esencial. No obstante, hay que matizar que nadie espere un impronta costumbrista en todo esto, sino poética. En esta calle se dan cita palomeros, sastres, barberos, confiteros, zapateros, guarnicioneros y toda una pléyade de dependientes y comerciantes, cuyas actividades comerciales muchas de ellas han desaparecido hoy día, y que junto con los míticos viajantes procedentes de tierras lejanas son los protagonistas, pero no sólo ellos, sino las palabras y los relatos que se intercambian. Asistimos, por ejemplo, al discurso filosófico de un barbero prodigioso, a las crónicas cinematográficas de un crítico amateur, a quien la censura oficial de aquellos años intenta reconvenir, al descubrimiento del erotismo y la sexualidad de dos amigos que comparten el mismo amor, como prueba de amistad e inquebrantable lealtad, y que más adelante se cuentan uno a otro historias como la del hombre del tatuaje de la serpiente, el cuento maravilloso sobre el encargo que recibe Paulino, el zapatero, o el de una humilde limpiadora, que se comunica con su hijo emigrado a Cuba a través de un singular reloj de pared, o una fantasía sobre el poeta Federico García Lorca.
El estilo es fragmentario, como en buena parte de la narrativa moderna. No sólo incluye narraciones más o menos clásicas, más o menos cervantinas, sino otros géneros literarios como crónicas periodísticas, informes gubernativos, ensayos poéticos, como el que trata sobre la pintora Delhy Tejero, en el cual se nos narra con intensa emotividad y lirismo el retrato que le hizo a una confitera, víctima del poder autoritario que ejercía el hombre, su marido, sobre la mujer, su esposa; pero también una apología del pequeño comercio, así como las tribulaciones de un personaje en un supermercado moderno y el menosprecio irónico del mismo. Dos características esenciales son el humor, diseminado casi por todo el libro, unas veces reflexivo, otras veces amargo, paródico o simplemente lúdico; y la otra se refiere al lenguaje, que va desde un clasicismo ejemplar, a un vanguardismo que nos recuerda a Georges Perec o a Julián Ríos; ambas características pueden verse al unísono en el divertidísimo “Monodia de la E”; aunque aparte de este, son constantes las diferentes perspectivas estilísticas y léxicas desde las que se nos muestra la realidad a la que hace referencia el texto.
Calle Feria está escrita con la lentitud de una cocción al amor de la lumbre, sin prisas y sin plazos, haciendo que cada una de las palabras, escogidas con sabiduría y tino, liberen todo su sabor al conjunto, de modo que el entramado de historias se erige así en una construcción firme, de una dureza diamantina en el cuidado del lenguaje y una exquisita sensibilidad en el trato de la materia narrativa, de los personajes y de la memoria de un tiempo que alberga vidas y emociones, esplendorosas en su revelación a través de las palabras, del mismo modo que las traídas por los viajantes «Y era en esos juegos de palabras donde los niños aprendíamos un abecedario decimal y lleno de relámpagos que ya nos acompañaría para siempre, nos estañaba en la boca con la saliva dulce de nombres que jamás se oían en otros espacios de la ciudad, la ciudad gobernada por el gemido indigesto propio de un país con olor a orín envejecido, encelado en conservar en hielo negro, amortecida y triste, la canción de la vida» (págs. 74 y 75).
Debido a que la expresión “obra maestra” ha perdido todo su valor a fuerza de calificar con ella a libros comerciales e insulsos, diremos que Calle Feria es más que una obra maestra, es un libro ameno, divertido y profundo, que cualquier lector sensible agradecerá, entre tanta hojarasca. Al menos esa ha sido nuestra experiencia lectora, que a buen seguro se repetirá en quien se decida a pasear por esta Calle Feria. Y además el tamaño de los tipos de esta nueva edición es generoso, algo de agradecer en un libro de estas dimensiones.

