jueves, julio 10, 2008

Botchan, Natsume Soseki

Traducción de José Pazó Espinosa. Impedimenta, Madrid, 2008. 238 pp. 19 €.

Carlos Castán

Sin armar demasiado ruido, la editorial Impedimenta lleva tiempo publicando primorosamente, uno tras otro, una serie de libros espléndidos y necesarios. Botchan, del japonés Natsume Saseki (pseudónimo de Natsume Kinnosuke), viene a cubrir un importante hueco para el interesado en la moderna literatura oriental y para el lector en general.
La novela relata las experiencias de Botchan, un joven profesor capitalino, recién escudillado, en su primer destino lejos de Tokio. Natsume Soseki (1867-1916) contaba casi treinta años cuando fue destinado como profesor a un lugar de la isla de Shikoku llamado Matsuyama que era, en aquella época, algo así como una aldea infame más allá de los confines del mundo civilizado. A los cuarenta años aproximadamente se propone escribir una novela tomando como base aquel episodio biográfico, aunque rebaja considerablemente tanto la edad del protagonista, que pasa a tener 23 años, como el tiempo de estancia (de aguante, podríamos decir) que en la novela dura apenas un mes frente a los casi dos años de la realidad. Ambas decisiones contribuyen a formar una especie de caricatura cómica de aquel episodio vivido por el autor, al permitirle por un lado subrayar el candor y el continuo asombro propio de la primera juventud, y, por otro, condensar las anécdotas de aquella estancia en provincias, que se prolongó durante dos cursos escolares, en unas pocas semanas.
Estamos, por tanto, ante un muestra de lo que en occidente se entiende como una novela de iniciación, es decir, un relato en el que asistimos al descubrimiento del mundo por parte de alguien que comienza asomarse, generalmente de manera traumática, a la realidad de la vida adulta y va tomando contacto, no sin dolor, con la traición y el cinismo y todas las oscuras reglas, nunca pronunciadas, que rigen la deriva de las sociedades. Esto ha hecho que la novela de Soseki haya sido comparada con El guardián entre el centeno de Salinger (lo hace Andrés Ibáñez en su estupenda introducción al texto) o con Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain. El lenguaje utilizado por el autor de Botchan, anglosajón y sorprendentemente moderno para lo que cabría pensar de un texto japonés de los albores del siglo XX, contribuye al establecimiento de este tipo de analogías, y haría pensar incluso en otras novelas de iniciación, desde John Fante hasta el mismo Tobias Wolf pasando por la genial Muerte a crédito de Louis-Ferdinand Céline, si no fuera por el registro humorístico desde el que Soseki nos cuenta su historia.
El tema, además, podríamos decir que es el de la distancia entre teoría y práctica, el de la discordancia entre cómo nos han explicado que deberían funcionar las cosas y cómo lo hacen en realidad una vez que se salta al ruedo de los días y las luchas. Y a estos desajustes todavía hay que sumar otro: el del contraste entre la mentalidad tokiota, basada en la honorabilidad y la delicadeza, y el de la bárbara provincia. En este conjunto de desemejanzas se basa tanto la comicidad de la novela como el profundo poso de descreimiento que encierra. Se trata de colocar en oposición mundos y códigos diferentes. Y esto puede hacerse en diversos planos y con distintos grados de zafiedad en inteligencia. Con mayor grosor de brocha, allí estarían, formando parte de esta estrategia del desajuste, Tarzán en Nueva York, La ciudad no es para mí, Borat… pero también el drama de Juan Pablo Castel, protagonista de El túnel de Sábato, cuando pretende que funcione de acuerdo con la fría y cuadriculada lógica todo la irracionalidad carnal y vertiginosa del amor humano. Y también formaría parte de esta literatura de desajustes una novela como La tesis de Nancy, del injustamente medio olvidado Ramón J. Sender, sólo que en esta ocasión es el propio lenguaje el que no encaja con la forma estática que le atribuyen los libros, los diccionarios y las gramáticas.
El personaje de Botchan es el verdadero hallazgo de la novela. El lector admira y rechaza a partes iguales su pretensión de integridad y rectitud, la identificación y el alejamiento se suceden a lo largo de la lectura, como en vaivén: la distancia que establecemos con un sujeto a veces tan repelente nos permite reír sin miramientos, pero casi simultáneamente, sin apenas darnos cuenta, estamos empatizando de nuevo con su ternura y su soledad.
De algún modo podría decirse que Botchan es una novela picaresca al revés. Aquí la ingenuidad expuesta al engaño no está representada por la sociedad, sino que es ésta la perversa, y es su cinismo, su hipocresía y su absurda ridiculez la que una y otra vez tiende sus trampas a un personaje tan lleno de candor que apenas comprende lo que se cuece a su alrededor. Probablemente, para Soseki, Botchan representa al Japón tradicional y herido, y los catetos de la isla de Shikoku, sin educación ni integridad ni principios, el bárbaro occidente que, por aquellos días de la era Meiji, empezaba a imponer sus usos y sus reglas en el milenario imperio. En tal caso, el lamento estaría escrito ya demasiado tarde y con el lenguaje y los modos de los invasores.

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