martes, diciembre 31, 2013

Nostalgia, Mircea Cartarescu

Trad. Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta, Madrid, 2012. 375 pp. 23,95 €

Ariadna G. García

En 1993, un poeta rumano consagrado Mircea Cartarescu, de treinta y siete años publicó en un solo volumen tres relatos (“El ruletista”, “El Mendébil” y “El arquitecto”) y un par de novelas cortas (Los gemelos y REM) que habrían de colocarlo en la cumbre literaria de su país. Aquel libro, Nostalgia, es un crisol que recupera el paraíso perdido de la infancia y la época de crisis de la adolescencia. Pero que nadie busque aquí un relato edulcorado de la edad temprana. Cartarescu se encuentra más cerca de Tim Burton que de Disney. En sus páginas arden pesadillas y sueños, vaticinios y leyendas de la mejor estirpe romántica. Cada cuerda contribuye a la interpretación de una melodía enigmática, de una partitura que nos abre las puertas al fondo de nosotros mismos: a los primeros besos, a la indefinición erótica o a la búsqueda de la identidad.
Ya en el prólogo al libro desempeñado por “El ruletista” , el escritor rechaza la impostura de otros autores y defiende la honestidad como materia prima de trabajo. Además, recuerda que la literatura no consiste en la ejecución de una técnica, sino en la expresión de un conflicto que te sacude por dentro: «La escritura exige drama y el drama nace de la lucha entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial» (p. 16). En una entrevista reciente, Cartarescu insistía en ese buceo íntimo que define su obra: «Yo no soy un narrador de la vida social… Solo me interesa mi mundo interior» (Qué leer). Quizás por eso sus libros comparten “cierto aire de familia”, razón por la que como veremos las cinco historias de Nostalgia están muy bien hiladas.
En la primera de ellas, “El ruletista”, un narrador-testigo relata “la vida larvaria de un psicópata” que se convertirá en un hombre rico, si bien su ascenso social se debe a un irredento espíritu suicida. El protagonista de este magnífico cuento se gana la vida en la ruleta rusa, ofreciendo su sien a las balas. Su suerte en los tugurios le granjea el título de “campeón mundial de la supervivencia” y pone a su disposición dinero y mujeres. Pero él busca la gloria, e igual que un deportista, necesita más retos. Así, va añadiendo cañones al revólver. Políticos, empresarios y militares acuden por las noches en pareja para ver su espectáculo. Toda la clase dirigente rumana se concentra allí, como una parábola de su degradación moral y de su sed de sangre. Entre tanto, el ruletista asume desafíos mayores porque “cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre”. Cartarescu nos habla de un hombre que pretende quedarse en la memoria de los demás gracias a sus proezas. Sirva de metáfora de su actividad literaria, donde cada uno de los libros también es un disparo: un riesgo y una apuesta por inmortalizarse.
Un segundo narrador-testigo retoma la narración en “El Mendébil”. De ahora en adelante, las historias se van a localizar antes o después en la calle Stefan de Mare. Los protagonistas son los niños de un barrio obrero, reprimido, de la capital rumana, que se entretienen con juegos crueles y sádicos. La llegada de un nuevo vecino (“menudo, delicado y de ojos tristes”), pintará ante sus ojos un nuevo horizonte. Con él la violencia sucumbirá al poder de las palabras, de la imaginación y de la fantasía, así como se derribarán las fronteras invisibles que separan a los niños por sexos. Será esta traición, precisamente, la que desencadene el final del relato. Cartarescu escarba no ya sólo en el amanecer de la sexualidad, sino en la incomprensión y en la soledad de aquellos que maduran antes que el resto.
Con Los gemelos entramos en un ventrículo de Nostalgia. El mundo real se mezcla y se confunde con la pesadilla y con la crónica infanto-juvenil. La madeja de voces teje una historia desgarrada sobre el mito del andrógino, sobre aquellos amores no correspondidos o al menos, no del todo; y en cualquier caso, jamás como quisiéramos, y sobre la turbia construcción de la personalidad. Esta nouvelle comienza con un varón travestido que pretende emular “a la chica de los sueños de todos”: dulce, sensual e inocente. Su relato confiesa a los lectores (los médicos de un pabellón psiquiátrico) las causas de su transformación, de su metamorfosis, que no es otra que la obsesión por su amada imposible. La historia nos enfrenta a un montón de preguntas: ¿En qué consiste la normalidad? ¿Quién la impone? ¿Bajo qué preceptos? ¿Es, acaso, inmutable? ¿A quiénes beneficia? Como en “El Mendébil”, Cartarescu retoma el asunto de la hostilidad infantil de la mayoría de los niños hacia las niñas, hacia el erotismo y hacia las ocupaciones femeninas (como la recolecta de fresas o el tejido de flores con que los más valientes se aventuran en el cortejo amoroso). La mirada del autor nos pinta un mundo despiadado y represor del instinto. La propia sociedad rumana reprueba el deseo, y los adolescentes se aproximan a él desde el sentimiento de culpa: «me atormentaba yo solo, no podía evitarlo» (p. 118). El impulso erótico, no obstante, se impone al protagonista en la adolescencia, cuando muy a su pesar, y avergonzado de sí mismo se enamora de una compañera del instituto que lo maneja y trata como quiere. El amor, sin embargo, pese a lo doloroso y decepcionante, le abre los ojos a la vida y al mundo. La consumación del deseo obrará el milagro de la trasmigración de almas.
El corazón del libro es la nouvelle REM. Si la obra, en general, posee un estilo muy lírico debido a la presencia constante de los sueños, ahora va a dilatarse hasta inundar cada uno de los párrafos. El mundo inconsciente va a mezclarse con la imaginación desbordante de una niña de apenas 12 abriles. La prosa de Cartarescu adquiere estatus de prosa poética. En esta ocasión, el narrador de la historia es un insecto-testigo de la superficial y anodina relación de amantes que mantienen Svetlana (treinta y cinco años, de aspecto varonil) y Vali (veintiuno, dueño de un amor impostado: «espero que lo único que hagamos sea aprovecharnos el uno del otro durante una temporada»). La acción se sitúa en una tarde de invierno, pasada la Noche Vieja. Tras el encuentro erótico durante el cual el sardónico insecto ha invitado a los lectores a leer “El ruletista”, para que se entretengan esos veinte minutos de sexo que dura la escena, la pareja mantiene una conversación de cama en la que ella confiesa no acordarse del primer hombre con el que se acostó, pero sí de la primera vez que se enamoró y del beso que inauguró su boca. En adelante, REM se convierte en un extenso flash back donde Svetlana cuenta cómo fue aquel el verano de infancia en que comprendió que nunca cumpliría los sueños de casarse y de poseer a su mejor amiga. Pero el fin de la infancia consiste en superar un rito. Así, a lo largo de una semana de juegos estivales, las siete amigas irán perdiendo con ayuda de sus objetos mágicos: un anillo, un reloj, una muñeca, una perla, un hueso, un bolígrafo y un termómetro pasado e inocencia. Cartarescu desarrolla una inventiva apasionante en esta nouvelle. Su estilo único, hermoso y terrible —muy buena traducción de Eribe—, es sin duda el adecuado para describir la angustia que supone la negación de la sexualidad, la muerte del alma que implica la aceptación de los roles sociales.
El epílogo a Nostalgia lo pone el último relato: “El arquitecto”, emparentado con la ambición y el deseo de trascendencia del personaje principal de “El ruletista”.
Encontrarán pocas aventuras estéticas y psíquicas más bellas y desoladoras que las propuestas por Mircea Cartarescu en Nostalgia. Entrar en el libro es descender por zanjas, pasadizos y túneles hacia esa parte de nosotros en que conviven los miedos junto a las ambiciones, la tristeza al lado de la alegría, la duda muy pegada a la certeza, la pesadilla cerca de la paz. El libro es un aleph. Entre sus páginas reconocerán las huellas de Eminescu, de Borges, de Gabriel García Márquez, de Cortázar, de Ray Bradbury, de Kafka, de Michael Ende, de Lesage, de Vélez de Guevara, de Unamuno, de Pirandello, de Cervantes… Lo que no es extraño. El propio autor avisa de que en su obra trata de medirse con los mejores escritores del mundo.
Una joya de obra iniciática. Para quienes gustan de gozar con las complejidades de la conciencia. Para quienes no temen los espejos y son capaces de mirar de frente la triste radiación de un sol oscuro.

