viernes, febrero 26, 2010

Laúd y cicatrices, Danilo Kiš

Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. Acantilado, Barcelona, 2009. 128 pp. 15 €

José Morella

En el cuento “El apátrida” se habla de las dimensiones monstruosas que adquierieron, durante el tiempo de entreguerras en Europa, las ideas de raza y origen social. Kiš dice que el gigantismo de estas ideas, que ya son de por sí banales, hace de ellas algo kitsch. La parafernalia nazi es kitsch. El orgullo nacional, entendido como orgullo de dominación, es kitsch. Crea personas que parecen muñecos o personajes de ficción mal escrita. Crea opiniones que sólo aparentan algún sentido si son gritadas, porque la cordura o la sobriedad las derriten, las fulminan. Deformidad pura en la política: la proclama hecha punto de vista. La confusión entre lo público y la publicidad de lo propio. Lo kitsch es una explicación sencilla, lúcida y dolorosa del horror de la guerra.
Una constante en la obra del escritor apátrida del cuento homónimo son las deformidades físicas de las personas, los cuerpos que se salen de la normalidad. Parece utilizar la deformidad para reflexionar sobre su contrario, eso que automatizamos y que vemos como “lo normal”. Observa a la gente de la calle: una mujer con úlceras en la cara sorbe una sopa, una enana se sube a un vagón de tren, hay un camarero al que le faltan dedos, hay un portero con un forúnculo en el cuello. El apátrida se ocupa, en sus obras, de lo que los nazis se preocupaban. Ocuparse de algo o preocuparse por algo: esa es la diferencia entre la buena política y la tiranía, entre cuidar y eliminar. La idea de pureza es el verdadero cáncer.
Segundo cuento, “Yuri Golets”: Danilo Kiš es la demostración (una más) de que la fobia a la posmodernidad no tiene sentido alguno. Leer la naturalidad con la que el relato se nutre de mensajes de contestador automático, salmos de la Biblia y un fantástico post scriptum acaba con cualquier reproche que, más que hacia lo posmoderno, debería dirigirse, si acaso, a los malos escritores independientemente de la pegatina que ellos mismos o algún crítico les adhiera al cogote. El post scriptum de “Yuri Golets” esboza en cuatro rayas la diferencia entre novela y cuento, definiendo la novela como un lugar de exploración y de sorpresa, donde abrir un armario y encontrar un abrigo de piel, por ejemplo, puede crear todo un universo nuevo, una tentación que el novelista debe tener el valor de seguir a costa del riesgo de fracasar. Que gente como Perec, Foster Wallace o Bolaño son hermanos de Danilo Kiš se hace aquí evidente.
El cuento “Laúd y cicatrices” hizo más que emocionarme o admirarme: me desmoronó por dentro. Me volvió a dar esa pedrada en la cabeza de la que nos hablaba un profesor en la facultad, hace años, para aproximarse el fenómeno de la experiencia poética. Esa cosa inexplicable que hace que sigamos leyendo para siempre como crónicos enfermos, como adictos. Un joven escritor que vive en casa de unos viejos exiliados rusos visita Moscú con la compañía de teatro en la que trabaja. La vieja señora de la casa, que lleva nueve años sin saber nada de su hermana ni de su mejor amiga, le pide al joven que las visite y traiga, a su vuelta, noticias de sus vidas. Este cuento habla de la guerra, la muerte, el sufrimiento y la experiencia de los límites, pero lo hace caminando por los límites de lo literario. El viejo Nikolai ya se lo había adviertido al joven escritor: la vida no se puede sustituir por literatura. Hay cosas, nos dice Kiš, que la literatura sólo puede consignar. No hablar sobre ellas, sólo consignar su existencia. Eso es lo máximo que puede hacerse. Lo máximo y lo mínimo son la misma cosa. Como Bolaño transcribiendo los informes forenses de las muertas de Santa Teresa. Consigar acontecimientos, señalar cosas, hacer constar datos por escrito. El punto más sofisticado es a la vez el más sencillo. Lo más grande es lo más pequeño. El mejor guía es el que va detrás. La humildad es para reinar. Hablar sobre las vidas que no han merecido ser vividas sería un desprecio, un chisme de escritor advenedizo. Por eso cuando el joven habla con la mujer de Moscú es tratado casi como un ladrón. Por eso le amenazan con llamar a la policía. Ese cuento es un aviso a los que sí tenemos vidas que merecen ser vividas. Es un buen cuento para leer cuando uno se siente con ganas de quejarse. Cuando nos hacemos la víctima, cuando ponemos a descansar nuestro malestar interior en la primera cosa exterior que tenemos a mano, como nuestro trabajo, nuestro jefe, nuestra suegra o nuestro vecino extranjero.
En todos los cuentos están presentes, en primer plano o al fondo, los viejos —pero no tanto— lugares de represión de Europa: los campos de exterminio, las celdas, pero también las calles y las casas particulares donde el silencio forzado y el dolor eran las armas más sutiles para el asesinato político (perdón por el oxímoron). Todas las muertes que pueblan el libro se relacionan de un modo distinto con esos lugares de exterminio. Algunas ocurren dentro de esos lugares; otras fuera, pero por culpa de ellos. Unas ocurren para sobrevivir a ellos; otras por haber sobrevivido. Cuando es difícil saber si un suicidio es forzado o deseado, estamos muy cerca de una dolorosa verdad de la naturaleza humana. Danilo Kiš nos enseña, como escritor y como ser humano, que la búsqueda de la belleza es inútil si prescindimos de la verdad. Y que lo contrario funciona siempre como una ley eterna: si buscas con ahínco la verdad, la belleza brotará sola sin que tú ni siquiera lo desees. Las dos cosas son una. No puedo explicarlo mejor, ni falta que hace teniendo a mano algún libro de Danilo Kiš.

1 comentario:

  1. Pues, me has dejado sin palabras, desconocía esta obra y jamás imaginé una trama similar. Sin dudas, debo conseguir este libro, llama demasiado la atención.

    Saludos,
    Marcelo Ferrando

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