Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 131 pp. 14 €
Rubén Castillo Gallego
No sé muy bien si los microrrelatos proceden del magisterio de los haikus orientales o de las enseñanzas cazurras y sincréticas del jesuita Baltasar Gracián (“Más obran quintaesencias que fárragos”), pero lo cierto es que el género, en los últimos años, está interesando a un número creciente de lectores. Sin duda, buena parte de esta curiosidad ha sido despertada por autores como Ángel Olgoso, titán de las mini-estructuras e intrépido explorador de sus mil bifurcaciones y recovecos. Su último libro continúa la línea, con elogiable brillantez. Se trata de un tomo que le publica Páginas de Espuma, con una magnífica portada de Santiago Caruso, y que lleva por título La máquina de languidecer. Cien historias densas, proteicas, intrigantes, humorísticas, filosóficas, desasosegantes y llenas de guiños, donde el autor granadino da rienda suelta a sus fantasmas, sus obsesiones y sus temas recurrentes, para conformar un cosmos de inquietante perfección, donde cabe casi todo: las revisiones de los mitos homéricos, contemplados desde una óptica nueva (“Ulises”); los relatos de terror o de aldeanismo supersticioso, que viran en sus últimas palabras hacia el humor (“El lobo viejo de las desgracias”); los textos donde las fronteras entre el fracaso y el éxito, entre la ignominia y la liberación, entre el ayer y el hoy, desdibujan sus límites (“La larga digestión del dragón de Komodo”); sangrientas ceremonias precolombinas que acaban de un modo lánguido, humano, casi suplicante (“Quauhxicalli”); las parábolas donde la vida queda codificada en una serie de elementos comunes (“La derrota”, “Umbrales”, “Subir abajo”); ínfimas disputas fraternas que adquieren una dimensión simbólica, inquietante o tremebunda en apenas siete líneas (“Vidas privadas”); enumeraciones culturales que se rizan, al final, en una carcajada lingüística (“Un mélange mitológico”); o textos espeluznantes, que sobrecogen como latigazos, donde nuestro mundo queda retratado con macabra nitidez (“Conjugación”).
Ángel Olgoso acude a todos los senderos, pulsa todos los resortes, maneja todas las variantes, indaga todas las cuevas. Parece como si no quisiera dejarse ni una sola posibilidad por ensayar, ni siquiera la micro-novela, que está representada por textos tan memorables como “Crimen perfecto” o “Caballería volante”... Por fortuna, sus lectores sabemos que es mentira, y que su prosa y su fantasía son como el ave Fénix: están en constante ejercicio germinativo. Apenas dadas a la imprenta estas producciones, Ángel Olgoso estará componiendo otras historias, cincelando otros mundos. Y seguramente, aunque parezca imposible, nos volverá a sorprender con esas páginas. Por ahora, y a pesar de nuestra avaricia, tendremos que soportar la espera leyendo y releyendo este prodigioso volumen, lo que tampoco está mal.
Rubén Castillo Gallego
No sé muy bien si los microrrelatos proceden del magisterio de los haikus orientales o de las enseñanzas cazurras y sincréticas del jesuita Baltasar Gracián (“Más obran quintaesencias que fárragos”), pero lo cierto es que el género, en los últimos años, está interesando a un número creciente de lectores. Sin duda, buena parte de esta curiosidad ha sido despertada por autores como Ángel Olgoso, titán de las mini-estructuras e intrépido explorador de sus mil bifurcaciones y recovecos. Su último libro continúa la línea, con elogiable brillantez. Se trata de un tomo que le publica Páginas de Espuma, con una magnífica portada de Santiago Caruso, y que lleva por título La máquina de languidecer. Cien historias densas, proteicas, intrigantes, humorísticas, filosóficas, desasosegantes y llenas de guiños, donde el autor granadino da rienda suelta a sus fantasmas, sus obsesiones y sus temas recurrentes, para conformar un cosmos de inquietante perfección, donde cabe casi todo: las revisiones de los mitos homéricos, contemplados desde una óptica nueva (“Ulises”); los relatos de terror o de aldeanismo supersticioso, que viran en sus últimas palabras hacia el humor (“El lobo viejo de las desgracias”); los textos donde las fronteras entre el fracaso y el éxito, entre la ignominia y la liberación, entre el ayer y el hoy, desdibujan sus límites (“La larga digestión del dragón de Komodo”); sangrientas ceremonias precolombinas que acaban de un modo lánguido, humano, casi suplicante (“Quauhxicalli”); las parábolas donde la vida queda codificada en una serie de elementos comunes (“La derrota”, “Umbrales”, “Subir abajo”); ínfimas disputas fraternas que adquieren una dimensión simbólica, inquietante o tremebunda en apenas siete líneas (“Vidas privadas”); enumeraciones culturales que se rizan, al final, en una carcajada lingüística (“Un mélange mitológico”); o textos espeluznantes, que sobrecogen como latigazos, donde nuestro mundo queda retratado con macabra nitidez (“Conjugación”).
Ángel Olgoso acude a todos los senderos, pulsa todos los resortes, maneja todas las variantes, indaga todas las cuevas. Parece como si no quisiera dejarse ni una sola posibilidad por ensayar, ni siquiera la micro-novela, que está representada por textos tan memorables como “Crimen perfecto” o “Caballería volante”... Por fortuna, sus lectores sabemos que es mentira, y que su prosa y su fantasía son como el ave Fénix: están en constante ejercicio germinativo. Apenas dadas a la imprenta estas producciones, Ángel Olgoso estará componiendo otras historias, cincelando otros mundos. Y seguramente, aunque parezca imposible, nos volverá a sorprender con esas páginas. Por ahora, y a pesar de nuestra avaricia, tendremos que soportar la espera leyendo y releyendo este prodigioso volumen, lo que tampoco está mal.
Pues, a primera vista parece ser un libro interesante. Veré si puedo conseguirlo para echarle una ojeada.
ResponderEliminarUn saludo y muy Feliz Año Nuevo!
Marcelo Ferrando