Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid, 2009. 182pp. 7 €
Sofía Castañón
Nacemos con la certeza de que tarde o temprano tocará recoger un testigo. Una cuota por estar o la garantía de la huella, como el derecho a certificar que uno fue, permaneció. Si entendemos este testigo como una inevitable herencia son los padres quienes llevan una vuelta de ventaja en esta carrera de relevos, quienes han de pasarlo. La antropología distingue entre padre cultural y padre genitor. Y en este libro —que son dos— de la joven y enérgica editorial Ya lo dijo Casimiro Parker, ambas distinciones están presentes como ejes de cada poemario.
Fue Hank Bukowski el que dijo que no había camino al paraíso y mucho han recuperado estas palabras repletas de agnosticismo para construir su discurso. En 1993 era el dramaturgo Jesús Cracio quien estrenaba una obra con el mismo título. Y con mucho acierto la editorial que coordina Marcus Versus lo ha tomado para este volumen. Porque, si el paraíso es la herencia legítima, algo se ha roto en la cadena, una orfandad llega de pronto para desconcertar a las voces de este libro.
La obra, como ya apunta en su prólogo el poeta David González, gira en torno a la figura del padre y el tema se afronta con tonalidades completamente distintas. El poemario de José Ángel Barrueco, Le aplastaré con mis versos, deja clara ya en el título la intencionalidad de su creación, el leiv motiv emocional. A los problemas propios de la adolescencia se suma el desencanto de perder al referente, así su poema “La caída del héroe”, en el que Luke Skywalker transmuta a Darth Vader. Aunque hubo otro tiempo feliz, apenas quedan dos estampas. El distanciamiento lo ilustra Barrueco con la imagen del desamparo: “no hay nada/ tan triste en la noche/ como un hijo fingiendo/ su sueño para no hablar con su padre.” En tres partes, los poemas sostienen la narración de un proceso, de un dolor y un enfrentamiento hasta que el tiempo dispone los cuerpos alejados y cada uno encuentra la familia que buscaba. Las paredes de un cuarto juvenil que en uno de los poemas se quedan desnudas, reflejo de quien destruye a su paso, acaban por llenarse de versos que Barrueco entiende como “piedras”, que arroja en un acto de justicia sin olvidar la importancia del gesto.
El otro padre, el cultural, es el eje de Sin frío en las manos, segundo poemario de Javier Das, en el que se ve cómo crecer supone ir aprendiendo los resortes de la pérdida. Un avance reflexivo en la distancia, como un viaje iniciático, articulado por los poemas que muestran la evolución de una enfermedad y la desaparición de una luz. Tan autobiográfico como el poemario de Barrueco, Das dialoga con el tiempo transcurrido, y se reconoce a la vez huérfano y rico en herencia vivencial. Poemas como “Algo está cambiando” o “La del bote negro” plasman un dolor propio y plenamente empático, la historia personal se convierte en colectiva a través del lenguaje sencillo y revitalizado del poeta, que hábilmente gestiona las emociones y lejos de encharcar a borbotones los espacios entre los versos, diluye una pena que gotea, devasta y conmueve. El relato, cuya secuenciación se sirve de la misma técnica que la de Barrueco, no concluye en la muerte, sino que aborda el terrible día después, el desalojo, las cajas empaquetadas, el móvil que, si vuelve a sonar no habrá quién responda. Las marcas de una persona que se tornan efímeras (“que alguien me explique/ cómo rescato su voz”), las ganas de querer aprehender algo que ya se ha perdido.
Los dos poemarios de No hay camino al paraíso son testimoniales y hablan sobre la pérdida. Decir que responden al perfil de una literatura que busca el conocimiento del yo, que sirve a modo de terapia, sería banalizar el ejercicio que Javier Das y José Ángel Barrueco han desarrollado para elaborar sus relatos, proyectarlos sobre sus versos. La construcción de ambas historias es sólida, y no sólo por su aplastante verdad. Es sólida por la certeza que el lector tiene de que aquello es cierto, aunque no necesariamente sea así. Uno de los grandes pecados que se achaca a la poesía de tipo confesional es que no llega, porque no se reelabora, porque acaba siendo un diario personal más, versificado. Aquí, quien agarre estos poemarios, no tiene por qué conocer la biografía de sus autores. Ni importarle si la materia de esos poemas es vivencial o no. Es real, esas historias existen. Y tenemos el privilegio de vivirlas un poco desde su lectura. De aprender un poco de lo que vivieron sus protagonistas. De aceptar que hay otros caminos y que el paraíso es un cuento
Sofía Castañón
Nacemos con la certeza de que tarde o temprano tocará recoger un testigo. Una cuota por estar o la garantía de la huella, como el derecho a certificar que uno fue, permaneció. Si entendemos este testigo como una inevitable herencia son los padres quienes llevan una vuelta de ventaja en esta carrera de relevos, quienes han de pasarlo. La antropología distingue entre padre cultural y padre genitor. Y en este libro —que son dos— de la joven y enérgica editorial Ya lo dijo Casimiro Parker, ambas distinciones están presentes como ejes de cada poemario.
