Trad. David León Gómez. Edhasa 2008. 764 pgs. 40,50 €
Alberto Luque Cortina
Es muy probable que en el futuro las dos guerras mundiales del siglo XX se estudien como un solo conflicto de treinta años de duración, un gran tsunami del que aún padecemos la última y más devastadora ola, la producida entre los años 1939 y 1945, Hitler, el exterminio judío, la bomba atómica, el «nuevo» orden mundial siempre igual de viejo. Aunque la Segunda Guerra Mundial ocupa un lugar destacado en el imaginario popular, su hermana mayor, la guerra del 14, la primera, la Gran Guerra, constituye en mi opinión uno de los momentos más trascendentales de la historia moderna de Occidente, como lo fue en su momento la colonización europea de América, por lo que supuso de quiebra de los principios y valores dominantes hasta la fecha.
Premonitoriamente, la noche en que Inglaterra declaró la guerra a Alemania, Sir Edward Grey, ministro británico de Asuntos Exteriores, afirmó: «Se están apagando las luces de toda Europa, y no vamos a volver a verlas brillar en nuestra vida». Aún hoy resulta difícil evaluar las consecuencias de este conflicto. La Gran Guerra, de John H. Morrow Jr., es un intento de ofrecer nuevas perspectivas a esta contienda, cuya historiografía, entre la que destaca la obra de Hew Strachan, no es muy abundante en el mercado español, si bien es cierto que la cultura occidental se ha hecho eco de la Primera Guerra a través de múltiples manifestaciones, muchas de ellas sobresalientes: desde la literatura autobiográfica –Adiós a todo eso (Robert Graves, 1929) –, a la novela basada en la experiencia personal –El fuego (Henry Barbusse, 1917), o Sin novedad en el Frente (Erich Maria Remarke, 1927) –, pasando por el cine –Senderos de Gloria (Stanley Kubrick, 1957) o Gallipoli (Peter Weir, 1981) – hasta los inquietantes grabados y pinturas de Otto Dix. Todas estas obras subrayan la barbarie de una guerra para la que, merced a los nuevos avances tecnológicos, ninguno de los bandos estaba preparado.
El estudio de Morrow, profesor de Historia de la Universidad de Georgia, es muy revelador en este sentido. En primer lugar, los importantes avances tecnológicos propiciaron las mejoras del armamento tradicional y la invención de nuevas armas, como los obuses y morteros, los lanzallamas o las ametralladoras, los tanques o las nubes de gas, frente a las cuales las viejas estrategias militares, como las cargas de caballería, resultaban inoperantes y por completo desastrosas. A esto debe sumarse una deficiente operatividad sustentada muchas veces en pésimas comunicaciones y rígidas cadenas de mando cuyas órdenes eran emitidas desde lugares alejados del campo de batalla.
Todos estos errores se pagaron con un elevado coste humano. Más de nueve millones de soldados perecieron en acciones, muchas de ellas suicidas, donde el honor nacional y un trasnochado sentido del deber se anteponían a la vida de los combatientes. Este espíritu parece reflejarse en la contundente respuesta del general alemán Von Falkenhayn al canciller Hollweg, tras conocer la entrada de los ingleses en la guerra: «Aún si perecemos, habrá sido una experiencia exquisita». Su epitafio, según los datos de Borrow: 2,3 millones de soldados rusos muertos; 2 millones de alemanes; casi 2 millones de soldados franceses; austrohúngaros: 1.000.000; británicos: 800.000; turcos: 770.000; 450.000 italianos; 126.000 estadounidenses; serbios: 125.000; australianos: 59.000; canadienses: 57.000; belgas: 40.000; senegaleses: 29.500. Esto sin contar otros pequeños contingentes y las víctimas civiles, entre las que se hallan cientos de miles de armenios.
Los datos aportados por el autor sobre la evolución de la guerra en los diversos frentes son muy significativos, y en el caso francés apelan directamente a la incompetencia del general Joffre y su nefasto sucesor Robert Nivelle, quien hizo famosa la frase, después utilizada en contextos bien distintos, «Ils ne passeront pas!» («¡No pasarán!»). El 21 de agosto de 1914, por ejemplo, en la batalla de Charleroi, los franceses sufrieron 130.000 bajas. De los dos millones de soldados galos muertos, 450.000 cayeron en los cuatro primeros meses de guerra. Estas cifras son extensibles al resto de contendientes. A modo de ejemplo, en el primer año de guerra, de los 1.100 combatientes del batallón de fusileros reales de Gales sólo sobrevivieron 86 tras tres semanas de combate en Ypres.