lunes, diciembre 30, 2013

Una pesadilla con aire acondicionado, Henry Miller

Trad. José Luis Piquero. Navona, Barcelona, 2013, 336 pp. 19 €

Ángeles Prieto Barba

Nacer en el distrito 14, en Brooklyn, Nueva York, marca por completo la vida de un Henry Miller nómada, curioso, deseoso de alcanzar sus propios límites imbuyéndose en otras culturas. Por ese camino único, esta apuesta personal de búsqueda, era de esperar una reacción antagónica, profundamente refractaria hacia la actitud puritana y consumista de sus compatriotas, marcados todavía por la religión dominante que enaltecía el trabajo duro, los logros materiales gracias a éste y la represión sexual. Esta rebeldía firme frente a sus orígenes y el destino que le espera, asunto que trata en su Primavera negra (1936), hace que en los años treinta no sólo sobreviva a duras penas en la bohemia de París, donde estuvo a punto de morir de hambre, sino que también componga allí la que será su obra más conocida, Trópico de Cáncer (1934), que le supuso en su país un proceso por obscenidad manifiesta, permaneciendo censurada esta obra en Estados Unidos hasta los años sesenta.
En la siguiente década, marcada por la Segunda Guerra Mundial, escribirá libros de distinto volumen y calidad, sin abandonar su característico tono autobiográfico, directo y franco. En esa época publicó El coloso de Marusi, canto lírico a la vida mediterránea que él siempre consideró su mejor obra y hoy es libro de culto, pero también, y en claro contraste, esta pesadilla de aire acondicionado, metáfora evidente a través del automóvil de la sociedad de consumo, que hoy comentamos. Libro que publicó en 1945 pero que concibió y redactó durante un largo viaje por su país durante los años 1940 y 1941, antes del ataque de Pearl Harbor. Cuestión que debemos tener en cuenta y de la que él hace constancia en el prefacio, pues nos llamará la atención que el autor apenas realizara correcciones en el texto antes de la publicación, cinco años después. De hecho estamos ante un libro irregular, en absoluto ordenado, en modo alguno un manual o libro de viajes centrado en los lugares que visita, sino más bien contundentes testimonios enlazados por el periplo, con numerosos flashbacks o recuerdos de su anterior vida en Europa. E incluso nos vamos a encontrar con interlocutores inconscientes de lo que la alianza germano-japonesa iba a suponer luego, decididamente partidarios de Charles Lindberg, y de su oposición manifiesta a entrar en guerra. El tono del libro, amargo e irónico al principio, evolucionará a medida que el autor se adentre en el viejo Sur y luego se dirija al Oeste. Trayecto en el que podemos contemplarlo como un visionario, un adelantado a su época, porque aborda todas las cuestiones clave de los años sesenta: el rechazo al consumismo, el respeto hacia las minorías negra e india, la liberación de la mujer, la revolución sexual, el pacifismo o la atracción hacia las filosofías orientales. No es de extrañar que luego se convirtiera en un gurú para la generación beat, ni tampoco que venciera ese frontal rechazo a su país, residiendo allí hasta el fin de sus días. Un camino que recorrería no tanto por adaptación a la sociedad existente, sino por el encuentro con determinadas personas afines, presentadas a lo largo del libro, que le hace concebir esperanzas de transformación, iluminación y cambios. También constatamos un progresivo alejamiento de la literatura conforme aumenta su atracción hacia la pintura, que se convertirá en su afición más recurrente en las próximas décadas.
Me hubiera gustado que esta traducción magnífica de una obra inédita, e imprescindible para conocer a su autor, hubiera estado acompañada de una introducción o prólogo de acercamiento al personaje y a su obra, que hubiera ayudado al lector a entenderla mejor, dado que la información de las solapas no me parece suficiente. Al margen de esta cuestión, el libro tiene doble valor, literario e histórico. Necesario para entender al siglo XX. Pues no debemos olvidar que las sonoras revoluciones europeas de los años sesenta no dieron frutos sociales constatables, algo que sí ocurrió en esta América vilipendiada, postrada ante el Becerro de Oro capitalista, pero también muy capaz de conseguir igualdad jurídica para sus minorías explotadas gracias al Movimiento por los Derechos Civiles. Que costó sangre, pero sus resultados ahí los tenemos. Por eso esta obra nos va a proporcionar una lectura inteligente, muy provechosa y reflexiva. Necesaria, en definitiva.

viernes, diciembre 27, 2013

Relatos de Sevastópol, Lev N. Tolstói

Trad. Marta Sánchez-Nieves. Alba, Barcelona, 2013. 216 pp. 16 €

Fernando Sánchez Calvo

Tres relatos que son reportajes. Tres semblanzas donde la trama (necesaria) se diluye a favor de la doliente perspectiva (imprescindible). Tres piezas que dejan de ser hermosas leyendas históricas y pasan a ser hechos. Tres caras de la misma moneda que no son literatura, que también, sino periodismo, aunque el autor no lo supiera.
De corte autobiográfico y basados en las experiencias que el autor padeció en la Guerra de Crimea a mediados del siglo XIX, cada uno de los tres relatos que componen este volumen tienen un función clara dentro de él. El primero, "Sevastópol en el mes de diciembre", funciona a modo de prólogo y nos invita a nosotros, lectores, a entrar en ese gran museo que es la guerra. Como si de una cámara cinematográfica se tratase, el narrador nos lleva de la mano por el campamento ruso (tiendas, barracones y demás) que, ingenuamente impaciente, cree que va poder ganar esta batalla contra la alianza que turcos, franceses e ingleses han formado. «No hay que pensar mucho: si no piensas, no pasa nada. Todo lo demás sucede porque lo piensa el hombre» y otras perlas expulsadas por las bocas de unos soldados aún excitados por la orgía de la sangre preconizan, por oposición a la ingenuidad, lo que los otros dos relatos, más ricos y perfilados, confirmarán poco después.
Es el caso de "Sevastópol en el mes de mayo". En dicha pieza, la cámara, el ojo, se centra en el esnobismo, la soberbia y las puras poses de los mandos del ejército ruso. Mientras los soldados rasos luchan por retrasar una derrota más que anunciada, el objetivo del capitán, la milenaria ambición de los oficiales, no es otra que codearse en las escasísimas treguas que otorga el enemigo con el mando que inmediatamente va por encima de ellos en la jerarquía militar. El análisis de cucañistas, lameculos o trepadores es preciso, mordaz y divertidísimo de pura absurda que es la existencia del mando que quiere ser más mando aún, del pobre diablo que si sale alguna vez al campo de batalla es para ver si con suerte lo hieren en combate y así poder ganar una condecoración, del alférez que no llega nada contento al campamento base porque el capitán ayudante también ha regresado y, con ello, le ha privado del placer de contar que ha sido el único oficial que ha quedado en la compañía. Por no hablar del cobarde que se tiró al suelo al estallar una bomba y al levantarse agradeció que no hubiera al lado un soldado para presenciar dicho acto. Por no hablar de las palabras más que dichas y de los hechos poco demostrados. Tolstói se ensaña especialmente como Goya en sus grabados contra la jerarquía militar que a priori debería abanderar valores como el honor o la valentía.
Valores que se defienden curiosamente por un joven entusiasta que llega a Sevastópol en el mes de agosto de 1855. Volodia, ingenuo y temerario como todo buen soldado decimonónico que quiere morir por su patria, desea seguir los pasos de su hermano mayor y para ello se enrola también en el ejército ruso cuando Crimea es ya prácticamente de los aliados. A pesar de la negativa de su hermano y de los consejos de los veteranos, Volodia está dispuesto a entrar en soledad en la batalla. La experiencia no es grata: muertos, sangre, fragmentos de compañeros, miedo a morir y el miedo a que el siguiente de verdad sea uno mismo son los hechos con los que Volodia madura a fuerza de desencantos y de comprobar que la muerte, tantas veces nombrada, es única para uno mismo cuando te encuentras delante de ella. Para el imberbe niño que a veces no supo diferenciar las bombas de las estrellas no le espera otro final que el que ya conoce el lector: por injusticia poética, por caprichos de Tólstoi y porque cuando has vivido la vida de un hombre de sesenta años en veinte, no tiene sentido (real ni literario) seguir viviendo.

jueves, diciembre 26, 2013

En la orilla, Rafael Chirbes

Anagrama, Barcelona, 2013. 440 pp. 19,90 €

Jaime Valero

En unos tiempos como los que corren cabe esperar una cierta proliferación de obras de marcado carácter social que sirvan tanto a modo de radiografía de lo que nos está ocurriendo a nivel colectivo, como para canalizar las carencias y frustraciones del individuo de a pie, al que como siempre le toca pagar los platos rotos causados por los excesos de quienes ostentan el poder. Algo que cobra todavía más sentido en una literatura con una tendencia realista tan marcada históricamente como la española. Quienes antaño plasmaban las profundas heridas dejadas por el cisma fratricida de la Guerra Civil, las penurias económicas y alimenticias de la década posterior o la desolación de los entornos rurales a medida que su población emigraba a la gran ciudad, hoy podrían hacer lo propio con la crisis de los mercados, la degradación de la democracia y el estado de bienestar, o las burbujas financieras (con la inmobiliaria a la cabeza) que han sumido a buena parte de la población en el umbral de la pobreza. El problema de estas obras es, ahora igual que antaño, la credibilidad conseguida por el autor. Cuando nos acercamos a libros que abordan de forma directa, y con un sesgo más o menos ideológico, cuestiones de tan candente actualidad, no podemos dejar de preguntarnos: ¿Se tratará de un oportunista? ¿La visión de este autor me aportará algo o estamos solo ante una estrategia para sacar rédito de los problemas que asolan a la gente? Son preguntas a las que no siempre resulta fácil dar respuesta, aunque hay ejemplos donde la honestidad del autor está fuera de toda duda. Es el caso de Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna, Valencia, 1949), cuya mirada literaria siempre ha estado de parte de los más desfavorecidos, de los olvidados por la sociedad, de aquellos para los que cada nuevo día es una nueva lucha por sobrevivir.
Chirbes comenzó su carrera literaria a finales de los 80 con la publicación de la novela Mimoun, a la que siguieron otros títulos destacados como La larga marcha o Los disparos del cazador. No obstante, su consagración llegaría más tarde con la publicación de la contundente Crematorio (2007), que abordó los años del ladrillazo en la costa mediterránea y que fue adaptada con éxito a una miniserie televisiva. Crematorio es además el antecedente perfecto de la obra que hoy nos ocupa, pues si aquella era el recuento de los excesos, las artimañas y la falta de escrúpulos que caracterizaron los tiempos de la especulación inmobiliaria, En la orilla es el retrato de la miseria y la desolación provocadas por dichas prácticas. El planteamiento narrativo también funciona de una forma similar, con un suceso (en ambos casos, una muerte) que sirve como detonante para dar comienzo a la narración, que pasa entonces a convertirse en un denso prisma compuesto por las vivencias de sus personajes. Chirbes nos acerca a ellos (a Esteban, en el caso de En la orilla, quien se vio obligado a cerrar su carpintería y hace balance de los procesos que dieron lugar a su ruina, familiar y profesional) con una mirada muy humana, con honestidad, sintiéndose cómplice de sus alegrías y sus miserias, consiguiendo que sean algo más que simples arquetipos pensados para denunciar una situación concreta. Esteban, al igual que el resto de personajes que se dejan ver por estas páginas, es un fin en sí mismo, no un medio para que el autor se luzca compartiendo sus lúcidas interpretaciones de la realidad. Es por eso que las novelas de Chirbes funcionan, por eso nos las creemos, por eso tienen un carácter atemporal que seguirá conservando su fortaleza cuando regresen los tiempos de bonanza.
A pesar de esa cercanía con el lector y con los tiempos que vivimos, En la orilla no es una novela de fácil digestión. Chirbes huye de las florituras y basa la belleza de su estilo en la inmediatez, con una forma de expresión que casi nos recuerda a la del relato oral; pero a cambio dota al conjunto de una estructura compleja con continuos saltos entre el presente y el pasado, y numerosos personajes que van dando consistencia al entorno del protagonista. Pasajes densos donde hay que prestar atención para encajar las relaciones que se plantean entre los personajes y poner en orden los acontecimientos que han marcado la vida de Esteban. La digestión también puede ser complicada porque, al igual que Esteban, es probable que durante la lectura volvamos la vista atrás y hagamos recuento de todo aquello que nos ha llevado hasta nuestra situación actual, con el riesgo de que no nos guste todo lo que veamos en el espejo de nuestras vidas.