viernes, noviembre 14, 2014

Cuentos de detectives victorianos, selección de Ana Useros

Trad. Catalina Martínez Muñoz. Alba, Barcelona, 2014. 630 pp. 34 €

Julián Díez

Lo de recomendar un libro que contiene material que no es bueno literariamente hablando siempre resulta algo peliagudo, siempre tiene algo de escamoteo al lector. Y sin embargo aquí estoy -de nuevo, pero esa sería otra historia- en esa coyuntura: este es un volumen que vale mucho la pena... Y que está salpicado de textos que encontraré muy comprensible que el lector deje a la tercera página algo espeluznado por un estilo melodramático, truculento o tosco. Contenidos que además chirrían todavía en forma más notable cuando llevan de vecinos a Charles Dickens y Wilkie Collins, por sólo citar los dos nombres más copetudos de los que también aquí se incluyen sus textos.
Pero este es nuestro un tanto vergonzante pasado, el de los amantes del relato policial. Un género popular que en algún momento ocupó el espacio que hoy es propiedad de la telebasura más heavy metal, pero en el que poco a poco se fueron insertando escritores de creciente calidad hasta ser desde hace ya unas cuantas décadas un reflejo vivo y dinámico de la sociedad contemporánea.
El mérito de este volumen está precisamente en suponer un testimonio destilado de la evolución del género y de su tiempo en su primera era relevante: la de la Inglaterra victoriana. Y en particular, desmentir con hechos, o mejor dicho, con historias, la impresión existente de que el relato detectivesco se fragua en ese periodo en torno al impacto de dos supernovas: Edgar Allan Poe y su Auguste Dupin, y Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes.
Aquí están los demás, los buenos y los malos pero relevantes en términos puramente históricos. Por lo que hay historias que hacen suspirar por más material de sus autores, en particular los relatos de Grant Allen, M.P. Shiel, George Sims y Robert Barr; todos ellos creadores de series con detectives con características propias, concebidos evidentemente al hilo del éxito de Holmes pero con personalidades alternativas. La Lois Caley de Allen, sobre todo, fue un personaje de notable éxito en su momento del que apenas hay forma de contar hoy por hoy con material de lectura, pese a lo contemporáneo de alguna de sus características como mujer detective liberada. El relato presente aquí de la serie y que supone su inicio, "La aventura de la anciana cascarrabias", deja un irremediable deseo de saber más.
Son pues los últimos relatos de este gozosamente grueso tomo los que justifican más su adquisición para el lector medio; historias ya desprovistas de la necesidad de justificaciones, inmersas en los propios convencionalismos del género para bien más que para mal. Sin embargo, para quien alberga un puntín bizarro como el que esto escribe resultan en cambio mucho más curiosos los primeros cuentos del volumen, de los que apenas hay referencias previas accesibles en castellano. El libro se abre con "La cámara secreta", de William E. Burton, anterior por cuatro años (1837) a "Los crímenes de la Rue Morgue" y recientemente reivindicado, por tanto, como primer relato detectivesco de la historia, si bien no había estado accesible al lector español hasta el momento. El cuento es malo, pero divertido más allá de su valor histórico.
La esforzada seleccionadora, Ana Useros, incluye también numerosos ejemplos de "casebooks", relatos de "historias verídicas" precursores, para entendernos, del tipo de material que luego conoceríamos ampliamente en España en las páginas de publicaciones tipo "El caso". Sin embargo, je, aquí hay otro nivel; no hablamos de crímenes cutres de la España negra sino de la Inglaterra rural del ferrocarril primitivo y los vicarios en abadías tardogóticas, o del Londres megasiniestro de la revolución industrial acechado por la sombra del Destripador. Son, pues, historias con sus propios mecanismos de fascinación, aunque resulten estilísticamente cargantes; de las aquí presentes, mi recomendación va para los "casos verídicos" del ex policía de Edimburgo James McLevy, menos sensacionalistas.
Las opciones poco convencionales escogidas para representar a Dickens, Collins y Conan Doyle quedan perfectamente justificadas para dar cuerpo al volumen y contextualizar los textos restantes. Para mí, en suma, un libro imprescindible, y creo que también para estudiosos del tema; espero haber dado argumentos suficientes a quien lea estas líneas para que el lector sin especial curiosidad por el género determine si siente interés.

