Trad. Yoshino Ogata. Impedimenta, Madrid, 2009. 330 pp. 21.95 €
José Manuel de la Huerga
Pobre Sanshiro. Del pueblo a la Universidad de Tokio. Y todo se le atraganta. En medio de ninguna parte. Su madre le dice: no quiero que te cases con ninguna chica de Tokio, a ésas no hay quien las entienda. Su amigo Yojiro le sentencia: qué mala cara tienes, parece que tienes el mal de fin de siglo. Del siglo XIX. Ya saben, lo de la abulia y el hastío de vivir. Y él es consciente. Lo suyo no llegaba a ser una pose a la moda. Era simple y llanamente despiste. Despiste porque se encuentra en un interesante y desfigurador cruce de caminos: del Japón medieval al moderno de la Era Meiji, con chicas que deciden si quieren o no quieren casarse, con chicas que quieren posar o no para pintores, y dónde y cómo, profesores que no llegan a la cita de sus clases, y gente de valía que vive en el umbral de la miseria, todo regado con cenas literarias, artículos de revista que no dicen nada, veladas teatrales e inauguración de cuadros impresionistas.
Este es el delicado tránsito, un si es no es con que nos deleita el genial Natsume Soseki. Soseki es el padre de la novela contemporánea japonesa. Así por lo menos lo reconocen Kenzaburo Oé y Murakami. Intuyo que es su Pío Baroja, para que nos entendamos. Pero sin ese pesimismo enfermizo del impío don Pío, con un humor sutil desengrasante, bastante de levedad inteligente y eso que nos dejó escrito otro del cambio de siglo a la española, Antonio Machado: el arte es largo, y además no importa. Por lo demás, Soseki aprende rápido la manera de escribir de los europeos de comienzo del XX: no importa la causa-consecuencia pesada del positivismo realista, importa la creación de atmósferas, importa el personaje.
Soseki vivió un par de años en Londres, en ese cambio de siglo, en torno al 1902. Las debió pasar canutas. La experiencia le vino bien para inventar un granuja que ayuda a colarse en el mundo cosmopolita tokiota al pardillo de pueblo, al que le mete en embrollos económicos y mujeriegos. Debía de dar penita cuando le vio por primera vez, cuando le largo su receta, excelente: súbete a un tranvía, y da vueltas y vueltas hasta que te mezcles con esa ciudad que es la vida y la muerte, el nuevo Tokio.
Además la novela cuenta con el profesor que echa volutas de humo filosófico, divertido, guasón, escéptico, también tierno y cercano. Es Hirota. A él va a visitar Sanshiro varias veces, para pedirle consejo, por ejemplo sobre mujeres, nunca directo. Y en torno a él se urdirá una trama de honor y defenestración de la universidad que mostrará a un maestro en el arte del pasar de largo con volutas filosóficas.
La imposibilidad del amor hará del novato Sanshiro un hombre nuevo en la ciudad europea que ya era Tokio. Pensó en escribirle a su madre, Tokio no es una ciudad muy interesante. Pero se quedó dormido.
José Manuel de la Huerga
Pobre Sanshiro. Del pueblo a la Universidad de Tokio. Y todo se le atraganta. En medio de ninguna parte. Su madre le dice: no quiero que te cases con ninguna chica de Tokio, a ésas no hay quien las entienda. Su amigo Yojiro le sentencia: qué mala cara tienes, parece que tienes el mal de fin de siglo. Del siglo XIX. Ya saben, lo de la abulia y el hastío de vivir. Y él es consciente. Lo suyo no llegaba a ser una pose a la moda. Era simple y llanamente despiste. Despiste porque se encuentra en un interesante y desfigurador cruce de caminos: del Japón medieval al moderno de la Era Meiji, con chicas que deciden si quieren o no quieren casarse, con chicas que quieren posar o no para pintores, y dónde y cómo, profesores que no llegan a la cita de sus clases, y gente de valía que vive en el umbral de la miseria, todo regado con cenas literarias, artículos de revista que no dicen nada, veladas teatrales e inauguración de cuadros impresionistas.
Este es el delicado tránsito, un si es no es con que nos deleita el genial Natsume Soseki. Soseki es el padre de la novela contemporánea japonesa. Así por lo menos lo reconocen Kenzaburo Oé y Murakami. Intuyo que es su Pío Baroja, para que nos entendamos. Pero sin ese pesimismo enfermizo del impío don Pío, con un humor sutil desengrasante, bastante de levedad inteligente y eso que nos dejó escrito otro del cambio de siglo a la española, Antonio Machado: el arte es largo, y además no importa. Por lo demás, Soseki aprende rápido la manera de escribir de los europeos de comienzo del XX: no importa la causa-consecuencia pesada del positivismo realista, importa la creación de atmósferas, importa el personaje.
Soseki vivió un par de años en Londres, en ese cambio de siglo, en torno al 1902. Las debió pasar canutas. La experiencia le vino bien para inventar un granuja que ayuda a colarse en el mundo cosmopolita tokiota al pardillo de pueblo, al que le mete en embrollos económicos y mujeriegos. Debía de dar penita cuando le vio por primera vez, cuando le largo su receta, excelente: súbete a un tranvía, y da vueltas y vueltas hasta que te mezcles con esa ciudad que es la vida y la muerte, el nuevo Tokio.
Además la novela cuenta con el profesor que echa volutas de humo filosófico, divertido, guasón, escéptico, también tierno y cercano. Es Hirota. A él va a visitar Sanshiro varias veces, para pedirle consejo, por ejemplo sobre mujeres, nunca directo. Y en torno a él se urdirá una trama de honor y defenestración de la universidad que mostrará a un maestro en el arte del pasar de largo con volutas filosóficas.
La imposibilidad del amor hará del novato Sanshiro un hombre nuevo en la ciudad europea que ya era Tokio. Pensó en escribirle a su madre, Tokio no es una ciudad muy interesante. Pero se quedó dormido.
Maravillosa crítica, sí señor. El pobre Sanshiro se enfrenta al mundo que se revela hostil, mientras conoce a personas a las que no entiende. Considero Sanshiro un Botchan más. Muy bien leído.
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