miércoles, marzo 31, 2010

A tiro limpio, Boris Vian

Trad. Juan Manuel Salmerón. Tusquets, Barcelona, 2009. 120 pp. 11,54 €

Miguel Baquero

Trouble dans les andainsTemblor en los Andes— fue la primera novela editada por el escritor francés Boris Vian. Traducida al español como A tiro limpio, la novela estaba prácticamente desaparecida del mercado de nuestro país, hasta que, recientemente, y con motivo del cincuenta aniversario de la muerte, en plena juventud, de su autor, la novela ha sido reeditada por Editorial Tusquets, dentro de su colección “Andanzas”.
Es fama que Boris Vian, uno de los mejores exponentes de la bohemia parisina de los años 50, toda una institución en las caves de jazz, que comenzó a frecuentar con menos de veinte años, pese a que —o precisamente por que— la música negra estaba prohibida por el régimen de Vichy, músico él mismo, además de inventor, locutor y escenógrafo, decidió lanzarse a la escritura porque no encontraba, en el panorama literario, aquellas novelas que a él le gustaría leer. ¿Y cómo eran esas novelas? En A tiro limpio, su primera obra, y quizás su grito de libertad más pletórico, puede hallarse la respuesta.
A tiro limpio es, a falta de mejor expresión una completa locura. Para quien ya conozca u haya leído algo del autor, le sorprenderá en que en su primera obra ya se mostrara tan desinhibido, tan demencial, tan ajeno a cualquier regla, que ya desde la primera hora dejase la marca de su estilo. Para quien no haya topado nunca con Vian, le aguarda una aventura disparatada, sin lógica alguna, sin concesión a las reglas, y con un humorismo radiante. Una completa aventura.
Escrita en 1943, en plena Guerra Mundial, la novela, pese a su vitalismo —o precisamente por eso— no tuvo recorrido, así como tampoco las que vinieron posteriormente Habría que esperar hasta 1946 para que una novela de Vian tuviera éxito. Ocurrió con Escupiré sobre vuestra tumba, que escribió en apenas quince días para un amigo editor que pasaba por apuros, y curiosamente no la firmó con su propio nombre, sino como Vernon Sullivan, para darle cierta pátina “estadounidense” y creíble a su obra. Con igual seudónimo escribió otras novelas posteriores de creciente éxito, hasta que, acusadas las novelas de pornógrafas, se siguió un juicio durante el cual salió a relucir la verdad: que Sullivan no existía, y que el verdadero autor se llamaba Boris Vian.
A partir de ese momento, sobre Vian se cernieron las críticas y el desprecio del mundo editorial, que le hizo el vacío. Fue precisamente en la proyección de la película inspirada en Escupiré sobre vuestras tumbas (de cuyo proyecto fue apartado) cuando, de incógnito entre los espectadores, falleció de un ataque cardiaco.
La recuperación para el lector en castellano de A tiro limpio, supone un verdadero acontecimiento con motivo del cincuentenario de la muerte del autor. Para quien no conozca lo vertiginoso y excéntrico de su estilo, es una magnífica oportunidad para acercarse a él; para los admiradores del escritor, supone salvar un importante hueco en el conocimiento de su obra.

martes, marzo 30, 2010

La vida en un día, Javier Vázquez Losada

Asociación de escritores y artistas españoles, Madrid, 2010. 72 pp. 10 €

Recaredo Veredas

Escribir una poesía cotidiana que, sin embargo, no sea vulgar, y narrativa, sin ser prosaica, no resulta nada fácil. Javier Vázquez Losada lo consigue plenamente en su último poemario, premiado con el Blas de Otero de 2008. Algunos de sus poemas son casi aforismos, y conducen al lector, pese a su brevedad, a reflexiones poco frecuentes. Porque Javier conoce sobradamente el alma del hombre moderno, y sabe que nuestra soledad y nuestras neurosis son compartidas. Y, además, sabe que pocos se atreven a desvelar las zonas más oscuras, aquellas que llenan las consultas de los psicólogos y provocan noches de insomnio. Sin embargo, no es la suya una lírica desesperanzada, ni siquiera en los poemas más largos, próximos algunos al microrrelato aunque siempre líricos, siempre conscientes de la importancia de la palabra. Simplemente describe con precisión entomológica nuestras debilidades y fortalezas, asumiendo su carácter irresoluble e, incluso, su belleza.
Su demostración no solo gratifica al lector sino que ayuda a su espíritu, haciéndole ver la levedad y —lo que es casi más importante— la universalidad de sus preocupaciones y que tras cada fachada se esconde un poblado trastero, lleno de muebles oxidados, secretos inconfesables y cuentas sin saldar. La melancolía de Vázquez Losada no es destructiva —aunque la influencia del realismo sucio, de referentes anglosajones contemporáneos, exista y sea más que palpable— sino realista y ligeramente irónica. En esa mezcla de compasión, nunca explícita, y distancia radica probablemente el éxito de Vázquez Losada, lo que le diferencia de tantos y tantos adeptos a la descripción de la cotidianeidad y lo que hace que su mirada sea absolutamente personal.
Su utilización del verso libre no es obstáculo para la creación de un ritmo muy particular, cimentado en golpes secos, continuos, que no permiten que el lector despegue la mirada de las páginas. Un poemario escrito para el lector que, además, posee una considerable dignidad literaria. Una obra, en suma, muy recomendable.

lunes, marzo 29, 2010

El jardín de los suplicios, Octave Mirbeau

Trad. Lluís Mª Todó. Impedimenta, Madrid, 2010. 240 pp. 19 €
Trad. Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán. El Olivo Azul, Sevilla, 2010. 216 pp. 19 €.

Alba González

Que una misma obra se publique a la vez en dos editoriales cuyos fondos tienden a rescatar precisamente piezas olvidadas o jamás traducidas sólo puede indicarnos que ya era hora de contar con una edición moderna de El jardín de los suplicios. Hasta el momento, al lector interesado en esta novela de Octave Mirbeau (1848-1917) sólo le quedaba rastrear ediciones de dudoso gusto publicadas en los 80 en todo el ámbito hispano o recurrir a la lengua original.
Lo que se va a encontrar quien abra cualquiera de estas dos ediciones es una novela que resume su época y que tiene por mérito hacerlo a través de la mejor codificación de la mujer fatal en la literatura finisecular, a la vez que realizando una despiadada crítica al colonialismo y a la civilizada e ilustrada Europa. El lector puede quedarse con el erotismo o con la política y de hecho así se ha leído en esta centuria, saltando más a la vista el escándalo de lo primero. Hay que recordar sin embargo que este jardín es hijo de la Francia del affaire Dreyfus y sus consecuencias políticas; siendo en ella no menos importante la revolución ideológica y estética que desde À rebours de Huyssmans venía conformándose.
El jardín de los suplicios se compone de tres partes que como tales se crearon de forma autónoma pero se integran a la perfección. En la primera, “Frontispicio”, varios hombres de letras y de la política hablan sobre el mal en abstracto (concretando, leit motiv de época, en la mujer). Uno de ellos, radicalmente callado y sombrío, termina abriendo la boca para contar que precisamente mal y mujer se unen en la historia que es en sí tema de la novela. Durante la segunda parte, “En misión”, sabemos cómo ese hombre fue mandado de expedición científica para apartarlo de no pocos problemas políticos en París. En uno de los trayectos marítimos conoce a una mujer inglesa que viaja sola hacia China, Clara, y cae perdidamente enamorado de ella. Clara será la protagonista de la tercera parte, que da nombre al conjunto de la novela. Ese jardín es un hermoso lugar lleno de plantas y porcelanas de ensueño, que realmente sirve como espacio de torturas para la prisión local. Una vez a la semana, las puertas se abren para que los turistas (de nuevo mayoritariamente mujeres) puedan alimentar con carne putrefacta a los condenados mientras observan los tormentos. No hace falta decir que lo que Clara considera la más alta experiencia de placer y de belleza, deja no pocos escalofríos en el anónimo protagonista.
Tras el auge de Zola y su naturalismo, el mal y lo monstruoso pasan a interesar a los autores jóvenes de otra manera. No es tanto pintar al natural la realidad humana como descubrir el atractivo oscuro que ese otro lado del (supuesto) bien entraña. Los propios escritores del fin de siglo serán considerados degenerados y monstruos por una sociedad que no entiende cómo su juventud no resulta productiva y vigorosa, dinamitando las bases de la sociedad burguesa del momento. Pero El jardín de los suplicios nos enseña que esa sociedad de impecable doble moral sexual tiene no pocas taras filosóficas. Mirbeau nos ofrece dos mundos, la Francia ilustrada y civilizada (o el afán científico del Imperio Británico del que procede Clara) frente a una China salvaje y bárbara que no conoce los parabienes de la modernidad. No hace falta decir que con la agudeza que le es propia, el autor se encarga de contarnos que los adjetivos tal vez deban intercambiarse. Si una obra como El corazón de las tinieblas es elusiva en su planteamiento del colonialismo, encontraremos aquí una pieza que puede competir en calidad pero desde luego se muestra mucho más hiriente para con la civilización europea. Dice el anónimo protagonista tras la intensa sesión en el Jardín: «¡Y son los jueces, los soldados, los sacerdotes, los que, por todas partes, en las iglesias, los cuarteles, los templos de la justicia, se afanan en la obra de la muerte!» (pág. 211 en Impedimenta).
Pero lo que sin duda más llama la atención de esta novela es su protagonista. Clara, viajera inglesa que en sus rasgos muestra el canon de la femme fatale a la manera prerrafaelita y delicada; una mujer que cree más hermosa que la vida la muerte y desde luego la muerte y el dolor los entiende como formas sublimes del amor y de la belleza. Con estos mandamientos que están más allá de los que Dorian Gray profesó, el horror se despliega ante los ojos del narrador y de sus lectores; el hombre que en París creía haber descendido a los infiernos y haber caído en las mayores bajezas, se siente un niño ante ese monstruo que es Clara: «¡Los monstruos!..., ¡los monstruos!... En primer lugar, ¡no hay monstruos!... Lo que tú llamas monstruos son formas superiores o que escapan, simplemente, a tu concepción… ¿Acaso los dioses no son monstruos?... ¿Acaso el hombre de genio no es un monstruo, como el tigre, como la araña, como todos los individuos que viven por encima de las mentiras sociales, en la resplandeciente y divina inmoralidad de las cosas?... Pero entonces, ¡yo también soy un monstruo!»(pág. 174 en El olivo azul). Y desde luego Clara es ese monstruo que puebla poemas, novelas, alucinaciones y cuadros en todo el período del cambio de siglo, metonimia del peligro y la caída, pero sobre todo de la tentación.
Si una sociedad es represora en su moral bajo argumentos de decencia y progreso, podemos pensar que no se debe a un riesgo real de disolución de quién sabe qué costumbres. Prohibir es cerrar bajo siete llaves los propios demonios. Esos demonios de la Europa finisecular son los que desata Mirbeau en El jardín de los suplicios, demonios que en parte, aunque bajo otros nombres, siguen siendo radicalmente contemporáneos.

