Trad. Antonio Prometeo Moya. Tusquets, Barcelona, 2010. 192 pp. 14 €
Miguel Baquero
Escrita a mediados de los años 60, en California por más señas, en mitad del vendaval hippy que comenzaba a crecer por aquel entonces, entre el trasiego de drogas alucinógenas, y con la herencia, que todavía persistía, de excesos y desparrames de la generación beat, este segundo libro de Pynchon, tras el inmenso, en todos los sentidos, V, participa de mucho de ese ambiente frenético y flipado, viajero y transgresor. Como se ha dicho muchas veces: para leer a Pynchon es necesario abandonarse a la lectura, al igual que se hace al leer un poema, sumergirse en el curso de las palabras sin intentar darle una explicación.
En La subasta del lote 49, tras un principio formal, e incluso solemne –una mujer ha sido nombrada albacea testamentaria de un antiguo novio que tuvo, encargada de gestionar la liquidación y subasta de cierto lote de pertenencias, el lote 49- , la historia, paso a paso, o mejor salto a salto, va desde dicho arranque introduciéndose en un extraño mundo paranoico, de personajes estrafalarios, sobre el que parece planear la sombra, nada menos, que de una conspiración postal (el lote 49 es, al parecer, una colección de sellos).
Uno de los temas principales de Pynchon, y que apunta con especial fuerza en esta novela, es el tema de la paranoia, de la manía persecutoria. Los personajes se mueven en un mundo donde no acaban de tener claro si los hechos suceden de forma inocente y natural, por simple y sana casualidad, o se deben a una trama en la sombra, a alguna alucinación, o se trata de una trampa tendida por el hombre que murió y en la que están prestos a caer. Esa sensación desasosegante, en que debajo de las páginas parece palpitar otro mundo o se está ultimando una conspiración, es uno de los grandes logros de esta novela, de un gran barroquismo formal y de un cierto afán de ruptura con el lenguaje convencional.
El objetivo de Pynchon es construir una realidad literaria en la que el lector nunca esté seguro de lo que ocurre, ni siquiera de que sea cierto lo que acaba de ocurrir. Es un mundo confuso, como el que entonces se estaba armando, y hoy ya está plenamente en marcha, donde la información nos llega en exceso y, aunque tratemos de organizarla de forma lógica, nunca tendremos una visión cierta de lo que constituye la realidad. La verdad, si es que acaso existe. La realidad narrativa de Pynchon es compleja, extensa, contradictoria a veces, ambigua, no es posible comprenderla en su totalidad, así como nosotros no comprendemos nuestra entorno, y nos vemos obligados a extraer los fragmentos que podamos para construir con ellos un espacio lógico, que es a lo que tiende nuestra mente, pero que no es la realidad, porque cada lector habrá extraído de esta novela sus fragmentos propios. Escrito, por tanto, su propio libro.
Miguel Baquero
Escrita a mediados de los años 60, en California por más señas, en mitad del vendaval hippy que comenzaba a crecer por aquel entonces, entre el trasiego de drogas alucinógenas, y con la herencia, que todavía persistía, de excesos y desparrames de la generación beat, este segundo libro de Pynchon, tras el inmenso, en todos los sentidos, V, participa de mucho de ese ambiente frenético y flipado, viajero y transgresor. Como se ha dicho muchas veces: para leer a Pynchon es necesario abandonarse a la lectura, al igual que se hace al leer un poema, sumergirse en el curso de las palabras sin intentar darle una explicación.
En La subasta del lote 49, tras un principio formal, e incluso solemne –una mujer ha sido nombrada albacea testamentaria de un antiguo novio que tuvo, encargada de gestionar la liquidación y subasta de cierto lote de pertenencias, el lote 49- , la historia, paso a paso, o mejor salto a salto, va desde dicho arranque introduciéndose en un extraño mundo paranoico, de personajes estrafalarios, sobre el que parece planear la sombra, nada menos, que de una conspiración postal (el lote 49 es, al parecer, una colección de sellos).
Uno de los temas principales de Pynchon, y que apunta con especial fuerza en esta novela, es el tema de la paranoia, de la manía persecutoria. Los personajes se mueven en un mundo donde no acaban de tener claro si los hechos suceden de forma inocente y natural, por simple y sana casualidad, o se deben a una trama en la sombra, a alguna alucinación, o se trata de una trampa tendida por el hombre que murió y en la que están prestos a caer. Esa sensación desasosegante, en que debajo de las páginas parece palpitar otro mundo o se está ultimando una conspiración, es uno de los grandes logros de esta novela, de un gran barroquismo formal y de un cierto afán de ruptura con el lenguaje convencional.
El objetivo de Pynchon es construir una realidad literaria en la que el lector nunca esté seguro de lo que ocurre, ni siquiera de que sea cierto lo que acaba de ocurrir. Es un mundo confuso, como el que entonces se estaba armando, y hoy ya está plenamente en marcha, donde la información nos llega en exceso y, aunque tratemos de organizarla de forma lógica, nunca tendremos una visión cierta de lo que constituye la realidad. La verdad, si es que acaso existe. La realidad narrativa de Pynchon es compleja, extensa, contradictoria a veces, ambigua, no es posible comprenderla en su totalidad, así como nosotros no comprendemos nuestra entorno, y nos vemos obligados a extraer los fragmentos que podamos para construir con ellos un espacio lógico, que es a lo que tiende nuestra mente, pero que no es la realidad, porque cada lector habrá extraído de esta novela sus fragmentos propios. Escrito, por tanto, su propio libro.
Soy superfán del lote 49. Estupenda reseña, Miguel, que capta toda la controlada locura que rodea a esta novela.
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