jueves, mayo 28, 2009

El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres, VV.AA.

Ed. Sonia Gómez-Tejedor y Marta Peirano. Impedimenta, Madrid, 2009. 400 pp. 22,95 €

Luis Manuel Ruiz

Si alguno de vosotros visitara el coqueto museo de Neuchâtel, una ciudad suiza que posa para una postal y que mediado el siglo XVIII fue patria de la mayor generación de relojeros del mundo, se quedaría pasmado con sus tres más famosos inquilinos. El primero es un infante de unos seis o siete años, dotado de una espesa melena, que se inclina sobre un pupitre para empuñar una pluma de urogallo y cubrir un pliego de frases; el segundo, hermano gemelo del anterior salvo por el color del cabello (este es rubio), dibuja siluetas con un lapicero en una tarjeta; la tercera, una joven con ese aire lacio de las aristócratas de sangre, interpreta al órgano piezas de una gélida sonoridad. Los tres son hijos de Jaquet-Droz, senior y junior, y de J.-F. Leschot, en su día relojeros de reconocida habilidad a lo largo y ancho de Europa, y fueron protagonistas de un asombrado ensayito de Italo Calvino en su Colección de arena (“Las aventuras de tres relojeros y de tres autómatas”). Pulsando aquí, podréis presenciar las monerías de estos seres de metal y cerámica, e inquietaros con su similitud con criaturas de carne y hueso y con la desagradable caricatura en que convierten esos actos tan racionales y artísticos que son escribir, dibujar o interpretar una partitura. A ellos, y a la larga estirpe de la misma especie que los precedió, va dedicada esta antología de textos titulada El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres: en concreto a las máquinas travestidas de hombres más populares de la historia y la huella que dejaron en artistas, filósofos, psicólogos y visionarios. En la mayor parte de los casos esa huella consiste en inquietud, cuando no en rencor o en una obsesión disfrazada de interés científico: el hombre artificial repele al intelectual a la vez que lo atrae, que lo arrastra hacia un abismo incierto donde se desdibujan los secretos de nuestra identidad y la tenue línea que nos separa de las cosas inertes y desprovistas de conciencia.
La intención de las editoras, Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, al realizar una selección de textos que abarca desde los primeros filósofos racionalistas hasta los últimos teóricos de la computación, ha sido ofrecer una cartografía del recorrido que la imagen del autómata, u hombre mecánico, ha seguido desde sus albores en el siglo XVII hasta nuestros días, y de la influencia que dicho perfil ha ejercido en diversos aspectos de nuestra cultura, señaladamente en la literatura. Podría quizá reprochárseles algo de arbitrariedad a la hora de comenzar su sondeo en la era de Descartes, soslayando a los orfebres del Renacimiento (Salomón de Caus, Juanelo Turriano) o eludiendo directamente la mención de los autómatas antiguos de que se tiene noticia (como la famosa paloma voladora del griego Arquitas); a su favor hemos de alegar que la antología no se pretende exhaustiva y que sólo con Descartes el autómata pasa a consistir en algo más que una mera curiosidad lúdica, un pasatiempo de alta sociedad, para ocupar un puesto de relevancia en la ciencia del momento y en el concepto que el hombre se hace de sí mismo. Fue el autor del Discurso del método quien formuló que el individuo es un espíritu atrapado en una serie de engranajes (the ghost in the machine, en la expresión de Gilbert Ryle) y que las diferencias entre un perro de carne y hueso y otro fabricado en un taller están sólo relacionadas con la resistencia relativa de los materiales.
Siguiendo un escrupuloso programa didáctico, la antología se divide en cuatro partes. La primera de ellas, Las máquinas filosóficas, echa un vistazo a las primeras formulaciones del mecanicismo filosófico y ofrece voz a Descartes, La Mettrie, Diderot y Charles de Vaucanson (el fabricante de autómatas tal vez más afamado de todos los tiempos) para que comparen libremente al ser humano con los artefactos surgidos de las relojerías. En su tiempo, siglos del XVII al XVIII, dicho paralelismo resultaba obsceno, cuando no diabólico: el hombre, colocado por Dios en la cúspide de la creación y agasajado con un alma inmortal que lo equiparaba a los ángeles, no podía ponerse al ras de un burdo muñeco de metal, cuyos movimientos sólo servían para contentar a aristócratas consumidos por el tedio. Sin embargo, la noción de cuerpo como entidad puramente material y la reducción de los procesos orgánicos a sucintas operaciones químicas terminarían por calar en el orbe académico y por permitir las primeras autopsias y progresos en la cirugía traumatológica.