viernes, marzo 26, 2010

Las crudas, Esther García Llovet

Ediciones del Viento, A Coruña, 2009. 142 pp. 15 €

Fernando Sánchez Calvo

La primera vez que leí a Esther García Llovet no fue hace mucho, quizás poco menos de un año. Concretamente disfruté de un cuento que publicó en la antología Todo un placer, coordinada por Elena Medel, y de la cual hice una reseña en este mismo blog. Era un relato de cuyo título quiero acordarme pero no puedo (presté el libro). También quiero acordarme del nombre de su protagonista, pero tampoco puedo (presté el libro). Sí que recuerdo que se narraba el despertar sexual de una chica que había concentrado todas sus energías en recorrer de punta a punta la ciudad, la región, para reunirse con un tipo, no sé si mucho mayor que ella. Vienen a mi mente ahora también una casa en las afueras y un taxi o el coche de un extraño. Argumento banal pues el del cuento (sobre todo si tenemos en cuenta que mi memoria falla) pero, y eso sí lo recuerdo, rodeado de una mezcla explosiva, como he visto pocas veces, de realismo y poesía. Normalmente cuando se intentan combinar estos dos ingredientes o sus derivados (crueldad, reflexión, etc) nace como resultado algo chusco, algo inverosímil o algo indecente. Esther García Llovet se arriesgó y salió algo muy muy decente.
Lo mismo ha sucedido con su novela Las crudas, publicada por Ediciones El Viento. Lirismo y cierto apego a la faceta más prosaica de este mundo articulan la historia de Esmiz, el peculiar propietario de un restaurante de moda en la acomodada zona de la bahía. Mafioso, machista, estafador, ni siquiera podemos decir que su vida cambia cuando conoce a Perica, una camarera salvadoreña sin papeles. Ésta, nihilista sin saber qué significa “nihilista”, madre soltera de Bico (un crío que desde los principios ha nacido para ser carne de realities) quiere trabajo y se supone que también estabilidad para ella y la enfermedad de su hijo. Del mismo modo Esmiz necesita un símbolo, un indicio, que le devuelva la cara amable de la existencia, la fe que le permita salir o por lo menos nadar sobre el mundo que él mismo y otros se han encargado de fabricar. Ese indicio es Perica. En este punto entra la sórdida visión de Esther García Llovet: ni una tregua (casi), ni un atisbo de esperanza (casi) para dos personas que están condenadas a sufrirse, a desearse (no siempre bilateralmente) y, desde luego, a rehacer constantemente sus trayectorias. No hay (casi) tiempo para mostrar amor y aun así, Esmiz, con la ayuda de un dinero ganado ilegalmente, de sus contactos y de su extravagante amigo el Italiano, no cejará en el empeño de conseguir lo único que puede empezar a dar una pizca de sentido a aquel brillante estercolero humano que es la zona de la bahía.
Como con el famoso cuento de cuyo título, de cuya historia y de cuya protagonista no puedo acordarme (presté el libro), también me ocurrirá que olvidaré, dentro de tres semanas o cuatro a lo sumo, la historia de Las crudas. Y sin embargo no pasará nada. Perderé la trama (secundaria siempre) a cambio de quedarme con los nombres de los protagonistas y, por encima de cualquier dato, con el espíritu de esta magnífica novela. No recordaré qué pasó, pero sí cómo sucedieron las cosas en ella y qué bofetada recibió mi cerebro al terminar de leerla. Al y fin y al cabo, es lo que distingue a una buena novelista de un escritor.

jueves, marzo 25, 2010

Cuentos de imaginación y misterio, Edgar Allan Poe

Julio Cortazar. Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2009. 423 pp. 32,90 €

Marta Sanuy

El 19 de enero de 2010 no aparecieron en su tumba las tres rosas y la media botella de coñac que, desde mediados del siglo pasado, dejaba allí quien firmaba el que brinda por Poe: Se cumplen doscientos años de su nacimiento pero se pueden seguir añadiendo datos y misterios a su historia.
Una de las preguntas qué más nos interesan es: ¿Qué es lo que hace que una obra sobreviva al paso del tiempo? A Edgar Allan Poe es a quien más veces se la hemos formulado, y con motivos.
La respuesta es prolija y claro, complicada, pero existe. Para empezar, Poe es un autor que piensa en el lector y en el efecto que sobre el lector tiene cada palabra, nunca fue un ingenuo, basta leer La Filosofía de la composición o las reflexiones literarias que aparecen en algunos de sus cuentos para comprobar que su concepción de la escritura era casi matemática. Además, Poe no ha olvidado las armas del narrador, sus personajes son planos, no tienen dimensión psicológica, solamente son los sujetos de lo que acontece, dice Julio Cortazar en el prólogo que recoge esta edición y, precisamente, esa es una de las características que, según Walter Benjamin, distingue al narrador del novelista. El narrador, sobre todo el narrador oral, no necesita explicar a quién le sucede, acerca el protagonismo al que escucha o al que lee gracias a la ausencia de pormenores, lo importante es la historia.
También se debe la inmortalidad de la obra de Poe a los temas que elige; aborda sin prolegómenos las preocupaciones fundamentales del ser humano, esas preocupaciones son sus motores creativos y los verdaderos protagonistas de sus historias. Su obra perdura porque fue capaz de resumir y simbolizar nuestras pulsiones básicas con precisión, y fue como si las volviera a fundar: la nueva codificación de los miedos esenciales que inventarió en sus relatos resulta ya indiscernible de los miedos mismos. Además del tema de la muerte, aparecen en el centro de su obra la potencia del misterio, del amor y la locura: ¡qué habilidad y que osadía hacer que un enfermo mental narre los detalles de su enfermedad asumiéndola como tal, que haga lo más incompatible con la patología que padece!
Poco nuevo se puede decir de un clásico de estas dimensiones, reinventó la novela gótica, inventó el cuento policíaco, abrió importantes senderos de análisis literario y, sobre todo: no hay nadie sobre quien no haya influido. Es de esos autores a los que no hace falta haber leído para que nos hayan afectado, su influencia no conoce límites de género ni épocas, sobre Poe hay música, obras de teatro, películas, cómics, óperas, él llega a nuestras vidas, siempre y por muchos caminos.
Dicen que las pesadillas tienen una función: familiarizarnos con límites de dolor psíquico. Los cuentos de Allan Poe, lo dice Fernando Savater, son homeopáticos, una vacuna contra el terror cuyos efectos han sido comprobados por todos, generación tras generación. Esta edición de Libros del Zorro Rojo, con el prólogo y la traducción de Julio Cortazar y las estupendas ilustraciones de Harry Clarke es una elección acertada para volver a vacunarse.

miércoles, marzo 24, 2010

Clarke Street 64, Andrew Holmes

Trad. Julia Osuna Aguilar. 451 Editores, Madrid, 2009. 438 pp. 19,50 €

Sofía Castañón

Tropezamos con personas cuyo futuro nos hace cavilar un rato. A veces, ese encuentro es puntual, pequeño, un despiece en el periódico que cuenta la historia de un tipo que tras ser acusado de algo terrible y pasar por la cárcel se descubre que era inocente de todos los cargos. Piensas en cómo seguirá la vida de aquel a quien el juicio público apuntó con el dedo, del que, además de no recuperar su tiempo perdido, nadie devolverá su presunción de inocencia. Un momento. Otras veces no es tan breve, como las noches, con miedo de volver al instituto o al colegio, elucubrando qué depararía el destino a ese terrorista emocional, matón de centro de estudios, que tanto molestaba a todos y tanto alimentaba la recién descubierta angustia. Y aun tiempo después, recordando viejos tiempos con los amigos, pensaréis qué habrá sido de ese niñato horrible, y en un momento en el que vuestra humanidad no mire, le desearéis lo peor.
Clarke Street 64 no elucubra, recoge los destinos. Aunque quizás “destino” sea una palabra que invite a pensar en epopeyas, en graves escenas clásicas, en sacrificios, parricidios y cosas importantes. En la novela de Holmes, destino es una idea más de los suburbios, del Londres desfavorecido por el que no pasan autobuses rojos de dos pisos, el que no sale en las postales porque sería retratar a un ecosistema que se devora hambriento. Lo que sí se mantiene respecto al concepto clásico es lo que tiene éste de inevitable.
Nadie escapa a su mala estampa, parece decir Holmes con humor mordaz. En una narración rebosante de ironía, el escritor británico no hace concesiones a nada que no sea para colocarse en la perspectiva de cada personaje. Una novela coral, que no lo es. Una novela hiriente que es tierna (la ternura de la carne poco hecha sometida al cuchillo de sierra mínima y que sorprendentemente cede): un desgarro —light , eso sí— a nuestras buenas conciencias.
Como un trilero, juega con el tiempo y nos altera las secuencias, nos adelanta para luego rebobinar y poner otra cinta. Todo sin más artificio que un despiece que rápido amalgama. Con la boca tan sucia como los bajos fondos. Tan despierta y ágil como la de un lazarillo postmoderno.
Igual que el fundido aditivo del montaje cinematográfico, Andrew Holmes va superponiendo las tramas, la vidas de unos personajes que, con la ropa sucia, intenta buscar jabón y acaban por hacer mucho más grande la mancha.

