Julián Díez
En esta época sobrada de imposturas, es inevitable que un creciente número de lectores nos volvamos con frecuencia hacia la sustancia de la narración, hacia los nombres que nos garantizan el placer del libro. Las reediciones frecuentes de Stevenson, en particular de sus relatos, se han sucedido en en los últimos tiempos en este contexto.
Páginas de Espuma se ha decantado esta vez por recopilar sus ensayos sobre distintos aspectos del hecho literario, en una labor que por lo que he podido averiguar ni siquiera ha sido afrontada en el mercado anglosajón. Lo más parecido hasta ahora es una recopilación de ensayos publicada por Stevenson en vida, Memories and Portraits (1887), del cual se recogen aquí algunos textos. El resto están espigados de distintas recopilaciones de artículos, para formar un todo aparentemente exhaustivo.
Stevenson murió pronto (44 años), y pese a ser un autor popular, los problemas de salud que le llevaron a establecerse en el último lustro de su vida en el Pacífico, en busca de un clima más favorable, le impidieron convertirse en una voz de impacto en el panorama literario en lengua inglesa. Así, estos textos son en su mayoría divulgativos, posiblemente compromisos o fruto de impulsos, pero carecen de propósito de magisterio, por así decir. Lo cual no resta un ápice a su representatividad e interés, sino que suman frescura a cambio de perder en coherencia. No hay un discurso estructurado, sino una serie de apuntes que dejan, eso sí, una imagen definida.
Stevenson, como cabía esperar, era un amante de las tramas, un adicto a la emoción. Los autores a los que valora, aunque sea con un toque crítico en ocasiones, son en su mayoría, como él, narradores puros: Verne, Hugo, Dumas, Poe. Pero también hay palabras que invitan a volver de inmediato a Whitman o Thoreau, o encendidos elogios de alguna novela hoy casi olvidada como El egoísta, de George Meredith, el que fuera también autor favorito de Wilde y que hoy no tiene presencia alguna en las librerías españolas.
Sin embargo, el enfoque es siempre el mismo: una valoración en términos sensoriales, carnales, ligando la literatura con experiencias íntimas y directas. Cuando habla de cómo disfrutó en su juventud la lectura de Macbeth que le hizo su madre, relaciona ese instante con una tormenta fuera de su casa, con el olor de la lluvia y el temor a la furia del viento, y nada puede resultar más natural y hermoso. Ese entusiasmo por los libros, como cuando en un impulso desea volver a ser niño para poder leer a Verne despojado de prejuicios y disfrutándolo en plenitud, se contagia al lector en lo que es la mejor cualidad del volumen.
También hay ensayitos en los que Stevenson da cuenta del proceso creativo de algunas de sus obras más relevantes, como La isla del tesoro o El señor de Ballantrae. Y un par de textos que a priori deberían destilar su visión concreta de la literatura: “Carta a un joven caballero que se propone dedicarse al arte” y “Cómo aprendió Stevenson a escribir de modo autodidacta”, ambos de 1887 y 1888. Son unas 26 páginas en total que, sin embargo, no resultan más reflexivas sobre el proceso literario de Stevenson que el resto, al constar sobre todo de una enumeración de preferencias. El autor escocés no dejó ningún texto destilando los métodos de su propia escritura: pero el reflejo de sus gustos y la forma en que valora los trabajos ajenos resulta a la postre una exhibición de sus intenciones y sus logros.
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