jueves, noviembre 13, 2014

Galveston, Nic Pizzolatto

Trad. Mauricio Bach Juncadella. Salamandra, Barcelona, 2014. 282pp. €

Salvador Gutiérrez Solís

Para una legión de serieadictos, la primera temporada de True Detective ha sido el gran acontecimiento del año. En mi caso particular, tras la vacía orfandad que sentí a la conclusión de Breaking Bad, gracias a la nueva propuesta de HBO recuperé mi posición/opinión frente a la pequeña pantalla. True Detective, más allá de su trama, con evidentes brechas en su desarrollo –el dislate del capítulo número 4 es el mejor ejemplo-, nos ofreció una espectacular pareja de policías, llamativos por sus oscuras personalidades, por la degradación que nos ofrecen, por sus peculiares tics, las más propicias criaturas para desenvolverse en ese universo pantanoso, sudado y húmedo por el que la serie transcurría.
Pero hablemos hoy de Galveston, la primera novela del guionista de True Detective, Nic Pizzolatto. Publicada originalmente en 2010, años antes que la emisión de la serie en nuestro país, muchos hemos sido los que hemos acudido, como moscas a la miel, al reclamo de la solapa, “del guionista de…”, y que ciertamente ha funcionado, tal y como indican las listas de libros más vendidos. Puede que muchos de los lectores se hayan acercado a la novela esperando más truedetectives, y también los habrá que hayan leído Galveston atrapados por el lenguaje que su autor, Nic Pizzolatto, desplegó en la aclamada serie de televisión. Puede que unos y otros se hayan sentido decepcionados, al no encontrar lo que esperaban. En cualquier caso, acudamos a una frase hecha: las comparaciones son odiosas, sobre todo cuando se comparan elementos completamente diferentes, que emplean soportes, técnicas y vocabularios completamente diferentes. Por tanto, aunque cueste trabajo olvidar, porque es realmente brillante, leamos Galveston sin tener en cuenta que Pizzolatto es el guionista de True Detective.
Desde este punto de vista, que es el lógico, y coherente, delimitadas las fronteras, considero que Galveston es una estupenda –y a ratos sublime- novela, por diferentes motivos. Es más, me atrevería a calificarla como una inusual y soberbia ópera prima. Es intensa, nos ofrece una trama redonda, circular, sin descensos apreciables, fulgurante en determinados pasajes, eléctrica y punzante. Es hipnótica, adictiva, Pizzolatto te atrapa desde la primera línea, te agarra de la mano y no permite que te separes hasta el punto y final. Y es coherente, nada de lo que sucede en Galveston es gratuito o vacío, todo es necesario, incluso crucial, para asimilar y comprender la historia en su integridad.
La mayoría de los lectores habrán encontrado decenas de evidentes referencias en la novela de Pizzolatto: Hammet, Ellroy, Eastwood, Wenders, Peckinpah, Tarantino, Huston, Ford… Es más, en el arranque de Galveston nos encontramos con una serie de personajes y situaciones que ya hemos leído y contemplando en multitud de ocasiones, como uno de esos estribillos que creemos haber escuchado con frecuencia en el pasado, como un eco de la infancia. Pizzolatto se entrega a los tópicos, a los símbolos, para posteriormente interpretarlos a su manera. Demostrándonos el autor que tal vez ya estén contadas todas las historias, pero que aún es posible contarlas de diferentes maneras, transformándolas en nuevas historias. Y, sobre todo, Pizzolatto consigue que nos sintamos dentro de sus personajes. Que nos duelan los golpes que reciben, que padezcamos con semejante frialdad la soledad, la distancia, el desprecio, el desapego… Esta capacidad para introducirnos y secuestrarnos en su juego es la gran habilidad que Pizzolatto despliega en Galveston. Complicidad, emoción, tensión a raudales, en una primera novela que marcará, sin lugar a dudas, el comienzo de una brillante trayectoria literaria.

