Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 248 pp. 18,60 €
Emilio Ruiz Mateo
¿Qué pasa en esta novela de Pablo Gutiérrez? Pasa todo y no ocurre nada. Pasa lo de siempre: a Lecu y Magui, sus protagonistas, les cuesta vivir, se les hace difícil encontrar un paisaje que se acomode a su historia, una cama que les caliente la noche, una familia para el portarretratos. Pero nada más alejado de esta narración que una estructura de planteamiento-nudo-desenlace, no se atrapa al lector aquí por el avance de la historia, sino por la prosa aguda, quebradiza y sorprendente de Pablo Gutiérrez, que juega una y otra vez a doblar la esquina y cambiar de calle.
Gutiérrez irrumpió en las librerías en 2008 como lo suelen hacer las grandes obras: en voz baja pero progresivamente, reincidiendo en numerosas conversaciones entre los lectores más avispados con eso de “Acabo de leer una novela de un autor nuevo que me ha dejado con la boca abierta…”. Rosas, restos de alas (La Fábrica Editorial) vino a demostrar que había hueco para escribir de otra manera, que un título tan sugerente ocultaba lo que prometía: prosa poética, aventurarse en el lenguaje, otra forma de mirar los temas eternos. Si aquella primera novela se adentraba en la compleja mente de un ser en huida de sí mismo, Nada es crucial se mancha los pies en el extrarradio urbano, en unos años 80 que poco (nada) tienen que ver con “movidas” musicales y mucho con una marginación social poblada de jeringuillas, pobreza y vacío. Lecu y Magui, los únicos personajes que tienen nombre propio en la novela (los demás reciben apelativos que desmienten la siempre falsa distancia del narrador: el Sr. Alto y Locuaz, la Sra. Amable, Buenchico, el Hombre Raro) proceden de situaciones familiares que superan el adjetivo “desestructuradas”: lo suyo es más bien venir de la nada dolorosa, de historias personales con poca superficie de agarre.
Pablo Gutiérrez es capaz de construir una novela con un protagonista (Lecu) que no llega a construir una frase completa, de resumir la reinserción de un paria con una lata de albóndigas, de caracterizar a un personaje en un solo detalle (“gafas llovidas de motitas de dentífrico”) o cambiar de temporada con una sencilla sensación (el verano puede ser simplemente “salir a cenar sin secarse el pelo”). La grandeza de este escritor de poco más de 30 años y alejado de saraos y camarillas literarias (al único “grupo” al que pertenece es al de los mejores narradores jóvenes en español, según la revista Granta) reside en pequeños detalles como estos, pero también en arriesgadas apuestas narrativas a las que, a pesar de haber publicado sólo dos novelas, uno ya siente que nos tiene acostumbrados. Si en Rosas, restos de alas nos quedábamos boquiabiertos con aquella endiablada capacidad que tuvo para insertar un hecho de la actualidad más amarillista en un relato tan delicado como aquel, en Nada es crucial hay que esperar hasta las últimas páginas de la novela para que el milagro se produzca. Esquivando cualquier tentación de spoiler diremos que el giro que se produce en la voz del narrador al final de Nada es crucial es una de esas jugadas que todo escritor inquieto envidiaría. La extrañeza que a lo largo de la historia nos ha producido esa voz cobra sentido, y lo hace de la manera más sorprendente, demostrando que aún quedan piscinas a las que lanzarse de cabeza, y que a veces se acierta. Ni Nocilla, ni cinismo fácil ni impostura: aquí lo que hay es un escritor diferente, y eso bien merece una lectura. O dos.
Emilio Ruiz Mateo
¿Qué pasa en esta novela de Pablo Gutiérrez? Pasa todo y no ocurre nada. Pasa lo de siempre: a Lecu y Magui, sus protagonistas, les cuesta vivir, se les hace difícil encontrar un paisaje que se acomode a su historia, una cama que les caliente la noche, una familia para el portarretratos. Pero nada más alejado de esta narración que una estructura de planteamiento-nudo-desenlace, no se atrapa al lector aquí por el avance de la historia, sino por la prosa aguda, quebradiza y sorprendente de Pablo Gutiérrez, que juega una y otra vez a doblar la esquina y cambiar de calle.
Gutiérrez irrumpió en las librerías en 2008 como lo suelen hacer las grandes obras: en voz baja pero progresivamente, reincidiendo en numerosas conversaciones entre los lectores más avispados con eso de “Acabo de leer una novela de un autor nuevo que me ha dejado con la boca abierta…”. Rosas, restos de alas (La Fábrica Editorial) vino a demostrar que había hueco para escribir de otra manera, que un título tan sugerente ocultaba lo que prometía: prosa poética, aventurarse en el lenguaje, otra forma de mirar los temas eternos. Si aquella primera novela se adentraba en la compleja mente de un ser en huida de sí mismo, Nada es crucial se mancha los pies en el extrarradio urbano, en unos años 80 que poco (nada) tienen que ver con “movidas” musicales y mucho con una marginación social poblada de jeringuillas, pobreza y vacío. Lecu y Magui, los únicos personajes que tienen nombre propio en la novela (los demás reciben apelativos que desmienten la siempre falsa distancia del narrador: el Sr. Alto y Locuaz, la Sra. Amable, Buenchico, el Hombre Raro) proceden de situaciones familiares que superan el adjetivo “desestructuradas”: lo suyo es más bien venir de la nada dolorosa, de historias personales con poca superficie de agarre.
Pablo Gutiérrez es capaz de construir una novela con un protagonista (Lecu) que no llega a construir una frase completa, de resumir la reinserción de un paria con una lata de albóndigas, de caracterizar a un personaje en un solo detalle (“gafas llovidas de motitas de dentífrico”) o cambiar de temporada con una sencilla sensación (el verano puede ser simplemente “salir a cenar sin secarse el pelo”). La grandeza de este escritor de poco más de 30 años y alejado de saraos y camarillas literarias (al único “grupo” al que pertenece es al de los mejores narradores jóvenes en español, según la revista Granta) reside en pequeños detalles como estos, pero también en arriesgadas apuestas narrativas a las que, a pesar de haber publicado sólo dos novelas, uno ya siente que nos tiene acostumbrados. Si en Rosas, restos de alas nos quedábamos boquiabiertos con aquella endiablada capacidad que tuvo para insertar un hecho de la actualidad más amarillista en un relato tan delicado como aquel, en Nada es crucial hay que esperar hasta las últimas páginas de la novela para que el milagro se produzca. Esquivando cualquier tentación de spoiler diremos que el giro que se produce en la voz del narrador al final de Nada es crucial es una de esas jugadas que todo escritor inquieto envidiaría. La extrañeza que a lo largo de la historia nos ha producido esa voz cobra sentido, y lo hace de la manera más sorprendente, demostrando que aún quedan piscinas a las que lanzarse de cabeza, y que a veces se acierta. Ni Nocilla, ni cinismo fácil ni impostura: aquí lo que hay es un escritor diferente, y eso bien merece una lectura. O dos.
Dicen que hay que hacer una primera lectura o dos, pues yo ya voy por la segunda.
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