José Morella
Perec: con pocos escritores como con él tengo una tan aguzada consciencia de que yo debo gobernar la nave de la lectura. No me llevan de la mano. Perec jamás dirige a quien lo lee. Repudia sin piedad a los lectores pasivos. Ni siquiera camufla ideas por debajo de su objetividad. Sólo te da el artefacto y se aleja -no te abandona, pero se aleja-, y tú te quedas con el texto en el regazo como si fuera el primer bebé que tienes en los brazos en toda tu vida. Torpe e inseguro. A mí solo me sale hablar de Perec si hablo sin tapujos del camino que he tenido que hacer para arreglármelas con sus textos. Cómo he hecho para tener el bebé en los brazos, cómo he aprendido a sostenerlo. Y lo fabuloso que ha sido, finalmente, conseguirlo: estar con él un tiempo, sonreír con él. Eso lo único que puedo decir de Perec, aparte de lo que se ha repetido cientos de veces sobre él: los catálogos, las listas, Borges, el Oulipo, los experimentos formales, etc.
Pero que nadie entienda aquí que Perec es un autor difícil. En absoluto. Leerlo es de una ligereza insospechada. Es asombrosamente divertido. Tan solo hay que estar presente y alerta, aceptar el trato que nos ofrece. Es un trato muy simple: Perec te pide presencia de lector. Nada más. Si lo aceptas, todo saldrá bien. Te gratifica como pocos autores hacen. Es como escuchar a Bach: si lo escuchas despierto y alerta, no podrás dejar de escucharlo nunca. Te devolverá mil veces el esfuerzo que has invertido.
No es posible leer Lo infraordinario como algo separado del resto de la obra de Perec. De hecho, “Acercamientos a qué”, el texto donde se explica qué es lo infraordinario, podría ser entendido como un epígrafe a otros libros suyos, acaso a su obra completa. Lo que le interesa no es lo llamativo, no es lo que nos cuentan los diarios, los casos de política o sociedad, los problemas del mundo o las crisis económicas. Hay algo esencial, mucho más importante y sencillo, que ya no sabemos mirar. Es millones de cosas, de historias, de lugares. Es lo habitual no mirado. Eso es lo infraordinario. En lugar de lo exótico, lo endótico. Perec da testimonio -sin darlo explícitamente- de la desaparición más exasperante y verdadera, análoga a la de su infancia. Si tú sabes que algo ha desaparecido, es que no ha desaparecido todavía. Queda un vestigio en ti. Existe aún su hueco, el espacio que ocupaba, su no estar ya. Pero lo que sí ha desaparecido de veras es lo que nadie sabe que lo ha hecho. De algún modo, solo desaparece radicalmente aquello que, existiendo, nunca apareció. La vida instrucciones de uso está llena de ejemplos de esto: el proyecto vital de Bartlebooth, que consiste en pintar 500 paisajes de los que luego manda hacer puzzles para, cuando los haya completado, destruirlos. O el de Beaumont, que busca la capital perdida de Al-Andalus sin encontrarla. O el de Dinteville, que escribe una tesis sobre historia de la medicina que alguien le roba sin que pueda evitarlo. Nada de lo que hacen consigue ser visto ni llamar la atención. Nada es extraordinario. Todo queda infra. Está más abajo, está borrado. Si no te fijas, no se ve. Si no lo hubiera escrito Perec, no estaría.
La desaparición acuciante, en definitiva, no es la de Anna Frank, sino la del cualquier víctima anónima del Holocausto. La de uno o una que, habiendo existido y sufrido tanto como cualquier otro preso de los campos, sea imposible de identificar. Nadie lo recordará jamás. Perec se toma el humilde trabajo de decir lo que no aparece, lo perdido para la mirada. Y de paso nos cuenta, a base de no contarla, su vida en cada línea.