miércoles, noviembre 12, 2014

Epitafio para Nueva York, Adonis

Trad. Federico Arbós. Nórdica, Madrid, 2014. 128 pp. 15 €

José Luis Gómez Toré

En este libro la editorial Nórdica nos ofrece una reedición de la traducción de Federico Arbós (que había aparecido con anterioridad en Hiperión y posteriormente en Alianza) de uno de los poemas más célebres del poeta sirio-libanés Adonis, Epitafio para Nueva York. El volumen se completa con otros dos poemas, cercanos en la intención y el tono al primero (así como en las referencias al mundo norteamericano), "Garganta de piel roja" y "Paseo por Harlem". El modelo reconocido del poema central es Poeta en Nueva York de Federico García Lorca y, sin embargo, desde luego no estamos ante una mera recreación. Por más que ambos textos compartan no pocos rasgos (la intención crítica, la desconfianza hacia cierta modernidad, la imagen de la ciudad estadounidense como símbolo de la deshumanización capitalista…), Epitafio para Nueva York nos ofrece una mirada muy personal sobre la gran urbe, una mirada teñida por la poderosa tradición poética en lengua árabe pero también por el contexto histórico y la voz propia del escritor.
Aunque el yo, al igual que en Poeta en Nueva York, no está aquí ausente, la oscilación lorquiana entre la angustia personal y el oscuro peso de la historia se ha desplazado muy conscientemente al polo colectivo. Nueva York no es ya solo el emblema de un sistema económico y social sino también el centro simbólico de un imperio, leído desde un imaginario político muy presente en el año 1971, en el que Adonis escribe este poema-libro. El autor recurre a un tono profético, que se vierte en repeticiones, apóstrofes y poderosas metáforas, a través de las cuales hace sentir su indignación y su rabiosa denuncia: «¡Ah, Nueva York, mujer sentada en el arco del viento!/ Forma más difusa que el átomo. / Punto que se precipita en el vacío de los números. / Con una pierna en el cielo y otra en el agua». Sin embargo, como en toda auténtica profecía (aunque, como es el caso, se trate de una profecía laica), la palabra tiene una vocación performativa: la imperiosa necesidad de cambio social y político está ya latente en la metamorfosis de la lengua, como si la revolución deseada comenzara a cumplirse en el propio decir del poeta: «La poesía es la rosa de los vientos. No los vientos/ sino el lugar/ donde soplan todos los vientos. No la rotación, sino el círculo».
El poema no ahorra los tintes más negros al retratar un mundo donde la solidaridad, incluso entre los oprimidos, parece difícil: «HARLEM (el negro odia al judío). / HARLEM (el negro no ama al árabe, cuando recuerda el tráfico de esclavos)./ HARLEM / BROADWAY (los hombres entran como / moluscos en los alambiques del alcohol y las drogas)». No obstante, el poeta dibuja también una esperanza, la que parece insinuarse en símbolos de resistencia como Palestina, América Latina o Vietnam, pero también en otras Norteaméricas, casi invisibles, desfiguradas bajo el peso de la historia oficial: frente a la América de Nixon, la América de Lincoln, de Whitman, Luther King o Paul Robeson, la América negra (otra coincidencia con Lorca) o la de la población nativa del continente, como sucede en el poema “Garganta de piel roja”. Y es que los tres poemas aquí incluidos comparten esa amarga lectura del presente, pero también una puerta abierta hacia otra historia posible: «Harlem,/ las cosas hablan contigo/ desde sus escombros./ Y tus cafés son pechos secretos de mujer./ El tiempo y la negritud/ han comenzado a unir sus pasos./ Harlem,/ cuida ese ritmo, / cultívalo».

martes, noviembre 11, 2014

Contratiempos, Pilar Tena

Salto de Página, Madrid, 2014. 219 pp. 17,90 €

Ariadna G. García

Contratiempos compila trece historias. Algunas de ellas se entrelazan, dando coherencia y continuidad al conjunto. El trasfondo de las piezas es la actual crisis económica. Cada relato lo protagonizan personajes que establecen una correspondencia con el mundo real. Es fácil reconocerse en sus páginas o encontrar una similitud entre las situaciones que se describen y las que protagonizan nuestros vecinos y allegados. La obra pasa revista a una legión de hombres y mujeres golpeados por un mosaico de infortunios: accidentes, abandonos, embarazos, despidos, errores policiales, negocios que quiebran. Pocas veces la mirada de la autora se apiada de sus criaturas. Por lo regular, les pasa por encima como un carro de combate. Con todo, este elenco de individuos comparte un espíritu irredento, la ambición de reinventar sus vidas, las ganas de asumir nuevos retos para no mustiarse bajo el sol de la culpa y la tristeza. Sobresalen tres estupendos relatos: “El trasiego de las mujeres” (mi preferido), “La edad en las manos” y “Un verdadero festín”. Quizás el primero “Un ático y dos terrazas” sea el más flojo de la colección. Y desde luego, “194 kms. por hora”, narrado por un difunto, desentona en un libro que coloca su espejo en el camino para reflejar las cosas que pasan. Precisamente, la fuerza de Contratiempos descansa en la gran capacidad de Pilar Tena para evocar las íntimas tragedias que conocemos todos. De hecho, su sensibilidad para meterse en la piel de un arco tan extenso de personajes (emigrantes, españoles; artistas, empleados; trabajadores, parados; mujeres, hombres; homosexuales, heterosexuales) es portentosa. Recrea sus dramas y anhelos con una prosa ágil y directa; los diálogos reproducen sabiamente distintos tipos de registros y de variantes diatópicas. Es cierto que a veces Tena recurre a un mismo procedimiento (la descripción técnica) para familiarizarnos con una atmósfera (las plantas de un vivero en “Una fórmula imbatible”, los platos libaneses en “Un verdadero festín” o las chimeneas de un expositor en “Huir hacia adelante”), pero a cambio Pilar Tena nos ofrece una variada galería de técnicas narrativas para desconcertar a los lectores y dotar a su obra de riqueza y amenidad: cambios de narradores en un mismo relato; entrecruzamientos de historias; desenlaces sorprendentes a cargo de mensajes de móvil, informes técnicos o noticias en prensa. Quizás el último texto “Todos los Santos” sea una suerte de poética donde la autora fija su horizonte ideológico y estético: «Hay que estar cerca de la gente normal, de la realidad» (p. 213), «el compromiso era una forma de entender nuestro trabajo» (p. 214).
En resumen, Contratiempos es un buen libro de relatos. Quien lo lea no sólo auscultará el pecho de su época, también escuchará que junto a las arritmias de corazones sobresaltados late el deseo de la supervivencia.
Es una grata noticia que Salto de Página haya publicado en los últimos meses a dos autoras (cuatro en total en sus siete años de historia, frente a treinta y ocho escritores que firman cincuenta y cinco títulos –hablo de la colección púrpura–). Ojalá suponga el comienzo de una nueva tendencia.

