Elvira Navarro
Buena parte de la mejor literatura actual en castellano, e incluso de la literatura actual a secas, se escribe en Argentina, y Alan Pauls es, junto con Ricardo Piglia, César Aira, Fogwill, Rodrigo Fresán, Damián Tabarovsky o Martín Kohan, uno de los autores que ha llevado a este país al primer plano de la narrativa contemporánea. Conocido en España a raíz de su magnífica y monumental novela El pasado (XXI Premio Herralde), que motivó la recuperación de Wasabi y del ensayo El factor Borges, Pauls es autor de una decena de libros que sus lectores de este lado del charco codiciamos. Ojalá Anagrama, donde se han publicado los títulos mencionados, o alguna otra editorial, se anime a seguir rescatando su siempre sustanciosa obra.
Libro tras libro, Alan Pauls demuestra que lo decisivo en la escritura se juega (entre otros —no demasiados— lugares) en lo que se desenmascara, en las bombas que hacen estallar los lugares comunes. Con esta Historia del llanto que hoy reseñamos, el autor pela la cebolla hasta llegar al jugoso núcleo mediante lo que suele ser habitual en él, a saber: una tercera persona apoyada en la voz de un personaje, protagonista absoluto del libro, que escarba en sí mismo como si estuviera monologando, lo que da lugar a una narración torrencial.
Los temas aquí son el dolor y la felicidad, concebidos generalmente como contrarios y que, según afirma el protagonista cuyo nombre no sabremos, en realidad tienen una relación caníbal y unidireccional, pues la felicidad crece sobre el sufrimiento. Por suerte, él está dotado para el sufrimiento, o para descreer de la dicha y demostrarles a los que se recrean en ella que no son autosuficientes, que es mentira que no necesiten nada. El dolor, razona el innominado, está siempre más cerca del otro por ser un estado de necesidad, y esa cercanía ocupa el lugar más alto en la escala moral. Desde un punto de vista ontológico, el dolor también es más importante, ya que es anterior al estado feliz, que se alimenta de él como si fuera un parásito. El protagonista, siempre dispuesto a entender a los que lloran y a penar con ellos, se cree mejor que los demás.
La conclusión resulta demasiado fácil; sin embargo, él es un niño, y su padre le alienta esta creencia en su don. Sólo cuando llega a la adolescencia, y de la mano de quien comercia con el dolor colectivo, un cantautor político, exiliado y vuelto a la patria tras el fin del horror para vivir eternamente de la nostalgia de la lucha (no tiene desperdicio la caricatura del buenrollismo del cantautor y de ese ambiente de “arma cargada de futuro”), se da cuenta de hasta qué punto él ha rentabilizado su llanto para ser apreciado por su padre, y de cómo éste le ha chantajeado al alabarle para aplacar su mala conciencia por no hacerse cargo de él (su padre lo abandonó cuando tenía cuatro años). El buenrollismo de su padre es el mismo que el del cantautor: ambos sirven a unos fines perversos. Esta súbita toma de conciencia de sí mismo, de la máscara que los demás le han puesto para tenerlo a su servicio, es el primer acto político de su vida; la primera acción desde la que poder seguir actuando legítimamente para cambiar un estado de cosas injusto.
No obstante la momentánea determinación, el protagonista piensa que para él es demasiado tarde, ya que la estética del sufrimiento, la ideología del cantautor, lo ha atrapado en sus redes por su fuerza de seducción: he aquí la supremacía de lo verosímil, del entramado, de la costumbre o de lo que nos han enseñado a creer porque la realidad respira al compás, sobre la pobre verdad. Seducir es detentar el poder, y él no está dispuesto a renunciar al suyo. Por lo mismo, y a pesar de sus supuestas filiaciones comunistas, cuando ve en la televisión la caída de Salvador Allende y la quema del Palacio de La Moneda, no siente absolutamente nada: lo que lo ha mantenido al lado de los movimientos revolucionarios es la épica, y no la justicia. Darse cuenta de que no sabe lo que hay que saber; de que por sí mismo elige y siempre elegirá la máscara, lo sume en una sensación de derrota. Y ser consciente del mecanismo que le lleva a preferir la ignorancia no es ningún consuelo.