martes, marzo 23, 2010

Tal vez soñar, José Ramón Ayllón

Ariel, Barcelona, 2009. 131 pp. 15 €

Rubén Castillo Gallego

Aunque el público que puede disfrutar y aprender con los volúmenes metaliterarios es reducido, reconoceré que sobre mí ejercen una fascinación especial. Encontrar una obra donde se reflexiona, filosófica o ensayísticamente, acerca de novelas que ya he leído me depara nuevas ocasiones para el deleite, porque me descubre ángulos imprevistos de ellas, flancos vírgenes en los que no había reparado y puertas sorprendentes que yo solo no fui capaz de abrir. Y así ha ocurrido con Tal vez soñar (La filosofía en la gran literatura), un texto de José Ramón Ayllón donde se aproxima a célebres monumentos de la historia de la literatura universal, con el fin de extraer la quintaesencia de sus páginas.
De ese modo podemos descubrir que Homero edifica en Ulises al prototipo de ser humano: tenaz en sus decisiones, luchador contra la adversidad, debelador de obstáculos. Y su historia no es contada con escrupuloso detalle («Homero es el primer periodista del mundo», p.23). Daniel Defoe, con su novela de Robinson Crusoe, coloca al ser humano en una prehistoria artificial, donde ha de poner en juego sus habilidades para domeñar el entorno, y eso permite a Ayllón reflexionar sobre el singular papel de la inteligencia humana («Sería un error pensar —observa Leonardo Polo— que el hombre inventa la flecha porque tiene necesidad de comer pájaros. También el gato siente esa misma necesidad y no inventa nada. El hombre inventa la flecha porque su inteligencia descubre la oportunidad que le ofrece la rama. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar flechas: son dos cosas muy diferentes. Por eso no es correcto explicar al hombre desde sus necesidades. El hombre no necesita la inteligencia, simplemente la tiene», p.24). Cervantes, a través de su loco ético don Quijote, nos comunica la idea de que «el hombre es un ser constitutivamente apasionado, y en lugar de adecuar la inteligencia a la realidad, con frecuencia la amolda a sus propios intereses» (p.31). Antoine de Saint-Exupéry codificó su propia peripecia en El principito, la historia de alguien que descubrió que todas las rosas del mundo no valen tanto como tu propia rosa, y que «el itinerario del amor dice primero ‘me gustas, después ‘te quiero’, y, por fin, ‘te amo’» (p.40). Ana Frank pasó de vivir en una madriguera infame rodeada de gente egoísta y gris, a ser detenida por las SS en agosto de 1944 y enviada a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, donde murió. Su vida es esencialmente interior, pero es eso lo que enriquece su mirada («Al ser humano —animal racional y social— también se le puede llamar, con toda propiedad, animal sentimental», p.48). George Orwell realiza en Rebelión en la granja una implacable denuncia satírica del comunismo práctico, puramente dictatorial. Así, nos dirá que estamos ante «una buena lección de historia y —desde el punto de vista literario— una obra maestra que no pierde valor cuando las circunstancias particulares que motivaron su composición se desconocen» (p.80)... Y más, mucho más. José Ramón Ayllón no duda en criticar la ambigüedad simbólica de Friedrich Nietzsche, ni tampoco vacila a la hora de emitir juicios hiperbólicos («El señor de los anillos es la Odisea del siglo XX», p.107) o cuando debe opinar sobre la familia, la amistad, la religión, la muerte o Dios... Por eso, y por infinidad de pequeños detalles que salpican el texto en casi todas sus páginas, ésta es una obra para discutir con ella, para charlar y debatir, para corroborar ideas o para refutarlas, para discrepar o para mostrar la mayor de las conformidades. En suma, una obra para convertir algunos de los más grandes libros de la historia literaria en objeto de reflexión constante y fértil. Un volumen sin duda memorable.

lunes, marzo 22, 2010

El expediente Archer, Ross MacDonald

Trad. Ignacio Gómez Calvo. Mondadori, Barcelona, 2010. 593 pp. 16.90 €

Julián Díez

Entre las incontables situaciones anómalas del mercado de la edición en castellano, viene este libro a recordar la de Ross MacDonald. Considerado ya canónicamente como el tercero de los grandes autores clásicos del género negro, el sucesor de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, en el momento en que se publicó El expediente Archer a comienzo de año no había prácticamente ningún otro libro del autor en catálogo en castellano. Cuando escribo estas líneas, RBA, que ya había recuperado alguna de sus otras novelas, ha reeditado la primera, El blanco móvil.
Digo que es curioso porque El expediente Archer es en realidad un libro complementario, un volumen de piezas para completistas. Está la docena de cuentos que MacDonald dedicó a su detective fetiche, Lew Archer, algunos de ellos en realidad protagonizados inicialmente por personajes de otro nombre pero que luego reformó. Y otra decena de piezas sueltas, páginas no incluidas en ninguna obra, que forman una ensalada variopinta, con interés casi únicamente para especialistas, y son lo más flojo del volumen.
En cambio, donde resplandece y se justifica es en las introducciones: tanto la entusiasta de Rodrigo Fresán como la extensa y brillante del recopilador, Tom Nolan, que asume el papel de biógrafo de Lew Archer reconstruyendo la trayectoria del personaje a partir de los textos existentes —tanto las quince novelas como los relatos aquí incluidos— y ofreciendo un retrato verdaderamente atractivo, que pone en valor de manera contundente el culto que genera el personaje, mucho más que los textos incluidos posteriormente.
Casi únicamente los dos últimos relatos, ya de la época de madurez de MacDonald (Perro dormido y Azul medianoche) hacen justicia al talento del autor, , aunque haya también apuntes de su extraordinario manejo de las convenciones del género negro en los demás, en particular en La siniestra costumbre o Extraños en la ciudad. Además, están escritos con las cualidades macdonaldianas de precisión verbal, impresionismo descriptivo, sugerencia, brillo en los diálogos.
En conclusión, el volumen es de los que se guardan, y en su conjunto ofrece un excelente argumentario a los que creemos que MacDonald no sólo es uno de los tres grandes, en efecto, sino también algo más: el eslabón necesario entre esa generación ligada al pulp y la que ya dio madurez a la novela negra a partir de los sesenta con Parker, Westlake, Ellroy o Leonard. Porque Archer ya no habla con el engolamiento duro de Marlowe, es más verosímil, pero a la vez mantiene algunas de sus cualidades, por así decirlo, “tardorrománticas”. Archer, en resumen, ya no podría ser encarnado por Bogart, porque vive en un mundo más parecio al nuestro, pero aún tiene en sí el suficiente idealismo para que le representara en un par de ocasiones Paul Newman, que difícilmente podría ser lo bastante crudo para encarnar a uno de los antihéroes posteriores, pero que sí supone un buen retrato para la obra de MacDonald: pulida, sincera, dinámica, brillante.

viernes, marzo 19, 2010

Un país mundano, John Ashbery

Trad. y Prol. Daniel Aguirre. Lumen, Barcelona, 2009. 192 pp. 16.90 €

José Luis Gómez Toré

El octogenario John Ashbery (Nueva York, 1927) es no sólo uno de los grandes nombres de la poesía norteamericana, sino asimismo una referencia ineludible en la lírica actual, que sigue encontrando nuevos lectores (y no pocos discípulos) entre los jóvenes (no resulta, por ejemplo, nada difícil detectar una veta claramente ashberiana en la última poesía española).
Un país mundano está lejos de la ambición de poemarios como Autorretrato en un espejo convexo o Tres poemas, pero ello no significa que sea un libro menor. La escritura de Ashbery nos ofrece ahora una peculiar poesía de senectute, que destila una melancolía que corteja valientemente lo sentimental y que se constituye a menudo como una serie de incursiones furtivas en el territorio de la memoria. Con todo, Ashbery sigue siendo Ashbery y así la melancolía se ve tamizada por una mirada irónica, que unas veces impide caer en el pathos de lo abiertamente elegíaco pero que otras encuentra un inesperado aliado en ese velada tristeza que nos obliga a mirar las solicitaciones de la realidad con cierta prudente distancia. Ironía y melancolía son así dos caras de una misma visión, que no sólo retrata el paisaje mental del yo poético sino asimismo el exterior con el que dialoga ese yo precario. El entorno revela un paisaje social que es también un paisaje lingüístico. Como suele suceder en Ashbery, la lengua que nutre el poema es una lengua que toma sus materiales de muy diversas fuentes, que bebe tanto en la tradición literaria como en el habla coloquial, en lo que en otro tiempo se llamó alta cultura como en la cultura popular (consciente de que tanto los tesoros como la basura pueden encontrarse en uno y otro ámbito: «un mero comentario sobre el estercolero de lugares comunes/ de los ágiles pensamientos literarios. Con todo, aquí y allá una joya/ relució, oscura fantasía de la noche, terminada antes de empezar»). Es la lengua de Ashbery una lengua democrática, en la tradición de Whitman y otros poetas norteamericanos, pero en la que la polifonía ya no descansa sobre un ideal o una armonía subyacente, sino sobre una realidad fragmentada. Resulta ocioso insistir en los vínculos de Ashbery con lo que se ha venido a llamar la condición postmoderna, pero quizá no está de más señalar que ante la imposibilidad de hilar un discurso que nos devuelva la ilusión de la totalidad, la lucidez de esta escritura reconoce que la renuncia al todo es tanto una liberación como una pérdida, que impulsa paradójicamente al mismo tiempo a la celebración y al duelo. La renuncia a lo Sublime Americano, por citar la referencia irónica de Wallace Stevens, nos deja atisbar asimismo que tal vez melancolía e ironía acompañan siempre a una conciencia democrática, tal vez porque la democracia es por definición imperfecta.
El fragmentarismo de la escritura ashberiana se alia aquí con el fragmentarismo de la memoria, en un continuo movimiento entre el presente y el pasado. El yo descansa así en una precaria conciencia de sí mismo, en la necesidad de construir una y otra vez su propio relato, sabedor siempre de que se le hurtan importantes partes de esa historia que es su propia realidad. El autorretrato se refleja ahora en un espejo roto, ante el cual caben pocas complacencias: «Yo imaginaba hermanas, cómo domina una puerta/ la larga vida de uno, que solo al final llega/ a una "insensata coherencia",/ y para entonces ya ha pasado todas/ las objeciones razonables,/ y está solo». En algún momento, la experiencia del tiempo recuerda al Eliot de los Cuatro Cuartetos pero sin el consuelo, siquiera precario, de un horizonte de trascendencia: «una academia/ por donde desfilan perdedores, y el presente es irredento,/ y todas las frutas son de temporada». Nada es gratis en el mercado del mundo y por toda elección hay que pagar un precio que a menudo ignoramos ("y había un impuesto oculto en todo esto"). Con todo, si la memoria ofrece un largo inventario de pérdidas y de enigmas, el vigor de la escritura de Ashbery se impone: «¿Con hambre aún? Sigue leyendo». Hambre de poesía y de vida, que siguen despertando y saciando sus poemas.