lunes, noviembre 10, 2014

Lo que no aprendí, Margarita García Robayo

Malpaso, Barcelona, 2014. 182 pp. 18,50 €

Pedro M. Domene

Margarita García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980), reconstruye en Lo que no aprendí (2014), su memoria familiar, y centra su atención en la inolvidable figura de un padre misterioso, que vive encerrado en su despacho y allí atiende a clientes o a pacientes, según se mire, porque para unos es un brujo y para otros un sanador especialista en ciencias ocultas, aunque detenta el título de abogado y ha ejercido de juez.
En una primera parte, la más amplia de la novela, Caty una niña de once años, incomprendida, se enfrenta al difícil mundo de los adultos, mientras asume el final de una infancia, que le llega a partir del deslumbramiento de un vecino mayor que ella; en cierta manera se encamina hacia la adolescencia y, solo entonces, comprende muchas de las mentiras en torno a su familia. El relato transcurre en las afueras la ciudad de Cartagena cerca de Turbaco, un municipio situado a unos 20 minutos de la ciudad, donde vive Caty, sus padres y sus hermanas: las mellas y el pequeño Gabito, en una casa y un barrio de clase media con ciertas aspiraciones, en un clima caluroso que cubre de humedad a los personajes familiares y los hace más vulnerables. Será entonces cuando ella se pregunta, de una forma insistente ¿quién es su padre y a qué se dedica? Puede ser un brujo, un chamán, un consultor espiritual, sin duda es un hombre influyente porque personalidades de la política acuden a él para ofrecerle importantes cargos de responsabilidad. Caty intentará recomponer el puzzle que se cierne en torno a su familia, a la sombra de una madre omnipresente, que nunca responde a sus preguntas y cuando no menos se muestra agobiante y poco comprensiva para resolver a su hija cuantas interrogantes le sugiere su vida cotidiana, y mientras intenta aproximarse al espacio de los adultos, percibe que estos se alejan o parece que todo se detiene a su alrededor. Su padre sigue siendo un espejismo y se diluye en el tiempo a medida que Caty se acerca más a él, y así agudizará aun más su conciencia del desamparo.
Como telón de fondo, ciertas cuestiones de política institucional, en una época trascendental para la historia colombiana y el mundo del narcotráfico. En junio de 1991, fecha que se concreta en la novela de García Robayo, se produce la captura de Pablo Escobar, una cuestión sobre la que circulan distintas versiones y sobre todo impera cierto silencio gubernamental. El padre de Catalina será tentado por el candidato conservador Álvaro Gómez y coquetea con el poder. Otra incomprensible fisura en el relato y en la memoria de Caty, que no logra comprender y que, de alguna manera, refleja un determinado clima político de época en la Latinoamérica de los 90.
La segunda parte de Lo que no aprendí, más breve, está contada por la misma Catalina, aunque ya es una adulta que vive en Buenos Aires. El tono empleado es más reflexivo y distante porque Catalina ahora se permite ver el pasado con una mayor perspectiva y reflexiona en forma de auto-consciencia acerca del papel de la memoria, y la recompone como si de una construcción fragmentaría se tratara, incluso se cuestiona cómo es posible elaborar el pasado como una ficción propia, o como si la propia Margarita García Robayo tuviera necesidad de contar su historia para sobrevivir al mismo tiempo.

