lunes, enero 04, 2010

Perú, Gordon Lish

Trad. Israel Centeno. Periférica, Cáceres, 2009. 224 pp. 18,50 €

José Morella

En los niños, la diferencia entre ver y descubrir apenas existe. No conocen el esfuerzo, ni la disciplina, ni la presión de objetivos o finalidades. No juzgan los resultados, porque tampoco los buscan. Son máquinas de aprender y sorprenderse. Por eso los idiomas nuevos, por ejemplo, son tan fáciles para ellos. En realidad, palabras como “aprender” o “fácil” son sólo términos de adultos que tratan de explicar a los niños. Pero ellos no hacen nada en el sentido que los adultos le damos a “hacer”, así que no conseguimos explicarlos muy bien. Sin embargo Gordon Lish, en Perú, nos regala una impresionante ilusión: la de que su narrador sí lo consiga. Se propone que el texto no contenga, bajo ningún concepto, la lógica, los juicios de valor o las conexiones mentales típicas de los adultos. Intenta recordar con minuciosidad cómo el niño vivió y pensó las cosas que le pasaron. Eso es difícil cuando se cuenta un asesinato cometido a los seis años de edad sin ningún sentimiento de culpa. Sin ninguna intuición previa de causa o efecto por parte del asesino. El narrador de esta camuflada autobiografía, Gordon, trata de no juzgar, puesto que el niño que fue y que mató a otro niño tampoco juzgaba. En esta novela no hay ninguna moral. No trata de nada que no sea la memoria particularísima y absolutamente libre de las acciones, deseos y pensamientos de un niño. El hecho de que nos reconozcamos ahí es lo que le da al texto una dimensión aterradora e hipnótica: nos da la sintaxis psíquica de cuando aún no éramos el montón de prejuicios con patas que ahora somos. Cuando pensar era como andar o mirar o comer. Puro presente, puro ser, sin consciencia alguna de pasado ni de futuro. El pequeño habla de su casa familiar con palabras como “dragar”, “fosa séptica”, “salchicha” o “ducha”, mientras que el exterior de la casa se dice con otras, como “tul”, “corpiño” y “verduras”. Él pone elementos en juego y somos nosotros, los adultos, los que interpretamos y conectamos. El niño solo ve, oye y consigna. Declara lo que hay. Oye palabras en un sitio, palabras en otro. Por ejemplo: relaciona la ducha con sensaciones negativas en contraste con el baño, y el lector proyecta su suspicacia de adulto para leer ahí que su padre abusaba sexualmente de él: decía que había que ahorrar agua y que por eso tenían que ducharse juntos. Pero eso Gordon no lo dice. Dispone las cosas de tal modo que están a punto de cerrarse en verdades reveladoras, pero no acaban de cerrarse y quedan ahí, tentando al lector para que él o ella las cierre y caiga, así, en la visión excesiva e inevitable que llamamos lectura. Leer, aquí, es ver de más, como en las figuras que se usan para explicar la psicología de la gestalt. Equivocarse o correr el riesgo de equivocarse. Sobre haber matado a palazos a otro niño, Gordon simplemente dice: «me impresionó la forma en que otra persona se puede desplomar. Fue muy impresionante ver cómo uno puede hacer que otra persona se desplome solamente por algo que has hecho, por algo que hiciste». No sabemos por qué lo mata, sólo que lo hace. Hay cosas que pasan. Hay aquí y allí, esto y lo otro, pero un esto y lo otro no engarzados causalmente.
Los lectores, claro, sí que somos adultos, cada uno con sus creencias a cuestas: yo, por ejemplo, enseguida armo, casi por instinto, una lectura social: Gordon es el hijo de una familia de las que hoy en día llaman desestructuradas. Un niño no cuidado, no atendido por sus padres, que a causa de ello acabará siendo un adulto perfeccionista y melancólico. Gordon anhela ser como sus vecinos, los niños mimados y cuidados. Dice: «Andy Lieblich tenía que entrar para todo -para que la niñera lo bañara o para echarse una siesta o para que le sirvieran su comida caliente- y yo no, era muy diferente mi caso, nunca tenía que entrar, ni siquiera a la hora de comer... en el caso de que mi