Trad. Manuel Serrat Crespo. Mondadori, Barcelona, 2008. 253 pp. 21 €
Juan Pablo Heras
A Daniel Pennac lo conocemos sobre todo por Como una novela (1992)¸ que casi desde su publicación se convirtió en un clásico entre aquellos que se han atrevido a escudriñar los arcanos del difícil arte de la animación a la lectura. Como aquél, Mal de escuela es un ensayo puro, un conjunto aparentemente asistemático y espontáneo de reflexiones iluminadoras sustentado en la confesión de experiencias absolutamente personales. Con refrescante desvergüenza, Pennac reproduce, por ejemplo, las conversaciones que tuvo con su hermano cuando este libro era sólo un proyecto, justo el momento en el que decidió que no debía escribir un tratado más sobre la educación, sino un libro sobre el “zoquete”. Antes de definir lo que es un “zoquete” conviene advertir que ésta no es sino una traducción aproximada del francés “cancre”, apelativo que el propio autor juzgó hace poco como intraducible en una jugosa entrevista en la que nos recordaba además que sólo en español es posible hablar de “vergüenza ajena”. Pues bien, ese término, “cancre”, nos trae la imagen de un cangrejo que camina de lado, y cuya extravagancia no por natural deja de asombrarnos todos los días. El zoquete es entonces un alumno que se ve a sí mismo como una hormiguita al que un profesor gigantesco -y obviamente ciego- le obliga a subir y bajar el Everest cincuenta minutos al día.
Pennac ataca la figura del zoquete desde una sucesión de puntos de vista que no son accesibles a todo el mundo y que le otorgan el privilegio del que sabe bien de lo que habla: como novelista que visita a alumnos de todo tipo en encuentros de autor y alumnos, como profesor con décadas de experiencia y, sobre todo, como el zoquete que fue, como el propietario de un desastroso expediente escolar (reproducido en la contracubierta del libro) que hoy nadie esperaría de él, excepto su anciana e incrédula madre, que todavía hoy espera que haga algo con su vida.
Pennac, como buen encantador de serpientes, hace de estos presupuestos un anzuelo infalible. ¡Un pésimo estudiante que suspendía todo convertido en novelista brillante, en profesor de profesores! ¿Tendrá él el secreto que tanto tiempo andábamos buscando? Porque, como él mismo señala, es posible que el gran problema de la educación resida en “el eterno conflicto entre el conocimiento tal como se concibe y la ignorancia tal como se vive”. Sucede que los profesores fuimos casi siembre buenos alumnos, “alumnos golosina” -al menos en la materia que enseñamos-, entusiasmados pronto por aprender y aptos de nacimiento para nuestras asignaturas favoritas, lo que nos impide imaginarnos “sin saber lo que sabemos”. Por eso nos abalanzamos sobre el libro, porque si Pennac, que ahora es de los nuestros, ha transitado por la oscura mente del zoquete, quizá haya traído algo de lo que él fue para enseñárnoslo.
La tesis de Pennac se basa en que el zoquete convierte sus dificultades de aprendizaje en un sentimiento de autoexclusión que se transforma fácilmente en comportamientos disruptivos o, por lo menos, incomprensibles para el profesor que tiene delante. Éste, a su vez, harto de enfrentarse al cotidiano desprecio que por él demuestran padres y chavales, atribuye al alumno una intencionalidad –una indolencia voluntaria- que hace imposible su trabajo. Y aunque se trata de un fenómeno atemporal, con el tiempo la sociedad de consumo en la que vivimos no ha hecho sino exacerbar el problema: ahora el alumno puede recluir el mundo entre los dos auriculares de su ipod, y agotarse en la frustrante constatación de que la escuela es el único lugar del mundo en el que se le exige trabajar para conseguir unos beneficios que, por otro lado, son mucho menos deseables de los que consigue cada día en el centro comercial. ¿Cómo hacer comprender a un joven vestido con marcas fascinantes desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie que en la escuela “no se satisfacen deseos superficiales por medio de regalos, se satisfacen necesidades fundamentales por medio de obligaciones”?
