Ariadna G. García
Obra maestra. Al oeste con la noche no admite otros calificativos. Merece la corona del metal más noble, el oro. No es ya que el libro brille por encima de la mayoría de obras que se acumulan en las librerías o en los listados de Amazon, sino que se merece la perdurabilidad en el tiempo, la victoria sobre de lenta oxidación que impone el olvido. Y esto es así porque esta espléndida autobiografía retrata a un personaje cautivador, a una mujer pionera (entrenadora de caballos, piloto), de fuerza arrolladora, de espíritu curioso y de alma aventurera que no conoce límites, que rebasa las fronteras donde se quedan otros. Pero hay más. La obra describe a sus lectores un continente enigmático, lleno de vida, que conmueve tanto por la violencia de sus parajes como por la riqueza de sus tribus, o la sabiduría que encierran sus costumbres y mitos ancestrales. El libro sacia nuestra sed de entretenimiento y de conocimiento histórico del África colonial con la misma exuberancia con que colma nuestra expectativa estética. Sus páginas contienen lúcidas reflexiones de calado y experiencias sensoriales de estreno (el vuelo, la mezcla de la cultura blanca con la negra…) que son contadas con un estilo imponente.
Publicado en 1942, un lustro después de la exitosa Memorias de África (de Karen von Blixen- Finecke), el libro de Beryl Markham pasó de puntillas por el escenario de un mundo entregado a la guerra. Esta fortuna editorial, no obstante, posibilitó el descubrimiento de su innegable calidad literaria, aunque impidió otros logros: como su difusión o el estrellato de su autora. No estaban los súbditos del Imperio Británico para la idealización de la vida en Kenia cuando la artillería inglesa estaba combatiendo sin descanso contra el Africakorps.
La obra se estructura en cuatro partes. En la primera, Markham rememora un rescate que llevó a cabo el 16 de junio de 1935 a bordo de su Avian. Este episodio sirve de prólogo a las aventuras que se narran a continuación. En la segunda, relata su infancia en la granja de Njoro, donde vivía con su padre, en el África Oriental. Aquí asistimos a la forja del carácter de una niña que aprende con los nandis las técnicas de caza. Su amor por los animales queda reflejado en distintas escenas donde cría caballos, asiste a una yegua en el parto o explora los bosques con la ayuda de su perro. El ser humano vive en equilibrio con tu entorno. Respeta la naturaleza. No trata de explotarla, ni de agotar sus recursos. Al mensaje ecológico, suma la autora la reflexión crítica (en boca de un hindú) sobre el impacto de la aviación civil: «Ya no basta con caminar. No basta con montar a caballo. Ahora la gente tiene que ir de un sitio a otro a través del aire. Eso no traerá más que problemas» (p. 60). En la tercera parte, Beryl Markham se centra en su adolescencia. En esta ocasión, narra cómo su padre emigra al Perú mientras ella se traslada al norte, a Molo, en donde exhibe su destreza en el entrenamiento de purasangres para las competiciones ecuestres. Atrás deja a Kibi, su amigo nandi, así como los peligros de una tierra salvaje (estampidas, acoso de leones). Un encuentro fortuito con el piloto Tom Black marcará su destino para siempre. Ahora sueña con ser piloto. En la cuarta parte, Markham, ha desatado el lazo que la unía a las carreras, y a los mandos de su avión, recorre Kenia transportando personas, correo y suministros para safaris. No conoce barreras. El viento no le ofrece resistencia: «Ningún horizonte es tan lejano que no lo podamos alcanzar o superar» (p. 195). Con esta certeza, se convierte en la única mujer en surcar el cielo africano. Desde su atalaya aérea, divisa cazadores heridos que luego rescata, así como manadas de elefantes tras cuya pista pone a la ociosa nobleza imperial, para que canalice su soberbia ejecutando animales. Con la llegada al continente del ejército fascista de Benito Mussolini, la autora decide que es el momento de regresar a Londres. En esta última etapa de su biografía, entrará en los anales de la historia de la aviación al cruzar en solitario el Atlántico.
«Ningún día debería parecerse al anterior». Este es el lema bajo el que vive Markham. Y su obra, lo mismo que su vida, es un mosaico de imágenes, de historias, de leyendas; un friso decorado con hermosos bajorrelieves: «Solo (había) lomas que se ondulaban y avanzaban suavemente y sin fin hasta que rompían contra el tabique del cielo. No había nubes que contemplar. El automóvil recortado contra aquel sobrio lienzo era una intrusión. Parecía como si un crío hubiera pegado la estampa de un juguete absurdo sobre un cuadro que hubieras visto toda la vida» (p. 161). Naturaleza y progreso se miden en el libro, que por ello cobra un valor inaugural; abre un debate cuya repercusión nos alcanza, cuya conclusión exige nuestras respuestas.
Quien tenga por hábito doblar las esquinas de las páginas cuando encuentra en un libro un pensamiento memorable o un hermoso enunciado, será mejor que lea Al oeste con la noche con un cuaderno al lado o una libreta, y que lo ponga por escrito. De lo contrario, mutilará cruelmente esta bella edición (traducida por Miquel Izquierdo), que no por serlo de una obra localizada en África, merece un trato hostil.
Si fuera escritora, me gustaría recibir una reseña tan sensacional como ésta.
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