Ignacio Sanz
Estamos, o deberíamos estar, ante un acontecimiento literario de primer orden. Antonio Pereira, no lo vamos a descubrir a estas alturas, fue uno de los escritores de cuentos contemporáneos más geniales. Oralmente y por escrito. Hablo de genialidad porque cualquier encuentro con él resultaba inolvidable. Como las lecturas de su libros de los que me declaro reincidente sempiterno.
Por eso es un acontecimiento que ahora, tres años después de su muerte, lleguen Todos los cuentos en preciosa edición de tapa dura. El propio Pereira nos observa añorante desde la portada con el rostro barbado y una cierta veladura azulada y melancólica en los ojos.
Pereira escribía siguiendo el eco lejano de una voz. Por eso sus cuentos resultan tan contables. De manera que, a poco que me esfuerce he de recordar ahora las veces que, además de leerlos, he escuchado algunos de estos cuentos en la voz de Juan Carlos Mestre, de Amancio Prada, de Ana Cristina Herreros o de Claudia de Santos. Pero recuerdo sobre todo la voz cantarina y abacial del propio Pereira, su voz dulce de ritmo pausado, capaz de ahuyentar a las tormentas y los terremotos. Así era Antonio, un narrador galante, un seductor nato que levantaba pasiones. En los archivos de Radio Nacional estará una de sus últimas entrevistas con Pepa Fernández en Urueña. Y allí habrán quedado registradas también las risas que provocaban sus intervenciones. Pero, para pasión, la de aquella señora vehemente que tras la lectura contada de uno de sus cuentos en la Iglesia desacralizada de San Juan de los Caballeros, en Segovia, puesta de pie en mitad de la sala, con las manos abocinando la boca a modo de altavoz, pensamos que se lo quería comer a besos cuando le gritaba enardecida: !guapo, guapo, guapo! Supimos luego que aquella mujer que quería devorarlo era la escritora colombiana Laura Restrepo. Antonio cosechó muchos momentos de gloria y provocó muchos delirios.
Por ello, los pereiranos que andábamos con sus doce o catorce libros anotados aquí y allá tenemos ahora la oportunidad de verlos reunidos en este tomo único que lleva un prólogo de su amigo Antonio Gamoneda escrito en la isla de La Palma repleto de confidencias felices. El libro es un canto a la amistad porque los cuentos son amistosos y risueños. Aun cuando narren episodios desabridos y momentos descarnados de nuestra historia como en “El ingeniero Balboa”, tan excelente. Y es que Pereira está siempre detrás. Y decir Pereira es algo así como decir Cervantes. La misma mirada compasiva sobre las miserias del mundo y una cierta retranca filosófica para hacerlo más habitable. La materia de los cuentos es el runrún de la vida, los pequeños acontecimientos provincianos, la familia, la tertulia, los amigos; son cuentos que no narran revoluciones ni desgarros sociales, pero en ellos late la vida, de la misma manera que late en los cuentos de Chejov.
Envidio a los que todavía no conocen a Pereira porque van a tener la oportunidad de descubrir a “uno de los mejores autores de relatos cortos que ha dado nuestra literatura”. La palabras entrecomilladas pertenecen a Julio Llamazares.
El chico de La Cábila, el barrio villafranquino donde nació Pereira, el hijo del ferretero que fue poco a poco depurando su voz hasta el extremo de condensar en tres o cuatro páginas toda una vida. Como Borges, uno de sus escritores de referencia que, cómo no, también aparece en estas páginas convertido en personaje.
El lector cómplice que Pereira quería para sus cuentos encontrará también abundantes perlas y digresiones literarias embutidas en los relatos. E irá observando cómo, con los años, se van adelgazando, perdiendo bálago, para hacerse más esenciales, más luminosos y también más burlones.
Disfruten de Pereira en esta versión definitiva que ha puesto en nuestras manos Úrsula Rodríguez Hesles, su cultivada viuda, su eterna confidente.
QUE LINDO CUENTO DE BERAS
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