Recaredo Veredas
Una de las mayores peculiaridades, que no la única, de Antes del invierno es su mezcla de ironía y templanza. Tan curiosa amalgama —especialmente extraña para un lector acostumbrado, como el español, al esperpento más cruel— define el discurso de un narrador identificado totalmente verosímil, que nunca eleva la voz, ni siquiera cuando debe aproximarse a la más delirante de las situaciones. La veteranía y el saber estar de Pujol también quedan además definidos por la utilización mínima, y en consecuencia elegante, de los recursos narrativos.
Carlos Pujol, pese a ser secretario casi perpetuo del jurado del Premio Planeta y aunque haya destacado en relato, novela, poesía y traducción durante décadas, es un auténtico desconocido para el gran público. Tal vez la causa resida en su sobriedad, en la ausencia de golpes de efecto que ha presidido su ya larga carrera.
Antes del invierno comienza de la mejor manera posible. No es nada fácil hallar un buen inicio, que adentre con suavidad al lector en la historia, permitiendo que lentamente, mediante sus propias herramientas, aunque siempre empujado por los vaivenes del narrador, conozca los resortes que moverán la obra y quede irremediablemente atrapado. Pujol posee una virtud añeja y poco valorada: la fluidez, la falta de esfuerzo. Habilidad de la que también disfrutaban, por ejemplo, escritores británicos como Conan Doyle, a cuyo homenaje dedicó Pujol su anterior novela. Debe destacarse el perfecto corte de los diálogos, que ofrecen la información justa para que la complejidad de los personajes sea entendida en toda su amplitud. Además evita la caída en campos semánticos extremos y no olvida una ironía que nunca cruza la frontera del sarcasmo.
Antes del invierno muestra los años terribles de la postguerra desde una perspectiva muy poco frecuente: la de una familia burguesa cuyo vástago adoptó la ideología triunfadora mientras el padre, abandonado por su esposa y totalmente arruinado, siguió con vergüenza apegado a la república, a un liberalismo ilustrado tan infrecuente en España como los marsupiales. No resulta frecuente que los padres sean más rebeldes que los hijos y estos viven en la pobreza mientras los retoños, despojados de prejuicios —también conocidos por ética— se enriquecen de cualquier manera (en este caso mediante la lírica más doctrinaria y capciosa). El interés también proviene de la profundidad del progenitor, cuya madurez concede a su rebeldía una lucidez y un dominio del tiempo —real, no narrativo— muy poco habitual: «Me estaba convirtiendo en alguien exageradamente sospechoso, aunque aún no sabían de qué y no saberlo les sacaba de quicio». Además los personajes no son simples figuras estáticas: evolucionan y, finalmente, convergen. La descripción del entorno es comedida, sucinta. Parece dirigida a un lector que conoce tanto los desmanes de la posguerra que es capaz de reproducir el espacio por sí mismo.
La historia que justifica el discurso del narrador es un curioso y desmadrado enredo de espionaje, que cruza a Mihura con Graham Greene —que también rozaba el absurdo, la denuncia de la torpeza que habita en lo que consideramos trascendente en obras como Nuestro hombre en La Habana— con las novelas más vodevilescas de Eduardo Mendoza. Un absurdo, por otro lado, plagado de cadáveres: «Sois como niños jugando a espías, solo que con muertos de verdad», perfecta metáfora de la delirante situación que atravesaba España —y el mundo— en aquellos años, presos sin remisión de delirios megalómanos.
Antes del invierno, como su propio título indica, es ante todo una profunda reflexión sobre la proximidad de la vejez, sobre esa edad en la que se mantiene la sabiduría pero la fatiga, mal presagio, aparece cada día con mayor premura.
Carlos Pujol, pese a ser secretario casi perpetuo del jurado del Premio Planeta y aunque haya destacado en relato, novela, poesía y traducción durante décadas, es un auténtico desconocido para el gran público. Tal vez la causa resida en su sobriedad, en la ausencia de golpes de efecto que ha presidido su ya larga carrera.
Antes del invierno comienza de la mejor manera posible. No es nada fácil hallar un buen inicio, que adentre con suavidad al lector en la historia, permitiendo que lentamente, mediante sus propias herramientas, aunque siempre empujado por los vaivenes del narrador, conozca los resortes que moverán la obra y quede irremediablemente atrapado. Pujol posee una virtud añeja y poco valorada: la fluidez, la falta de esfuerzo. Habilidad de la que también disfrutaban, por ejemplo, escritores británicos como Conan Doyle, a cuyo homenaje dedicó Pujol su anterior novela. Debe destacarse el perfecto corte de los diálogos, que ofrecen la información justa para que la complejidad de los personajes sea entendida en toda su amplitud. Además evita la caída en campos semánticos extremos y no olvida una ironía que nunca cruza la frontera del sarcasmo.
Antes del invierno muestra los años terribles de la postguerra desde una perspectiva muy poco frecuente: la de una familia burguesa cuyo vástago adoptó la ideología triunfadora mientras el padre, abandonado por su esposa y totalmente arruinado, siguió con vergüenza apegado a la república, a un liberalismo ilustrado tan infrecuente en España como los marsupiales. No resulta frecuente que los padres sean más rebeldes que los hijos y estos viven en la pobreza mientras los retoños, despojados de prejuicios —también conocidos por ética— se enriquecen de cualquier manera (en este caso mediante la lírica más doctrinaria y capciosa). El interés también proviene de la profundidad del progenitor, cuya madurez concede a su rebeldía una lucidez y un dominio del tiempo —real, no narrativo— muy poco habitual: «Me estaba convirtiendo en alguien exageradamente sospechoso, aunque aún no sabían de qué y no saberlo les sacaba de quicio». Además los personajes no son simples figuras estáticas: evolucionan y, finalmente, convergen. La descripción del entorno es comedida, sucinta. Parece dirigida a un lector que conoce tanto los desmanes de la posguerra que es capaz de reproducir el espacio por sí mismo.
La historia que justifica el discurso del narrador es un curioso y desmadrado enredo de espionaje, que cruza a Mihura con Graham Greene —que también rozaba el absurdo, la denuncia de la torpeza que habita en lo que consideramos trascendente en obras como Nuestro hombre en La Habana— con las novelas más vodevilescas de Eduardo Mendoza. Un absurdo, por otro lado, plagado de cadáveres: «Sois como niños jugando a espías, solo que con muertos de verdad», perfecta metáfora de la delirante situación que atravesaba España —y el mundo— en aquellos años, presos sin remisión de delirios megalómanos.
Antes del invierno, como su propio título indica, es ante todo una profunda reflexión sobre la proximidad de la vejez, sobre esa edad en la que se mantiene la sabiduría pero la fatiga, mal presagio, aparece cada día con mayor premura.
Carlos Pujol, a estas alturas de la comedia, es uno de los grandes, grandes, como narrador, poeta, ensayista y traductor. De pocas cosas estoy tan seguro, tras treinta años dedicado a estas cosas.
ResponderEliminarTe felicito por la reseña.