Al igual que Como una novela, Mal de escuela se lee con sumo placer, no sólo porque el autor posee el don de la amenidad, sino porque nos pone en la pista de una fórmula secreta que ansiamos conocer, ya seamos profesores con ganas de hacer bien nuestro trabajo, o ciudadanos con deseos de resolver el gran problema social de la educación. Y leemos y leemos en busca de una solución, y poco a poco nos damos cuenta con pesar de que no a todos los alumnos se les puede encargar que escriban una novela, como hizo aquel profesor de literatura que sin saberlo convirtió a ese zoquete Pennacchioni en el escritor Pennac, así como tampoco la aplicación del famoso decálogo de derechos de los lectores con el que termina Como una novela basta para crear legiones de lectores. No, no es suficiente y a veces no es lo adecuado. La respuesta está en otro lado, y seguro que no es tan simple. Pennac, finalmente, no nos da la llave. O sí.
Si quieren ustedes saberlo, háganse con el libro. No seré yo quien les reviente el final.
Un consejo: léanlo en la lengua original (el título es Chagrin d’École) todos los que puedan permitírselo. Aunque la traducción del afamado Manuel Serrat Crespo es excelente y supera bastantes escollos (sin ir más lejos, intuyo que la de “cancre” por “zoquete” resulta acertada), cuando lean este libro se darán cuenta de que el brujo Pennac, sin avisar, nos está dando una clase de lengua. De lengua francesa. Y sospecho que no apuramos del todo tan dulce bebedizo los que llegamos a él a través de un filtro.
Juan Pablo Heras
A Daniel Pennac lo conocemos sobre todo por Como una novela (1992)¸ que casi desde su publicación se convirtió en un clásico entre aquellos que se han atrevido a escudriñar los arcanos del difícil arte de la animación a la lectura. Como aquél, Mal de escuela es un ensayo puro, un conjunto aparentemente asistemático y espontáneo de reflexiones iluminadoras sustentado en la confesión de experiencias absolutamente personales. Con refrescante desvergüenza, Pennac reproduce, por ejemplo, las conversaciones que tuvo con su hermano cuando este libro era sólo un proyecto, justo el momento en el que decidió que no debía escribir un tratado más sobre la educación, sino un libro sobre el “zoquete”. Antes de definir lo que es un “zoquete” conviene advertir que ésta no es sino una traducción aproximada del francés “cancre”, apelativo que el propio autor juzgó hace poco como intraducible en una jugosa entrevista en la que nos recordaba además que sólo en español es posible hablar de “vergüenza ajena”. Pues bien, ese término, “cancre”, nos trae la imagen de un cangrejo que camina de lado, y cuya extravagancia no por natural deja de asombrarnos todos los días. El zoquete es entonces un alumno que se ve a sí mismo como una hormiguita al que un profesor gigantesco -y obviamente ciego- le obliga a subir y bajar el Everest cincuenta minutos al día.
Pennac ataca la figura del zoquete desde una sucesión de puntos de vista que no son accesibles a todo el mundo y que le otorgan el privilegio del que sabe bien de lo que habla: como novelista que visita a alumnos de todo tipo en encuentros de autor y alumnos, como profesor con décadas de experiencia y, sobre todo, como el zoquete que fue, como el propietario de un desastroso expediente escolar (reproducido en la contracubierta del libro) que hoy nadie esperaría de él, excepto su anciana e incrédula madre, que todavía hoy espera que haga algo con su vida.