Fue Hank Bukowski el que dijo que no había camino al paraíso y mucho han recuperado estas palabras repletas de agnosticismo para construir su discurso. En 1993 era el dramaturgo Jesús Cracio quien estrenaba una obra con el mismo título. Y con mucho acierto la editorial que coordina Marcus Versus lo ha tomado para este volumen. Porque, si el paraíso es la herencia legítima, algo se ha roto en la cadena, una orfandad llega de pronto para desconcertar a las voces de este libro.
La obra, como ya apunta en su prólogo el poeta David González, gira en torno a la figura del padre y el tema se afronta con tonalidades completamente distintas. El poemario de José Ángel Barrueco, Le aplastaré con mis versos, deja clara ya en el título la intencionalidad de su creación, el leiv motiv emocional. A los problemas propios de la adolescencia se suma el desencanto de perder al referente, así su poema “La caída del héroe”, en el que Luke Skywalker transmuta a Darth Vader. Aunque hubo otro tiempo feliz, apenas quedan dos estampas. El distanciamiento lo ilustra Barrueco con la imagen del desamparo: “no hay nada/ tan triste en la noche/ como un hijo fingiendo/ su sueño para no hablar con su padre.” En tres partes, los poemas sostienen la narración de un proceso, de un dolor y un enfrentamiento hasta que el tiempo dispone los cuerpos alejados y cada uno encuentra la familia que buscaba. Las paredes de un cuarto juvenil que en uno de los poemas se quedan desnudas, reflejo de quien destruye a su paso, acaban por llenarse de versos que Barrueco entiende como “piedras”, que arroja en un acto de justicia sin olvidar la importancia del gesto.
El otro padre, el cultural, es el eje de Sin frío en las manos, segundo poemario de Javier Das, en el que se ve cómo crecer supone ir aprendiendo los resortes de la pérdida. Un avance reflexivo en la distancia, como un viaje iniciático, articulado por los poemas que muestran la evolución de una enfermedad y la desaparición de una luz. Tan autobiográfico como el poemario de Barrueco, Das dialoga con el tiempo transcurrido, y se reconoce a la vez huérfano y rico en herencia vivencial. Poemas como “Algo está cambiando” o “La del bote negro” plasman un dolor propio y plenamente empático, la historia personal se convierte en colectiva a través del lenguaje sencillo y revitalizado del poeta, que hábilmente gestiona las emociones y lejos de encharcar a borbotones los espacios entre los versos, diluye una pena que gotea, devasta y conmueve. El relato, cuya secuenciación se sirve de la misma técnica que la de Barrueco, no concluye en la muerte, sino que aborda el terrible día después, el desalojo, las cajas empaquetadas, el móvil que, si vuelve a sonar no habrá quién responda. Las marcas de una persona que se tornan efímeras (“que alguien me explique/ cómo rescato su voz”), las ganas de querer aprehender algo que ya se ha perdido.
Los dos poemarios de No hay camino al paraíso son testimoniales y hablan sobre la pérdida. Decir que responden al perfil de una literatura que busca el conocimiento del yo, que sirve a modo de terapia, sería banalizar el ejercicio que Javier Das y José Ángel Barrueco han desarrollado para elaborar sus relatos, proyectarlos sobre sus versos. La construcción de ambas historias es sólida, y no sólo por su aplastante verdad. Es sólida por la certeza que el lector tiene de que aquello es cierto, aunque no necesariamente sea así. Uno de los grandes pecados que se achaca a la poesía de tipo confesional es que no llega, porque no se reelabora, porque acaba siendo un diario personal más, versificado. Aquí, quien agarre estos poemarios, no tiene por qué conocer la biografía de sus autores. Ni importarle si la materia de esos poemas es vivencial o no. Es real, esas historias existen. Y tenemos el privilegio de vivirlas un poco desde su lectura. De aprender un poco de lo que vivieron sus protagonistas. De aceptar que hay otros caminos y que el paraíso es un cuento
Muy interesante, gracias. De Bukowski o el diario a la literatura como identificación desde una distancia
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