En contra de las intenciones alemanas, la invasión de Francia y Bélgica pronto se estancó, dando lugar a la guerra de trincheras y a una prolongación ruinosa del conflicto. Muchas posiciones, a veces sólo separadas por unas decenas de metros, apenas llegaron a moverse durante los tres años y medio siguientes y sólo a costa de numerosas vidas. La mortandad continuó en 1915. Las cuatro quintas partes de las tropas de la Entente apostadas en Tesalónica murieron de paludismo. En Gallipoli murieron casi medio millón de hombres, pero para los australianos constituye un hito clave en la creación del sentimiento de nación. 1915 fue también el año del exterminio del pueblo armenio a manos de los turcos. En 1916 llegaría la batalla de Verdún, la más larga de la guerra, sin consecuencias decisivas, aunque los franceses la consideraron como una victoria, pírrica si se considera el número de bajas galas –1,2 millones– frente a las alemanas –700.000–. Los británicos tuvieron su propio Verdún en el Somme: el 1 de julio de 1916 lanzaron un ataque en el que sufrieron, sólo ese día, 60.000 bajas y 20.000 muertos.
Estas cifras, no siempre pacíficas entre los historiadores, manifiestan la crudeza del enfrentamiento, pero no añade nada nuevo a los estudios previamente publicados. El interés de la obra de Morrow está en la visión panorámica de los diversos frentes, desde la guerra submarina hasta la aérea –donde aún «sobrevuelan» los nombres de los aviadores Oswald Boelcke, Manfred Freiherr von Richthofen, o Lanoe Hawker–, incluyendo la retaguardia civil, de especial importancia, donde se aborda, entre otros, el papel de la mano de obra femenina y sus consecuencias sociales en la lucha por la igualdad de sexos.
Por lo que se refiere a la crónica de los episodios bélicos, Morrow incluye las voces de los soldados anónimos gracias a su acceso a numerosa correspondencia, y repasa los diversos escenarios de la guerra, desde Bélgica hasta el África Oriental, donde tuvo lugar el enfrentamiento, glosado abundantemente por la épica belicista, entre el ejército colonial de Paul von Letow-Vorbeck, en su mayoría formado por nativos, y las tropas, superiores en número y pertrechos, de la Entente. Durante más de tres años el contingente de Letow-Vorbeck fue perseguido infructuosamente a través de selvas y montañas por todo el África Oriental. El militar alemán nunca fue derrotado y se rindió el 25 de noviembre de 1918, 14 días después del armisticio.
Aunque los combates e insurrecciones en las colonias fueron parciales y focalizados, los europeos lograron extender el conflicto «importando» combatientes nativos a los principales campos de batalla. A los regimientos indios reclutados por los británicos deben sumarse los más de 600.000 senegaleses que combatieron bajo bandera francesa. De los africanos se temía su promiscuidad sexual –de hecho fueron confinados, al igual que los indios, para que no se mezclaran con las mujeres blancas– y se admiraba su raza guerrera. Los senegaleses participaron en la vanguardia de los ataques más arriesgados con el objetivo expreso de evitar, en la medida de lo posible, «el derramamiento de sangre francesa». Clemenceau afirmó, refiriéndose a estos, que prefería «ver muertos a diez de ellos que a un solo francés». Esta suerte de racismo, no en vano hablamos de una guerra entre cuyas causas se encuentra la carrera colonialista, mostró su cara más áspera en el desprecio del gobierno y la sociedad civil estadounidense hacia los batallones de negros que lucharon en Europa. Mal equipados por sus superiores, algunos de estos regimientos tuvieron que combatir con cascos, pertrechos y armamento franceses.
Aunque en ocasiones el texto pueda pecar de efectista por lo que se refiere a las descripciones de los hechos bélicos, La Gran Guerra es una interesante introducción a una contienda donde casi todos perdieron a excepción, quizá, de Estados Unidos, cuya intervención resultó decisiva para la guerra y para su encumbramiento como primera potencia mundial militar y económica. Los abundantes datos incluidos y el enfoque amplio del estudio pueden servir de estimulante preámbulo para la reflexión sobre un conflicto desgraciadamente inacabado.