miércoles, diciembre 25, 2013

martes, diciembre 24, 2013

Las sumas y los restos, Ana Pérez Cañamares

V Premio de poesía Blas de Otero Villa de Bilbao 2012. Devenir, Torrejón de la Calzada, 2013. 136 pp. 12 €

Miguel Baquero

Muchas veces pienso que, igual que si arrimamos las narices a —es un ejemplo— el monasterio de El Escorial sólo vemos un bloque de granito, o si nos acercamos demasiado a un cuadro pongamos de Dalí no apreciamos sino manchurrones de pintura, así la excesiva cercanía temporal con las cosas (las personas, los libros) de los que somos contemporáneos nos engaña respecto a su apreciación. Es muy difícil apreciar un cuadro o captar la verdadera grandeza de un edificio si no retrocedes varios pasos y lo contemplas desde una cierta distancia. Olvidémonos aquí de las alharacas publicitarias, esos espejos deformantes que por norma engordan o estiran o incluso cimbrean los objetos que se le ponen por delante; en general, resulta «extraño», suena «raro» concluir que un libro que acaba de salir y tú acabas de leer, escrito por alguien de tu edad y donde, para colmo, se nombran aspectos de tu vida cotidiana, pueda ser una obra importante y duradera. Nos falta la perspectiva del tiempo, que todo lo va recolocando en su sitio.
Pues bien, pese a todo ello yo opino que Las sumas y los restos, el último poemario de Ana Pérez Cañamares (y que por unanimidad, según reza en el «Acta del jurado» con que se abre la obra, ganó el último premio Blas de Otero), es un libro llamado a permanecer (a poco que la respeten los caníbales de la distribución). Estoy convencido de que en un futuro se seguirá leyendo y que ha ingresado en el exiguo censo de las obras que pueden perdurar. Así lo creo, sinceramente, porque creo que abunda en méritos, en logros; porque creo que es una obra básica, en el sentido de que toca elementos fundamentales, trasciende la anécdota, alcanza la raíz. En el sentido de que nada hay de superfluo, todos los versos tienen, página tras página, una razón para estar ahí.
Y no hablo sólo de razones estéticas —aunque también, y por supuesto: el objetivo al fin y al cabo es, partiendo de la emoción, llegar a la obra de arte—. A este respecto, Ana Pérez Cañamares cuida de la estética de sus versos no mediante metáforas deslumbrantes y que, al fin, no dejarían de tener, como es lo común, un cierto toque efectista. Antes bien, a menudo se sirve de imágenes cotidianas, insulsas en principio, imágenes, por qué no decirlo así, «barriobajeras», como una tormenta en medio de un partido de fútbol, un perro ladrando en un balcón, una lavadora que suena una mañana soleada… destellos en medio de la grisura de la vida corriente, manifiesto continuo de que la poesía no crece exclusivamente en ciertos terrenos ajardinados sino entre las junturas de los edificios y quizás antes que en ningún sitio en los descampados de las afueras de la ciudad. Y junto con esta recolección calma —no agotadora, no fatigosa para el lector— de imágenes sencillas pero significativas, está la musicalidad que la autora ha sabido imprimir a los versos. Las sumas y los restos va «sonando» según avanza, con una música poética que al final, cuando uno cierra el libro, descubre que ha estado ahí prácticamente todo el tiempo, que se ha instalado no sabe en qué parte, ha estado vibrando al fondo, ayudando a que avanzaran los poemas, y ahora la echa de menos. Porque la poesía es emoción, por supuesto, originalidad, sinceridad, desgarro a veces, pero sobre todo es música, y quizás en saber extraer esa música distinta e indefinible está el factor diferencial.
Junto con esta refinada estética, Las sumas y los restos es un libro sobresaliente por la verdad y la humanidad sobre la que está construido. Es un libro verdadero porque, poema tras poema, se va advirtiendo —y hacia el final resulta evidente— que la autora se está desmenuzando ante los lectores, mostrándoles su interior, pero sin ese —de nuevo aquí la contención y la mesura de una poeta en su madurez creativa— exhibicionismo que tantos buenos poemarios ha malogrado. De hecho, el libro al cabo se nos descubre como un trayecto que no solo se anuncia con la progresión de los sucesivos capítulos —que concluyen con «Los tesoros»— sino que ya el mismo título nos pone sobre la pista. El poemario parte de la insulsa realidad, donde todo se suma mecánicamente, y va depurándose palabra a palabra hasta llegar a ese «Los tesoros», a ese «Los restos» que constituye el recuerdo de los seres que un día quisimos, aunque también odiamos, o mejor, despreciamos, porque no se trata de edulcorar nuestros sentimientos, sino de hallar esa autenticidad que pese a todos los golpes del tedio late en el fondo de cada uno, eso que somos nosotros mismos y que quienes nos precedieron nos han ayudado, seguro que inconscientemente, pero movidos de una incomprensible humanidad, a construirnos.
Ese camino, absolutamente poético, de búsqueda del propio germen en el que se interna la autora, y que acaba con unos versos sencillamente esplendorosos: «Vuestras manos / algún día / colgarán de mis brazos», es un camino que acabamos sintiendo como propio, como nuestro también. Un camino que se ha ofrecido, generosamente, a cualquier lector, y del que yo invito a disfrutar a quien lea esto, en la confianza de que, como yo, habrá muchos que piensen hallarse ante una gran autora y ante un poemario excepcional.

lunes, diciembre 23, 2013

Técnicas de Iluminación, Eloy Tizón

Páginas de Espuma, Madrid, 2013. 163 pp. 16,00 €

María Dolores García Pastor

Siete años esperando un libro son muchos años. Ese es el tiempo que ha pasado desde que Eloy Tizón publicó su último libro. Todo ese tiempo han estado esperando sus devotos lectores, muchos de los cuales lo son desde que leyeron Velocidad de los jardines (1992) que se ha convertido en todo un clásico, en un libro de referencia para los amantes del género. Y tras tan larga espera, como es de suponer, las expectativas creadas por la aparición de sus Técnicas de iluminación era muchas.
Reconozco que al acercarme por primera vez a su obra, los dos primeros relatos de esta colección de diez me dejaron algo confundida. Estas dos narraciones bastante poco convencionales, tienen más de poesía que de cuento. Pero pese a que no sabía muy bien a que atenerme, me dejé arrastrar por la lírica que rezuman ambos escritos, por la cantidad de imágenes que el autor crea jugando con las palabras, sugiriendo, seduciendo. Tal vez no acababa de entender su significado porque la forma no me dejaba centrarme en la acción que por otro lado me parecía algo surrealista, inconexa. Pero el pensamiento humano es así. Vuela de un tema a otro, no es una línea contínua ni siempre es racional. Hizo falta una segunda lectura para poder ver ese homenaje que el autor hace a Robert Walser y aquellos paseos suyos por el paisaje suizo, o para seguir el periplo de esa familia en su huída.
Tizón nos cuenta historias sencillas en apariencia que siempre esconden algo más. Una fiesta en la que no se sabe qué pasó, una caja cuyo contenido se desconoce… Da la sensación de que no comienzan por el principio sino que ya están comenzadas, y tampoco tienen un final. El lector debe entrar en el juego que le propone el autor, debe encontrar la pieza que le falta al puzzle, poner en marcha la maquinaria de la imaginación participando del relato de una manera activa. Mientras tanto, el escritor va creando una poética de la cotidianeidad, desgranando su mirada lírica sobre el mundo que le rodea.
En cuanto a los personajes, oimos su conciencia, entramos en su cabeza para ver cómo se enfrentan a las diferentes encrucijadas en las que los coloca el autor. Han de tomar decisiones. Se trata de seres a la deriva que siguen adelante pase lo que pase. La luz aparece como algo físico pero también como una metáfora, la de sentirse iluminado cuando uno decide lo que debe hacer, cuando descubre quién es y cómo va a enfrentarse a una disyuntiva. Y donde hay luz, necesariamente tienen que haber sombras. El claroscuro de la mente, las zonas más oscuras de la naturaleza humana, sus abismos en contraposición o como complemento de esas decisiones que nos ayudan a ver la luz. Tras escribir Velocidad de los jardines el listón quedó muy alto y eso a veces es complicado, puede parecer que es mejor dejarlo así, que cualquier cosa que venga detrás no podrá superar lo anterior. Pero no cabe duda de que, tras leer Técnicas de Iluminación el lector no se siente en absoluto decepcionado. En mi caso empiezo a entender por qué Eloy Tizón está considerado como uno de los mejores cuentistas contemporáneos en lengua castellana.

