martes, abril 27, 2010

La historia de mi mujer, Milán Füst

Trad. Teresa Ruiz Rosas. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009. 460 pp. 22.90 €

Luis Manuel Ruiz

La gloria literaria, igual que el triunfo en los casinos, tiene menos que ver con el talento que con la conjunción de buena suerte y amistades adecuadas. Inquieta reparar, al echar un vistazo a cualquier listado de obras imprescindibles del siglo XX, que la gran mayoría de ellas se limitan al idioma inglés, al francés o al castellano, y que sin excepción sus autores habitaron en algún momento de sus biografías en París o Nueva York, esquivando por instinto rincones menos decorativos del mapa. La pregunta inevitable que surge es cuántas obras maestras permanecen secretas, escondidas, en el anaquel; a cuántas no tenemos acceso porque sus creadores no las acuñaron en las cuatro o cinco lenguas ecuménicas, cuántas han quedado en el anonimato porque la persona responsable no se paseó por la ribera del Sena sino por un río de aguas menos caudalosas. Este pensamiento se vuelve insistente y casi doloroso cuando uno tropieza con novelas como esta Historia de mi mujer, del húngaro Milán Füst, que sin duda, de haber sido redactada con ayuda de otro diccionario u otra página del atlas, habría sido reconocida desde el momento de su aparición como una indiscutible obra cumbre contemporánea. Pero que, igual que las Memorias de una enana de Walter de la Mare o De noche, bajo el puente de piedra, de Leo Perutz, ha de conformarse con el rango de curiosidad exótica.
Torrencial, excesiva, devastadora, estos adjetivos acuden con facilidad a las mientes a la hora de definir una obra tan difícil de atrapar. Publicada por vez primera en 1942 y dotada de un título envidiable, La historia de mi mujer podría ser definida, por exclusión, como un intento de estudio psicológico. Estudio, en primer lugar, del protagonista y narrador en primera persona, un lamentable capitán de barco llamado Jakab Störr agobiado por sus complejos y su incapacidad para relacionarse con las mujeres. Estudio, luego, del gran personaje de la trama, su esposa, la pizpireta, histérica y adorable (tal vez) Lizzy, llevada de acá para allá por caprichos sin cuento, que permanece junto a un hombre sin saber por qué mientras fuma un cigarrillo tras otro y le engaña con individuos salidos del arroyo. Y estudio, sobre todo, del gigantesco carnaval que rodea a la pareja y asiste a las vicisitudes de su vida matrimonial, jugando a veces en ella papeles poco honrosos: la galería incluye lo más granado del submundo de arribistas, exiliados y crápulas de la Europa de entreguerras, herederos despojados de su fortuna, candidatos a artistas que no mueven un pincel, jóvenes millonarias que aman entregarse a desconocidos en cuartos de pensión, vecinos rijosos, contrabandistas y prostitutas, el censo es largo. El conjunto transmite una inevitable familiaridad con otros productos mejor conocidos (por esos juegos de la ruleta de que hemos hablado más arriba), como Auto de fe, de Elías Canetti, o, sobre todo, el Viaje al fin de la noche de Louis-Férdinand Céline. La mordacidad, la frase rápida y la contundencia en la imagen la aproximan más que nada a este último ejemplo, aunque con las salvedades de un estilo más amable y una cierta compasión por el destino final de los individuos, que no tienen culpa de vivir en el gran albañal que les ha tocado en la tómbola.
Galaxia Gutenberg nos ofrece su cuidada presentación de costumbre, a la que añade en esta ocasión un mérito más. La traducción, debida a Teresa Ruiz Rosas, y subvencionada, según leo, por la Magyar Könyv Alapítvány, abunda en aciertos y frases brillantes; lo cual, en una novela cargada de tantos giros coloquiales y expresiones de doble sentido, no deja de ser una victoria sobre el descuido o la vulgaridad. Para ser buen traductor, a diferencia de lo que sucede con los buenos amantes, no siempre hay que sacrificar la exactitud.

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