Alberto Luque Cortina
Es muy probable que en el futuro las dos guerras mundiales del siglo XX se estudien como un solo conflicto de treinta años de duración, un gran tsunami del que aún padecemos la última y más devastadora ola, la producida entre los años 1939 y 1945, Hitler, el exterminio judío, la bomba atómica, el «nuevo» orden mundial siempre igual de viejo. Aunque la Segunda Guerra Mundial ocupa un lugar destacado en el imaginario popular, su hermana mayor, la guerra del 14, la primera, la Gran Guerra, constituye en mi opinión uno de los momentos más trascendentales de la historia moderna de Occidente, como lo fue en su momento la colonización europea de América, por lo que supuso de quiebra de los principios y valores dominantes hasta la fecha.
Premonitoriamente, la noche en que Inglaterra declaró la guerra a Alemania, Sir Edward Grey, ministro británico de Asuntos Exteriores, afirmó: «Se están apagando las luces de toda Europa, y no vamos a volver a verlas brillar en nuestra vida». Aún hoy resulta difícil evaluar las consecuencias de este conflicto. La Gran Guerra, de John H. Morrow Jr., es un intento de ofrecer nuevas perspectivas a esta contienda, cuya historiografía, entre la que destaca la obra de Hew Strachan, no es muy abundante en el mercado español, si bien es cierto que la cultura occidental se ha hecho eco de la Primera Guerra a través de múltiples manifestaciones, muchas de ellas sobresalientes: desde la literatura autobiográfica –Adiós a todo eso (Robert Graves, 1929) –, a la novela basada en la experiencia personal –El fuego (Henry Barbusse, 1917), o Sin novedad en el Frente (Erich Maria Remarke, 1927) –, pasando por el cine –Senderos de Gloria (Stanley Kubrick, 1957) o Gallipoli (Peter Weir, 1981) – hasta los inquietantes grabados y pinturas de Otto Dix. Todas estas obras subrayan la barbarie de una guerra para la que, merced a los nuevos avances tecnológicos, ninguno de los bandos estaba preparado.
El estudio de Morrow, profesor de Historia de la Universidad de Georgia, es muy revelador en este sentido. En primer lugar, los importantes avances tecnológicos propiciaron las mejoras del armamento tradicional y la invención de nuevas armas, como los obuses y morteros, los lanzallamas o las ametralladoras, los tanques o las nubes de gas, frente a las cuales las viejas estrategias militares, como las cargas de caballería, resultaban inoperantes y por completo desastrosas. A esto debe sumarse una deficiente operatividad sustentada muchas veces en pésimas comunicaciones y rígidas cadenas de mando cuyas órdenes eran emitidas desde lugares alejados del campo de batalla.
Todos estos errores se pagaron con un elevado coste humano. Más de nueve millones de soldados perecieron en acciones, muchas de ellas suicidas, donde el honor nacional y un trasnochado sentido del deber se anteponían a la vida de los combatientes. Este espíritu parece reflejarse en la contundente respuesta del general alemán Von Falkenhayn al canciller Hollweg, tras conocer la entrada de los ingleses en la guerra: «Aún si perecemos, habrá sido una experiencia exquisita». Su epitafio, según los datos de Borrow: 2,3 millones de soldados rusos muertos; 2 millones de alemanes; casi 2 millones de soldados franceses; austrohúngaros: 1.000.000; británicos: 800.000; turcos: 770.000; 450.000 italianos; 126.000 estadounidenses; serbios: 125.000; australianos: 59.000; canadienses: 57.000; belgas: 40.000; senegaleses: 29.500. Esto sin contar otros pequeños contingentes y las víctimas civiles, entre las que se hallan cientos de miles de armenios.
Los datos aportados por el autor sobre la evolución de la guerra en los diversos frentes son muy significativos, y en el caso francés apelan directamente a la incompetencia del general Joffre y su nefasto sucesor Robert Nivelle, quien hizo famosa la frase, después utilizada en contextos bien distintos, «Ils ne passeront pas!» («¡No pasarán!»). El 21 de agosto de 1914, por ejemplo, en la batalla de Charleroi, los franceses sufrieron 130.000 bajas. De los dos millones de soldados galos muertos, 450.000 cayeron en los cuatro primeros meses de guerra. Estas cifras son extensibles al resto de contendientes. A modo de ejemplo, en el primer año de guerra, de los 1.100 combatientes del batallón de fusileros reales de Gales sólo sobrevivieron 86 tras tres semanas de combate en Ypres.
