miércoles, abril 02, 2014

Cuando canto, la boca me sabe a sangre, Javier López González

Ediciones Carena, Barcelona, 2013. 362 pp. 16 €

Julia T. López

Lo primero que llama la atención al empezar la lectura de Cuando canto, la boca me sabe a sangre es la riqueza del lenguaje con el que su autor, Javier López González, nos habla de la vida del protagonista; Paul Martínez, hijo de emigrantes andaluces en Francia, obligados a cruzar la frontera para huir del régimen de Franco, se instala en París con sus padres y su hermana, y se va integrando en su nueva realidad mientras en España transcurren los años de la dictadura. Él se convierte en periodista de un diario francés y su hermana Sara estudia medicina, se casa con José Chacón, un bailaor de flamenco de gran carisma y humanidad, aunque con relativas dotes para el baile, y comienza a trabajar como médico cooperante en diferentes países. La repentina muerte de Sara y de su marido José en un accidente de coche, convierte a Paul en tutor legal de su único sobrino, Boris.
Este es el momento de arranque de la novela, el punto de inflexión a partir del cual las vidas de tío y sobrino se unirán, de manera forzada al principio, puesto que no habían mantenido excesivo contacto antes de la tragedia, pero con mayor naturalidad al avanzar la convivencia.
La trama se ordena en tres momentos que van dibujando a Paul y dan cuenta de la transformación que el personaje experimenta al tener que hacerse cargo de su sobrino adolescente; él, hombre culto, de mediana edad, divorciado de su mujer y separado por ella de su único hijo, Marcel, a quien no ha logrado conservar a su lado y a quien no ve nunca; un solitario, un hombre acostumbrado a vivir su vida con total libertad a pesar del latente sentimiento de culpa o vacío que su fracaso familiar le hace sentir.
La novela comienza en el cementerio donde se celebra el entierro de los padres de Boris y a partir de ahí la historia se retrotrae a la juventud de Paul en París, a la celebración de la caída del régimen franquista, al momento en que su hermana Sara conoce a José y se enamora de él. A través de un diario de Sara que Paul encuentra entre sus objetos personales después de su muerte, es ella misma quien habla de sus experiencias como cooperante, y ofrece un muestrario de interesantes reflexiones sobre su familia, sobre la hipocresía que muchas veces se esconde detrás de la colaboración internacional y de la ingerencia de los países que ofrecen ayuda en la política de aquellos con los que cooperan. Pero, además, Sara describe el tipo de soledad que ella experimenta, diferente a la que siente su hermano, al dedicar todo su tiempo a ayudar a otros y sacrificar de alguna manera su estabilidad personal y la relación con sus seres queridos.
La segunda parte de la novela nos sitúa en Jerez, ciudad a la que Paul y su sobrino se trasladan a vivir después del accidente, junto a la familia del padre de Boris. Es allí donde ambos tienen un contacto permanente y directo con la forma de vida gitana y con el flamenco, su pasado, las anécdotas de sus cantaores, bailaores y músicos. Paul, hombre curioso e interesado por todo lo artístico, sucumbe ante los encantos de unas costumbres más libres, quizá más primitivas y menos sofisticadas que las de la burguesía francesa. El estilo de vida de la familia Chacón se basa, sobre todo, en la convivencia social, en la pertenencia al grupo, y está caracterizado por la falta de privacidad, el “vecineo” y la charla constante con otros semejantes en un ambiente relajado pero que ejerce también su presión colectiva sobre el individuo. En este contexto gaditano, muy tradicional en un sentido, Boris se encuentra fuera de lugar, diferente y desplazado. Sin embargo, allí conoce a Diana, una chica natural de Barcelona, que se halla de paso en Andalucía y que va a volver a Cataluña. Boris y Diana se enamoran, razón por la cual, al acabar el curso escolar, Boris le pide a su tío que se trasladen a Barcelona. Paul acepta la propuesta porque ya ha abandonado su trabajo como periodista deportivo en París y ve la oportunidad de empezar de nuevo en otro lugar.
La tercera parte de la novela transcurre, así, en Barcelona y se centra en la adaptación de Boris a una realidad dividida entre el nacionalismo catalán y la pertenencia de Cataluña a España, en un momento histórico significativo para la ciudad, como fue la celebración de las Olimpiadas de 1992.
Toda la obra es, al mismo tiempo, un complejo ensayo sobre temas variados en torno al flamenco, como realidad artística ligada al pueblo y exportada después por las élites culturales españolas y europeas, durante el periodo de entreguerras y más tarde, al finalizar la transición democrática, en las últimas décadas del siglo XX. Con pinceladas de jugoso lenguaje, entre culto y asombrosamente coloquial, el lector se traslada a otra época, incluso a otro país, y es alcanzado por el “duende” que los episodios en los que se describen espectáculos de cante o baile flamenco, transmiten. Es un homenaje a la pervivencia histórica de este arte de origen andaluz, que en el siglo XX se convirtió en patrimonio internacional, valorado y prestigiado, cuya intemporalidad explica el autor con acierto al afirmar: «el flamenco son desgarrones individuales que hablan de lo fieramente humano, común y colectivo, eternamente nuevo. Solo así es posible permanecer vigente al margen de políticas y doctrinas».
La novela sigue, en el estilo, la tradición literaria ibérica, algo nada habitual en los tiempos que corren. En su vocabulario, en las imágenes y metáforas, podemos descubrir a Valle Inclán, a Cervantes, a Galdós, a Machado y a Caballero Bonald. Y en la recreación de ambientes artísticos, en los diálogos pero, sobre todo, en esa cualidad ensayística que ofrece su texto y que hace que esta obra no pueda considerarse una novela “pura”, podemos reconocer los ecos de escritores como Ramón Pérez de Ayala y Pío Baroja. No sé si podría considerarse una novela filosófica pero, sin duda, muestra su vocación de disertar sobre temas políticos, culturales, sociales y personales desde una perspectiva intelectualizada y argumentada por la voz de los personajes que focalizan el relato, cuyo máximo exponente es Paul Martínez, sin duda un tipo al que resultaría estupendo conocer para continuar charlando sobre la sociedad, el hombre y sus ideas, sobre música o literatura. Porque Cuando canto, la boca me sabe a sangre es mucho más que su trama, es sabiduría de vida, experiencia y cultura compartidas en la barra de una taberna con tablao y guitarra. Para degustar con calma.

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