jueves, marzo 18, 2010

Manuscrito encontrado en Zaragoza (versión del 1810), Jan Potocki

Trad. José Ramón Monreal. Acantilado, Barcelona, 2009. 800 pp. 35 €

Martí Sales

¡Qué obra! Casi ochocientas páginas de puro placer lector divididas en seis decamerones y treinta cuatro historias desopilantes, estremecedoras, sicalípticas, desconcertantes y didácticas a la vez; un tour de force de uno de los autores de vida y hechos más extravagantes de la historia de las letras europeas, el conde polonés Jan Potocki (1761-1815), viajero empedernido, militar, escritor, intelectual y, finalmente, suicida (se dio muerte con una bala de plata que él mismo pulió durante los últimos meses de su vida); un libro en dos versiones, una más deslavazada y subida de tono, la de 1804, y otra más trabajada, estructurada, completa, la que nos ocupa, la de 1810; una obra maestra de la literatura universal: El Manuscrito encontrado en Zaragoza.
Alfonso van Worden, oficial de la guardia valona, se dirige a Madrid para ponerse al servio del rey de España y en el camino a la capital, cruzando Sierra Morena, su periplo se atrabancará y agrandará en sesenta y un días que resultarán, para el joven militar, la lección de una vida. En este lapso de tiempo le pasarán y contarán todas las aventuras habidas y por haber, retos a la imaginación y viajes a los límites de lo posible, de mano de cabalistas, demonios en posadas encantadas, geómetras, gitanas bellísimas, jeques amos de maravillosos reinos subterráneos, muertos vivientes, poseídos y ermitaños. El género fantástico en todo su esplendor explorando los clarobscuros de la Ilustración. Porque en El Manuscrito encontrado en Zaragoza todo se pone en duda: la ética (cuando uno tropieza con la belleza de la carne, hasta las más altas torres caen), la religión (conoceremos judíos, musulmanes y cristianos y ninguno logrará hacer prevalecer su doctrina por encima de la de los demás), sus convicciones (en el caso de Alfonso, el pilar de su vida, que es un pundonor pasado de vueltas, se verá fuertemente cuestionado un montón de veces), su percepción de la realidad (¿existen fuerzas sobrenaturales?) y la posibilitad de conocer o aprehender la realidad (¿sabré con certeza algún día que es lo que sucede en el mundo?).
¿Todo se le pondrá en duda para formarle o para despistarle, aniquilarle? Eso sólo lo sabremos al final de este extraordinario libro que no se puede dejar de leer ni un solo instante, que es una recopilación de cuentos y leyendas y aventuras sólo comparable a las mil y una noches o a sagas hindúes como el Mahabharata. Un libro sapiencial con todo lo bueno de aprender con la boca abierta, es decir, como los niños pequeños que, sin saberlo, sin esfuerzo y con muchísima diversión, de todo sacan jugo y formación.

miércoles, marzo 17, 2010

Novela once, obra dieciocho, Dag Solstad

Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 208 pp. 18.50 €

Miguel Baquero

Dentro de su colección “Otras lenguas”, la editorial Lengua de Trapo ha comenzado a lanzar en nuestro país la obra del escritor noruego Dag Solstad, posiblemente el escritor noruego vivo de mayor prestigio tanto en Noruega —como demuestra el haber sido galardonado nada menos que tres veces con el Premio de la Crítica Literaria de aquel país» como en el extranjero. Previamente a Novela once, obra dieciocho —no muy afortunado título, en mi opinión—, Lengua de Trapo publicó ya una novela anterior de Solstad, Pudor y dignidad, que había obtenido muy buena acogida en otros países, y es de suponer que continuará vertiendo al castellano su obra.
Por fortuna, cabe decir, porque Solstad está lejos de ser uno de esos autores surgidos de pronto de entre los hielos de la tundra, al calor de Larsson y su Millenium, en la vorágine de una moda y una repentina pasión por lo escandinavo que prácticamente desde el primer día lleva impreso en su frente el título de “perecedero”. Lejos de ello, Solstad parece mostrar un interés autentico y sincero por penetrar en la clave de nuestros tiempos e intentar adentrarse en el corazón y la razón de ser del hombre actual. No se hallará ni en Novela once… ni en la anterior Pudor y dignidad ningún crimen truculento, ningún personaje extravagante, ninguna concesión a la ruidosa y rápida posmodernidad. El hombre que aparece en las novelas de Solstad es el viejo carácter noruego de las obras de Ibsen; no en vano, en las dos novelas del autor vertidas al castellano, una obra del dramaturgo, El pato salvaje, adquiere una función determinante.
Novela once…, de hecho, tiene mucho de teatral, de dramatúrgico. Su protagonista es un hombre que vive sobre la escena, que desde fuera parece, si no del todo feliz, sí al menos satisfecho de su existencia, contento de su vida, confortado con su suerte. Sin embargo, bajo ese poso de tranquilidad —un trabajo de funcionario que no está mal, aunque pudiera estar mejor; una relación sentimental que, en apariencia, reúne todos los ingredientes de la pasión y la aventura; incluso una espita abierta a la creatividad y a la implicación en los asuntos colectivos—, bajo esa apariencia, como digo, de calma y comodidad, palpita un hombre que, como en las obras de Ibsen, sabe que está viviendo en la mentira, que se halla preso en una extraña cárcel de sonrisas, buenos modales y agradable fuego en la chimenea, de la que cuesta un ímprobo esfuerzo salir. Y, como en las obras de su inspirador, en las novelas de Solstad el sentido último de la acción, la finalidad del personaje es liberarse de esa opresión… aunque, como en el caso de Novela once, obra dieciocho, el final, sorprendente como pocos, sea justo lo que cualquiera de nosotros tendríamos por antítesis de la liberación.
Este final —que, por supuesto, no desvelaré—, de un simbolismo cruel e intenso, nos hace al mismo tiempo comprender, como lectores, que buena parte de la novela encierra un profundo simbolismo, también como en Ibsen. Que la figura de Bjorn Hansen, como se llama el protagonista de Novela once…, representa en gran medida al hombre contemporáneo, que su drama es el de todos, que las páginas quieren ir más allá de la simple anécdota o del crimen más o menos ingenioso y profundizar en el latir de nuestros días y en nuestro propio corazón. Y esto es, sin duda, lo que da a Solstad un nivel literario excelente.
Para terminar, y a manera de sencilla curiosidad, contar que el protagonista de esta novela tiene, según nos cuenta Solstad, un gusto literario exclusivo y bastante apartado del común, lo que le lleva, por ejemplo, a sentir un interés especial por Camilo José Cela, autor prácticamente desconocido en Noruega y que en esas latitudes escandinavas no puede por menos de parecer muy exótico. Durante algo más de tres páginas, Solstad nos habla del gusto aristocrático y selecto de su personaje en cuestiones literarias, una elegancia y una distinción que se vieron confirmadas cuando a Cela, para gran placer de Bjorn Hansen, le concedieron el premio Nobel de Literatura. Esto no es más que un detalle sin mayor importancia dentro de la novela, pero hace reflexionar —a mí al menos me lo hizo— sobre la verdadera naturaleza de lo exclusivo y de lo exótico.

martes, marzo 16, 2010

El Tutú, Princesa Safo

Trad. Gonzalo Pontón. Blackie Books, Barcelona, 2010. 200 pp. 17 €


Martí Sales

En la historia de la literatura hay civilizaciones perdidas cuya identidad, estructura y tuétano tenemos que deducir a partir de las escasas muestras que a veces encontramos de forma azarosa. A partir de esos pocos indicios intentamos dibujar el esqueleto del animal que componían, de la raza de reyes que gobernaron aquellas maravillosas tierras y dictaminaron leyes, administraron riquezas y moldearon costumbres. Como piedras de Rosetta, tumbas de faraones o tantas reliquias y descubrimientos arqueológicos que nos ayudan a mapear la historia de la humanidad, de vez en cuando aparece de manos de algún avispado y suertudo editor un manuscrito original que corrobora la existencia de estas civilizaciones troceadas, imaginadas: estas corrientes subterráneas de la literatura que están deslavazadas y parecen no tener otro vínculo que la locura, genialidad y arrojo de sus autores y el propio azar.
El Tutú es un libro escrito por una misteriosa Princesa Safo y publicado el 1891 por el mismo editor de Rimbaud y Lautréamont, el belga León Genonceaux; un señor que tenía criterio. Un criterio suicida: sus libros contenían una libertad creativa exuberante que arrasaba cualquier moral imperante y por eso fue perseguido por las leyes francesas durante mucho tiempo. El libro en cuestión es un desacato a la autoridad, un ejercicio de imaginación sin límites en el que el protagonista, Mauri de Noirof, joven parisino depravado, pilla enormes borracheras con prostitutas y cocheros, dilapida fortunas, inventa medios de locomoción de velocidades inverosímiles (París-Lyon en 17 segundos), se casa con Hermine, una obesa alcohólica de familia riquísima y delincuente, es nombrado ministro, se enamora de su madre y mantiene relaciones no-sexuales y cargadas de necrofilia y esputos con ella, participa en orgías con obispos, se acuesta con una mujer doble, Mani-Mina y tienen un hijo de cuatro cabezas que amamanta él mismo gracias a la ayuda de Messé Malou, un sabio inventor que también ha descubierto cómo hacer al hombre inmortal: cuando presenta sus maravillas al gobierno francés, “la perturbación producida por este acontecimiento sacudió el mundo entero. La humanidad se convertía en gelatina”.
El Tutú forma parte de este continente sumergido que sólo vemos raramente, como al cometa Halley o ciertos eclipses totales; es miembro de la tradición de la revuelta, de la imprecación, del delirio, de la parte loca de nuestra sociedad que sustenta, equilibrándola, la cuerda: la visión del orate, la contrapartida necesaria para no volverse loco del todo con tanta cordura. Su anónima autora, la Princesa Safo, es tataranieta bastarda de Rabelais y madre putativa de Vian, colega extemporánea y precursora de cualquier dadaísta, surrealista, fluxista, oulipista que se precie y El Tutú es un hongo, un escupitajo, un trampolín, una sacudida, un desvarío divertidísimo y ácrata que no se olvida.

lunes, marzo 15, 2010

Perdona pero quiero casarme contigo, Federico Moccia.