viernes, diciembre 20, 2013

Antología universal del relato fantástico, Ed. y Prol. de Jacobo Siruela

Varios trad. Atalanta, Girona, 2013. 1.248 pp. 55 €

Julián Díez

No busquen más: aquí está el mejor libro que se va a publicar antes de navidades. El proverbial libro de la isla desierta. Empecemos por el continente: portada de Odilon Redon, papel biblia, formato manejable. El marco perfecto para su contenido: cuentos indiscutibles de los maestros de la literatura más fascinante de los últimos 200 años, de Poe a Borges, de Maupassant a Cortázar, de Dickens a Buzzati. En las mejores traducciones disponibles.
Alguien podrá aducir: ya conozco esos cuentos. Es posible. Pero tal vez no todos; la selección, cuidadosamente, ha dejado de lado en algún caso la elección más obvia para quedarse con otra sólo una pulgada menos conocida y no menos brillante. Y luego están las novedades: yo, que llevo años empollando estas cosas, no había leído nada del excelente Oliver Onions.
Además, aquí están todos juntos, en un libro que coloca a cualquier persona con un mínimo de inquietud por la oscuridad de nuestras almas a solo una chimenea cálida y un sillón de distancia del éxtasis. Y tampoco importa releerlos: como bien apunta Jacobo Siruela para culminar su prólogo: «El buen lector sabe que leer un texto por primera vez es gozar con el asombro, pero la segunda es entenderlo (y disfrutarlo) plenamente». Bien, en el caso de relatos fantásticos es posible que el peso del placer en esa primera lectura sea algo más pronunciado; sin embargo, aquí todos los relatos ya conocidos son tan buenos que no hay lugar a la discusión.
Permítaseme que, dadas las especiales características del acontecimiento, no vaya cuento por cuento: son 55, nada menos. Y, a estas alturas, ¿qué luz puedo aportar yo sobre el "Manuscrito encontrado en una botella" de Poe, "El hombre de arena" de Hoffman, "Vera" de De l'Isle Adam, "El pueblo blanco" de Arthur Machen, "Lázaro" de Andreiev, "Las ruinas circulares" de Borges, "La trama celeste" de Bioy Casares...?
Sólo me faltan, dados los planteamientos con los que Siruela anuncia que se embarcó en la tarea de esta antología, dos nombres: Kafka y Calvino. A cambio, agradezco profundamente la inclusión de Robert Aickman, por el que el editor mantiene una pasión que no puedo sino compartir, y de Fernández Cubas, que es, junto a Pilar Pedraza, nuestra más acreditada aspirante contemporánea a formar parte de ese Olimpo sin desdoro. Y también debo admitir que me sobra algún nombre copetudo que viste mucho pero en realidad sólo se ha acercado al género fantástico de forma tangencial y no tan brillante.
Mención aparte merece el exordio del antologista que encabeza el volumen, y que es una manifestación simultánea de erudición y pasión. En él, Siruela diferencia entre la literatura "de género", la que tiene un propósito fantástico específico, y la que «proviene del desenvolvimiento del arte mismo», que es la que protagoniza esta antología. Este es el único punto en que no puedo manifestarme de acuerdo con su apasionada defensa de estas temáticas: al separar el género puro, por mucho que manifieste disfrutarlo, está admitiendo tácitamente una inferioridad. Sin mencionar la incoherencia: Aickman y Lovecraft, por ejemplo, son género sin tapujos y sí merecen su inclusión. Y Nerval, Le Fanu o Villiers de L'Isle-Adam no eran otra cosa que unos frikis avant la lettre,
Como castigo, personalmente, y si es que sirve de algo mi veredicto, le condeno a la labor de llevar a cabo otra antología de iguales características. Y que en ella se incluyan esos relatos que dice haber disfrutado igualmente y que ahora no ha querido albergar. Creo honestamente que con Stoker y Ligotti, con Jean Ray y Leiber, con Brown y Gorodischer, saldría otra antología de rechupete que posiblemente sorprendiera a muchos más lectores. Yo, por mi parte, me comprometería en ese caso a llevarme dos libros a la isla desierta si es que alguien me paga el viaje.

jueves, diciembre 19, 2013

El libro de la señorita Buncle, D. E. Stevenson

Trad. Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. Alba Editorial, Barcelona, 2012. 384 pp. 22 €

Victoria R. Gil

Olvídense de sombras eróticas y de sedientos vampiros. Renuncien al palimpsesto que guarda el secreto de la Atlántida y al crimen congelado en la tundra más inhóspita. En El libro de la señorita Buncle sólo encontrarán a una insignificante solterona de mediana edad, un típico pueblo inglés con su párroco, su médico y su coronel retirado, y una lectura refrescante y encantadora donde parece que no sucede nada, pero ocurre de todo: romances, engaños, secuestros, personalidades ocultas… Material suficiente para que la señorita Buncle escriba varias novelas, aunque ya con la primera provoca tal cataclismo social en Silverstream que nada volverá a ser igual para sus vecinos.
El argumento de El libro de la señorita Buncle no puede ser más simple: en medio de la recesión económica que marcó el periodo de entre guerras del siglo XX, la Barbara Buncle del título se esfuerza por aumentar unas rentas cada vez más exiguas escribiendo una novela. Dada su escasa imaginación, como ella misma admite, no se le ocurre más que inspirarse en la realidad de sus vecinos y amigos, a quienes convierte en personajes de un libro que radiografía con certera precisión esa burguesía rural cuya vida discurre con aparente placidez.
Ni el pseudónimo masculino —un obvio John Smith— que previsoramente decide usar cuando publica su obra ni los nombres ficticios tras los que enmascara a sus conocidos logran evitar que, con el inesperado éxito de la novela, el pueblo entero se indigne al reconocerse en el retrato cómico y, sobre todo, inmisericorde que desvela secretos y mezquindades sin ningún pudor.
Su lectura ejerce una influencia tan poderosa que consigue cambiar la vida del Silverstream real, mimetizado con su alter ego, el imaginario Copperfield, además de provocar una caza más tenaz que la del zorro: la del autor de ese libro que ha caído sobre el pacífico pueblo «como una bomba venenosa». Y al igual que la jauría sigue el rastro de su presa, el pueblo antes pacífico se une para «descubrir al autor de este sacrilegio (…), obligarlo a salir de su madriguera como a una rata y castigarlo severamente, para que sirva de ejemplo al mundo». ¿Su pecado? Haber escrito un libro que en opinión de sus involuntarios protagonistas representa «una amenaza mortal para la sociedad» y socava «los cimientos del estilo de vida inglés». Por suerte para la señorita Buncle, tan sorprendida por las ventas de su novela como por la airada reacción de sus vecinos, en esta caza de brujas nadie repara siquiera en ella. ¿Quién podría imaginar que una anodina y desaliñada solterona, que no destaca precisamente por su inteligencia, fuese capaz de ver más allá de lo evidente y realizara observaciones tan ajustadas que cada personaje recreado se ve reflejado como en un espejo?
El libro de la señorita Buncle comparte el mismo espíritu burlón de obras como El gran día de la señorita Pettigrew, de Winifred Watson, y La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons, publicadas todas ellas en el periodo europeo de entre guerras y en las que, siempre desde el humor, se cuestionan la hipocresía social y los roles establecidos. También como ellas, su protagonista es una mujer convencional sólo en apariencia, capaz de diseccionar el mundo que le rodea desde el ingenio y la farsa.
Esta novela es, no lo duden, un delicioso entretenimiento, pero también un muestrario de las miserias humanas que tanto nos definen, sea en un pueblo inglés, en la estepa castellana o en la urbe parisina.
La editorial Alba recupera con la publicación de este libro casi costumbrista a la autora escocesa Dorothy Emily Stevenson, prima de Robert Louis Stevenson y muy popular en Gran Bretaña y Estados Unidos, pero inédita en nuestro país. Con la creación en 1934 del personaje de la señorita Buncle, la escritora alcanzaría un gran éxito que repetiría con cada nueva obra, incluidas las dos continuaciones de El libro de la señorita Buncle, la primera de las cuales —El matrimonio de la señorita Buncle— ha publicado también Alba Editorial.

miércoles, diciembre 18, 2013

En tierra de lobos, Luis García Jambrina

Ediciones B, Barcelona, 2013. 216 pp 16 €

Ángeles Prieto Barba

Ciertamente, los numerosos fans del ya prestigioso investigador criminal don Fernando de Rojas, nos hemos visto gratamente sorprendidos porque le haya salido una “paredra” como esta en época contemporánea. Ya no está solo. Pues todos aquellos que considerábamos sin duda, que el personaje creado por Luis García Jambrina (Zamora, 1960) era un adelantado a su época, finales del siglo XV, nos hemos encontrado ahora con esta intrépida Aurora Blanco, agraciada imitadora con tacones, que husmea con idéntico valor y desparpajo los bajos fondos de la postguerra para descubrir a un asesino de prostitutas nada menos. Y es que esta última novela del profesor Jambrina, siempre muy lejos de toda fatuidad académica, no sólo comparte autor con las dos anteriores, es que tiene mucho en común con ellas. Por ello, considero que su lectura debería ser emprendida por los seguidores de la serie anterior con entusiasmo, pero además, servir para que se sumen o incorporen nuevos lectores.
En cuanto a su génesis, el propio autor nos confiesa haberse inspirado en un personaje real muy admirado por su abuelo, Margarita Landi. Una rubia teñida de ojos inteligentes, a la que recordamos fumando en pipa, que trabajaba para un periódico de sucesos pleno de morbo: El Caso. Semanario que desde 1952 hasta 1987 sirvió para conjurar temporalmente el aburrimiento y las telarañas mojigatas de aquella época gris. Como viuda joven, diplomada en criminología y conductora de un descapotable, Margarita Landi no se arredraba a la hora de plantear hipótesis y resolver casos espeluznantes, en parte por su intrepidez, pero también porque disfrutó siempre de magníficas relaciones con aquellas temidas fuerzas del orden que le suministraban informaciones valiosas. De este modo, y con estos datos biográficos, Jambrina ha compuesto un personaje bastante fiel al original que imita, en una trama ciertamente entretenida acompaña por personajes singulares y pintorescos como Emilio el camillero, aunque no seamos forofos, como es mi caso, de la novela negra y policiaca al contrario que mi propia abuela, otra fiel admiradora irreductible de esta increíble señora.
Uno de los grandes aciertos del libro es abordar la postguerra con mucha lucidez y un constante humor sano y no crispado, con la ironía justa para que percibamos con nitidez la censura o las injusticias sociales, bien presentes en la novela, pero sin que la crítica al sistema se convierta en el tema principal de la misma. En absoluto. Porque lo que nos conduce gratamente hasta el final es la trama dosificada con oficio, además de compartir con el autor una debilidad sentimental insoslayable, presente en todas sus novelas, como es el amor hacia esa Salamanca que enhechiza. De hecho, bien podríamos decir que esta novela continúa las anteriores porque constituye otro claro homenaje a la Atenas castellana. Es por ello que Aurora Blanco se adentra en su barrio chino para que la conozcamos mejor, haciéndonos ir más allá del fastuoso escenario ya vislumbrado por todos de Plaza Mayor, iglesias, conventos y palacios.
Es sólo que al cerrar el libro con provecho, nos asalta la duda y una irritante cuestión queda en el aire, ¿continuará el autor con Fernando de Rojas, culminando siquiera una trilogía gloriosa, o seguirá embarcando a doña Aurora en peligrosos y turbios menesteres? Porque mucho me temo que con el simpar García Jambrina nunca se sabe.

