Luis Manuel Ruiz
Habrá gente a la que le guste más o menos, pero lo cierto es que debe reconocerse que José Carlos Somoza es uno de los principales renovadores de la literatura de género en este país. Más problemático parece definir el género que ha venido a remozar: porque lo que él practica tiene pies, tentáculos o antenas en diversas orillas y se inclina con idéntico ángulo del lado de la literatura policíaca, la fantástica, la filosófica (yo tampoco sé lo que es), la culta (y esto menos), la ciencia ficción. Igual un breve recorrido por su trayectoria sirve para aclararnos algo: Somoza obtuvo sus primeros éxitos con una personal mezcolanza de novela de suspense y juguete metatextual, que halló cristalización, en primer lugar, en Dafne desvanecida (Finalista del Premio Nadal en 2000), y, sobre todo, con La caverna de las ideas (2000), una fantasía sobre la Academia de Platón y la irracionalidad griega que constituye todavía una de las cimas sin hollar de la narrativa detectivesca de este lado del castellano. A partir de ese culmen, comenzó a desarrollar su interés por otro tipo de temática, afín a la primera pero más libre y oscura, como bien documenta La dama número 13 (2003), fábula, inspirada en Dante, sobre el vigor de la poesía y la magia terrible que subyace a las palabras. Desde Clara y la penumbra (2001), continuada en Zigzag (2006) y La llave del abismo (2007), ya conocemos al autor tal y como ha quedado retratado en los prontuarios de género fantástico: dueño de un thriller potente, interdisciplinar, internacional, con un especial cuidado en las enroscaduras de la trama y los vaivenes emocionales de los personajes, que amplía los territorios de la ciencia ficción patria a la vez que repinta la carrocería de viejos tópicos de la cultura libresca.
Lo primero que suele destacar en el arte de Somoza es la elección del tema. Si todo relato nace de una idea matriz que luego va desanudándose, y creciendo, y enredando otras cosas y atrapando otros tobillos, es de justeza admitir que él tiene el talento de saber reconocerla y elegirla bien. Identifica como pocos las posibilidades fantásticas de un postulado, sea éste filosófico, científico o de otra índole, y lo exprime hasta hacerle rendir todo su jugo: La dama número 13 es una narración de terror extraído de antiguos conceptos antropológicos sobre la magia del verbo; Clara y la penumbra desarrolla hasta el límite los peligros de la deshumanización que planean sobre el arte contemporáneo; en Zigzag, el horror procede de ciertos márgenes sin anotar de la teoría de cuerdas, uno de los modelos más avanzados de explicación de la realidad física; y la trama de El cebo (2010), el más redondo de sus últimos títulos, especula sobre la significación auténtica del teatro y las posiciones relativas de verdad y mentira en la vida de cada individuo. A esta virtud primera, la de saber quedarse con la mecha que mejor arde, Somoza añade la segunda de distribuir bien la carga de los explosivos. A día de hoy, existen pocos escritores españoles capaces de armar un argumento de mayor rigor, con un esqueleto mejor trabado o más elástico, que responda con mayor flexibilidad al empuje de las expectativas del lector. Entrenado sobre todo en la escuela del best seller anglosajón (porque tenemos tanto que aprender todavía del best seller), Somoza sabe embrujar a quienes ingresan en sus páginas con las cantidades justas de nervio, introspección, diálogo y drama, lo cual suele convertir sus ficciones en experiencias altamente satisfactorias para cualquier aficionado, independientemente de sus inclinaciones. La calidad de los explosivos también importa: el mimo y la atención invertidos en modelar a cada personaje para hacerlo reconocible sobre el fondo del resto, en especial los secundarios y los opositores al héroe, los afluentes en que la acción principal se disgrega para dar cuenta de estas otras existencias traseras, sirven para acrecentar la sensación de espacio y dotan de profundidad al conjunto.
Lo antedicho sobre las destrezas de Somoza puede aplicarse con comodidad a su nueva criatura, La Cuarta Señal. El punto de partida son los riesgos de la realidad virtual y la vida divorciada en que nos ha sumido la tecnología, donde nuestra existencia de todos los días se ve desbordada y desplazada por las redes sociales o el ocio digital hasta el punto de suplantarla. En un giro típico del autor, el sistema Órgano, que vertebra esta segunda dimensión paralela, está construido sobre la música de Bach, y es la interpretación, o la alteración, adición o sustracción de notas a los pentagramas del genio de Eisenach lo que puede provocar alteraciones insospechadas en su modo de funcionar. Para describir los recovecos de este nuevo mundo, imaginado hasta detalles que duelen, se nos invita a una trama de cuenta atrás, de avance progresivo del apocalipsis, que dos héroes que pasaban por allí se ven forzados a frenar a través de peripecias y cambios de dirección que, alcanzada cierta altura, pueden inducir un tanto a la confusión. Pero que culminan en un desenlace donde vuelve a mostrarse la valía de Somoza como novelista y la sabiduría de artesano que le han permitido adquirir sus muchos años de pulir thrillers y encajar tuercas para que funcionen al nivel de los más finos engranajes. En cuanto a los personajes, refrendando lo dicho en el párrafo anterior, el lector hallará aquí media docena que sumar al bestiario impagable de títulos previos: la cariñosa asesina Misaki; Hyp Grost, también criminal, envuelta en pieles y con caderas de niña; el albino Oswald Morpurgo, de quien depende un imperio que no ocupa lugar en los mapas. En fin, todo un manantial de pretextos para seguir leyendo a José Carlos Somoza y recomendándolo a los amigos.
Creo que no hemos leído el mismo libro.
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