La segunda parte se centra en el que seguramente es el más popular (y falso) autómata de la Historia. El turco rastrea los avatares del legendario jugador de ajedrez ideado por Wolfgang von Kempelen en 1769 para la emperatriz María Teresa de Austria y luego heredado por Johann Nepomuk Maelzel, quien lo convertiría en vedette y lo llevaría a recorrer las principales cortes y teatros del hemisferio norte. Se trataba de una figura que causaba impresión, dotado de una barba sarracena y un turbante, y que se presentaba al público con la promesa de derrotar a los escaques a todo aquel que se le opusiera. Casi un siglo tardaron las eminencias grises de la época en advertir que se trataba de un mero montaje y que un hombre (varios hombres, en realidad, entre los que se contaban muchos de los mayores ajedrecistas de la Europa de entonces) se ocultaba bajo el aparato y accionaba los resortes que le permitían jugar. El turco dejó una impronta profunda en el imaginario del siglo XIX, como atestiguan los ejemplos recogidos en la selección: el imprescindible ensayito sobre El jugador de ajedrez de Maelzel, de Edgar Allan Poe, o el relato de Ambrose Bierce El maestro de ajedrez de Moxon.
Las máquinas fatales es el título de la tercera parte, seguramente el clímax de la antología y la que contiene sus piezas más reveladoras. Se documenta en ella el giro de la figura del autómata de lo exótico a lo siniestro y su ingreso en el profuso panteón romántico. Es la era del decadentismo, de la femme fatale, de Salomé, la Esfinge, Baudelaire y la belleza depravada, donde todo lo hermoso lo es doblemente si se halla vacío por dentro y construido con cartón y en que Rimbaud confesaba a su amada Ah! Je ne veux pas ton cerveau torpide! La misoginia y el amor por las apariencias debían desembocar, inevitablemente, en la exaltación de la mujer objeto, de la muñeca hinchable, el maniquí, la robot. El pico de esta tendencia lo constituye la inevitable Eva futura de Villiers de l’Isle-Adam, construida por un Edison monomaníaco con la exclusiva función de satisfacer al amante, pero tiene un precedente en la que quizá es la narración más perfecta y terrible sobre autómatas que jamás se ha escrito, El hombre de arena, de E. T. A. Hoffmann. La selección presenta una impecable versión (por parte de José C. Vales) de este clásico tan maltratado por los traductores y cuya potencia para inquietar y provocar escalofríos no ha cedido un ápice hasta el día de hoy. Esta tercera parte añade extractos de obras de Freud (su famosa monografía sobre Das Heimlich en que analizaba el cuento de Hoffmann) y de Thea von Harbou, esposa de Fritz Lang y autora de una novela, Metrópolis, sobre la que se edificaría una de los primeros hitos del cine de ciencia-ficción.
La conclusión la aporta la cuarta parte, A mí me hizo J. F. Sebastian. Bajo un título prestado de otro imprescindible del cine del mismo género, Blade runner, se ilustra aquí la conversión del autómata en amenaza una vez que comienza su fabricación en serie y se acrecienta su poder tanto física como intelectualmente: es posible que, en un porvenir no demasiado lejano, los hombres artificiales, mecánicos o no (los de Blade runner eran réplicas genéticas) discutan el dominio del universo a su creador. Nos encontramos en la era del robot, no tan servicial ni decorativo como su antepasado dieciochesco, y notablemente más poderoso; esta sección última cuenta con textos de Isaac Asimov (sus repetidas Tres Leyes de la Robótica), A. M. Turing (con pros y contras sobre la posibilidad de conciencia en una máquina) y Karel Capek, inventor, en su obra R.U.R., de uno de los términos más empleados por los autores de fanzines y los amantes insatisfechos, el de robot.
El autómata, el hombre artificial, el gólem no están solos dentro de la prolífica camada de rarezas de la literatura fantástica: les hacen compañía seres no menos turbadores como el doble y el alienígena. Todos ellos, criaturas fronterizas, nos mueven al estupor, a la duda: nos enfrentan a nuestros propios límites como seres humanos y nos hacen cuestionarnos en qué consiste exactamente esa esencia escurridiza que nos define como especie frente a las bestias y los ángeles. El autómata o el robot repelen al observador por una razón esencial: porque si son muy perfectos, si imitan con el debido escrúpulo a las criaturas que los han producido, acaban por resultar indistintos de ellas. Los autómatas nos sumen en perplejidad y desasosiego y nos hacen preguntarnos qué nos separa realmente a nosotros, supuestos modelos, seres dotados de moral e inteligencia, de los juguetes generados a nuestra imagen y semejanza; así como cuestionarnos, como ya hacía Descartes en un párrafo revelador de sus Meditaciones, si al fin y al cabo cuantos nos rodean no serán maniquíes disfrazados bajo los que se ocultan tuercas, pistones y engranajes. Mirad bien debajo de las faldas de vuestras novias y la pechera del camarero: quizá os sorprenda el tictac de un reloj escondido.

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