Sofía Rhei
Firmin, como una gran cantidad de los héroes y antihéroes más populares, combina una serie de patologías (la vertiente paródica de estas aporta no poco del alivio cómico, aunque casi toda la novela es un tira y afloja del mismo con el no menos necesario alivio trágico) con una serie de virtudes que, como dice Justo Navarro en la contraportada, son «los efectos que produce el haber crecido devorando libros». Sin embargo, podríamos aplicar la misma vara de medir a la psicosis, el egocentrismo, el voyeurismo y el quijotismo, incurable y voluntario alejamiento de la realidad, que padece esta rata bibliófila.
El argumento podría resumirse en muy pocas líneas. Sólo tiene una trama, que está narrada en orden cronológico, con abundante incursiones subjetivas del narrador-protagonista al mundo de sus sueños. El libro está tensado únicamente por los deseos e inquietudes de Firmin, por lo incompatible de su voluntad de comunicación con el resultado de su atenta (y a veces errónea) observación y fascinación por los humanos.
La mencionada contraportada de la décima edición de este libro está poblada por una serie de comentarios firmados por una serie de escritores (Eduardo Mendoza, Donna Leon, Rodrigo Fresán, etcétera) en los que se tiene, como mínimo, cierta confianza. La mayor parte elevan la historia del ratón Firmin, devorador de libros tanto por la via digestiva como por la intelectual, a libro memorable, «caído del cielo», «excelente», «acontecimiento».
Además de lo carismático que pueda resultar este estudio de carácter, de lo sugestivo que resulta ubicar la narración en una librería de viejo, y del valor documental de reconstrucción de una época (los sesenta) a través del bosquejo de breves escenas y personajes que Firmin entrevé mientras corre y se esconde, no encuentro en este libro ese pequeño núcleo de mensaje nuevo, de verdad nunca antes dicha, que permite distinguir a los libros merecedores de tales epítetos.
El viejo argumento del edificio original y entrañable, que a pesar de sus insustituibles cualidades está pendiente de demolición, no acaba, como ocurre a menudo, con la victoria del pequeño sobre el gigante; de hecho, si hubiera que entresacar una moraleja del conjunto de circunstancias de la novela es que Firmin, haga lo que haga, no puede ganar, a pesar de su excepcionalidad, y todo su éxito ante la existencia ha de limitarse a conseguir migajas y breves momentos de efímera felicidad. Firmin no puede sobrevivir como rata normal porque la literatura ha destruido esa posibilidad, sin aportarle nada a cambio más que una serie de espejismos imposibles de alcanzar. ¿Y a esto lo llaman «un símbolo de amor por la lectura»?
Por supuesto que se trata de una narración curiosa e interesante, capaz de provocar no pocas sonrisas y de aprender, ya que sirve de catálogo de algunos libros (que dan la impresión de ser muy queridos por el autor, de hecho, en lo tocante a lo autobiográfico, entre el personaje de Jerry, el escritor bohemio antisistema, y la biografía del propio Savage, parece haber más de un par de puntos en común) que fueron clave en los sesenta por uno u otro motivo, como Peyton Place, Nuestra Señora de las Flores, The ginger man, De ratones y hombres. Está maravillosamente escrito y la traducción de Ramón Buenaventura es capaz de transmitirlo a base de mucho cuidado y mucho talento. Contiene imágenes memorables, y creo que es esta cualidad de vividez e intensidad la que se ha granjeado la simpatía de millones de lectores.
El argumento podría resumirse en muy pocas líneas. Sólo tiene una trama, que está narrada en orden cronológico, con abundante incursiones subjetivas del narrador-protagonista al mundo de sus sueños. El libro está tensado únicamente por los deseos e inquietudes de Firmin, por lo incompatible de su voluntad de comunicación con el resultado de su atenta (y a veces errónea) observación y fascinación por los humanos.
La mencionada contraportada de la décima edición de este libro está poblada por una serie de comentarios firmados por una serie de escritores (Eduardo Mendoza, Donna Leon, Rodrigo Fresán, etcétera) en los que se tiene, como mínimo, cierta confianza. La mayor parte elevan la historia del ratón Firmin, devorador de libros tanto por la via digestiva como por la intelectual, a libro memorable, «caído del cielo», «excelente», «acontecimiento».
Además de lo carismático que pueda resultar este estudio de carácter, de lo sugestivo que resulta ubicar la narración en una librería de viejo, y del valor documental de reconstrucción de una época (los sesenta) a través del bosquejo de breves escenas y personajes que Firmin entrevé mientras corre y se esconde, no encuentro en este libro ese pequeño núcleo de mensaje nuevo, de verdad nunca antes dicha, que permite distinguir a los libros merecedores de tales epítetos.
El viejo argumento del edificio original y entrañable, que a pesar de sus insustituibles cualidades está pendiente de demolición, no acaba, como ocurre a menudo, con la victoria del pequeño sobre el gigante; de hecho, si hubiera que entresacar una moraleja del conjunto de circunstancias de la novela es que Firmin, haga lo que haga, no puede ganar, a pesar de su excepcionalidad, y todo su éxito ante la existencia ha de limitarse a conseguir migajas y breves momentos de efímera felicidad. Firmin no puede sobrevivir como rata normal porque la literatura ha destruido esa posibilidad, sin aportarle nada a cambio más que una serie de espejismos imposibles de alcanzar. ¿Y a esto lo llaman «un símbolo de amor por la lectura»?
Por supuesto que se trata de una narración curiosa e interesante, capaz de provocar no pocas sonrisas y de aprender, ya que sirve de catálogo de algunos libros (que dan la impresión de ser muy queridos por el autor, de hecho, en lo tocante a lo autobiográfico, entre el personaje de Jerry, el escritor bohemio antisistema, y la biografía del propio Savage, parece haber más de un par de puntos en común) que fueron clave en los sesenta por uno u otro motivo, como Peyton Place, Nuestra Señora de las Flores, The ginger man, De ratones y hombres. Está maravillosamente escrito y la traducción de Ramón Buenaventura es capaz de transmitirlo a base de mucho cuidado y mucho talento. Contiene imágenes memorables, y creo que es esta cualidad de vividez e intensidad la que se ha granjeado la simpatía de millones de lectores.
Sinceramente, yo no creo que el libro hable de las bondades del buen y mucho leer. Firmin, "alter ego" del autor es un "letraherido" y además lo sabe. Al igual que D. Quijote, se le pasaban las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio.
ResponderEliminarUn saludo,
DESIDERATA
Muy buen comentario con el que estoy plenamente de acuerdo. Porbablemente se trate de una novela sobrevalorada por el éxito (otras veces ocurre lo contrario, el éxito puede expulsar de la gloria literaria).
ResponderEliminarEn cualquier caso es un libro entretenido y fácil de leer que se puede recomendar sin temor a equivocarse.
Un bluf, a mi entender. Y hombre, "millones" de lectores tampoco. ¡Ya quisiera el autor y la editorial! Éxito sí, sin duda, pero no exageremos.
ResponderEliminarUn libro para entretener.Quizá le haya perjuicado tanta publicidad.Un libro sencillo para pasar el rato.
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