martes, diciembre 17, 2013

El prestamista, Edward Lewis Wallant

Trad. y Prol. Eduardo Jordá. Libros del Asteroide, Madrid, 2013. 384 pp. 21,95 €

Pedro Luis Ibáñez Lérida

La literatura en ciertas ocasiones, nos reporta a los lectores un estado de plenitud ciertamente inefable que crece sordamente en nuestro interior conforme la lectura va precipitándose como llovizna o calabobo. En esa relación, no transcurren demasiadas páginas para tener conciencia de que nos enfrentamos a una obra de mayor o menor entidad. Sin embargo ese estado de gracia lectora del que hablo, no se halla salvo con aquéllas que nos sacuden de pies a cabeza en grado suficiente para perseverar en la lectura, colmarla de satisfacción y calmarnos la ansiedad degustándola, antes de consumar el expectante final. Eso es lo que sucede con esta obra. El prestamista, de Edward Lewis Wallant deja intacta las vestiduras sociales de los personajes que palpitan en sus páginas, para incursionar en los habitáculos oscuros de la conciencia. Las tragedias individuales que deambulan precipitadamente por la casa de empeños regentada por Sol Nazerman, perfilan las coordenadas existenciales de la exclusión. Atracados sobre el mostrador como barcos desvencijados, muestran las inútiles pertenencias o los objetos robados para ser ponderados por el taciturno judío o por su ayudante y aprendiz, el extrovertido hispano Jesús Ortiz. Nos encontramos en la calle 125, de East Harlem, barrio neoyorquino. La vida que retrata el autor nos produce cierto desasosiego. Trazas de un tiempo de miseria y desolación, encarnado en los rostros difuminados de una clientela que es ajena al drama que vive en silencio el tasador. Comercian el valor de la inutilidad de los utensilios que portan como si fuesen exvotos, pues el propio prestamista se considera así mismo un cadáver en pie. En cierta manera son restos del naufragio de sus vidas, que depositan en aquel lugar donde "todos los relojes zumbaban o marcaban el tictac de un tiempo anónimo". Es el tiempo sin acontecimientos, sin vida.
El pasado vomita dolor. Un dolor soterrado en la memoria infame que persigue implacablemente a Sol Nazerman. Apenas le deja conciliar el sueño que, en no pocas ocasiones, se transforma en pesadilla. Y en la que describe con pasmosa naturalidad el horror de los campos de exterminio nazi. En los que murieron, entre otros, 6 millones de judíos. Escenas en las que el pavor se clava con punta de acero y sentimos que algo se retuerce dentro de nosotros. Allí perdió a su esposa e hijos. Allí olvidó seguir viviendo. Sobre sus hombros descansa la tormenta de la que no puede guarecerse ni encontrar alivio. La tristeza se ha instalado de forma permanente en su día a día. De esa manera sobrevive, sin vocación de futuro, sobrepasado por la culpa que rumia constantemente por no haber muerto también. No hay expiación posible. De ahí que reflexione de forma descarnada sobre la realidad que le consume. Es consciente de ello, pero es áun mayor la desesperanza.
Los penosos recuerdos van trenzando el carácter adusto, severo y desdeñoso que emplea con sus clientes, con su familia, con el mundo. El espanto que experimentó en sus propias carnes, le hace desconfiar de todo y de todos. «Ojalá la tierra tenga suerte y todos sean estériles», reprocha a sus clientes a quienes no aguanta y de quienes se ríe con mandíbula fúnebre. La risa desquiciada de quien transita por una locura pasajera. Es la consumación del mal. La risa del diablo. Es la horrenda evocación del historiador checo Otto Dov Kulka, cuando describe los recuerdos infantiles de su paso por Auschwitz y que dan título a su reciente obra, Paisajes de la metrópoli de la muerte.
Ejerce su tópico oficio en tal estado de bancarrota emocional que no le permite mantener una mera equidistancia moral con el delito ni recuperar su vocación académica ejercida en la Universidad de Cracovia antes de la guerra. Se encuentra atrapado por la total y absoluta indiferencia frente al presente más inmediato, y con un obsesivo empeño en preservar su intimidad. Entonces se alía con Alberto Murillio, un gánster que campa a sus anchas, que lo utiliza para el blanqueo de dinero. Aunque Nazerman tiene una visión muy personal de esta relación y el beneficio económico que contrae, con el que costea su casa en un barrio residencial donde guarda distancia con el resto de la mundo. Y en la que se hospeda con la familia de su hermana Bertha, a la que ayuda económicamente. La relación con éstos es practicamente inexistente, «La simpatía resbalaba de aquel hombre como agua por la porcelana╗. Su carácter huraño rehuye de las poses educadas y artificiales de los que componen su círculo de parentesco, en su afán de obviar el pasado y asentarse definitivamente en la sociedad norteamericana. Edward Lewis Wallant es un perspicaz contador de historias que hurga con sapiencia en la sensible definición que cada ser proyecta para sí y los demás. La contenida expresión es precisa y ajustada para condensar emoción y reflexión, no sin cierto preciosismo psicológico que transmite subliminalmente. Se nutre de una observación milimétrica sobre el acontecimiento íntimo de los personajes. La atmósfera de sus descripciones expresa la presencia poderosa de sus protagonistas. Nos atropella con la aparente, recurrente y vehemente intromisión al condensar estilo y naturalidad. Apenas sin esfuerzo acomoda al lector, de forma y manera atenta y minuciosa, en la parte velada de los personajes. Una vez adentrado en ellos, se intensifica el proceso de absorción. La lectura evoluciona con sus propios enigmas que incorporamos inconscientemente para sí. He aquí la grandilocuencia de un trabajo literario que brota en la sedienta pupila del lector como alfaguara.
Preciada y definitiva obra en la que culpa y expiación sobrevuela cada uno de los universos humanos que la componen. La revitalización del presente no encuentra acomodo mientras el pasado pese como la losa de una tumba, y mantenga su indeleble marca en el destino de cada ser humano. El superviviente del genocidio judío no concibe que la vida le haya dado la oportunidad de continuar disfrutando de cada amanecer. Los recuerdos se amontonan como túmulo de cadáveres y disponen esa pregunta sin respuesta ni compasión que martillea sus sentidos. El sufrimiento se resiste a cicatrizar. Es carne viva pero tumefacta. Sólo la humilde dimensión del ser humano en aceptar su fragilidad, logra resquebrajar la piedra en que convierte su corazón y restañar las profundas heridas que lo desangran.

lunes, diciembre 16, 2013

Por si se va la luz, Lara Moreno

Lumen, Barcelona, 2013. 328 pp. 17,50 €

José Miguel López-Astilleros

Esta novela aparece en un momento en que la crisis económica actual está induciendo a algunos a buscar oportunidades de supervivencia en el entorno rural, desengañados de las grandes ciudades, cada vez más agresivas. Dicha circunstancia hará que el lector de hoy se sienta cercano a su planteamiento inicial, aunque este nos parezca sólo un pretexto para dar la palabra a un puñado de personajes, mostrarnos su interior con minuciosidad y deleitarnos con un lenguaje poético en su mayor parte amable, aunque no exento en ocasiones de una cierta ironía, que podríamos llamar blanca, sin desgarros cáusticos.
Una pareja compuesta por dos treintañeros, Nadia y Martín, ella artista y él investigador universitario, ha llegado a un pueblo de la mano de una enigmática organización, de la que no sabremos nada concreto a lo largo del libro, done apenas hay agua corriente y luz (de ahí el título) y unos cuantos habitantes. Aquí se encontrarán a otros cinco seres humanos, dos, los más ancianos, llevan allí toda la vida, y los otros tres llegaron antes que ellos. A pesar del casi aislamiento del resto del mundo y la soledad en que viven unos respecto a otros, tendrán necesidad de relacionarse entre sí para sobrevivir, lo cual dará lugar a análisis minuciosos de la condición humana en una situación que supone una vuelta a lo elemental, a lo primigenio.
La estructura externa consta de dos partes y un breve epílogo, la primera se titula “Invierno” y la segunda “Verano”, subdivididas en secciones narradas en primera y tercera persona cada una por separado, que no se catalogan como capítulos tradicionales, sino como apartados visiblemente diferenciados. El punto de vista adoptado, como queda apuntado, es el de la primera persona, en la que cuatro personajes toman la voz (Martín, Nadia, Enrique y Damián) para hablar de sus vidas, de las de los demás y para dejarnos reflexiones sobre la vida, el amor, la muerte, la poesía o el arte, entre otros temas. Esta técnica pretende ofrecer una perspectiva múltiple y una interiorización más profunda, y cómo no distribuir la materia narrativa, conjugada a su vez con la intercalación de secciones en las que predomina la tercera persona de un narrador omnisciente, focalizadas la mayor parte de ellas en uno o dos personajes, aunque puedan aparecer más. El resto de los personajes, Elena, Ivana y la niña Zhenia, no gozan de la autonomía y la personalidad de los demás al escatimárseles una voz propia, que no esté mediatizada por los otros o por el narrador omnisciente. Un hecho singular es que hay cuatro personajes femeninos, pero sólo uno de ellos interviene en primera persona, Nadia, quien no por ello dejará de encarnar al papel de mujer débil y sensible, a quien su pareja, Martín, ha de cuidar y proteger, y a la cual él mismo caracteriza en la página 206 como alguien que lucha contra la fidelidad obsesiva que le prodiga a los que ama, ¿quizás como rasgo de debilidad?
Los personajes son seres solitarios, aislados, con un sentimiento de extrañeza tanto por el medio en el que viven, como por quienes conviven en su entorno. Los protagonistas que vertebran el libro son Nadia y Martín, representan el fracaso de una sociedad que busca otra oportunidad lejos de su ciudad, una ciudad que ha sufrido algún tipo de hecatombe apocalíptica, según se nos sugiere, pero que no se nos explica. En el lado opuesto están Elena y Damián, dos ancianos que simbolizan (aunque esta expresión no sea del todo exacta) la persistencia de las antiguas formas de vida rurales, ella subsiste principalmente gracias a la cría de animales domésticos, y aporta la experiencia de la muerte a través de ellos, entre otras cosas; él, en cambio, simboliza la agricultura, el que enseña a los jóvenes a cultivar la tierra para sobrevivir. Enrique, por el contrario, pivota entre el mundo de aquellos y el de estos, puesto que llegó antes de ellos. De todos modos, pensamos que el verdadero protagonista es el lenguaje poético utilizado, aunque a veces asfixia lo narrativo, haciendo que el argumento y la intriga se vean menoscabados.
Por si se va la luz será bien acogida, sobre todo, por aquellos que gusten de ensimismarse en el lento paladeo de las palabras, más que por quienes busquen una trama sólidamente urdida. Esta primera novela de Lara Moreno es un buen punto de partida para las que vendrán, ya que posee dos ingredientes indispensables para hacerlo posible, lenguaje y sensibilidad.