madre se hubiese acordado de de dejarme algo de comer... Cuando mirabas a los Lieblich, sentías que todo era suave y cremoso y que nunca se tendrían que ocupar de esto o lo otro». El lector adulto y cargado de creencias previas que yo soy no puede evitar ver, en Perú, el mensaje siguiente: las familias que ahora llaman desestructuradas son, ahora y antes, simplemente pobres. No están necesariamente en la miseria material, pero son social y culturalmente pobres. No tienen hueveras de plata para desayunar los huevos pasados por agua que les hace una niñera. No tienen cajones de arena para jugar. No tienen chóferes negros sensuales y hermosos. Lish —probablemente sin pretenderlo— ha consolidado mi idea de que nos están recortando el mundo a base de suprimir palabras, como la palabra “pobreza”. Ya no hay pobres entre nosotros: ahora hay familias desestructuradas. Los pobres quedan en confines muy lejanos, en Áfricas de la mente. Ese malintencionado desliz semántico exculpa a todos, y hace de la “desestructura” un tema intrínseco, una especie de “trastorno de las familias” paralelo a los trastornos psicológicos de las personas. Algo que se da, que sucede sin más. Pero quien ha vivido en esas familias no es susceptible de ser engañado. No puede leer Perú sin pensar que gran parte de lo que se llama delincuencia es y ha sido siempre un fenómeno residual de la pobreza, y el maltrato doméstico también, y la amargura de las cargas excesivas también, y muchas otras cosas también. Ahora los medios, los asistentes sociales, los médicos, los burócratas, los políticos y tantos otros ejércitos de la mente se esfuerzan mucho en no mentar la pobreza. De eso trata Perú para mí. Veo incluso la semilla de la revolución: Gordon siente en su propia carne, sin explicárselo, la propiedad privada como algo arbitrario, como una ficción que la muerte siempre desbarata. Tiene la sensación, al ver la vida de Andy Lieblich, de que «...ese cajón de arena no fuera su cajón de arena, sino el mío —igual que la niñera era mi niñera y el hombre negro era mi hombre negro y el Buick era mi Buick—. La verdadera cuestión era que había un error en alguna parte y que yo era el verdadero Andy Lieblich». De quién son esos olivos, que decía Hernández.
Pero Perú es mucho más. Otros podrán ver en ella otras cosas, tan válidas como las mías, y la leerán también con avidez, armándose otra historia. Si quieres una alegoría háztela tú, lector, te dice Lish. Yo sólo te paso las piezas. Móntala. Enchufa los cables, enrosca las bombillas, alza los muros y haz tu casita de leer. Juzga, interpreta, conecta a tu gusto. Lish te lo da todo, pero te obliga a darte cuenta de que estás mucho más cerca de los otros de lo que pensabas. De que todos leemos —y actuamos— siguiendo prejuicios no universales como si fueran leyes eternas. De que ya no somos niños: eso es lo que nos une. Todo lo otro nos separa. Somos trágica y afortunadamente únicos, pero anhelamos regresar al mismo sitio.

4 comentarios:

  1. gracias, josé por tu reseña, realmente "distinta" y muy interesante, lejos del comentario de solapa habitual y proponiendo una lectura "diferente" que incita tanto a leer como a pensar... nos ha alegrado mucho mucho en periférica

    saludos cordiales

    julián rodríguez
    director literario editorial periférica

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  2. Si señor, estupenda reseña de un libro impresionante

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  3. gracias por tu comentario, Julián.
    un saludo,
    Jose.

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  4. Interesante reseña. Hago ver como ese niño que mata a otro, cincuenta años después se ha convertido en un padre superprotector, al que ponen nervioso las imágenes del penal, y, típicamente burgués y miedoso con el mundo que le rodea. Evolución natural en este mundo de ideología única que nos toca sufrir.
    Un saludo

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