Pennac, como buen encantador de serpientes, hace de estos presupuestos un anzuelo infalible. ¡Un pésimo estudiante que suspendía todo convertido en novelista brillante, en profesor de profesores! ¿Tendrá él el secreto que tanto tiempo andábamos buscando? Porque, como él mismo señala, es posible que el gran problema de la educación resida en “el eterno conflicto entre el conocimiento tal como se concibe y la ignorancia tal como se vive”. Sucede que los profesores fuimos casi siembre buenos alumnos, “alumnos golosina” -al menos en la materia que enseñamos-, entusiasmados pronto por aprender y aptos de nacimiento para nuestras asignaturas favoritas, lo que nos impide imaginarnos “sin saber lo que sabemos”. Por eso nos abalanzamos sobre el libro, porque si Pennac, que ahora es de los nuestros, ha transitado por la oscura mente del zoquete, quizá haya traído algo de lo que él fue para enseñárnoslo.
La tesis de Pennac se basa en que el zoquete convierte sus dificultades de aprendizaje en un sentimiento de autoexclusión que se transforma fácilmente en comportamientos disruptivos o, por lo menos, incomprensibles para el profesor que tiene delante. Éste, a su vez, harto de enfrentarse al cotidiano desprecio que por él demuestran padres y chavales, atribuye al alumno una intencionalidad –una indolencia voluntaria- que hace imposible su trabajo. Y aunque se trata de un fenómeno atemporal, con el tiempo la sociedad de consumo en la que vivimos no ha hecho sino exacerbar el problema: ahora el alumno puede recluir el mundo entre los dos auriculares de su ipod, y agotarse en la frustrante constatación de que la escuela es el único lugar del mundo en el que se le exige trabajar para conseguir unos beneficios que, por otro lado, son mucho menos deseables de los que consigue cada día en el centro comercial. ¿Cómo hacer comprender a un joven vestido con marcas fascinantes desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie que en la escuela “no se satisfacen deseos superficiales por medio de regalos, se satisfacen necesidades fundamentales por medio de obligaciones”?
Al igual que Como una novela, Mal de escuela se lee con sumo placer, no sólo porque el autor posee el don de la amenidad, sino porque nos pone en la pista de una fórmula secreta que ansiamos conocer, ya seamos profesores con ganas de hacer bien nuestro trabajo, o ciudadanos con deseos de resolver el gran problema social de la educación. Y leemos y leemos en busca de una solución, y poco a poco nos damos cuenta con pesar de que no a todos los alumnos se les puede encargar que escriban una novela, como hizo aquel profesor de literatura que sin saberlo convirtió a ese zoquete Pennacchioni en el escritor Pennac, así como tampoco la aplicación del famoso decálogo de derechos de los lectores con el que termina Como una novela basta para crear legiones de lectores. No, no es suficiente y a veces no es lo adecuado. La respuesta está en otro lado, y seguro que no es tan simple. Pennac, finalmente, no nos da la llave. O sí.
Si quieren ustedes saberlo, háganse con el libro. No seré yo quien les reviente el final.
Un consejo: léanlo en la lengua original (el título es Chagrin d’École) todos los que puedan permitírselo. Aunque la traducción del afamado Manuel Serrat Crespo es excelente y supera bastantes escollos (sin ir más lejos, intuyo que la de “cancre” por “zoquete” resulta acertada), cuando lean este libro se darán cuenta de que el brujo Pennac, sin avisar, nos está dando una clase de lengua. De lengua francesa. Y sospecho que no apuramos del todo tan dulce bebedizo los que llegamos a él a través de un filtro.
Acabo de terminar la relevtura de Como una novela y me encuentro este post sobre Mal de escuela que tengo pendiente en la estantería. Tu comentario sólo me ha llevado a desear a comenzar a leerlo casi de inmediato.
ResponderEliminarUn saludo.
Excelente reseña.
ResponderEliminarMe permito dejar este enlace, para quienes, como usted dice, puedan leer en francés Chagrin d’école:
http://www.lire.fr/extrait.asp/idC=51728/idR=202/idG=8/idP=1
Saludos.
migratoria