viernes, diciembre 13, 2013

Tres veces al amanecer, Alessandro Baricco

Trad. Xavier González Rovira. Anagrama, Barcelona, 2013. 104 pp. 13,90 €

Ignacio Sanz

En una de sus anteriores novelas, Mr Gwyn, Baricco aludía a una obra titulada precisamente así, Tres veces al amanecer. Pero, que sepamos, entonces no existía la obra, no siquiera como proyecto remoto, se trataba de un mero título ficcionado. Imagino que ese título habrá ido escarbando en la imaginación del escritor hasta cristalizar en estas tres historias independientes, tres novelitas livianas o, si se quiere, tres cuentos largos, muy dialogados y rebosantes de inteligencia y destreza narrativa.
Las tres historias parten del mismo escenario y parecida hora para su desarrollo. Se trata de tres hoteles al filo de la madrugada, hoteles de medio pelo o incluso, a juzgar por la reacción de uno de los personajes de la última historia, un hotel decididamente sórdido donde la cochambre se hace tan presente que los impele a escapar. Se supone que la ciudad o las ciudades donde están los hoteles son ciudades provincianas. Qué hermosa la descripción de la luz, los matices que la luz adquiere con la llegada de la aurora. Las tres historias nos presentan personajes extravagantes que solo pueden ser habitantes de la noche. Esos mismos personajes quedarían eclipsados a la luz racional del mediodía. Resulta curioso lo que la noche puede dar se sí como imán para situaciones estrafalarias de una fauna esperpéntica.
El personaje principal de la primera de las novelitas es una mujer de mediana edad, bastante descarada, que llega al filo de las cuatro de la madrugada al amplio vestíbulo de un hotel de una elegancia deslucida donde un hombre duerme arrellanado en un sofá. A partir de ahí llega el desconcierto, un desconcierto que va creciendo para asombro del lector.
La segunda novela arranca con la llegada de una pareja de jóvenes al hotel. La chica es deliciosa. Así la describe el portero. ¿Qué hace esa chica deliciosa con un macarra estúpido como ése?, se pregunta el portero. Y ahí comienza la acción y la intriga que, de nuevo, empuja de desconcierto en desconcierto al lector.
La tercera historia nos presenta a una mujer madura y a un adolescente durmiendo en la misma habitación. La mujer podía ser su abuela, así se lo dice ella al chaval. Acaba de consumarse una tragedia unas horas antes en un lugar no muy alejado del hotel. Pero la tragedia queda ahí, latente, lo que importa es que va a suceder a partir de ahora. El chico es muy curioso y pregunta. Y la mujer, una poli gorda, asqueada de la cochambre del hotel, coge al chaval, lo monta en el coche y se marchan camino de la costa en plena noche. Así, en el diálogo se van estableciendo complicidades y descubrimos una parte de la tragedia y un pasado rico en afectos y sentimientos en la vida de la mujer. Desconcertante.
Las descripciones son tan minuciosas que uno tiene la sensación de estar viendo una película. Supongo que no sería extraño ver este libro convertido en cinta. En fin, levedad, ligereza y maestría. Podría haberse quedado en un mero ejercicio de estilo, dado el punto de partida. Pero no. El genio ha vuelto a las andadas. Otra vez Baricco nos sube a lo más alto. Tres novelitas livianas en las que queda patente la destreza narrativa de uno de los grandes maestros europeos contemporáneos.

jueves, diciembre 12, 2013

La infancia de Jesús, J. M. Coetzee

Trad. Miguel Temprano García. Mondadori, Barcelona, 2013. 271 pp. 17,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

No padezco ningún efecto secundario, mantengo mis constantes, por el momento. Para comenzar, para qué esperar más, lo confieso: La infancia de Jesús me ha gustado. Es más, me parece una novela interesante, arriesgada en algunos momentos, en la que encontramos a un Coetzee diferente o que se atreve a ofrecernos una nueva versión de él mismo. Lo he dicho, sí, me ha gustado.
Muchos lectores hemos llegado a La infancia de Jesús con excesivas cautelas, previendo hecatombe, engaño y demás. En esta ocasión, las críticas, reseñas y recomendaciones, especialmente las procedentes de algunos autores relevantes de la escena literaria española, no han estado del lado del Nobel sudafricano. Más bien, todo lo contrario. Debo de reconocer que sólo influyen en mi acercamiento a una novela determinados críticos, y no me refiero únicamente a las críticas que podríamos calificar como positivas. Es decir, que a ciertos críticos no le guste determinada novela se transforma en curiosidad, por lo menos, y hasta en una auténtica recomendación, así haya sido el grado ensañamiento por parte del susodicho.
En cierto modo, la obra de Coetzee es muy difícil de valorar, raramente ha conseguido la unanimidad de crítica y lectores. De hecho, es frecuente encontrarte con otro lector que te señala cimas literarias de Coetzee muy diferentes a las que tú mismo puedes señalar. En el caso concreto de La infancia de Jesús, yo la situaría en la gama media, aunque si considerase a Elizabeth Costello en esta misma gama, el título que hoy nos ocupa sería gama alta, o baja si creyese que Hombre lento o Desgracia son gamas medias. En definitiva, no considero a La infancia de Jesús entre los grandes libros de Coetzee, pero eso no impide que la catalogue como una estupenda novela.
Es más, creo que es de agradecer que un autor como Coetzee, cómodamente instalado en el olimpo literario, con su Nobel y demás trofeos en las estanterías, se atreva a estas alturas de su trayectoria en ofrecernos una obra tan diferente a las que nos tenía acostumbrados. Que asuma riesgos, hasta el punto de generar la controversia, incluso entre sus lectores más fieles o entre los críticos más reconocidos.
Hay quien ha calificado esta novela como una sátira, como una crítica malvada, como una burla o como un remake bíblico; hay quien ha llegado a calificarla como una pesada broma, y puede que haya algo de todo eso, pero entendido como un juego o fabulación del propio autor. Porque, por encima de todo, La infancia de Jesús es una fábula. Sí, una fábula, eso que suelen hacer los narradores cuando ejercen de narradores. Una fábula, entre bíblica y postapocalíptica, que se vale de un niño y de un adulto para contarnos una historia de peregrinación, de búsqueda de una nueva vida, en un mundo diferente y desconcertante, donde, curiosamente, hablan español. Vaya por delante que no todas las novelas protagonizadas por un niño y un adulto son “versiones” de La carretera.
La infancia de Jesús cuenta con pasajes desconcertantes, situaciones que sólo son lógicas en ese nuevo mundo; es muy complicado acertar con el siguiente paso, con el devenir de la narración. Y, sin embargo, es una novela extrañamente emotiva, conmovedora si conectas con la historia y te dejas llevar por ese desgraciado niño sin conciencia de su desgracia y ese adulto solidario sin pretensión de ofrecernos una lección de solidaridad.
Burla, broma, fábula, y una novela, por encima de todo. También cabe la posibilidad de que Coetzee no haya intentado nada de eso con La infancia de Jesús, y que se haya limitado a escribir una novela sobre un mundo ignoto, donde se habla español, y David ayuda a Simón a buscar a su madre, y solamente eso, y nada más, sin paralelismos, sin remakes. ¿Y si no se trata de un juego? ¿Y si es sólo eso?