Trad. Patricia Orts. Planeta, Barcelona, 2010. 672 pp. 18,90 €

Carmen Fernández Etreros

Segunda parte del éxito indiscutible para lectores juveniles, y no tan juveniles, Perdona si te llamo amor. Novela que abrió en Italia una controvertida polémica desde su publicación, ya que plantea una relación entre un pareja con veinte años de diferencia de edad: Niki una joven estudiante de 17 años y Alessandro un publicista triunfador de 37 años. Ambos superan todos los prejuicios sociales, vitales y emocionales en aras de su incomprendido amor, y en esta segunda parte tras un año de relación se les vuelve a plantear otro reto: el matrimonio. Cuarto libro del autor italiano Federico Moccia tras A tres metros sobre el cielo, Tengo ganas de ti y Perdona si te llamo amor.
Perdona pero quiero casarme contigo es una novela de lectura y estructura sencilla, apoyada en un lenguaje fresco y espontáneo. Escrita para desconectar y dejarse llevar por los ágiles diálogos y la falta de descripciones largas y complicadas. Una novela ligera sobre el poder irresistible del amor. Un cuento moderno en el que sobrevive un príncipe azul y triunfador que se la juega pidiendo matrimonio en un helicóptero a la princesa estudiante y descalza. Una novela a veces predecible pero cuyos recursos se enmarcan dentro de una trama lineal y esperada.
Esta vez la novela de Moccia se centra menos en la relación amorosa de los protagonistas y más en la influencia de los agentes exteriores a la pareja: los familiares, las hermanas posesivas que quieren controlar todo en la boda de su hermano, los amigos cuarentones desengañados de sus relaciones, las amigas veinteañeras que no comprenden la prisa de su amiga por casarse, las tentaciones que les pone la vida en el camino... La relación de Alessandro y Niki se queda apartada por todo lo que les rodea y les coloniza. A la vez se siente palpitar en la novela el ambiente de este siglo la música, la moda, las fiestas... Problemas incluso como el divorcio o las infidelidades conyugales de sus amigos cuarentones como Enrico, Flavio y Pietro o los embarazos no deseados juveniles como el de Diletta, son tratados en la novela de Moccia sin dramas ni graves debates.
Una novela como he señalado ligera y entretenida, sin grandes reflexiones ni honduras pero bien escrita y que refleja los problemas de ciertos sectores de la sociedad y que triunfa sin duda entre los jóvenes lectores.

viernes, marzo 12, 2010

Manual del contorsionista, Craig Clevenger

Trad. María Alonso Gómez. Alpha Decay, Madrid, 2009. 328 pp. 25 €

Care Santos

Una fascinante alegoría sobre la búsqueda de la identidad y lo complicado que resulta llegar a saber quién o qué somos; una novela negra en la estela de lo más granado del panorama estadounidense reciente, de la familia de Easton Ellis, Chuck Palahniuk, Douglas Coupland o James Ellroy; un descenso a las cloacas de la sociedad (que no suelen estar donde todos piensan); un trepidante viaje hacia la nada; una historia sobre la enfermedad mental; un retrato de cierta clase médica scon pocos miramientos y del cruel sistema sanitario estadounidense; un lúcido canto a la generación del "no-future", esa que ya no aspira a nada más que un trabajo de asco con una remuneración que apenas dé para sobrevivir... En fin, todo eso y aún más es esta primera y deslumbrante novela del estadounidense Craig Clevenger, un texano nacido en 1964 que pasó su infancia y su adolescencia en California y que antes de publicar este libro sólo era autor de un puñado de artículos en el diario Santa Barbara Independent, y que luego ha alumbrado una segunda novela, titulada Dermaphoria, aún inédita en España, aunque esperemos que por poco tiempo.
El protagonista de esta historia es John Vincent, un joven delincuente a quien un error médico llevó a un centro psiquiátrico cuando aún era demasiado joven para salir indemne de la experiencia. Gracias a su astucia y a sus altas capacidades, escapa del sanatorio al mismo tiempo que descubre la que será su forma de vida: cambiar constantemente de identidad para no volver a caer en manos de los médicos o bien para escapar de ellos llegada la ocasión. Aunque en su carrera trepidante surgen dos escollos. El primero son ciertos ataques que sufre periódicamente y en los que se vuelve incapaz de dominarse. Para alejar el dolor caen en la tentación de las drogas, las cuales a veces le llevan a un hospital, donde irremediablemente los doctores tropiezan con un historial clínico inexistente, que es urgente definir. Es fascinante cómo afronta el protagonista estas situaciones, cómo inventa sus sucesivas personalidades partiendo de su absoluto conocimiento de los métodos de análisis a los que le someten. Sus entrevistas con los doctores se vuelven un juego de espejos donde los roles de evaluador y evaluado se confunden. Y donde el lector es cómplice del juego.
El segundo gran escollo del protagonista es el amor. De pronto conoce a la mujer de su vida, Keara, y por una vez siente necesidad de ser él mismo, de revelar sus secretos, de buscar entre todas las capas inventadas hasta dar con la única verdad que puede esgrimir. Es hermosa esta reflexión: hasta qué punto nos sirve la mentira si ante ciertas cosas sólo tenemos nuestra más patética desnudez. Y al mismo tiempo, para qué sirve el amor si no es para dejar que nos desnudemos ante su objeto.
Estupenda novela, que atrapa de principio a fin. Desde esa primera frase -"Puedo contar mis sobredosis con los dedos de una mano"- hasta un desenlace que consigue el más difícil todavía: la acrobacia de la sorpresa.
Hacía mucho tiempo que una novela no me parecía tan redonda.

jueves, marzo 11, 2010

Cuentos completos, Juan Carlos Onetti

Introd. Antonio Muñoz Molina. Alfaguara, Madrid, 2009. 536 pp. 22 €

Juan Pablo Heras

Supongo que no he sido el único que se inició en el Onetti cuentista a través de Jacob y el otro, un relato vibrante y devastadoramente irónico que esconde un drama de un valor incalculable, un oculto conflicto de potencia shakesperiana en un ambiente miserable y polvoriento. Un cuento que por sí solo justificaría toda una vida de dedicación a la literatura.
Y resulta que sólo era uno más.
En la estupenda introducción que dedica a este volumen, Antonio Muñoz Molina se recuerda a sí mismo con veinte años, leyendo a las tres de la mañana obras maestras como El infierno tan temido o Bienvenido, Bob y amaneciendo a la mañana siguiente «como con olor a ginebra mala y a ceniza fría y a sábanas sucias y sudadas en la ropa». De la lectura de los Cuentos completos de Juan Carlos Onetti, uno sale condenado a cadena perpetua. Condenado a no olvidar que hay ciertas formas de felicidad que sólo se encuentran en lo más hondo de la tristeza. Condenado a volver gozoso una y otra vez a sus páginas para beber con avidez la sarta de desengaños que Onetti nos regala con afectuosa crueldad. Tras la lectura de todos los cuentos de Onetti, nos queda la certeza de que nadie podrá superar el talento de un narrador siempre nuevo y siempre cervantino, capaz de enroscar el lenguaje hacia curvas desconocidas y al mismo tiempo dejar a la intemperie las vértebras del artificio. Nadie como Onetti para elaborar una poética inconfesada del narrador como testigo (por ejemplo).
El recorrido que nos propone este libro nos permite encontrarnos con preciosas curiosidades: relatos policíacos de juventud a modo de pasatiempos de periódico (El fin trágico de Alfredo Plumet), auténticas anécdotas de taberna elevadas a monumentos a la desgracia (Matías el telegrafista), incursiones a rincones desconocidos de Santa María, por la gloria de Brausen, y versiones distintas de relatos únicos: estudiar a fondo cómo transformó Onetti el confuso La larga historia de 1944 en el extraordinario La cara de la desgracia de 1960 vale por un año entero de asistencia a talleres literarios. La lectura continuada de los relatos que componen este libro es un apasionante testimonio de años de constante perfeccionamiento en las armas privadas de la literatura, una lección de cómo colocar cada palabra para hacer elocuentes los silencios: como dice Muñoz Molina, Onetti «posee como nadie la suprema virtud de escribir no escribiendo».
Esta nueva edición de la recopilación que ya publicara Alfaguara en 1994 nos ofrece respecto a aquella una cubierta menos atrevida pero más elegante, y unos pocos papeles hasta ahora inéditos; algunos tan curiosos como Eva Perón, especie de boceto revelador de los engranajes ocultos de Ella, relato malvado acerca de los últimos días de la diva argentina.
Para terminar, vuelvo al principio. Si en Jacob y el otro encontraba yo un perfecto drama secreto, otros han visto una película formidable: el director uruguayo Álvaro Brechner lo acaba de trasladar al cine con el título Mal día para pescar. Qué duda cabe. Abrir un libro de Onetti es tender caminos, vías aparentemente muertas que nos llevan a ese lugar lejano y desconocido en el que nos acabamos encontrando a aquella parte de nosotros que nos empeñamos en esconder.

