viernes, septiembre 18, 2009

Solo con invitación: Media docena de robos y un par de mentiras, Mercedes Abad

Alfaguara, Madrid, 2009. 216 pp. 17.50 €

Miguel Sanfeliu

Si la literatura pretende jugar con la realidad, este libro nos proporciona una buena dosis de literatura. Nos toca un poco las narices desde el principio. Nos vacila, nos da datos, nos cuenta historias que parecen verdades y verdades que parecen mentiras. Y nosotros, pobres lectores, le seguimos el juego; eso sí, fascinados por completo.
Se revela la autora como una voz descarada que exhibe con sorna sus ideas delictivas en cuanto al robo de textos ajenos: ¿No deberíamos defender y saludar esa clase de robo como una forma nueva de arte? La idea surge, al parecer, de la impresión que le causó la lectura del libro Vieja escuela de Tobias Wolff, que también trata sobre el plagio de un relato y que le confirmó, según ella, su sospecha de que no siempre es fácil determinar de quién son las cosas. Así que se arma de valor y decide presentar como suyos relatos que ha ido encontrando en las más dispares circunstancias y reunirlos en este libro. Así, el juego queda definido en varios planos; por una parte nos contará las circunstancias en las que descubrió y se apropió de cada uno de los textos, y por otra nos irá presentado los relatos en sí. De modo que, en principio, se irá alternando la realidad con la fantasía, los personajes reales con los inventados, aunque quizá las cosas no sean así del todo.
Mercedes Abad es una escritora de sobrados méritos, con una extensa obra que la avala y con un recorrido que, sin prisa pero sin pausa, se caracteriza por su coherencia y evoluciona ante el lector de un modo más que interesante. Ha escrito novelas, como Sangre y El vecino de abajo, pero es en el relato donde parece sentirse más cómoda, como se puede comprobar en sus libros Ligeros libertinajes sabáticos, Felicidades conyugales, Soplando al viento, Amigos y fantasmas o este Media docena de robos y un par de mentiras.
Este libro nos permite reabrir el debate sobre el plagio. Al tomarlo a la ligera, al restarle importancia, consigue la autora incidir en el aspecto reprobable de lo que nos está contando. Vemos cómo roba de aquí y de allá, sin remordimientos, sin remedio. Un cuento a un ama de casa que escribe en secreto relatos pornográficos, un relato perdido en una olvidada revista literaria, una idea interesante tratada ineficazmente en una novela y que ella generosamente se afanará en enmendar, un relato escrito en secreto por el hijo de una famosa y antipática poeta, unas páginas olvidadas por descuido e incluso, rizando el rizo, a sí misma.
También se escurren aquí un par de robos con nombre y apellidos: relatos sustraídos por nuestra impulsiva ladrona de textos a Alicia Gimenez Bartlett y a Flavia Company. Precisamente el episodio narrado con esta última nos sugiere un proyecto de libro que tiene muchos puntos en común con el que finalmente estamos tratando: un libro que no llegó a escribirse en el que ambas autoras reunirían unos relatos atribuidos a escritoras inexistentes, cuyas biografías también serían inventadas con todo detalle. Un tercer nombre aparece en el libro, Cristina Fernandez Cubas, aunque esta resulta más levemente asaltada.
Por supuesto, la narradora justifica sus apropiaciones indebidas de diversas maneras. El mero hecho de encontrar un relato firmado con pseudónimo ya la legitima para robarlo sin remordimiento. O saber que el autor no reclamará por miedo a que su entorno descubra el contenido de sus escritos. O sentir que el relato encontrado fue incluso soñado por ella unos días antes, lo cual es prueba evidente de que ella es su autora real. Fechorías de guante blanco que Mercedes Abad realiza con una sonrisa malévola y nos mira con descaro mientras esconde esos textos en algún bolsillo y abandona el lugar con la cabeza alta, caminando alegremente de puntillas.
Y mientras nos cuenta estos hechos, nos va regalando destellos biográficos, aquí y allá, que resultan muy interesantes. Confiesa su necrofilia en el sentido de que la muerte de un creador le inspira el deseo de sumergirse en su obra, ya sea literaria, pictórica, cinematográfica, arquitectónica o musical. Cómo su condición de escritora provoca que algunas personas le pidan que lea sus manuscritos y les diga si su obra merece ser publicada. Y también la frecuencia con la que pierde y encuentra textos en su casa, textos guardados en cajas, amontonados al parecer por el azar.
Un libro muy original que se lee con auténtica fascinación. Se reúnen relatos en los que la caprichosa fortuna parece tener un protagonismo especial. También lo tienen las amistades que se tornan en odio o que esconden sentimientos aviesos. Todos narrados con una voz inconfundible que despliega humor y desenfado en sus historias. Se observan varios temas recurrentes, aunque la temática de los relatos sea bastante dispar: La búsqueda accidentada de una poderosa droga llamada “la corza blanca”, la odisea de una mujer a la que le toca la lotería y decide que con ese dinero debe beneficiar a los dos hombres que regentan una tienda de antigüedades, la historia de un juego de identidades, la odisea de una mujer al ser declarada la clienta un millón de unos grandes almacenes y por tanto ganadora de un premio, las cavilaciones de un juez pusilánime que acude a levantar el cadáver de un hombre que se ha enfrentado a unos atracadores, o ese odio irracional que siente un escritor por el amigo que le favorece y ayuda.
Media docena de robos y un par de mentiras es un libro narrado con solvencia, un texto que juega con el lector, sin que éste se dé cuenta, sin tiempo para nada más que seguir pasando páginas compulsivamente.



Mercedes Abad: "Lo autobiográfico no es sino pura ficción"

Mercedes Abad, en su libro Media docena de robos y un par de mentiras, publica aquellos relatos que han conectado con ella de un modo tan intenso que hubiera deseado escribirlos. Ni corta ni perezosa, se apropia de ellos, los modifica ligeramente y nos los ofrece compartiendo, además, las circunstancias en que se los fue encontrando, el momento en que decidió que esos textos debían ser suyos de un modo irremediable.

—¿Crees en esa idea de que los textos nos encuentran a nosotros y no nosotros a ellos?

Creo que lo que llamamos destino es una línea rota por una serie de azares irrelevantes (que una honda necesidad nuestra de sentido y forma convierte en azares sospechosos, pero ésa es otra película) y que la mayor parte del tiempo las cosas que nos suceden son bastante ajenas a nuestra voluntad: si en lugar de abrir tal libro aquel día en cierta librería, hubiera abierto tal otro, no habría leído esto o aquello y, por lo tanto, tampoco habría escrito esto o aquello. Eso es precisamente lo fascinante: que las cosas ocurran tan sin ton ni son, que todo sea tan aleatorio y no obedezca a propósito alguno, ni nuestro ni de una entidad superior. Es como una broma cósmica: ni el libro me busca a mí ni en realidad yo lo busco a él, pero nos encontramos, que es lo que cuenta al fin y al cabo, nuestras órbitas colisionan (quizá porque al impresor se le fue la mano con el color violeta de la portada, para desesperación del diseñador, y ese color reclama de pronto mi atención, vaya usted a saber) y entonces sucede que precisamente entre esas páginas que de forma tan azarosa han llegado a mis manos encuentro algo que, además de proporcionarme un montón de placer, o de provocarme un buen sobresalto intelectual, impulsa mi vida en determinada dirección. Qué vértigo, ¿no? Me pregunto cuántos encuentros de ese tipo me aguardan aún. Mmm…


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