Lo infraordinario está, sin excepciones, inscrito a nuestro alrededor en el mundo. No hay que crear nada nuevo. Simplemente hay que estar atento, mirarlo y listarlo. Yuxtaposiciones de rótulos, etiquetas, lápidas, inscripciones, nombres de calles, de negocios... Nuestras ciudades son palimpsestos atiborrados de inscripciones que nadie toma ya en consideración. Hablar de cualquier cosa que haya en ese palimpsesto es, por definición, hablar sobre el tiempo. Todo fue ya, a todo le ocurrió o le está ocurriendo algo, se agrietó, se le tapió una puerta, se inundó. Construcciones, destrucciones, remodelaciones, excavaciones, roturas, grietas, reconstrucciones, reformas, derribos, expropiaciones, traspasos, arrendamientos, ventas, compras, desalojos, abandonos, ruinas... En el letrero de la carnicería se ven las marcas de las letras de lo que fue antes, tal vez un estanco o una oficina de notario... Los materiales han cambiado, los colores han cambiado, el color de la piel de la gente que anda por la calle ha cambiado. Perec me recuerda a Walter Benjamin en muchas cosas, pero la que más me llama la atención es el placer y el alivio que ambos parecían sentir por la existencia y la visión morosa de todos los elementos que conforman un grupo dado. En los inicios de la radio, Benjamin conducía un programa para niños, en el que dijo esto: “Cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay en una determinada categoría –sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes-, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas”. Me da la sensación de que, para ambos autores, lo único verdaderamente importante que hay que aprender -y aceptar- es el cambio. Perec deja constancia escrita de lo que cambia. Poseer algo es una ilusión infantil, ya que nos estamos yendo todo el tiempo. El materialismo de Perec es tan radical que, por su extremo, se vuelve espiritual. Se comporta, escribiendo, como un niño de dos años que descubre poco a poco los colores y las formas. No se las apropia. Solo las recorre y las dice en voz alta sin cansarse jamás.
Sorprende que unos textos que se limitan a enumerar cosas puedan ser tan entretenidos, tan dulces. Parece que con la simple enumeración uno pudiera entrar en una dimensión nueva de calma y placer, como si te tomaras un sedante o una droga, o como el sabio en su meditación matinal. Después de leer a Perec, o mejor dicho mientras se le lee, uno está reconfortado. La vida es difícil y a veces nos parece un sinsentido, pero no hay que asustarse: está Perec. Recuerdo perfectamente el estado en que quedé cuando terminé La vida instrucciones de uso. Fantaseaba con el deseo de que existiera una segunda parte, algo así como la segunda parte del Quijote. Necesitaba, de algún modo, seguir leyendo esa misma novela. No me refiero a releerla, sino a que el gran índice de la vida que nos propone no se acabara todavía. Que la yuxtaposición de historias apretadas, antigüedades, nombres, lugares, elementos de mobiliario y tantas otras cosas continuara. Me sentía huérfano. Durante dos o tres días seguí manoseando el ejemplar, sopesándolo, abriéndolo al azar, buscando en su índice de historias para releer alguna. No me sentía capaz de desprenderme de él. Con Lo infraordinario me ha pasado lo mismo. Lo he leído muy despacio para degustarlo, para disfrutar de lo normal y descansar de lo sensacional el máximo tiempo posible. 243 postales de vacaciones son porfiadamente infraordinarias, mientras que una sola, cuando la recibes, pretende no serlo y, por un momento, solo por un momento, lo consigue. Luego cambia.
Pero que nadie entienda aquí que Perec es un autor difícil. En absoluto. Leerlo es de una ligereza insospechada. Es asombrosamente divertido. Tan solo hay que estar presente y alerta, aceptar el trato que nos ofrece. Es un trato muy simple: Perec te pide presencia de lector. Nada más. Si lo aceptas, todo saldrá bien. Te gratifica como pocos autores hacen. Es como escuchar a Bach: si lo escuchas despierto y alerta, no podrás dejar de escucharlo nunca. Te devolverá mil veces el esfuerzo que has invertido.
No es posible leer Lo infraordinario como algo separado del resto de la obra de Perec. De hecho, “Acercamientos a qué”, el texto donde se explica qué es lo infraordinario, podría ser entendido como un epígrafe a otros libros suyos, acaso a su obra completa. Lo que le interesa no es lo llamativo, no es lo que nos cuentan los diarios, los casos de política o sociedad, los problemas del mundo o las crisis económicas. Hay algo esencial, mucho más importante y sencillo, que ya no sabemos mirar. Es millones de cosas, de historias, de lugares. Es lo habitual no mirado. Eso es lo infraordinario. En lugar de lo exótico, lo endótico. Perec da testimonio -sin darlo explícitamente- de la desaparición más exasperante y verdadera, análoga a la de su infancia. Si tú sabes que algo ha desaparecido, es que no ha desaparecido todavía. Queda un vestigio en ti. Existe aún su hueco, el espacio que ocupaba, su no estar ya. Pero lo que sí ha desaparecido de veras es lo que nadie sabe que lo ha hecho. De algún modo, solo desaparece radicalmente aquello que, existiendo, nunca apareció. La vida instrucciones de uso está llena de ejemplos de esto: el proyecto vital de Bartlebooth, que consiste en pintar 500 paisajes de los que luego manda hacer puzzles para, cuando los haya completado, destruirlos. O el de Beaumont, que busca la capital perdida de Al-Andalus sin encontrarla. O el de Dinteville, que escribe una tesis sobre historia de la medicina que alguien le roba sin que pueda evitarlo. Nada de lo que hacen consigue ser visto ni llamar la atención. Nada es extraordinario. Todo queda infra. Está más abajo, está borrado. Si no te fijas, no se ve. Si no lo hubiera escrito Perec, no estaría.