miércoles, marzo 10, 2010

La comedia salvaje, José Ovejero

Alfaguara, Madrid, 2009. 400 pp. 19,50 €

Pedro M. Domene

La narrativa de José Ovejero (Madrid, 1958) se caracteriza por una amplísima variedad temática y por convertir nuestra cotidianidad en el exponente de las relaciones humanas y con una rabiosa actualidad de fondo; en realidad, historias que muestran lo íntimo de esas correspondencias y sus consecuencias finales. Los mejores ejemplos de sus entregas recientes son, Las vidas ajenas (2005) o Nunca pasa nada (2007), cuya perspectiva narrativa recaía fundamentalmente en la fuerza de sus personajes, valorando sus secretos y sus miedos, claros exponentes de una sociedad hipócrita donde las haya, víctimas de un orden establecido. Quizá por eso en, La comedia salvaje (2009), Ovejero orquesta una sátira descoyuntada, se mire por donde se mire, ambientada en nuestra guerra civil, pero donde lo dramático de las escenas, la sátira de las situaciones, lo jocoso del relato, se ofrecen en una visión esperpéntica de nuestro glorioso pasado literario. Las referencias valleinclanescas nos llevarían a pensar, incluso, en el título elegido, en ningún caso deudor, aunque sí referente inequívoco del gallego.
Ovejero cuenta la historia de Benjamín, un seminarista, que en plena guerra civil recibe el encargo, nada más y menos, del propio Azaña de localizar al filósofo Ortega y Gasset para ofrecerle, en su nombre, la presidencia de la República. La misión es desproporcionada y no habrá que señalarle a Ovejero verosimilitudes tanto en el planteamiento como en las posibilidades del momento histórico, sino que el escritor va mucho más allá porque, a lo largo de las aventuras por las que pasará el joven, irá demostrando la sinrazón a que llevan las guerras con situaciones jocosas y en ocasiones de una crueldad gratuita y denigrante. El viaje se inicia en Irún para llegar a Madrid y, desde la capital sitiada, a Barcelona, hecho que convierte al relato en continuo road movie sin las peculiaridades del género, aunque en realidad se trate de una auténtica bajada a los infiernos del poder de destrucción del ser humano. Pronto, para paliar su soledad, el joven se verá acompañado de una misteriosa joven llamada Julia que ya no se separará de él en todo el relato. Ambos conocerán a toda una troupe de personajes tan grotescos como repulsivos y otros tantos tan desgraciados como ellos, que entretienen sus horas contando historias que recuerdan la tradición española con abundantes episodios de la curiosidad mundana. Sobresale, por consiguiente, el alud de historias que complementan el relato y demuestran que el escritor posee una imaginación desbordante. Al hilo de todo, las escenas bélicas sobresalen por su crueldad y verismo así que en ningún momento el lector olvida el sentido último de la narración: el horror de la guerra. La finísima ironía de Ovejero, como en ocasiones anteriores, sobresale: la visión caricaturesca con que resuelve algunas de sus situaciones provocan la risa en un lector que no deja de percibir que tiene entre sus manos una entretenida «comedia», eso sí, «salvaje» pero de una finísima sabiduría histriónica.

martes, marzo 09, 2010

El paso, José Marzo

ACVF Editorial, Madrid, 2010. 112 pp. 7,95 €

Miguel Baquero

El nuevo libro de José Marzo, el autor de Viento en los oídos y La alambrada, entre otras novelas, lleva por título El paso y reúne una selección de las columnas que, entre los años 2000 y 2004, escribió para la revista digital “Luke”. La unión de estos fragmentos ha dado lugar a un ensayo homogéneo, compacto y —lo que al lector más importa— de gran profundidad.
En El paso, José Marzo reflexiona sobre la naturaleza de nuestro tiempo basándose en dos elementos fundamentales: el hombre actual y las formas políticas y los modos de pensamiento que configuran nuestro presente. Partiendo de un humanismo insobornable, y realista, que contempla tanto la grandeza humana como el abismo de sus miserias, Marzo propone en su ensayo un “radicalismo democrático”. “Radicalismo” no en el sentido violento y peyorativo con el que suele ser empleado este término en nuestros días, sino en el sentido de un sistema que sea capaz de hundir sus raíces —de nuevo, o por primera vez— en lo más prístino de la condición humana, en la inteligencia, la imaginación, la sensibilidad, la fantasía, y todos estos atributos que en los últimos tiempos, reducida la democracia a una disputa entre modelos económicos, se han visto preteridos por el número, la cifra, la estadística. Y “democrático” no en el sentido neutro y casi indolente que arrastra desde hace tiempo el término, en sociedades en las que el individuo, o el ciudadano, ha quedado reducido a la simple condición de “votante”, sino en un sentido abierto y participativo.
El paso, sin embargo —ese paso hacia un regenerado sistema político—, que propugna Marzo no tiene ese carácter ingenuo con que se han moldeado los grandes idearios políticos de los últimos siglos, no vislumbra al final del camino ese amanecer glorioso de igualdad y fraternidad en que concluían las propuestas pasadas. Antes al contrario, Marzo busca asimismo la raíz, y con ella advierte la mistificación, la perversión que han corrido los grandes términos a lo largo de la historia social. Nociones como igualdad, de la que se han servido tantos regímenes totalitarias para uniformar al hombre, o individualidad e iniciativa propia, la voluntad nietzscheana de la que asimismo se han servido tantos otros para legitimar el abuso o excusar el expolio
No por nada, para ilustrar en gran medida al hombre de El paso, su autor recurre a la figura de Petrarca sobre el Mont Ventoux, desgajado entre su deseo de llevar una vida santa y su impulso a diluirse en la vida ajetreada de la ciudad, diatriba en la que se debatía el hombre del Renacimiento, el hombre moderno por primera vez dueño de su propio destino. La duda de aquellos días ha llegado hasta nosotros, aun sin resolver, casi sin formular, con el hombre en constante pugna entre su esencia individual y su condición social e incluso gregaria. El vencer la balanza hacia el hombre como ente social o hacia el hombre como individuo autónomo ha sido, quizás, la causa de cuantos conflictos se han producido en nuestra historia moderno. El hombre de El paso, el demócrata radical, aspira a nivelar la balanza: el hombre, nos dice José Marzo, «no sólo vive en sociedad, sino que lo social vive dentro de él». Y algo más adelante: «Puesto que el individuo está inmerso en lo social, puesto que lo social conforma al propio individuo, el reto de la profundización de la democracia es que el individuo pueda asociarse libremente y participar de modo efectivo en la organización de lo social».
Es, pues, en esta incardinación, en esta conjunción aún no realizada —o no realizada sin conflicto interno— entre lo particular y lo social donde radica la propuesta de este ensayo, alentado por el eco de grandes pensadores. Una unión de la que vendría a resultar no sólo un nuevo y mejorado sistema político, un nuevo orden social, sino también una nueva cultura, un nuevo arte, una nueva filosofía e incluso una nueva ciencia empírica hecha realmente a la medida del hombre actual.

lunes, marzo 08, 2010

Mujeres cuentistas. Antología de relatos, VV.AA.

Baile del Sol, Tenerife,2009. 228 pp. 12 €

Carmen Fernández Etreros

Ocho escritoras unen sus relatos en esta antología Mujeres cuentistas abarcando desde el cuento de cierta extensión hasta el microrrelato o microcuento. Mujeres, como en el cuento de Palabras que convocan de Ana Pérez Cañamares, “inmunes a todo excepto a las palabras”. Una iniciativa de la editorial Baile del Sol que si bien me encanta porque cada vez son más las antologías que acogen ese ambiente femenino, esa singular manera de contar y relatar, por otro lado y después de leerlo con calma descubro textos de desigual calado, como ocurre en muchas otras antologías. Eso sí descubro relatos extraordinarios y hondos como En el espejo de Inés Matute o Sobre la pena de Marina San Martín, rectos y directos como Pundonor o La ilusión de una viuda de Inma Luna, frágiles y desconcertantes como El cuento verdadero o rotundos como Un chofer para Eastwood de Ángeles Jurado. Quizás lo corriente hubiese sido alinear por temas o intereses pero la editora los agrupa por autoras: Inés Matute, Inma Luna, Ángeles Jurado, Ana Pérez Cañamares, Marina San Martín, Roxana Popelka, Déborah Vukusic y Carmen Camacho.
En la antología Mujeres cuentistas encontramos relatos y ficciones sobre el amor y el desamor, los encuentros inesperados y las relaciones de pareja, los sueños y las ilusiones, las fantasías nocturnas y noctámbulas y una pregunta constante por el paso del tiempo.
No puedo citar todos los relatos, más de sesenta en total, pero sí me atrevo a afirmar que los microrrelatos de Inma Luna o de Ana Pérez Cañamares son verdaderas piezas de museo minimalista, muestras de la hondura a la que se puede llegar con pocas palabras como El arte final, Pundonor, La gacela y la leona o Palabras que convocan. Los relatos de Ángeles Jurado Quintana son todo un descubrimiento que da una vuelta a cuentos clásicos como el de la Cenicienta en Conociendo a la madrastra o a la princesa y el sapo en el ya citado El cuento verdadero.
Muy originales los de Déborah Vukusic con Delicias, Mon amour, ‘Mustafá y el ruiseñor o su tremendo Borges ha muerto. Y la Antología termina con los cuentos de Carmen Camacho, entre los que cito un relato divertido y sorprendente Colmaré todos tus sueños que logra que el lector acabe el libro deseando leer más y más relatos de mujeres cuentistas.
En suma una propuesta interesante y necesaria que podría extenderse a futuras colecciones de mujeres cuentistas que muestren ese espíritu femenino, vagabundo y diverso.