En contra de las intenciones alemanas, la invasión de Francia y Bélgica pronto se estancó, dando lugar a la guerra de trincheras y a una prolongación ruinosa del conflicto. Muchas posiciones, a veces sólo separadas por unas decenas de metros, apenas llegaron a moverse durante los tres años y medio siguientes y sólo a costa de numerosas vidas. La mortandad continuó en 1915. Las cuatro quintas partes de las tropas de la Entente apostadas en Tesalónica murieron de paludismo. En Gallipoli murieron casi medio millón de hombres, pero para los australianos constituye un hito clave en la creación del sentimiento de nación. 1915 fue también el año del exterminio del pueblo armenio a manos de los turcos. En 1916 llegaría la batalla de Verdún, la más larga de la guerra, sin consecuencias decisivas, aunque los franceses la consideraron como una victoria, pírrica si se considera el número de bajas galas –1,2 millones– frente a las alemanas –700.000–. Los británicos tuvieron su propio Verdún en el Somme: el 1 de julio de 1916 lanzaron un ataque en el que sufrieron, sólo ese día, 60.000 bajas y 20.000 muertos.
Estas cifras, no siempre pacíficas entre los historiadores, manifiestan la crudeza del enfrentamiento, pero no añade nada nuevo a los estudios previamente publicados. El interés de la obra de Morrow está en la visión panorámica de los diversos frentes, desde la guerra submarina hasta la aérea –donde aún «sobrevuelan» los nombres de los aviadores Oswald Boelcke, Manfred Freiherr von Richthofen, o Lanoe Hawker–, incluyendo la retaguardia civil, de especial importancia, donde se aborda, entre otros, el papel de la mano de obra femenina y sus consecuencias sociales en la lucha por la igualdad de sexos.
Por lo que se refiere a la crónica de los episodios bélicos, Morrow incluye las voces de los soldados anónimos gracias a su acceso a numerosa correspondencia, y repasa los diversos escenarios de la guerra, desde Bélgica hasta el África Oriental, donde tuvo lugar el enfrentamiento, glosado abundantemente por la épica belicista, entre el ejército colonial de Paul von Letow-Vorbeck, en su mayoría formado por nativos, y las tropas, superiores en número y pertrechos, de la Entente. Durante más de tres años el contingente de Letow-Vorbeck fue perseguido infructuosamente a través de selvas y montañas por todo el África Oriental. El militar alemán nunca fue derrotado y se rindió el 25 de noviembre de 1918, 14 días después del armisticio.
Aunque los combates e insurrecciones en las colonias fueron parciales y focalizados, los europeos lograron extender el conflicto «importando» combatientes nativos a los principales campos de batalla. A los regimientos indios reclutados por los británicos deben sumarse los más de 600.000 senegaleses que combatieron bajo bandera francesa. De los africanos se temía su promiscuidad sexual –de hecho fueron confinados, al igual que los indios, para que no se mezclaran con las mujeres blancas– y se admiraba su raza guerrera. Los senegaleses participaron en la vanguardia de los ataques más arriesgados con el objetivo expreso de evitar, en la medida de lo posible, «el derramamiento de sangre francesa». Clemenceau afirmó, refiriéndose a estos, que prefería «ver muertos a diez de ellos que a un solo francés». Esta suerte de racismo, no en vano hablamos de una guerra entre cuyas causas se encuentra la carrera colonialista, mostró su cara más áspera en el desprecio del gobierno y la sociedad civil estadounidense hacia los batallones de negros que lucharon en Europa. Mal equipados por sus superiores, algunos de estos regimientos tuvieron que combatir con cascos, pertrechos y armamento franceses.
Aunque en ocasiones el texto pueda pecar de efectista por lo que se refiere a las descripciones de los hechos bélicos, La Gran Guerra es una interesante introducción a una contienda donde casi todos perdieron a excepción, quizá, de Estados Unidos, cuya intervención resultó decisiva para la guerra y para su encumbramiento como primera potencia mundial militar y económica. Los abundantes datos incluidos y el enfoque amplio del estudio pueden servir de estimulante preámbulo para la reflexión sobre un conflicto desgraciadamente inacabado.
Estupenda reseña, vaya nivel!!!
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