La desaparición acuciante, en definitiva, no es la de Anna Frank, sino la del cualquier víctima anónima del Holocausto. La de uno o una que, habiendo existido y sufrido tanto como cualquier otro preso de los campos, sea imposible de identificar. Nadie lo recordará jamás. Perec se toma el humilde trabajo de decir lo que no aparece, lo perdido para la mirada. Y de paso nos cuenta, a base de no contarla, su vida en cada línea.
Lo infraordinario está, sin excepciones, inscrito a nuestro alrededor en el mundo. No hay que crear nada nuevo. Simplemente hay que estar atento, mirarlo y listarlo. Yuxtaposiciones de rótulos, etiquetas, lápidas, inscripciones, nombres de calles, de negocios... Nuestras ciudades son palimpsestos atiborrados de inscripciones que nadie toma ya en consideración. Hablar de cualquier cosa que haya en ese palimpsesto es, por definición, hablar sobre el tiempo. Todo fue ya, a todo le ocurrió o le está ocurriendo algo, se agrietó, se le tapió una puerta, se inundó. Construcciones, destrucciones, remodelaciones, excavaciones, roturas, grietas, reconstrucciones, reformas, derribos, expropiaciones, traspasos, arrendamientos, ventas, compras, desalojos, abandonos, ruinas... En el letrero de la carnicería se ven las marcas de las letras de lo que fue antes, tal vez un estanco o una oficina de notario... Los materiales han cambiado, los colores han cambiado, el color de la piel de la gente que anda por la calle ha cambiado. Perec me recuerda a Walter Benjamin en muchas cosas, pero la que más me llama la atención es el placer y el alivio que ambos parecían sentir por la existencia y la visión morosa de todos los elementos que conforman un grupo dado. En los inicios de la radio, Benjamin conducía un programa para niños, en el que dijo esto: “Cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay en una determinada categoría –sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes-, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas”. Me da la sensación de que, para ambos autores, lo único verdaderamente importante que hay que aprender -y aceptar- es el cambio. Perec deja constancia escrita de lo que cambia. Poseer algo es una ilusión infantil, ya que nos estamos yendo todo el tiempo. El materialismo de Perec es tan radical que, por su extremo, se vuelve espiritual. Se comporta, escribiendo, como un niño de dos años que descubre poco a poco los colores y las formas. No se las apropia. Solo las recorre y las dice en voz alta sin cansarse jamás.
Sorprende que unos textos que se limitan a enumerar cosas puedan ser tan entretenidos, tan dulces. Parece que con la simple enumeración uno pudiera entrar en una dimensión nueva de calma y placer, como si te tomaras un sedante o una droga, o como el sabio en su meditación matinal. Después de leer a Perec, o mejor dicho mientras se le lee, uno está reconfortado. La vida es difícil y a veces nos parece un sinsentido, pero no hay que asustarse: está Perec. Recuerdo perfectamente el estado en que quedé cuando terminé La vida instrucciones de uso. Fantaseaba con el deseo de que existiera una segunda parte, algo así como la segunda parte del Quijote. Necesitaba, de algún modo, seguir leyendo esa misma novela. No me refiero a releerla, sino a que el gran índice de la vida que nos propone no se acabara todavía. Que la yuxtaposición de historias apretadas, antigüedades, nombres, lugares, elementos de mobiliario y tantas otras cosas continuara. Me sentía huérfano. Durante dos o tres días seguí manoseando el ejemplar, sopesándolo, abriéndolo al azar, buscando en su índice de historias para releer alguna. No me sentía capaz de desprenderme de él. Con Lo infraordinario me ha pasado lo mismo. Lo he leído muy despacio para degustarlo, para disfrutar de lo normal y descansar de lo sensacional el máximo tiempo posible. 243 postales de vacaciones son porfiadamente infraordinarias, mientras que una sola, cuando la recibes, pretende no serlo y, por un momento, solo por un momento, lo consigue. Luego cambia.
Muy bonito el libro, y muy bonita la crítica. Somos muchos los perequianos de este mundo, y el crítico es uno de ellos, está claro. Yo corrí como un loco a comprar el libro cuando apareció. Es Perec en estado puro, es como volver a respirar cuando te falta aire. Y la edición, preciosa, hermosísima. Le hace honor al autor. Espero que publiquen algo más de él.
ResponderEliminarMateo
Qué maravilla leer lo que lees en Perec.
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