viernes, marzo 05, 2010

Al pie de la escalera, Lorrie Moore

Trad. Francisco Domínguez Montero. Seix Barral, Barcelona, 2009. 384 pp. 19 €

Miguel Sanfeliu

Desde que Lorrie Moore publicó su magnifico libro de relatos Pájaros de América, hasta ahora, cuando aparece la novela Al pie de la escalera, han pasado más de diez años. Demasiado tiempo. Cuanto más tarda un autor en sacar un libro, más le exige todo el mundo, quizá porque se sospecha que debe estar enfrascado en la redacción de la Gran Novela Americana, esa quimera que tantos ríos de tinta hace correr. En todo caso, Al pie de la escalera se puede englobar en el grupo de las novelas post 11-S, en el sentido de que la acción se inicia precisamente unos meses después del atentado de las Torres, y los ecos de ese suceso resuenan en diversos momentos.
La historia nos la cuenta Tassie Keltjin, una joven que ha salido de su pueblo, Dellacrosse, para trasladarse a la ficticia ciudad de Troy, situada en el Medio Oeste, y acudir a la universidad. Necesita buscarse un trabajo de “canguro” con el que obtener algunos ingresos, por este motivo se presenta a varias entrevistas, hasta que encuentra a Sarah Brink, mujer que dirige un restaurante de cocina francesa, y que quiere adoptar un niño. Sarah y su marido, Edward, pertenecen a la clase media alta. Sarah no duda en implicar a la joven Tassie en todo el proceso de adopción, con lo que ello supone: desplazamientos, entrevistas, nervios… Un peregrinaje en el que se habla de niños como si fueran mera mercancía: “Si esto no funciona con Amber, tenemos muchos bebés en el mercado internacional. Hasta ahora hemos tenido mucha suerte con Sudamérica. El mercado se ha reabierto en Paraguay, y en otros países también. Y ten en cuenta que no todos son morenos. Han recibido mucha influencia de Alemania, y algunos de estos niños son preciosos, muy rubios, o de ojos azules, o las dos cosas”.
Finalmente entra en sus vidas la pequeña Mary-Emma, una niña afroamericana. Las cosas parecen ir bien al principio. Tassie se lleva muy bien con la niña, y la saca a pasear, y disfruta aparentando que es la madre. Se matricula en asignaturas como Bandas Sonoras del Cine Bélico; Introducción a la Cata de Vinos o Introducción al Sufismo. Conoce a Reynaldo, un muchacho que dice ser brasileño y con quien vive una aventura. Sin embargo, de pronto ocurre un pequeño incidente que es capaz de hacer tambalear los cimientos sobre los que se sostiene este confortable entorno. Las reuniones de familias que han adoptado a niños afroamericanos, y que tienen lugar en la casa de Sarah, mientras Tassie cuida arriba a los pequeños, reflejan los prejuicios, las intenciones ocultas, el egoísmo de cierto sector de la sociedad estadounidense a la que Lorrie Moore, según sus propias palabras en una de las entrevistas que ha concedido, propina “un pequeño golpe bajo”. Gradualmente, Tassie será testigo de la falsa moral, el racismo y la hipocresía de ese mundo cuyas voces escucha a través del hueco de la escalera.
Se trata de una novela de iniciación, del paso de la adolescencia a la edad adulta. Tassie no es la misma al final del libro, y el lector tampoco sale indemne de ese proceso. La historia nos envuelve y nos va arrastrando con suavidad, involucrándonos en los avatares de la adopción, en los trámites, en las frías conversaciones, en las clases de Tassie, en su rutina y su forma de ver el mundo, sus reflexiones no exentas de humor. Y luego, las cosas muestran su lado oculto, empiezan a desvelarse los secretos y el entorno confortable se vuelve asfixiante.
Lorrie Moore tiene una especial habilidad para escarbar en la superficie de las cosas. Su voz narrativa suena irónica, utiliza el humor incluso en momentos en los que éste puede sonar inapropiado. Su lenguaje es transparente y la novela discurre linealmente, implacable, hacia su planificado final. Su forma de escribir demuestra que no se trata de una escritora que deje nada al azar, sino que sabe desde el principio dónde se dirige. Se demora en la parte en la que narra el proceso de adopción, lo cual contrasta con una segunda parte que transcurre más rápida y en la que se se acumulan más acontecimientos, más golpes de efecto. Lorrie Moore pasa de la comedia al drama con la habilidad de un prestidigitador, cogiéndonos por sorpresa y sin que sepamos dónde está el truco. Hasta la escena más inverosímil, aquella que roza el terreno de lo onírico, nos llega al corazón y nos conmueve.

jueves, marzo 04, 2010

Serena Cruz o la verdadera justicia, Natalia Ginzburg

Trad. Atalaire. Acantilado, Barcelona, 2010. 152 pp. 12 €

Alejandro Luque

En un café, tres amigos se desayunan con la misma noticia: un grupo de estadounidenses de una organización caritativa ha sido detenido en la frontera de la República Dominicana cuando trataba de sacar a 33 niños haitianos de su país. “Qué horror, quién puede secuestrar a esas criaturas”, dice uno. “Allí donde se los lleven, estarán mejor que en su casa”, dice otro. “Seguro que iban a prostituirlos”, tercia el último. Son tres comentarios habituales que dejan ver las trampas y los lugares comunes a los que tan frecuentemente cedemos cuando hablamos de menores, adopciones y tutelas.
Natalia Ginzburg (1916-1991) quiso abordar una controversia análoga en una serie de textos que conforman el libro Serena Cruz o la verdadera justicia. El caso en cuestión es el de una humilde familia turinesa que a finales de los 80 acogió a una niña filipina, hallada en un contenedor de basura de Manila y trasladada a Italia sin expediente de adopción, bajo simulación de ser el fruto de una relación adulterina. A pesar de que la niña se adaptó con rapidez a su nueva vida y demostró notables progresos, el Tribunal de Menores italiano intervino y se abrió un proceso que desembocó en la retirada de la custodia a los padres adoptivos, con la subsiguiente polémica —tan italiana, por otra parte— entre partidarios y detractores.
Ginzburg, la más vehemente abanderada de permitir que la niña siguiera al lado de sus nuevos padres, se propone entonces desgranar concienzudamente todas las circunstancias del caso, con opositores de la talla de Norberto Bobbio, poniendo el acento en el bienestar de Serena y en el horrible daño que la justicia iba a infligir al matrimonio al arrebatarla de sus brazos. No resulta fácil aceptar todos y cada uno de los puntos de vista de la autora, pero al cabo el lector acaba entendiendo al menos dos cosas: Una, que no se trata tanto de imponernos su parecer como de obligarnos a reflexionar por un instante sobre cuestiones en las que solemos pensar con ligereza; y dos, que lo que subyace en el texto es una durísima invectiva contra la deshumanización de los jueces —aferrados a la letra de la ley e incapaces por ello de interpretar la realidad con cierta perspectiva— y del sistema en general, pues los trabajadores sociales y las instituciones de acogida también se llevan su parte. El enemigo a batir son los tibios, según la bíblica acepción, y contra ellos arremete sin concesiones.
Aunque de familia turinesa, Ginzburg debió de recibir de su Palermo natal la idea de familia —chistes de mafiosos aparte— como asunto central de la vida italiana. Dicha idea atraviesa sus obras capitales, desde Las palabras de la noche a Léxico familiar, pasando por la novela epistolar Querido Miguel. Pero advertimos de que su enfoque tiene muy poco que ver con la visión integrista de familia que suele exhibir la Conferencia Episcopal española. Su opinión del aborto, presente también en los ensayos de Ginzburg, es por ejemplo de un laicismo sin fisuras.
Encendida de pasión, la escritora camina a veces por la cuerda floja de la demagogia. Por un lado, es consciente de que el Estado debe extremar las precauciones y garantías antes de entregar a un niño a unos padres adoptivos, pues los errores en este sentido suelen tener consecuencias irreparables; y, por otro, se exaspera al desentrañar la tupida red de trabas burocráticas que retrasan los expedientes. También cae en la tentación de apelar al desamparo para justificar el comportamiento del matrimonio protagonista. «Los ciudadanos —escribe— forman parte del Estado. Tienen todo el derecho a ser socorridos por el Estado cuando sufren graves problemas. Es un estricto deber del Estado socorrerlos. No lo cumple. No no lo cumple, aunque debería hacerlo. No lo cumple, y en cambio hace trizas a las familias. Separa a los hijos de los padres. A los hermanos de los hermanos. Entonces, ¿qué debemos pensar de un Estado así?».
O recurre al socorrido principio de proporcionalidad para comparar este caso con la corrupción generalizada del país, de modo que el asunto de Serena Cruz parece pecata minuta: «Si lo pensamos en el marco de todo lo que sucede hoy en Italia [el libro apareció en 1990], si lo pensamos junto a otros fraudes innobles, abyectos y siniestros que se cometen a diario, por motivaciones abyectas e innobles, entonces el burdo engaño de este hombre, si es que lo hubo, parece un engaño leve».
La argumentación de Ginzburg es no obstante tan vigorosa y emocionante que imposibilita la indiferencia y estimula un debate, necesario aún hoy, que no siempre tiene la suerte de ser planteado desde la buena literatura.

