Miguel Baquero
Dentro de su muy admirable tarea de publicar en castellano la mayor parte de la obra narrativa del austriaco Stefan Zweig (Viena, 1881 — Brasil, envenenado por su propia mano, apabullado por el ascenso que entonces parecía imparable del nazismo, 1942), llega el turno de esta breve novela, subtitulada Apuntes personales del consejero privado R.v.D., publicada por primera vez en Leipzig en 1926. Hijo sensible de su tiempo, uno de los periodos más tempestuosos de la Humanidad, y de su lugar, la Centroeuropa plagada de fantasmas interiores; agudo observador de la sociedad, como puede apreciarse en su inconmensurable El mundo de ayer (Memorias de un europeo), también recuperada por Acantilado; explorador como pocos de los abismos interiores, como se aprecia en la mayor parte de su narrativa y así mismo, o quizás con mayor profundidad, en sus biografías de personajes históricos (recuerdo haber sentido con su María Antonieta ese escalofrío que te recorre la espalda, haber leído varias veces tal o cual fragmento brillante, lamentando que no hubiera más), Zweig va afianzándose con el paso del tiempo como uno de los escritores realmente imprescindibles del siglo XX. En él parecen chocar todas las corrientes literarias de su tiempo, librarse la batalla entre la tradición y el tiempo nuevo, adquirir forma cientos de tormentos interiores, incluso los inimaginables (nunca se recomienda lo suficiente Novela de ajedrez); pocas veces un autor ha estado más consagrado literariamente a la vida hasta las últimas consecuencias. Y, cómo no, (otra) prueba de ella es esta Confusión de sentimientos.
La novela comienza de manera anodina, incluso con un cierto toque pedantesco (genial caracterización de un profesor universitario a la que no duda en arriesgarse Zweig, aunque sin duda en algunos tramos el texto pase por zonas demasiado retóricas incluso para expresar los más sencillos sentimientos): al término de su carrera universitaria, un catedrático que está a punto de jubilarse echa la vista atrás en busca de quienes más han influido en hacer de él lo que es, y su vista se detiene especialmente en la figura de un antiguo profesor. Por el camino, este hombre que está recordando vuelve a los tiempos de su juventud y confiesa abiertamente que durante unos años anduvo descarriado, entregado al vicio y a las mujeres antes de ponerse en serio a hincar los codos. Es cuando surge entonces la figura del viejo maestro que dice le ha marcado sobre todas las cosas, y cuando surge esta figura todo lo anterior queda en segundo plano: incluso esos pecados que el lector en un momento dado pensó constituían el grueso de su confesión, pronto se descubre que no son más que vulgaridades comparadas con el enigma que comienza a tomar forma en torno a esa figura magistral, ora excitada, ora silente, ora derruida, ora arrebatada… esa figura que de pronto desaparece días enteros sin que nadie sepa dónde puede haber ido, y reaparece al cabo de una semana con los restos, de nuevo, de un misterio en sus ojos. Y detrás de él, la figura de su esposa, una mujer todavía joven que cuando le pasa la mano por el pelo al protagonista y le comenta algo así como “pobre, aún no sabes nada de la vida”, sentimos que ese escalofrío del misterio llega a levantar el pico de la página. A estas alturas, estamos ya ante el Zweig más admirable, atrás ya el engolamiento profesoral con que, para mejor caracterizar la novela (todo se halla al servicio de la verdad literaria), se ha disfrazado, el mejor Zweig cuando narra cómo, en la noche oscura, mientras el protagonista duerme (o se hace el dormido) el profesor sube sigilosamente, alumbrado con una vela, hasta la puerta de su cuarto…
Y luego está, por supuesto, el final. Estamos en el año 2014, tenemos, sin duda, mucho más conocimiento del mundo que (presuntamente) tenía el lector tipo de 1926. Y pese a todo, pese a toda nuestra supuesta abertura mental, a nosotros también podría pasarnos la mujer del profesor la mano por el cabello y decirnos: “pobres, cuánto os queda por aprender”. Quizás lo suponíamos (del final hablo), quizás lo viéramos venir, pero espera, lector, espera, que todavía queda un último párrafo, un último renglón… Espera que, hasta las dos últimas palabras, todavía no has captado todo el sentido del libro…
Qué gran escritor fue Stefan Zweig... lástima que se suicidase junto a su mujer...
ResponderEliminar