viernes, noviembre 07, 2014

Morfina, Mijaíl Bulgákov

Trad. Charlaine Mira. Ilust. de Zaafra. Traspiés, Granada, 2014. 64 pp. 15 €

Miguel Baquero

Hay escenas, de pronto, en una novela, situaciones descritas con tanta fuerza y habilidad narrativas para decir lo justo, y sugerente, y ni una palabra más, que se quedan indeleblemente grabadas en la memoria del lector, y por más tiempo que pase siempre recordará, si no la totalidad del cuento, sí ese párrafo, esas líneas escritas con la mayor maestría. Así le ocurrió a este reseñista cuando, hace bastante tiempo, leyó Morfina, la brevísima novela, o cuento largo, de Bulgákov —autor ruso ignorado por el régimen soviético y del que se publicaría con carácter ya póstumo su célebre El maestro y Margarita—; un cuento o nouvelle, ésta de Morfina, que hoy, según consta en la solapa de este libro, es considerada como un relato de culto… con merecimiento. Pero vamos a la escena que recordaba y con la que me impresionó encontrarme de nuevo, después de tantos años. Es ésta:
Un médico, para la época del relato —año 1918— bien instalado en Moscú, recibe una confusa misiva procedente de un antiguo compañero suyo de estudios, ahora destinado como médico rural, en la que, escritas sobre un formulario de recetas, sólo se leen estas palabras apresuradamente escritas a lápiz: “Morphini”. No entendiendo qué puede ser aquello, el que se halla bien instalado en Moscú advierte, de pronto, que al dorso de la receta hay otras palabras escritas, con las que su amigo le implora que acusa rápido a socorrerle… Si restamos mi natural torpeza al reconstruirla, la escena recuerda en muchos aspectos —el pedazo de papel, las palabras torpemente garabateadas, la sensación de urgencia que produce todo…— a aquella otra escena: “…sangre, tu vida depende de permanecer oculto…” que, escrita por Allan Poe, considero otra cumbre literaria.
No es cuestión de decir qué se encuentra el doctor cuando, atendiendo a aquella súplica, se preocupa por su amigo. Quizás sea fácil de imaginar; pero, como tantas otras veces, lo importante no es qué se cuenta, pues incluso el maestro Bulgákov nos muestra ya casi de principio el final, sino cómo se cuenta: el proceso de degradación de una persona, escrito tal vez de primera mano. Pues como bien se nos señala en una magnífico prólogo limpio de retóricas de Miguel Ángel Cáliz, Bulgákov, médico en la vida real y mortificado por el dolor de las heridas que había recibido en la Gran Guerra, fue morfinómano en un momento determinado de su vida, cuando el dolor le atenazaba y tenía a mano, en su maletín, el remedio rápido y más eficaz; como asimismo consumieron morfina, se nos señala, otros escritores claves de la literatura como Stevenson, Maupassant o Nietzsche, en aquellos primeros años del siglo XX en que no era demasiado difícil —acaso alguna mala cara de algún farmacéutico suspicaz— que se le expendiera a uno la medicina.
Escrita con una precisión admirable y, por supuesto, sin recrearse en moralejas ni tampoco en dramatismos innecesarios —más que suficiente es la descripción del laberinto en que, poco a poco, se va internando el protagonista— en Morfina podemos ver, quizás por primera vez formuladas, muchas de las reacciones que hoy se han vuelto recurrentes a la hora de caracterizar a un adicto a las drogas, pero que entonces eran sorprendentes y deslumbrantes por lo nuevas, por lo sinceras, por lo directas: el cargo de conciencia, la promesa continua de dejarlo, el autoengaño… El ojo de la literatura, y de la mejor literatura, además, puesto por primera vez —o de las primeras veces— sobre un fenómeno extraño: “la enfermedad del soldado”, que de pronto salía a la luz en forma de extrañas llagas en los brazos de los heridos en la Gran Guerra.
Mención merecen también, por lo realistas, lo gráficas, lo directas, las ilustraciones obra de David González López, "Zaafra", que —caso de la de la pág. 51, la de la pág. 57… pero el lector podría decantarse por otras de igual calidad— reflejan el tono negro, opresivo, maldito del relato con una exactitud admirable.