miércoles, marzo 03, 2010

La piel afilada. Bestiario de amantes, Josan Hatero

Alfaguara, Madrid, 2010. 232 pp. 17 €

María Ruisánchez Ortega

La portada de este libro, en la que un dedo dibujado sobre unos labios de una mujer también dibujada, pero que cobra vida, y te susurra: Suuu, es un secreto, te llama, incitándote a abrirlo. Si te atreves, busca la soledad, permanece en silencio y déjate llevar porque vas a aprender, vas a reír, sentirás tristeza, una nostalgia agarrándose a tus recuerdos, y a cambio, tu imaginación va a volar, reconociéndose en las páginas, recordando a los amantes que has tenido y soñando con los que vendrán.
Una faja roja con una llave nos pregunta a modo de reclamo: ¿y tú que tipo de amante eres? Una pregunta francamente difícil de contestar, incluso habiéndote leído el libro de cabo a rabo, definición por definición... Ya que cuesta reconocerse, quizá sea porque una sola definición no nos alcance, quizá sea porque con cada persona, amante, aventura o delirio ocupamos roles distintos.
Estés o no en el catálogo de La piel afilada disfrutarás sumergiéndote en ese apasionante recorrido de amantes, personas y modus operandi que has sido, eres o serás. La idea de recopilar amantes en un bestiario nace, según Josan Hatero, de la conjunción de otros tres libros: Las ciudades invisibles de Italo Calvino, El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges y Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters; de la pregunta que el propio autor se hizo, cuántos tipos de amantes hay; y de la necesidad de catalogarlos. Así que este libro es un compendio de maneras de amar, actuar y desear. Definiciones intercaladas por testimonios de personas que hablan de su propia experiencia, de sus relaciones, y que nos dejan un profundo regusto a melancolía, pues todas ellas están solas, han amado, han perdido, pero siguen caminando, unos comprendiendo que eso es la vida, y otros anhelando esa mitad que les haga más llevadero el viaje. Os transcribo uno: «Me llamo Sonia. Estoy divorciada. tengo treinta y un años. Vivo sola. Tres semanas después de que él se fuera, descubrí que había olvidado su segundo apellido. Seis años de casados y no podía recordar su segundo y estúpido apellido. Busqué nuestras viejas fotos, como si la expresión de una cara o su mirada o un gesto de sus manos pudiera hacerme recordar. Miré todas las fotos una por una y, tras tres semanas de pura ausencia, eché a llorar. Su segundo apellido era lo único de él que había conseguido olvidar.»
Estos testimonios son interjecciones, hondas voces en primera persona que dan vida al rosario de amantes, que recuerda a aquel anuncio de Coca Cola: para los listos, para los tontos, para los altos, para los bajos, para los feos, para los guapos... Para todos, pero con nombres mucho más evocadores, hay amantes narcolépticos, afilados, contables, enterrados, ausentes, exploradores, sin remedio, turistas, boomerangs... Cada uno con su particular definición, que los describe escudriñándolos, relatando paso a paso, cómo respiran, se mueven, te desean, te aman o te olvidan. El autor unas veces recurre a la enumeración de virtudes o defectos que tiene ese tipo de amante, y otras, en cambio, te traslada a una típica situación que acontecería con ese particular amante. Logrando entonces que viajes hasta ellos y te conviertas en el objeto de su deseo. Es por tanto un libro intenso, pero imprescindible para conocerse a uno mismo.
Goza también Josan Hatero de un fino sentido del humor, que si no provoca la carcajada, sí que logra esbozar sonrisas límpidas, sanas... Recurre en muchas ocasiones a la falsa cita, lo cuál, ya en sí es divertido porque eleva el amor a la categoría de ciencia, con expertos amantólogos que se dedican a estudiarnos al igual que los entomólogos catalogan insectos. Por cierto, dicen que hay miles de especies de insectos sin descubrir, de la misma forma creo que Josan Hatero ha hecho un excepcional trabajo con su cazamariposas, pero me gustaría pensar que hay cientos de amantes esperándonos, aún sin catalogar, para sorprendernos. Entre mis definiciones favoritas están los amantes dinosaurios que cuando te despiertas, todavía están ahí, o los Bartleby que preferirían no hacerlo.
Es inevitable preguntarse al leer el libro, cuál de ellos será uno mismo, pero cómo decía, esta pregunta no es nada sencilla. A menudo nos resulta mucho más fácil reconocer a los otros, que a nosotros mismos, será porque desde nuestro interior, no tendremos perspectiva, somos sumamente subjetivos. No obstante, Josan Hatero, en un guiño al lector, se defiende a sí mismo con el epígrafe del recopilador y nos habla de sus propósitos: estudiar diferentes especies para entender quién es, cuál es su lugar, por qué le gusta tanto la soledad, y que sentido tienen todo esto. No sé si habrá conseguido contestarse escribiendo el libro, pero sin duda ha conseguido que el lector ponga en marcha ese mismo mecanismo. La búsqueda, la intensidad del recuerdo y la ensoñación te persiguen paso a paso, página a página, porque después del sexo ya no eres igual, ya nada puede ser lo mismo.
No se puede comentar La piel afilada sin mencionar las maravillosas ilustraciones de Montse Bernal, que acompañan perfectamente la narración, dotándola de ese encanto que tienen las miradas perdidas y los labios rojos. La belleza de los trazos, la pulcritud de sus dibujos acompaña a la belleza de las palabras de Hatero, y al final el libro se convierte en un compendio de hermosura, para amantes Stendhal (se me permita sumar uno a la lista) sobre las páginas, en rojo y negro, que logra sacudirte todos los sentidos y dejarte embelesado. Un libro, en conjunto, francamente hermoso.

martes, marzo 02, 2010

El ruido eterno, Alex Ross

Trad. Luis Gago. Seix Barral, Barcelona, 2009. 800 pp. 24 €

Alberto Luque Cortina

El siglo XX, ya veremos lo que viene, ha sido un siglo de iconos culturales proyectados con el potente foco de los mass media. Se me ocurren algunos nombres: Marilyn, Ché Guevara, Picasso, los Beatles, Einstein, Mickey Mouse, ¿seguimos?, aquí cabe todo el mundo. En este santuario multitudinario escasean los compositores de la mal llamada música “clásica”. Salvo contadas excepciones —Stravinsky sería una de ellas—, sus nombres son sólo conocidos, y venerados, por un número reducido de fieles. Es como si las grandes estrellas del rock y del pop hubieran relevado a aquellos del papel social que en el XIX cumplían los Wagner, Verdi, Mahler.
El repertorio del XX, especialmente el de su segunda mitad, no es precisamente popular. Existen, desde luego, muchas causas para que esto suceda, pero ninguna lo justifica. Curiosamente, incluso entre quienes atesoran versiones de las variaciones Goldberg, hay una tendencia a identificar la música del XX con el “ruido”, prejuicio infundado, pues si algo define a este periodo es su fascinante diversidad. Alex Ross (1968), crítico del New Yorker, ha intentado poner orden en este gran fresco musical de un siglo, por lo demás, convulso en todos los órdenes sociales.
Los no iniciados en la música contemporánea, y por extensión en la de las primeras décadas del XX, podrían leer esta introducción con recelo: al fin y al cabo no parece que el tema resulte, en principio, apasionante. De nuevo, los prejuicios. El ruido eterno, apropiadamente traducido por Luis Gago, es un libro muy interesante, riguroso y ameno, pero sobre todo es una guía fiable para adentrarse en un archipiélago sonoro alucinante, accesible para el oyente a través numerosos sitios en Internet, comenzando por el blog del Alex Ross y siguiendo por algunas webs gratuitas, como Spotify, donde el lector podrá ilustrar musicalmente las explicaciones del autor.
Así, de la mano de Ross, podemos adentrarnos en un siglo muy estimulante dominado por la sombra de Arnold Schoenbeg, de quien Strauss afirmó: «Sería mejor si se dedicara a quitar nieve con una pala que a llenar pentagramas de garabatos». Hasta la “venida” de Schoenberg, gurú del atonalismo y el dodecafonismo, los hallazgos sonoros de Debussy, del propio Strauss, o incluso de Stravinsky —no olvidemos que Schoenberg compuso Ewartung en 1909, cuatro años antes de la Consagración—, podrían considerarse tímidos intentos de encontrar nuevos caminos a los abiertos por la música tonal. El compositor vienés exhibió también una presunta, y a veces desafiante, indiferencia ante las reacciones que su música pudiera provocar entre el público, filosofía que asumieron algunos de sus herederos musicales con ferocidad combativa.
En realidad, esta actitud no era muy diferente de la adoptada por los artistas plásticos de las primeras vanguardias del siglo XX, reflejo del cambio que se estaba produciendo en la forma de entender el arte. Basta con recordar que una de las obras más influyentes del arte contemporáneo es… el urinario que en 1917 Duchamp expuso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La referencia a Duchamp no es gratuita, pues también ejerció una fuerte influencia sobre los jóvenes músicos, por ejemplo sobre Cage, que en 1952 estrenó 4´33´´ una composición en tres movimientos en la que el pianista no toca una sola nota (en Youtube puedes ¿escuchar? sus versiones para solista —con David Tudor, su mejor intérprete— u orquesta, y que cada cual saque sus propias conclusiones). Elliot Carter, al referirse a su segundo cuarteto (1959) comentó muy schoenbergianamente: «Decidí escribir por una vez una obra muy interesante para mí mismo y mandar al infierno al público y también a los intérpretes».
Partiendo de que estos apuntes, casi capturados al “azar”, pueden transmitir una imagen frívola y distorsionada de estos compositores a quien desconozca su trayectoria, evidencian el distanciamiento creciente entre los músicos y el público, en un intento de los primeros por hallar nuevas dimensiones sonoras. Es cierto que algo parecido sucede con la pintura o la escultura, pero para desgracia de los músicos, que tienen que vivir de subvenciones, la música no se subasta en Sotheby´s.
En realidad, este paseo por la música del siglo XX es también un repaso a nuestra historia reciente: la república de Weimar, el New Deal, los totalitarismos, o la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias: el macarthismo o la escuela de Darmstadt, ese laboratorio musical creado en la ciudad alemana tras la guerra que acabó convocando a músicos como Messiaen, Ligetti, Kagel, Nono, Boulez, o Stockhausen, entre muchos otros. Sin perder su interés, es cierto que, en ese recorrido, el “canon” de Ross puede resultar discutible, especialmente por lo que se refiere a la importancia que da a los músicos estadounidenses. La relevancia, por ejemplo, que otorga a Gershwin o a Copland contrasta con la práctica ausencia de compositores británicos como Vaughan Williams, Finzi o Walton, que si bien no fueron “rompedores”, ocupan su lugar en la música del XX.
Las ausencias y las presencias son siempre controvertidas en una obra de estas características, más aún en una historia demasiado reciente y aún inconclusa. El asunto pierde interés si consideramos que la música contemporánea ha provocado, precisamente, la desintegración del canon; sólo de este modo adquiere sentido la afirmación de Cage: «Amo los sonidos tal y como son». ¿Virgil Thomson antes que Varèse? ¿Realmente importa? En último extremo, esta atomización de la música conduce a la exaltación del gusto particular y resuelve también la cuestión de por qué la música contemporánea no es popular. La respuesta llega con la negación de la pregunta: qué importa. La popularidad no es, per se, un criterio artístico. Cada música busca a su oyente y este libro es una sugerente invitación a que cada cual encuentre la suya.