Baile del Sol, Tenerife, 2009. 104 pp. 10 €
Ana Gorría
«Hay que ponerle pruebas al infinito/, para ver si existe», afirma Juarroz en una de sus poesías verticales. La poesía de Benito del Pliego, con tres libros en su bagaje poético, tal vez sea una de las más voces solidas, a mí juicio, del horizonte de la creación reciente, una poesía que encierra en su composición y su desarrollo vínculos con una tradición asume para con el fin de dilatar sus propios límites desde la tensión de un lenguaje deliberadamente dislocado, a punto de romperse, dibujado bajo el frágil límite de la apariencia en yuxtaposición.
Benito del Pliego, poeta que es desde hace más de diez años profesor en los Estados Unidos, es un poeta cuya presencia es discontinua, pero ostensible, especialmente en ámbitos como la poesía visual, ámbitos en el que ha obtenido diversos reconocimientos. Especialista en la obra de Juan Larrea, ha dedicado parte de sus ensayos a la obra de Anna Becciu, a Antonio Gamoneda o a José Viñals. Su atención es también fundamentación para delimitar y presentar su poético. Todos autores empeñados en llevar a cabo los límites del decir para denunciar la precariedad de éste y de la propia condición humana con recursos derivados directamente de las vanguardias históricas y de la reflexión que surgió a partir de las posguerras mundiales, ligadas a las grandes crisis del lenguaje que se iniciaran con la reflexión Freguiana.
Esas crisis del lenguaje, en buena medida superadas, han incidido también una crisis del horizonte de lo “metafísico” desde el que hay que leer Merma. Benito del Pliego es un poeta de la tradición discontinua, tal y como subraya alguno de sus poemas visuales, sus metáforas beben de la tradición surrealista, tensando los límites para llegar al oxímoron de lo imposible, así en uno de los golpes de voz que constituyen sus poemas, se escucha: “Conecta lo distante»: una estrella y el pedazo de un vidrio molido”.
Merma deja constancia, desde la precaria de su propio decir, roto, distribuido en pedazos a lo largo del libro con poemas innominados ligados con la tradición clásica a través de su disposición en números romanos y distribuidos en dos grandes secciones: A y AA. Principios que se sostienen como un estarcido, en una numeración que abarca la cuenta atrás en la segunda sección. Momentos en los que el poema acosa a la página en blanco para interrogarla, para inquirirla, para hacerle partícipe de las grandes dudas del lenguaje y de la existencia.
La realidad se convierte en lenguaje: «Se transforma: primero fue bastón, después leña, después cuchara humilde (en casa de herrero)... todo lo que entregó fue la siguiente clave: palabras.» Poemas entonces de la reescritura, pero de una reescritura que parte del propio código para romperlo y dislocarlo y que da cuenta de la potencialidad sin límites de éste, forzando el infinito, como quería Juarroz: «Huella a huella el ojo quiere ver, los rasgos se componen, leemos el silencio; una A se advierte en la cabeza de una vaca.» La causalidad se invierte y es fundada por la propia imagen, la necesidad es derivada del deseo. «Se levanta un dios al construir su templo; la parturienta grita porque se pare; la letra no existió hasta que no fue escrita.» Se trata, como subrayara Adorno a propósito de Webern de proponer la fantasía, el vastísimo reino de la imagen, como aquel don capaz de «interpolar lo infinitamente pequeño». Con un vitalismo y un optimismo que complementa la fragilidad del decir que se instaura en Merma, la voz de estos poemas, fracturada, subraya el mundo de la creación, del canto, de la potestad de engendrar una belleza tan equívoca como un mundo en que todo puede llegar a parecer posible.
Ana Gorría
«Hay que ponerle pruebas al infinito/, para ver si existe», afirma Juarroz en una de sus poesías verticales. La poesía de Benito del Pliego, con tres libros en su bagaje poético, tal vez sea una de las más voces solidas, a mí juicio, del horizonte de la creación reciente, una poesía que encierra en su composición y su desarrollo vínculos con una tradición asume para con el fin de dilatar sus propios límites desde la tensión de un lenguaje deliberadamente dislocado, a punto de romperse, dibujado bajo el frágil límite de la apariencia en yuxtaposición.
Benito del Pliego, poeta que es desde hace más de diez años profesor en los Estados Unidos, es un poeta cuya presencia es discontinua, pero ostensible, especialmente en ámbitos como la poesía visual, ámbitos en el que ha obtenido diversos reconocimientos. Especialista en la obra de Juan Larrea, ha dedicado parte de sus ensayos a la obra de Anna Becciu, a Antonio Gamoneda o a José Viñals. Su atención es también fundamentación para delimitar y presentar su poético. Todos autores empeñados en llevar a cabo los límites del decir para denunciar la precariedad de éste y de la propia condición humana con recursos derivados directamente de las vanguardias históricas y de la reflexión que surgió a partir de las posguerras mundiales, ligadas a las grandes crisis del lenguaje que se iniciaran con la reflexión Freguiana.
Esas crisis del lenguaje, en buena medida superadas, han incidido también una crisis del horizonte de lo “metafísico” desde el que hay que leer Merma. Benito del Pliego es un poeta de la tradición discontinua, tal y como subraya alguno de sus poemas visuales, sus metáforas beben de la tradición surrealista, tensando los límites para llegar al oxímoron de lo imposible, así en uno de los golpes de voz que constituyen sus poemas, se escucha: “Conecta lo distante»: una estrella y el pedazo de un vidrio molido”.
Merma deja constancia, desde la precaria de su propio decir, roto, distribuido en pedazos a lo largo del libro con poemas innominados ligados con la tradición clásica a través de su disposición en números romanos y distribuidos en dos grandes secciones: A y AA. Principios que se sostienen como un estarcido, en una numeración que abarca la cuenta atrás en la segunda sección. Momentos en los que el poema acosa a la página en blanco para interrogarla, para inquirirla, para hacerle partícipe de las grandes dudas del lenguaje y de la existencia.
La realidad se convierte en lenguaje: «Se transforma: primero fue bastón, después leña, después cuchara humilde (en casa de herrero)... todo lo que entregó fue la siguiente clave: palabras.» Poemas entonces de la reescritura, pero de una reescritura que parte del propio código para romperlo y dislocarlo y que da cuenta de la potencialidad sin límites de éste, forzando el infinito, como quería Juarroz: «Huella a huella el ojo quiere ver, los rasgos se componen, leemos el silencio; una A se advierte en la cabeza de una vaca.» La causalidad se invierte y es fundada por la propia imagen, la necesidad es derivada del deseo. «Se levanta un dios al construir su templo; la parturienta grita porque se pare; la letra no existió hasta que no fue escrita.» Se trata, como subrayara Adorno a propósito de Webern de proponer la fantasía, el vastísimo reino de la imagen, como aquel don capaz de «interpolar lo infinitamente pequeño». Con un vitalismo y un optimismo que complementa la fragilidad del decir que se instaura en Merma, la voz de estos poemas, fracturada, subraya el mundo de la creación, del canto, de la potestad de engendrar una belleza tan equívoca como un mundo en que todo puede llegar a parecer posible.
FE DE ERRATAS:
ResponderEliminar«Hay que ponerle pruebas al infinito/, para ver si resiste»
he puesto sin querer hay que ponerle pruebas al infinito/, para ver si existe.
Gracias, como siempre por "enmendarme"
MÁS FE DE ERRATAS
ResponderEliminaruna de las más voces solidas
una de las voces más sólidas.
Más gracias.:-)