jueves, noviembre 06, 2014

Pandora, Henry James

Trad. e intro. Lale González-Cotta. Impedimenta, Madrid, 2014. 128 pp. 16,95 €

José Miguel López-Astilleros

De Henry James ha dicho Sam Abrams que es el Shakespeare de la novela anglosajona. Fue hijo de un padre rentista, que le dio una esmerada y cosmopolita educación, en la cual los viajes, sobre todo a Europa, tuvieron gran presencia, hasta el punto de que su personalidad pivotó a lo largo de su vida, primero hacia la preferencia por su joven país natal y después, en una segunda fase, por la vieja Europa. Este hecho determinó uno de los grandes temas de su narrativa, la confluencia e incluso el choque entre ambos mundos, como se verá en Pandora. Para James la realidad sólo es inteligible a través de la mediación del arte, y aún más, en sus propias palabras, « el arte crea la vida, el arte crea lo que es interesante, el arte crea lo que es importante».
Entre los géneros literarios que cultivó están la novela, el cuento, el libro de viaje, la crítica literaria, la autobiografía y la novela corta, género este último al que pertenece la obra que nos ocupa. Pandora pertenece a la primera de las tres etapas en las que se divide su trayectoria narrativa, llamada de “tema internacional”, aunque por la fecha de publicación (1884) sobrepasa el año que se da para el comienzo de la segunda (1881), pero es obvio su pertenencia a aquella primera fase, sobre todo si tenemos en cuenta la estrecha relación que tiene con dos novelas que la preceden, Daisy Miller (1878) y Retrato de una dama (1881). El tema fundamental de esta fase, así como de esta nouvelle, es tanto el encuentro como las diferencias entre la cultura europea y la americana.
En las novelas de Henry James lo más importante no es el argumento en sí mismo, sino la relación entre los personajes, los silencios, las elipsis, los detalles sugeridos que el lector tiene que interpretar, por eso se trata de un novelista más propio de lectores maduros y activos, que de lectores impulsivos, necesitados de acciones trepidantes. Esta es una de las razones por las que la lectura ha de ser pausada y reflexiva, si es que se desea penetrar en el interior de esa sólo aparente sencillez. La primera línea argumental trata sobre el viaje del conde alemán Otto Vogelstein a Washington, para tomar posesión de un puesto en la embajada, la segunda trata sobre el ascenso social de Pandora Day. Él encarna los resabios y la sofisticación del viejo continente y ella la “mujer hecha a sí misma”, como se dice en la novela, una mujer que por sus propios méritos y su valía personal va a lograr el reconocimiento de una sociedad emergente, y que constituirá el prototipo incipiente de la mujer burguesa que comienza a finales del siglo XIX a luchar por sus derechos, por su independencia. Ambos personajes son inteligentes, cultos y sagaces, como todos los suyos; así logra la intensidad y la profundización psicológica que tanto persiguió en sus obras.
Henry James trabajaba la estructura de las novelas hasta la extenuación, sabedor de que el entramado narrativo sólo se sostendrá si la base constructiva es sólida. La de este libro se divide externamente en dos capítulos, aunque desde el punto de vista narrativo son tres las partes. En la primera, Pandora y su familia viajan a bordo del Donau desde Southampton hacia Estados Unidos, donde conoce a Vogelstein, que hace el mismo trayecto. En la segunda, Vogelstein, dos años más tarde después de haber tenido pleno contacto con la sociedad americana, encuentra en una fiesta a Pandora, pero es una mujer bien diferente a la que conoció en la travesía, puesto que es una mujer que rompe con todos los prejuicios sociales imperantes, además de trascenderlos. En la tercera, la inteligencia y la fuerte personalidad de Pandora acaba por triunfar sobre todas las maledicencias que circulan entorno a ella (no en vano, James demuestra una enorme sensibilidad y sintonía con los personajes femeninos, que algunos atribuyen a la influencia materna y otros a su difusa naturaleza sexual). La amplia gama de recursos técnicos de los que se sirve son prodigiosos si se analizan con detalle, aunque están resueltos con tanta naturalidad, que podrían pasar desapercibidos para un lector distraído, aunque no por ello dejaría de sentir los efectos pretendidos; por ejemplo, la historia está contada desde la voz de una especie de narrador omnisciente, que no lo es tanto, puesto que pueden encontrarse declaraciones como «Ignoro si Vogelstein actuaría movido por el escepticismo o por la modestia,…», de manera que el discurso adopta más bien una perspectiva híbrida más propia de un estilo indirecto libre impostado, en el que se confunden a menudo, al menos aparentemente, la perspectiva del narrador y Vogelstein; o por ejemplo la ampliación de las múltiples perspectivas por medio del estilo directo o los pensamientos literales entrecomillados, por no decir el contrapunto que aporta el libro (quizás una novela del mismo James) que el conde Otto va leyendo durante el viaje, en el que ve reflejado, al principio, el retrato de los personajes que observa en ese momento, y del que poco a poco se irá distanciando, como consecuencia de una percepción con más detalle. Otra clave importante para disfrutar y valorar la obra es la incisiva sutileza de la ironía y el humor.
La lectura de esta deliciosa, breve y muy bien traducida novela es una buena manera de acercarse al mundo narrativo de Henry James, porque contiene los ingredientes básicos de su obra.