Libro tras libro, Alan Pauls demuestra que lo decisivo en la escritura se juega (entre otros —no demasiados— lugares) en lo que se desenmascara, en las bombas que hacen estallar los lugares comunes. Con esta Historia del llanto que hoy reseñamos, el autor pela la cebolla hasta llegar al jugoso núcleo mediante lo que suele ser habitual en él, a saber: una tercera persona apoyada en la voz de un personaje, protagonista absoluto del libro, que escarba en sí mismo como si estuviera monologando, lo que da lugar a una narración torrencial.
Los temas aquí son el dolor y la felicidad, concebidos generalmente como contrarios y que, según afirma el protagonista cuyo nombre no sabremos, en realidad tienen una relación caníbal y unidireccional, pues la felicidad crece sobre el sufrimiento. Por suerte, él está dotado para el sufrimiento, o para descreer de la dicha y demostrarles a los que se recrean en ella que no son autosuficientes, que es mentira que no necesiten nada. El dolor, razona el innominado, está siempre más cerca del otro por ser un estado de necesidad, y esa cercanía ocupa el lugar más alto en la escala moral. Desde un punto de vista ontológico, el dolor también es más importante, ya que es anterior al estado feliz, que se alimenta de él como si fuera un parásito. El protagonista, siempre dispuesto a entender a los que lloran y a penar con ellos, se cree mejor que los demás.
La conclusión resulta demasiado fácil; sin embargo, él es un niño, y su padre le alienta esta creencia en su don. Sólo cuando llega a la adolescencia, y de la mano de quien comercia con el dolor colectivo, un cantautor político, exiliado y vuelto a la patria tras el fin del horror para vivir eternamente de la nostalgia de la lucha (no tiene desperdicio la caricatura del buenrollismo del cantautor y de ese ambiente de “arma cargada de futuro”), se da cuenta de hasta qué punto él ha rentabilizado su llanto para ser apreciado por su padre, y de cómo éste le ha chantajeado al alabarle para aplacar su mala conciencia por no hacerse cargo de él (su padre lo abandonó cuando tenía cuatro años). El buenrollismo de su padre es el mismo que el del cantautor: ambos sirven a unos fines perversos. Esta súbita toma de conciencia de sí mismo, de la máscara que los demás le han puesto para tenerlo a su servicio, es el primer acto político de su vida; la primera acción desde la que poder seguir actuando legítimamente para cambiar un estado de cosas injusto.
No obstante la momentánea determinación, el protagonista piensa que para él es demasiado tarde, ya que la estética del sufrimiento, la ideología del cantautor, lo ha atrapado en sus redes por su fuerza de seducción: he aquí la supremacía de lo verosímil, del entramado, de la costumbre o de lo que nos han enseñado a creer porque la realidad respira al compás, sobre la pobre verdad. Seducir es detentar el poder, y él no está dispuesto a renunciar al suyo. Por lo mismo, y a pesar de sus supuestas filiaciones comunistas, cuando ve en la televisión la caída de Salvador Allende y la quema del Palacio de La Moneda, no siente absolutamente nada: lo que lo ha mantenido al lado de los movimientos revolucionarios es la épica, y no la justicia. Darse cuenta de que no sabe lo que hay que saber; de que por sí mismo elige y siempre elegirá la máscara, lo sume en una sensación de derrota. Y ser consciente del mecanismo que le lleva a preferir la ignorancia no es ningún consuelo.
Ese libro Pauls no me gusto para nada. Me quedo con El pasado o con Wasabi . Me tiene un poco aburrido el cuentito de Salvador Allende y todo eso.
ResponderEliminarEn la lista de escritores argentinos te falto a Juan Forn ¡un crack!-
Saludos desde Chile
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