miércoles, diciembre 11, 2013

El discípulo del diablo, Shiro Hamao

Trad. Rumi Sato. Satori, Gijón, 2013. 136 pp. 16 €

Juan Laborda Barceló

Dos textos breves componen esta singular obra de Shiro Hamao. Uno comparte título con el volumen ahora editado y el otro es el inquietante "¿Fue él quien les mató?" La Editorial Satori acostumbra a acercarnos unas obras que, con gran acierto, nos dejan percibir entre sus páginas una mínima y sugerente parte del alma japonesa. La esencia de ese pueblo complejo, esteta y espiritual, llega a nosotros a través de una selección de sus mejores letras. En el presente caso, se introduce una novedad que los amantes del género negro apreciamos especialmente. La aparición en nuestro mercado de una obra negrísima, pero marcada por las características exóticas de la cultura nipona, resulta un regalo para el lector.
Shiro Hamao es un verdadero personaje de novela: Vizconde, profundo conocedor de la psicología criminal, fiscal durante cuatro años del distrito de Tokio y posterior escritor de gran repercusión. Estuvo vinculado a la vida política de su país y murió sin haber cumplido los cuarenta, siempre pendiente de lograr un tiempo precioso para ampliar su reducida y brillante obra. Tales cuestiones no son meramente anecdóticas, sino que establecen una profunda influencia en sus escritos. En concreto, El discípulo del diablo parte de un criminal que ya ha sido condenado. Éste le cuenta los detalles del crimen a un fiscal con quien tuvo, en sus años de juventud, una relación cercana. La fórmula es la de epístolas que poco a poco van construyendo una realidad, como si fueran martillazos cincelando el mármol. La perversión, el deseo no satisfecho, la crudeza de una vida malgastada y la rabia de una sociedad que no se halla a sí misma, son conceptos que se repiten a lo largo de esta curiosa obra de equívocos, envenenamientos y errores garrafales imbuidos de efectos de severas drogas. Cultura, inquietud, resignación y maldad van de la mano en esta historia quebrada, llena de planos de lectura y de matices ocultos. La perspectiva, como si del cine de Akira Kurosawa se tratara, juega un papel muy importante en ambas obras criminales.
"¿Fue él quien les mató?" No es más que un nuevo ejercicio de estilo. El misterioso asesinato de una pareja noble y la condena del principal sospechoso, no son otra cosa que las curvas visibles de un sinuoso camino. Dicha senda se moverá entre las pasiones soterradas, los matrimonios de conveniencia, los devaneos amorosos (casi cortesanos) y las enigmáticas partidas de Mahjong, que esconden entre sus fichas maniobras mortales. La perspectiva, combinada ahora con el sentido del honor y de la vergüenza, juega malas pasadas a un protagonista dispuesto a inmolarse en un terrible crimen tan sólo para resarcir su orgullo herido.
Las obras de género, arraigadas en una cultura tan rica como la japonesa, nos muestran las entrañas de los individuos sin complejos ni culpas, pero desde un prisma especial. Quizá sea ésta una de las virtudes de la propia novela negra, investigar las miserias del hombre, sea cual sea su procedencia. En este sentido destacan unas interpretables referencias al canibalismo como fórmula dominadora definitiva del ser, el papel del azar en la ejecución de un crimen o el despecho final de un amante que pierde su puesto en los juegos sensuales de su amada.
Menos motivos serían más que suficiente para dedicarle un rato a estas dos novelas en una que nos ofrece Satori. No dejen pasar la oportunidad de bucear en las entrañas del alma japonesa.

martes, diciembre 10, 2013

De la A a la Z de un pianista. Un libro para amantes del piano, Alfred Brendel

Trad. Jorge Seca. Ilust. Gottfried Wiegand. Acantilado, Barcelona, 2013. 146 pp. 12 €

Nabor Raposo

A mediados de 2012, la revista australiana Limelight (especializada en artes y música clásica) realizó una votación entre jóvenes y consagrados pianistas de todo el mundo para dirimir la lista de los diez mejores de la historia. Pese a que la crítica rigurosa suele mostrar su más enérgico rechazo a las acciones de esta índole, sabedoras de que, por norma general, poco o nada aportan a la disciplina –mas allá de generar la controversia necesaria para rellenar revistas y venderlas mejor–, lo cierto es que la clasificación resultante tras el muestreo parece que es, a juicio de los propios músicos, bastante atinada. Hay, cómo no, reproches más o menos justificados a la lista (casi todos están ya muertos, no hay ninguna mujer; por otro lado, hay compositores de piano como Liszt o Chopin, o virtuosos como Clara Schumann, que no dejaron grabaciones), pero lo cierto es que todos los que figuran en el escalafón son artistas completos y alcanzaron la celebridad. En la octava posición figura Brendel.
De vocación tardía y prácticamente autodidacta, Alfred Brendel (1931) tomó clases en su juventud con Edwin Fischer. Más tarde sería el primer intérprete en completar la grabación de los solos para piano de Beethoven, incluyendo sus famosas 32 sonatas. Retirado de los escenarios desde 2008, compaginó durante años su faceta de concertista con la de docente para dedicarse finalmente a la Literatura y las conferencias, donde hoy hace gala de un proverbial sentido del humor. Desde hace cuarenta años vive en Londres, aquejado de una sordera que avanza paulatinamente y empaña irónicamente su gloriosa senectud.
Quien busque en De la A a la Z de un pianista una especie de diccionario técnico sobre piano, tiene en sus manos el manual equivocado. “Este libro destila lo que, a mi avanzada edad, tengo que decir sobre la música, los músicos y los asuntos de mi oficio”, apunta el autor en las primeras líneas del Prefacio. Y, aunque casi con toda seguridad, sea imposible recopilar en un volumen todo lo que éste tenga que decir sobre la música, los músicos y otros asuntos, lo cierto es que el libro recoge unas cuantas claves para interpretar el universo pianístico de toda una institución como Brendel, bajo un prisma muy original y casi siempre acertado.
Este particular vademécum aborda, en resumen, una exposición crítica tanto del arte de la interpretación (que considera como «una especie de sala de espejos deformantes») en su conjunto, como de algunos aspectos puntuales de la misma («tocar las octavas con la mano izquierda es un error muy habitual»). Sin abrazar del todo aquel academicismo estricto propio de las lecciones de piano, Brendel se desliza con una elegancia sublime hacia el consejo y la sugerencia como lo haría un maestro del zen («Los acordes pueden iluminarse desde dentro»; «el piano puede cantar siempre que el pianista así lo desee y sepa cómo hacerlo»; «una apropiación mutua que puede llegar tan lejos que la pieza interprete al intérprete»). Sin embargo, no le resultará fácil al neófito comprender ciertos detalles técnicos, muy complicados de seguir para los no iniciados, en algunos pasajes puntuales de la obra (cuando explica, por ejemplo, que el tempo blanca = 138 para el primer movimiento de la Sonata Hammerklavier de Beethoven es precipitado, en alusión a las indicaciones de metrónomo de algunos compositores). No obstante, el lector también podrá emplear estas páginas como una inmejorable herramienta para complementar o acceder a una deliciosa cultura musical. El libro está plagado de referencias a los más grandes compositores de música clásica de la Historia y sus obras más importantes; no en vano, y salvo Chopin –como bien apunta Brendel–, ninguno de ellos canalizó el conjunto de su obra como una serie de escrituras exclusivas para piano. Si bien el autor nunca pierde de vista las aportaciones que los grandes genios hicieron a su instrumento, se deshace en elogios hacia los Bach («el gran maestro de la música en todos los instrumentos de teclado»), los Mozart, los Beethoven, Liszt («un soberano romántico, él –y sólo él– abre el horizonte de todo lo que puede ofrecer el piano»), Schumann (cuya Fantasía en do mayor constituye «el símbolo del alma del piano») o el propio Chopin y sus Veinticuatro preludios, «una cumbre absoluta de la música para piano». Será responsabilidad última del lector detenerse en el mera lectura del programa o, por el contrario, explorar el territorio musical que tan desinteresadamente se le despliega para cultivar un buen porcentaje de excelente crianza.
Al margen de todo lo anterior, tal vez sea necesario apuntar una circunstancia que en ningún caso puede atribuirse al descuido. A pesar de que, entre todas las palabras que se desgranan a modo de diccionario, podemos en efecto encontrar una buena nómina de compositores, se echa en falta, quizá, la presencia de algún intérprete en la lista. Cierto es que se cita a Fischer, Kempff, Schnabel o Cortot, pero únicamente para señalar las grabaciones de referencia que existen sobre las obras canónicas escritas para piano. [Nota importante: los cuatro pianistas mencionados forman parte de la lista de Limelight. No hay rastro, en el presente volumen, de quienes ocupan las tres primeras posiciones: Rachmaninov, Horowitz y Richter. Brendel votó por Cortot.]
Por último, cabe señalar que, como no podría ser de otra forma, también hay espacio en el libro para las reivindicaciones personales (el papel fundamental del humor: «a la música se le concede el suspiro, pero no la risa»); sus gustos, sus vicios, las filias y las fobias: entre éstas últimas, el lector descubrirá su manifiesto disgusto hacia los intérpretes que toman “las obras maestras como materia prima para sus propias divagaciones” o la situación de algunos pianistas jóvenes, que sólo llegarán «a alcanzar su nivel óptimo entre los cuarenta y los sesenta [años]», y cuyo peligro «consiste en una arrogancia que no se corresponde con la responsabilidad musical». Quien conozca medianamente la trayectoria del maestro, no tendrá dificultades para personalizar con nombres propios algunas de estas aversiones y antipatías.

lunes, diciembre 09, 2013

Pan, educación, libertad, Petros Márkaris

Trad. Ersi Marina Samará. Tusquets, Barcelona, 2013. 256 pp. 18 €

Fernando Sánchez Calvo

He empezado a leer a Petros Márkaris por el final, es decir, por su última novela, con lo cual, si somos coherentes, la primera reseña que deberé escribir tiene que ser también la de su último título: Pan, educación y libertad. A continuación publicaré en este mismo blog Liquidación final y ustedes mismos llegarán al origen de todo este proceso por su propia cuenta y sin recomendaciones del que aquí escribe en el caso de que acaben leyéndose Con el agua al cuello, o lo que es lo mismo, el inicio de esta “Trilogía de la Crisis” con la que el escritor griego se ha convertido definitivamente en un best-seller al abordar desde la novela negra el desolador panorama social-económico-político-cultural-y sigue que los helenos sufren desde hace ya unos cuantos años.
Pan, educación y libertad comienza en futuro próximo: 2014. El comisario Kostas Jaritos debe, como todo ciudadano griego y junto a su familia, abrocharse el cinturón para que la Troika pueda algún día decidir regarles las migajas que les sobran al resto de Europa. No corren buenos tiempos, por tanto. No corre el tiempo siquiera. Sin esperanzas, sin medios para investigar, sin un equipo de hombres medianamente decente que por lo menos cobre lo que le deben desde hace ya algunos meses, con media población muriéndose de hambre en Atenas y con la otra mitad tomando la calle, lo mejor para un comisario es que no pase nada “extraordinario”.
Pero pasa. Un cadáver en las ruinosas instalaciones del Estadio Olímpico. Un móvil en el bolsillo del traje del cadáver. Un politono que emite una consigna, la cual parecía ya extinguida y pasada de moda: la de los “Hechos de la Politécnica” de 1973. “Pan, educación y libertad”. Ese lema repite el móvil incesantemente cada vez que el asesino pasa a la acción. Un comisario que mira a su alrededor. ¿Quién ha hecho esa llamada?
Ése será el punto de partida con el cual Jaritos y su equipo deberán empezar a trabajar. Las sospechas apuntan a varios grupos: neonazis, antiguos progres resentidos, asalariados sin salario, estudiantes con ganas de revancha. Los que parecen fijos e irremediables son los destinatarios de esta cadena de asesinatos: empresarios, sindicalistas, elites intelectuales.
Un trabajo difícil para quizás, según preveo y sin haber leído el resto de la trilogía, el más comprometido y sensibilizado de todos los Kostas Jaritos bajo los que hasta ahora se ha disfrazado Márkaris.
Una novela radical, donde los de abajo quieren dar la vuelta a los de arriba.