miércoles, noviembre 05, 2014

Anillo de Moebius, Rubén Castillo

Sloper, Palma de Mallorca, 2014. 190 pp. 15 €

Pedro Pujante

En la página 158, en el tramo final de Anillo de Moebius, se sigue interrogando aún el protagonista, desconcertado y perdido en los recovecos de su memoria e identidad, sobre los límites entre realidad y sueño, entre lo creíble y lo imaginado. Leemos: «¿Dónde estaba, pues, la frontera entre la mentira y la verdad, la línea de separación entre la vigilia y el sueño, la membrana invisible que diferencia al apoderado del enfermo?»
Y es que el crítico literario y escritor Rubén Castillo (Murcia, 1966) es capaz de mantener la tensión, la duda, la incertidumbre y el desasosiego durante toda la novela. Con esto ya bastaría para recomendar el libro. Pero comencemos por el principio. Enrique Beltrán es un treintañero que una mañana de lunes deja de ser él. Todo el mundo le reconoce como Julio, incluidos una monumental y presunta novia a la que no es capaz de recordar y que le aborda en el autobús nada más comenzar el relato.
A partir de este primer encuentro extraño y desconcertante Enrique (o Julio) tratará durante cuatro días de recomponer y dar sentido a su vida. ¿Quién es Enrique? ¿Es realmente Julio y no lo recuerda, o es Enrique que cree ser Julio? ¿Está siendo objeto de una broma pesada? ¿El mundo ha sufrido una variación y él es el único que es capaz de percatarse? ¿Padece una alucinación, habita una pesadilla tan real como la propia vida? Sus amigos, su casa, su trabajo son diferentes. Su bar habitual e incluso sus pasatiempos son diferentes. ¿Qué sucede? Uno piensa en esa leyenda Chuang Tzu sobre un hombre que no sabía si era mariposa soñando ser hombre u hombre soñando ser mariposa.
En "Mudanza", un relato de Cortázar, el protagonista también sufre una suerte de confrontación con una irreconocible realidad. Aparece ante él un mundo muy parecido al suyo pero con sutiles variaciones. Un relato magnífico cuya atmósfera de misterio, de algún modo Rubén Castillo amplía, ya que es capaz de tensarla y convertirla en una novela. Y quizá esa una de las grandezas de este Anillo de Moebius: prolongar la zozobra y la inquietud y la duda y el interés durante el periplo narrativo de 180 páginas. Sí, lo repito. El protagonista, como decíamos, sumido en un infierno pesadillesco de dudas y contrariedades, acometerá un viaje por los intersticios de su memoria y de su fracturada identidad con el fin de poner en orden las piezas de un puzle sin sentido. ¿Qué ocurrió dos días antes en la fiesta de su cumpleaños? ¿Por qué hay algunas lagunas, días en blanco que no es capaz de recordar? ¿Por qué razón no es capaz de acordarse de Isabel, una mujer preciosa que asegura ser su novia? ¿Por qué no lo reconocen en el bar de siempre? En otro relato de Cortázar titulado "La noche boca arriba", el protagonista convive en dos mundos distintos; deambula entre el tiempo, el delirio y la pesadilla sin saber a cuál de los universos que su mente recrea pertenece. También Enrique Beltrán sufre la tenaz dualidad de un mundo decapitado en el que su existencia ha comenzado a desdoblarse. Sin embargo, y aquí está otro de los aciertos de la novela, lejos de truculencias o solemnidades innecesarias, Castillo es capaz de adentrarnos en esta intrigante historia con mucho humor, sarcasmo y acidez bien dosificados. Su lenguaje es fluido, a veces coloquial, pero cimentado por una prosa sólida que domeña con ágil maestría, aderezando los comentarios con ingeniosas metáforas en las que aflora un enorme bagaje cultural y literario, chispeante ironía y un gran conocimiento del mundo contemporáneo. Como decíamos, Rubén se distancia de la prosa engolada para dotar su narración de velocidad y un ritmo vertiginoso.
Enrique Beltrán, como un Gregor Samsa contemporáneo habrá de vivir su propia "metamorfosis" y durante cuatro febriles días descender a sus infiernos particulares para poder descifrar qué enigmas enturbian su existencia. Y por supuesto, el lector vivirá sumido en el misterio hasta la última página, hasta la última frase. Y quizá al término de la novela no tenga más opción de dudar de todo, incluso de sí mismo.
Uno de los mejores y más sorpresivos finales que he leído en mucho tiempo.