viernes, diciembre 06, 2013

Cuentos completos, Roald Dahl

Varios traductores. Prol. Elvira Lindo. Alfaguara, Madrid, 2013. 918 pp. 26 €

María Dolores García Pastor

Hablar de escritores adictivos puede sonar a lugar común, a argumento para vender libros. En el caso de Roald Dahl decirlo después de haber devorado las más de novecientas páginas de la edición definitiva de sus cuentos es un hecho irrefutable. También el hablar de ediciones definitivas puede parecer argumento de venta, pero si tenemos en cuenta que sólo faltan tres de los cuentos de este escritor (“In the Ruins”, “Smoked Cheese” y “The Sword”) que por expreso deseo de sus herederos no están incluidos en ninguna de las antologías existentes en ningún idioma, habrá que aceptar que esta es la recopilación más completa que existe. Dicho de otra manera: la edición definitiva de los cuentos completos de Roal Dahl. Casi sesenta relatos entre los que se incluyen casi una decena inéditos en castellano hasta ahora.
Hacía tiempo que un libro de relatos no me engullía como lo ha hecho éste haciendo que sienta la necesidad de seguir leyendo para saber qué me depara cada una de las cincuenta y nueve piezas que componen el volumen. Hace tiempo, un editor que sabe mucho del género, me dijo que un buen libro de relatos es aquel que nos hace sentir la necesidad de seguir leyendo para saber qué va a ser lo siguiente con lo que va a sorprendernos el autor. Y Dahl sorprende por la variedad y la calidad. Los relatos están ordenados cronológicamente y en ellos puede observarse una tendencia progresiva hacia lo fantástico a la que daría rienda suelta en sus novelas dirigidas al público más joven (Charlie y la fábrica de chocolate y Matilda). Los primeros diez relatos son todos ellos de temática bélica y tienen mucho de autobiogáficos. Dahl fue piloto de la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial y de su experiencia surgen historias de un asombroso realismo.
Como es lógico en una recopilación tan completa cabe de todo. Las temáticas son de lo más variado y en sus originales argumentos se mueve un amplio abanico de personajes: niños perdidos en la guerra, padres que hacen lo que sea por sacar adelante a sus vástagos, asesinos de perros, cazadores ingeniosos, adúlteros que juegan al engaño, jugadores que intentan hacer trampas… Situaciones y gente sacadas de una amplia y fructífera trayectoria vital.
En el prólogo a esta edición Elvira Lindo califica el tono que impregna la obra del escritor galés de “seco, ingenioso y carente de sentimentalismos”, y habla de un estilo subversivo que irrumpe de la manera más directa posible. A ello hay que sumar sus finales casi siempre ingeniosos e inesperados, sus golpes de efecto y un humor negro que en ocasiones roza la crueldad y que está presente en todas sus historias. Dahl se nutre de clásicos como los hermanos Grimm pero es mucho más realista y ello dota a sus historias de una enorme verosimilitud. En este sentido sigue la máxima de los cuentos clásicos en los que los malos son muy malos, sin matices, y permite a los buenos cualquier tipo de crueldad si se trata de impartir justicia. Se percibe en ellos una verdadera obsesión por hacer justicia. Cruel y divertido al mismo tiempo no es extraño que haya servido de inspiración a grandes del cine como Hitchcock, Spielberg o Tarantino. Un gran libro no sólo por sus dimensiones físicas. Un escritor y una obra altamente recomendables.

jueves, diciembre 05, 2013

Aun para no vencer, Stéphane Chaumet

Vaso Roto, 2013. 268 pp. 16 €

Rubén Romero Sánchez

El francés Stéphane Chaumet es un escritor versátil que tan pronto publica poesía como nos sorprende con esta conseguida primera novela que bucea en los entresijos de la guerra de Argelia y en las consecuencias que tuvo para toda una generación en el país vecino, consecuencias que aún se observan en el aumento del miedo al otro y en el apogeo de los partidos ultraderechistas en las últimas elecciones francesas.
Chaumet hilvana una historia, contada a varias voces, sobre la pérdida de la inocencia, sobre la asunción de la culpa como engranaje de una vida que ha perdido su sentido y sobre la imposibilidad de la redención.
La novela, que se abre con un fabuloso capítulo acerca de los desastres de la guerra, desde la perspectiva de un muchacho de veinte años que nunca volverá a ser el mismo, y que en muchos pasajes se asemeja al mejor Céline de Viaje al fin de la noche —sin el sarcasmo del gran escritor fascista—, nos muestra a unos personajes en constante búsqueda de algo que hasta ellos mismos saben que les hará daño.
Un hombre que ha perdido todo lo que un día tuvo repasa su vida en las trincheras, sumergido en una espiral de odio, violencia y sinsentido: «Esta vez suspendieron al árabe por las manos, atado a las anillas, con el cuerpo oscilando en el vacío, como una carcasa de matadero, a pocos centímetros del suelo, y le rociaron con agua. Luego le colocaron unos electrodos debajo de los ojos, en los pezones, en el glande» (pp.22); un abogado de origen argelino ve cómo su mundo se desmorona cuando descubre que su padre traicionó a su pueblo uniéndose a los opresores («Pues se trataba de eso, de una cacería de ratas, de detener una invasión de ratas que irrumpía en las calles de París, que traía consigo la peste y la angustia, y amenazaba el orden público y civilizado» [pp.107]); dos jóvenes buscan en la cercana y al mismo tiempo extraña África a una desconocida mujer mencionada por un suicida en su carta de despedida («Nunca volvimos a evocar aquel instante, jamás osamos hacer la menor alusión. Como un secreto que nos pertenece, imposible de compartir con palabras» [pp.180]).
Y así, sin concesiones, a través de un lenguaje poético en la sequedad de su forma, sin asideros positivos, sin esperanza, los personajes deambulan como marionetas en manos de un destino que ha perdido la fe en los hombres.

miércoles, diciembre 04, 2013

Para acabar con todas las guerras, Adam Hoschschild

Trad. Yolanda Fontal y Carlos Sardiña. Ed. Península, Barcelona, 2013. 615 pp. 34,90 €

Julián Díez

El año que viene se cumple el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, así que prepárense para una avalancha de títulos sobre el tema. Especialmente porque, como descubrimos un creciente número de curiosos, la verdad es que la Gran Guerra... es genial. Dado que en los últimos tiempos están en alza los movimientos retrofuturistas, la guerra del 14 tiene un obvio atractivo con sus bombardeos de zepelines, sus primitivos tanques enfrentando cargas de caballería, sus escritores entregados al combate —Hemingway, Wittgenstein, Chandler, Kipling...— y sus soldados con máscaras de gas.
Dicho esto, la Gran Guerra tiene un problema a la hora de ser convertida en libro: es aburrida de contar. Aunque sea visualmente espectacular, cuente con historias de heroísmo magníficas y resulte el punto clave de la historia del siglo XX —porque a la consideración tradicional de prólogo de la Segunda Guerra Mundial bien puede oponérsele la idea de que es el origen y la razón de ser del conflicto posterior—, lo cierto es que en cuanto a batallas y al relato en sí del devenir histórico es bastante aburrida: mucha trinchera, mucho movimiento mínimo, y un desprecio de los mandos por la vida de sus propios soldados como no se ha visto ni antes ni después. Quien haya leído por ejemplo el plomizo La Primera Guerra Mundial de Martin Gilbert, el volumen más exhaustivo de los disponibles ahora mismo para el lector español medio, sabrá a qué me refiero.
Adam Hoschschild opta por otra línea de trabajo más interesante, que desafortunadamente la editorial española nos escamotea en su presentación del volumen: explicar esta guerra a través de los ojos de una serie de personajes concretos, todos ellos británicos, alrededor de cuyas vivencias se va estructurando el relato del conflicto. Además, los personajes escogidos tienen relación con movimientos pacifistas o de oposición al conflicto bélico. A diferencia de la Segunda Guerra Mundial, en la Primera hubo no pocos críticos y objetores de conciencia, algunos de ellos tan distinguidos como Bertrand Russell en Gran Bretaña o Albert Einstein en Alemania.
Este no es, por tanto, un libro para conocer en detalle la Primera Guerra Mundial (al respecto, y a falta de algún tomo grueso de algún divulgador tipo Beevor que seguro llegará en los próximos meses, la mejor opción disponible en las librerías españolas es Breve historia de la Primera Guerra Mundial, de Álvaro Lozano). Aunque sí ofrece una panorámica lo suficientemente amplia para un lector con interés circunstancial, sobre todo sirve para dar cuenta de un movimiento poco conocido y de un gran caudal de personajes dignos de interés: sufragistas pacifistas como las Wheeldon, intelectuales como Stephen Hobhouse o aspirantes a revolucionarios como Keir Hardie.
La formación periodística de Hoschschild le invita a un acercamiento objetivo pero humanizado a las vidas de los citados y de otra veintena de vidas rotas por la guerra, así como un acercamiento compasivo y conciso al propio conflicto con sus inconcebibles cifras de bajas, daños y costes, y sus dramáticas consecuencias. La conclusión es clara: como nos ocurre cien años después, las ambiciones de unos pocos son sufragadas por el esfuerzo y el dolor de los demás, sin que parezca haber forma de que la humanidad aprenda lecciones.